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USS Nimrod - Luis Fernández

 


 
Dibujo original de Shawn Lee

    La misión en sí no era nada del otro mundo. Entrar en el submarino nuclear USS Nimrod, hacernos con los viales y salir por piernas. Era así de sencillo antes que se todo se fuera a la mierda.

    El USS Nimrod era un submarino avanzado de propulsión nuclear de clase Arkham, capaz de albergar más de 30 misiles balísticos Trident VII y decenas de ojivas nucleares. Diseñado en su día para fortalecer con su presencia la cooperación con los aliados regionales. Podía albergar a más de 150 tripulantes en sus 170 metros de eslora, un ancho de 13 metros y sumergirse a más de 250 metros, pudiendo permanecer en ese estado, durante más de 75 días en las profundidades del mar.

    Eso era antes… antes de la gran plaga. Tras un súbito calentamiento global ⸺algunos medios extraoficiales aseguraron que fue debido a unas fallidas pruebas militares norcoreanas con la estratosfera⸺, los polos se derritieron, liberando infinidad de bacterias congeladas en sus entrañas a las que el mundo les había perdido la pista hacía siglos. La más virulenta de ellas, el llamado Mal de Ivanosky, consiguió superar las inclemencias de las bajas temperaturas y evolucionar a un modo altamente agresivo y contagioso.

    El paciente cero se localizó en la estación ballenera de Grytviken, en la isla antártica británica de Georgia del Sur. En pocas semanas, la enfermedad mortal había llegado a Tierra del Fuego y al continente suramericano. Los infectados mutaban en algo monstruoso pero su transformación no se llegaba a completar al fallecer mucho antes. En apenas un mes, el continente americano estaba infectado al completo, y pocas semanas después cayeron Europa y el resto de los continentes. En menos de dos meses, el 98,8% de la población mundial había muerto. No había vacuna posible. La extraordinaria, y anormalmente acelerada mutación del virus, imposibilitaba cualquier vacuna que fuera efectiva. Y, caprichos del destino, los virólogos encargados del estudio fueron los primeros en morir, desconocedores de la vía de contagio. Aún hoy es un misterio.

    Y de este modo tan sumamente aburrido, el infame USS Nimrod se quedó sin enemigos que intimidar ni países que saludar con sus cargas nucleares y cambió a un propósito más noble. Su capacidad de aislarse del mundo durante semanas le hizo pasar de ser un arma al paradigma de la esperanza. Albergaba en su interior un laboratorio estadounidense-chino ultrasecreto, capaz de descifrar el último escollo de la pandemia vírica que había arrasado el mundo apenas 400 días antes y entregar una vacuna efectiva de forma definitiva.

    A bordo del submarino se hallaba un pequeño grupo de virólogos multinacionales supervivientes y en los que la humanidad había depositado nuestra única esperanza, la de descifrar la cepa original del virus en un entorno hermético. Los tripulantes pudieron hacerse con una muestra inalterada del virus original de un barco ballenero abandonado y, según las últimas noticias, podrían proveer de una vacuna efectiva en cuestión de semanas. El diezmado mundo vislumbraba cierta esperanza de supervivencia.

    Se perdió el contacto con el USS Nimrod hace unos días cerca de la costa de la isla de San Lawrence, Alaska.

  Todos los intentos de localizarlo resultaron infructuosos. Sistemas tradicionales como el radar solo son efectivos si el submarino se encuentra en la superficie. Sumergido, la única opción de detectarlo es por sonar, el sonido que genera el motor o las vibraciones causadas por la hélice de un submarino. Nada. Mudo. Sin embargo, nuestra suerte estaba a punto de cambiar, hace algunas horas, una aeronave provista de un detector de anomalías magnéticas había conseguido localizar el USS Nimrod.

    Estaba varado en una base abandonada estadounidense de submarinos. Atrapado por multitud de sargazos helados. Imágenes posteriores de satélite mostraban marcas de detonaciones en el casco. En contra de nuestras primeras sospechas, que un país enemigo hubiese tratado de adelantarse extrayendo los secretos del Nimrod; descubrimos poco después que no eran intentos de entrar en el submarino… Eran intentos desesperados para abandonarlo. Un boquete había causado daños estructurales graves en el submarino, por lo que no había indicios de que los tripulantes hubiesen podido abandonar finalmente el USS Nimrod y, éste, se estaba deshaciendo hora tras hora, hundiéndose en el gélido mar. Y con él, la última esperanza de la humanidad. Nos quedaban, a lo sumo, doce horas. Debíamos actuar de inmediato para rescatar los viales.

    El alto mando estadounidense fue muy claro, lideraría un pequeño contingente de asalto para recuperar los viales de la vacuna. Nos jugábamos mucho… la supervivencia de la raza humana y nos estábamos quedando sin tiempo.

    Me llamo Abigail Philippa Scott, mi bisabuelo fue el capitán Robert Falcon Scott, de sobra conocido por sus exploraciones árticas. Caído en desgracia a principios del siglo XX por razones que se ocultaron a la opinión pública pero no a la familia más allegada. Soy contramaestre de la Armada de los Estados Unidos de América, especializada en misiones de rescate. Los otros componentes del grupo a mi cargo serían dos experimentados soldados de asalto, y la niña superdotada y viróloga Sundari Kumar de catorce años. Capacitada para salvaguardar la vacuna o en su defecto recopilar la información necesaria para replicar una vacuna. Llegaríamos con una lancha rápida a la costa helada, recorreríamos cerca de diez millas con motos de nieve hasta alcanzar la base y accederíamos al interior del submarino. Coser y cantar. Y una mierda. Todo se fue al infierno nada más divisar el USS Nimrod.

    La travesía hasta la base militar transcurrió sin mayores incidentes y lo único remarcable fue constatar el variopinto grupo que me habían asignado: el soldado de origen latino, Wilson Ramos, un hombre delgado, parlanchín y muy devoto, no dejaba de besar su medalla de San Ezequiel; el otro soldado, el alemán Klaus Dieter, era mucho más robusto a la par que parco de palabras. La niña, menuda de tez olivácea no pronunció ni una sola palabra y acataba rigurosamente todas mis órdenes.

    El USS Nimrod se alzaba majestuoso en la base submarina. Orgulloso guerrero que mostraba sus cicatrices de guerra. El silencio sepulcral de la bóveda solo era interrumpido por un constante ronroneo que provenía del interior del submarino. Accedimos por la parte central de la derecha al interior. La parte del boquete abierto por la explosión. El metal doblado hacia el exterior nos confirmaba el origen de la explosión. Volví a activar las lecturas de calor. Me indicaban una sola presencia viva dentro del submarino… en el laboratorio situado en la parte trasera del titán de los mares en el nivel 3.

    El olor rancio del submarino nos golpea, y hace retroceder instintivamente a la niña. Los soldados, más habituados a condiciones adversas, aseguran el perímetro. Wilson sigue susurrando algo inteligible, le ordeno que se calle. El submarino está a oscuras, pero no en silencio. No consigo identificar el origen de sonido. El calor es insoportable. Activamos las luces de visión nocturna y el aspecto del submarino se torna de un color verde fantasmal. El submarino parece estar en perfectas condiciones de revista. No hay señales de violencia, los objetos personales de la tripulación se presentan con pulcritud, la comida en la mesa, sin tocar, flanqueada por unos cubiertos en orden. Pero sin rastro de la tripulación… Evaporados. Wilson susurra en castellano; "Igual que el Mary Celeste". Le ordeno que se deje de bobas leyendas marinas. Que tenemos una misión que cumplir.

    El Mary Celeste era un bergantín que desapareció en 1872 cerca de las Azores para ser hallado, por casualidad, diez días después por otro bergantín, el Dei Gratia, Tras intentos infructuosos por ponerse en contacto con el capitán o la tripulación, decidieron abordarlo para encontrar que la totalidad de la tripulación había desaparecido. Se desechó el ataque pirata de otra embarcación, puesto que las joyas de la mujer del capitán seguían abordo. Tampoco había anotaciones de climatología adversa en la bitácora del capitán. Al poco de abortar el barco, los tripulantes del Dei Gratia empezaron a sentirse indispuestos y abandonaron el barco minutos después. Umberto Soares, el religioso del Dei Gratia, confesaría años después haber visto multitud de dibujos de ángeles tallados toscamente con un cuchillo en diferentes partes del barco. ¿Una advertencia? Nadie más vio estas talladuras y ¿por qué unos ángeles iban a ser responsables de la desaparición? Viene a mi mente a continuación la desaparición de la colonia de Roanoke, pero en aquella ocasión no se hallaron figuras de ángeles talladas si no la palabra "croatan". Me cuesta recordar cada vez más. Estoy muy cansada.

    Llegamos al laboratorio tras cruzar el último pasillo inundado a medio metro de altura de sucia agua. Unos peces atrofiados flotan inertes. Activo el código que nos dará acceso al interior. La puerta se abre con un chasquido magnético y la ponzoñosa agua inunda parcialmente el laboratorio. La temperatura ha aumentado considerablemente. En las paredes del laboratorio cuelgan trozos de carne indefinidos. Palpitantes. Como una almeja sin concha. Parecen reaccionar a nuestra presencia. Tengo ganas de vomitar. El olor es nauseabundo. Entre mis pies culebrean insectos desconocidos.

    Me vuelvo para ordenar a Klaus, que monte guardia en la puerta. Ya no está. Ha desaparecido. Las señales de calor tampoco le localizan. No entiendo nada. El calor es sofocante. La niña me tira de la manga y me pide entrar en el ampliamente iluminado laboratorio. Estoy confundida. No recuerdo que debíamos hacer aquí. Algo de unos viales… Wilson se ha desprendido de las gafas de visión nocturna y me miro curioso, casi lascivo. Su torcido diente delantero parece quebrado. Recuerdo a trompicones la misión. Rescatar los viales, sí... eso es.

    La niña (¿sigue siendo una niña?) se dirige a un cajón frigorífica marcado con el nombre P. Kumar, más parecido a un ataúd que una cámara y me ordena que la abra de inmediato. Las señales de vida provienen de su interior. Algo congelado, esperando a ser resucitado. Sundari ya no parece humana. El cuerpo desmembrado del interior del cajón se asemeja a ella. Como un relámpago, me inunda la certeza de que nuestra misión nunca fue encontrar una vacuna, si no hacernos con el cuerpo del paciente cero. Sundari introduce sus infantiles manos (¿por qué tienen membranas interdigitales?) en el cajón, y tras abrazar la cabeza de su hermano (¿cómo sé que es su hermano?), se vuelve al soldado y le ordena que lo destruya todo. Que no deben permitir que el advenimiento de su Señor corra peligro alguno.

    Wilson, me empuja a un lado, y empieza a anclar diferentes explosivos por el laboratorio. Cada vez me duele más la cabeza. Le grito que soy yo la que está al mando. Ambos se ríen con una boca poblada de pequeños dientes como cuchillas de afeitar. Abandono a trompicones el laboratorio sin rumbo fijo. Necesito salir de aquí. Me tropiezo con el cadáver en avanzado estado de putrefacción de Klaus. Si apenas ha desaparecido hace algunos minutos. ¿Dios, cuándo tiempo llevo aquí? Hace cada vez más calor. Tengo que salir. Coger aire. Las luces del submarino empiezan a encenderse progresivamente por tramos revelando dibujos grotescos de seres con ruedas de oro entrelazadas con el exterior de cada una de ellas, cubiertos con múltiples ojos. Otros representan criaturas de múltiples caras y alas deformes. Ahora empiezo a entender… estas deformidades son la representación clásica de ángeles según las descripciones de San Ezequiel en la Biblia... nada de bebés regordetes de impolutas alas blancas.

    Sundari sigue dentro del laboratorio junto al soldado. Con el hombro cierro la puerta, giro la manivela y les condeno en su interior. Me gritan golpeando la puerta. Ahora soy yo el que rio como un poseso y empiezo a activar los explosivos de mi cinto. Dispondré de algo menos de dos minutos para ponerme a salvo. El USS Nimrod no soportará otra explosión, se hundirá en su tumba helada y con él, todos sus secretos. Me resisto a morir aquí. Algo me golpea y mi último pensamiento antes de que la negrura me envuelva es la certeza de que un ser monstruoso enfadado arrastra con sus tentáculos el submarino a las profundidades del abismo. No eran sargazos lo que aferraba al submarino en la base... eran tentáculos.

Ambos seremos prisioneros. 

Prisioneros del hielo.


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Comentarios

  1. Esta historia bebe del relato de Klaus "Año 1 d.DC"... así que ya sabeís, ¡hay que leerlo!

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