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Visita navideña (Especial Navidad) - Klaus Fernández


VISITA NAVIDEÑA
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Fábula de la existencia de un ángel de la guarda personal... o algo parecido.


INTRODUCCIÓN

Permíteme que me presente... Me llamo Maxifhoulopolus (Max para abreviar) y soy un diablillo.

O sea, poseo un cuerpo pequeño de color rojo chorizo, ojos saltones, dientes sobresalientes, rabo acabado en punta de flecha y unos cuernecitos graciosísimos. Vamos, que no estoy nada mal. ¿Cómo dices? ¿Qué te parezco horroroso? ¿Qué soy feo como un demonio? ¡Oye, que yo a ti no te estoy faltando! ¡Y tampoco me pareces nada agradable a la vista! Mal empezamos ya... Bueno, sigamos con esta historia...

Después de una serie de malentendidos y varios líos de faldas, me encontraba aprisionado en una bola de cristal por el gran Diablo Pazazu, pero un buen día, éste me hizo llamar a su sala del trono para encargarme una sencilla tarea a cambio de mi ansiada libertad. ¿Los malentendidos que me llevaron a esta penosa situación? Luego te los cuento.

El caso es que este viejo Diablo andaba muy revuelto estos días ya que, como a todo diablo que se precie, estas fechas son muy malas. Era Navidad, y todo es alegría y gozo. Las personas se hacen familiares y se regalan cosas (aunque un poco de envidia también tenía, dicho sea de paso), y claro, eso le hacía sentir muy desgraciado, puesto que lo único que le apetecía era condimentar y asar a esas mismas personas en sus jugos, en una gran olla para dejarlos al dente, con sus patatitas y zanahoria, etc.

Pero si había en estas fechas alguien que era especialmente detestable y odiado por mi jefe, era un individuo que vivía cerca de un viejo faro en un ignoto pueblo marinero abandonado desde hacía varias décadas y que aun viviendo solo y más pobre que las ratas, llegada la Navidad, decoraba y encendía un gran abeto con mil luces y bolas; y cuya luz iluminaba y producía que los demás pueblos costeros y embarcaciones cercanas vieran ese torrente de luz y esperanza, y les recordara a sus miserables vidas que ya había llegado la Navidad, maldita sea mil veces. 

Eso, claro está, nos producía en el Infierno un sarpullido de tales dimensiones que los que se metían a la olla éramos nosotros para intentar calmar un poco tan espantoso picor.

La tarea encargada por Pazazu era sencilla, debía evitar que se encendiera este año el dichoso árbol. Todo esto me lo contaba al oído mientras miraba nerviosamente a todas partes, como si el muy canalla del faro tuviera poderes extrasensoriales, nos pudiera oír y de algún modo frustrar nuestros malvados planes.

Parece fácil la tarea, ¿verdad? Pues no lo era en absoluto.


I


Lo primero que hice, al llegar a la casa del sujeto a tratar, fue estudiar el terreno y la situación. El individuo en cuestión vivía solo, a excepción de un perezoso gato arrabalero de una especie inclasificable, cuatro cartas contadas que le llegaban una o dos veces al año y una extraña actividad que consistía en ir todos los días al faro a hacer noséque, luego volvía por la noche a su chamizo (puesto que no se puede llamar de otra manera esa casa medio derrumbada y destartalada) y se ponía al calor de la chimenea tocándole las orejas al gato, casi siempre despertándole. Lo extraño era que no se hubiera muerto de asco y de ostracismo hace bastante tiempo él solo.

En fin, me quedaban apenas tres días para hacer aún más, si cabe, horrible la existencia de este hombrecillo antes de que encendiera el dichoso árbol. Parecía fácil, sólo había que quitarle todo lo que le pudiera dar algo de alegría. Así, según mi retórica extremadamente malvada y simple, el hombrecillo este año no encendería el árbol por falta de motivación.

La buena suerte (mala para él) me acompañaba. Ese día, mientras él se iba temprano al faro, vino el cartero montado en bicicleta. Con la sapiencia que me han dado los siglos sumé dos y dos igual a cinco y deduje que, destrozando las cartas venideras y de paso el buzón, conseguiría mi noble propósito.

El cartero se bajó de la bicicleta, la aparcó contra la valla y luego, tras mirar a todos los lados con temor, metió las cartas en el buzón a la orilla de la calle y se marchó como alma que lleva el diablo (expresión que me parece una completa apropiación cultural. ¡Ya está bien, diablos!).

La verdad es que me sorprendió un poco, puesto que no había hecho mi aparición todavía, enfrascado como estaba en disfrazarme de inspector de hacienda para provocarle un susto mayúsculo.

Torcí el morro, esbocé una risa, me encaminé al buzón y lo abrí. Me estaba riendo todavía cuando en el interior del buzón se vislumbraron unos ojos amarillos y un maullido espantoso salió de él, lo cual me provocó que los pocos pelos que tengo en la cabeza se me pusieran como escarpias. Del interior salió disparado el gato maullando y arañando que, esperando al cartero, se encontró de bruces a este servidor del mal. A este pobre diablo.

Valga decir que los gatos son de los pocos animales en la tierra capaces de presentir a los diablillos. Si no, ¿por qué crees que las brujas siempre se hacen acompañar de gatos si no fuera porque les sirven de centinelas de nuestra presencia? ¿Si no, de qué?

El gato se enfrascó conmigo en una pelea a muerte de la que sólo podía quedar uno vivo y, tras luchar a brazo partido casi diez segundos por mi vida, tuve que huir. No sin maldecir al susodicho gato, puño en alto, en la parte superior de una lejana colina, hasta su octava generación y prometiéndole que se había ganado esa mañana un enemigo jurado para toda su vida (incluidas las otras seis). El gato me respondió con un bufido aterrador que me ha de acompañar hasta mi lecho de muerte.

Al poco tiempo, vino el hombrecillo alarmado por el escándalo montado y se llevó mucha alegría al comprobar que había recibido cartas con noticias venturosas de algún familiar cercano. Esto me mortificó en sumo grado ya que, de no ser por mi nefasta actuación, el individuo quizás no habría reparado en la llegada del correo hasta pasado un largo tiempo (¡incluso pasada la Navidad!). 


II


Tras remendarme tras un árbol las diversas heridas deduje que había que pasar al plan B que consistía en... destruir el FARO. Aunque fuera piedra por piedra.

A la noche siguiente, tras irse el sujeto del faro, con lo cual me dejaba el camino expedito para mis planes, me propuse ir a éste y terminar de una vez con las ilusiones del hombrecillo y de paso aliviar los pesares de Pazazu que estaba bastante fastidiado con este asunto tan espinoso.

Así que me acerqué al faro de noche caminando por un serpenteante camino polvoriento.

El faro se erguía oscuro en lo alto de la colina. Ciertamente la contemplación de esta torre me producía cierto respeto y temor. Allí permanecía erguida, ciega, azotada por las olas y las inclemencias del tiempo sin que pareciera que le hiciera efecto nada en este mundo... Por poco tiempo, claro está. Je je. 

Tras la acción de mi mano eso iba a cambiar ligeramente. La puerta de acceso al faro estaba naturalmente abier... ¡CERRADA!

Tras girar el pomo varias veces fútilmente, vislumbré una ventana abierta a unos 6 metros desde el suelo. Para un diablillo normal de nivel 3 eso no supondría ningún problema. Con sus pequeñas alitas, bastarían unos aleteos para encaramarse sin dificultad al ventanuco. Pero para un diablillo como yo: rechoncho, falto de agilidad y al cual una vida de excesos le había pasado unas cuantas facturas de difícil pago; el ventanal bien podría estar a 150 metros. Pero un diablillo precavido vale por dos, y traía cargado en mi mochila un cohete dirigible. Así que me monté en él y, tras encenderlo con mi aliento, salí disparado hacia el ventanal. Maniobré en el último segundo, me introduje por él, reculé un poco en el interior del faro, me despellejé toda la espalda contra una pared, salí por otra ventana (cerrada con rejas), volví a recular, me introduje de nuevo por otra ventana, me arrastré a toda velocidad por todo el taller de herramientas del sujeto (martillos, destornilladores, clavos, alicates, etc.) para salir por otra ventana (también cerrada por supuesto) y finalmente, con un petardazo, logré estrellarme en lo alto del faro.

Diez minutos después de recoger los dientes (y no encontrarlos todos) me hallaba delante de la inmensa lente del faro. Siendo la mayor utilidad de un faro su luz, la cual se proyectaba para ayudar a los barcos a evitar las rocas que se acercaban a la costa, deduje de nuevo que destruyendo la lente, el faro era de tanta utilidad para el hombrecillo como para mí un baño con sales perfumadas.

Tras varios intentos inútiles de abrir el recipiente que albergaba la lente, me propuse algo más fácil como hacer un sabotaje en toda regla, eso sí, del cableado. Con una uña abrí la caja del cableado, escudriñé con aire pensativo los cables de colores (como si entendiera) mesándome la barbilla. Hice un plan mental y comencé a mezclar cables. Rojo con azul, azul con amarillo, negro con blanco, verde con nada, gris con verde de lunares con rojo a rayas, marrón con amarillo panza burro, etc.

Veinte minutos más tarde había finalizado, ningún cable permanecía igual o eso esperaba, y tras localizar el interruptor que activaba la lente, lo pulsé para ver en primera persona como la lente se quedaba ciega para siempre, aunque en ese momento me pareció que era un poco extraño que no estuviera encendido ya antes de mi llegada.

El chorro de luz del faro me cegó casi una hora. Tiempo en que comprendí cual era la tarea del hombrecillo todos los días en el faro. Arreglaba el cableado estropeado desde hacía varias décadas, y noche tras noche volvía triste a casa sin poder repararlo. Y yo, en 20 minutos, intentando sabotearlo, lo había arreglado. Medio ciego (o del todo), oí unos pasos subiendo a toda prisa por las escaleras hacia la parte superior del faro. Era el sujeto que, riéndose, subía dando gracias a Dios por el milagro de la luz. Para no ser descubierto, me tiré (caí) de cabeza por la barandilla hacia la mar embravecida. Reboté varias veces contra unos riscos antes de zambullirme con un planchazo, quedando medio inconsciente, en las frías aguas. Al salir del mar, me dejé caer exhausto en la orilla, cubierto de algas, varios mordiscos de tiburón (ávido de turistas) en la pierna, una boya rota y una manta raya de kilo y medio en los calzones. Mientras tanto la luz del inmenso faro cíclicamente me iluminaba y parecía burlarse de mi desgracia. 


III


El Plan de Emergencia, o también llamado C, consistía en TALAR EL MALDITO ÁRBOL. Bien pensado, quizás era lo primero que tendría que haber hecho desde el principio. La noche anterior a Navidad, armado con un hacha de dimensiones considerables que había tomado prestado (robado) de una caseta de herramientas aledaña al faro (que llevaba arrastrando desde ahí), me encaminé al árbol. 

Con un rápido vistazo por la ventana me cercioré que el individuo dormía junto al gato al lado de la chimenea y me propuse talar el maldito árbol.  

Varios intentos me hicieron falta para darme cuenta de que no podía levantar el hacha y que tenía que ir a por una más acorde a mi tamaño (evidentemente un hacha de mano como para niños pequeños).

Hacha pequeña en mano, le asesté varios furiosos mandobles a la base del abeto, unos cuantos al tronco, y corté varias ramas de las bajitas, por no llegar a las más altas por mi baja estatura, y contemplé mi obra. Permanecía casi igual. Más hachazos a la base del tronco. Nada. Otros más. Nada. No podía más, estaba exhausto, fatigadísimo. Con mi hacha de niño pequeño el trabajo realizado no se apreciaba. El maldito árbol no caería esa noche. Y la siguiente ya era Navidad. Estaba desesperado.

    Se me ocurrió una idea infernal. En una caseta anexa a la casa había un gran bote de veneno marcado con una calavera, lo cogería y embadurnaría toda la base del abeto para que mañana, a la noche, el árbol se cayera a trozos cuando el hombrecillo fuera a poner las luces y las bolitas. ¡Qué plan tan malvado, que plan tan digno de mi persona!

Hice lo dicho y me volví al Averno a descansar y esperar acontecimientos. Me desperté tarde el día de Navidad, era casi de noche en la Tierra y me encaminé a ver a Pazazu. Un diablillo guardián me dijo que estaba de bastante mal humor, metido en una gran olla, elucubrando tormentos para cierto diablillo torpón que había fallado en todo lo que se le había mandado.

Me despedí disimuladamente del guardián y regresé a la Tierra a ver la infelicidad del sujeto del faro. Con un ¡Pof! me persone delante del árbol. ¡HORROR! Estaba encendido. Y más brillante y lustroso que nunca. No me lo podía creer. La luz del árbol me cegaba (¿o era la del faro?) y loco de ira quise talar el árbol a mordiscos, sólo para caer en la cuenta de que, en la noche anterior, había fumigado con el veneno un nido de termitas africanas altamente voraces que estaban acabando con el abeto de no haberlas yo exterminado el día anterior con el veneno.

Me desplomé en el suelo, rendido. Había un papel clavado en la base del árbol. Lo arranqué. Sorpresa: era para mí. Era una carta con un bonito lazo rojo y decía lo siguiente: “Querido Ángel de la Guarda. Este año no iba a encender el árbol puesto que estaba sumido en un gran estado de melancolía, como tú ya sabías. Pero me has hecho ver que no tenía razón para estarlo. Me diste cartas venturosas que hacía años que no recibía, arreglaste mi faro que yo no podía reparar, y eliminaste esa plaga de termitas que yo no sabía ni que existía en mi árbol de Navidad. Este año lo he encendido para ti. Gracias y acepta este humilde regalo por favor”.

Un paquete envuelto con papel de colores reposaba al lado del árbol. Era un regalo. ¡Era un regalo para mí! El corazón me palpitaba dentro del pecho, estrujé el paquete contra él, mientras lloraba de alegría porque alguien se hubiese acordado de mí en estas fechas.  


EPÍLOGO

    Si alguna vez tenéis ocasión de ir a un cierto ignoto pueblo marinero abandonado desde hace varias décadas, no dejéis de ir hacia cierta casa en la costa, la luz de un faro os alumbrará el camino, con un gran árbol de Navidad. Y, si os fijáis un poco, al lado de este abeto crece uno más pequeño, uno que cierto diablillo torpón se encarga de decorar todos los años en esas fechas. Y, a veces, brilla más que el faro y el otro árbol juntos.

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Comentarios

  1. ¡Es la historia de Max que más me gusta! Muy entrañable y perfecta para estas navidades.

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  2. Una tierna historia de navidad de la magistral pluma de Klaus. De su afamado diablillo. No sé por qué aún no habéis comprado el libro con todas sus aventuras

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  3. Es lo pongo súper fácil -->
    https://www.amazon.es/Cuentos-Max-desventuras-diablillo-cortito-ebook/dp/B08W6PY3ZP/ref=sr_1_3?__mk_es_ES=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&keywords=cuentos+de+max&qid=1638622983&sr=8-3

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