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La última granja antes de la guerra

 


Las tropas invasoras llegaron por la mañana, entre brumas y risotadas, acompañadas por el incesante crujir de las cadenas de sus carros de combate.

El anciano los llevaba esperando horas, arma en mano, frente a su granja.

No iba a huir. La granja era lo único que tenía para subsistir. Sin ella, no había forma de sobrevivir al invierno.

Se había dejado la vida en su pedazo de tierra, día tras día, semanas, meses y años enteros sin descanso.

Su sudor y sus lágrimas habían regado cada palmo de esta tierra.

Había hablado con los demás granjeros, con los pocos que no habían huido.

Había que plantar cara al invasor. 

Los granjeros le repetían una y otra vez que no valía la pena luchar, que era un suicidio, que era mejor refugiarse en la montañas.

Esperar a que las cosas se calmaran, como siempre lo habían hecho.

Le decían que qué más daba que los gobernase un dictador u otro.

Pero al viejo sí le importaba. Había luchado toda la vida por su tierra, por sus costumbres y ahora no se iba a rendir sólo porque un dictador de tres al cuarto y en su trono de oro hubiese decidido que ahora su país le pertenecía a él.

Llevó a su hijo paralítico a un refugio tras la casa, olvidado tras la guerra anterior con comida y agua suficiente para algunas semanas, un arma con seis cartuchos y la promesa de que volvería a por él.

Fue la única mentira que le había dicho en toda la vida a su hijo. Su amado hijo que llevaba condenado a una silla de ruedas, desde el día que nació. Su hijo era una bendición, siempre lo fue y se merecía vivir.

El granjero miró al frente y levantó el arma. Apenas tenía cuatro disparos. Quizás podría abatir a un invasor, quizás podría hacerles entrar en razón o quizás su muerte sólo serviría para darle una oportunidad para vivir a su amado hijo.

Tras abatirlo, el invasor pasaría de largo, y con algo de suerte, no descubrirían el cobertizo y su hijo viviría.

Las risas y el ruido de la maquinaria infernal cada vez resultaban más presentes.

El camino que pasaba por su granja era la única vía para llegar a la ciudad. 

Un traqueteo metálico a sus espaldas, sorprendió al granjero.

¿Cómo habían podido rodearle? Qué estúpido había sido.

"¿Papá?", le llamo su hijo con la boca torcida por la enfermedad, a pocos metros desde la silla de ruedas embarrada.

Había recorrido todo el camino desde la seguridad del refugio para encontrarse con su amado padre.

Suyo era el traqueteo metálico que había oído.

"Siempre juntos, esa fue nuestra promesa", le dijo el hijo al padre.

El padre asintió con su rostro salpicado de lágrimas y barro. 

Abrazó a su hijo para que le perdonase por haberle mentido.

Siempre juntos.

El viejo y su hijo fueron abatidos con los primeros rayos de luz.

El padre fue el primero en morir, y su hijo, que se echó encima para protegerle, como su padre había hecho con él desde que nació, moriría abrazándolo.

El capitán invasor, un antiguo granjero vecino, al llegar a sus cadáveres, ridiculizó sus muertes, diciendo que ningún estúpido granjero iba a detener el curso de la inminente guerra.

Su risotada fue lo último que hizo en vida. Fue abatido por sus propias tropas.

Los soldados tiraron las armas al suelo junto al cadáver del capitán y se volvieron a su país.

Ninguno de ellos volvió jamás a levantar un arma y la guerra terminó tal como había empezado, entre las brumas.

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Lucy & Martha Thomas - You raise me up


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Comentarios

  1. Un excelente mini relato de Luis. Emocionante y directo al pie. O mejor dicho, a la patata. Muy bueno.

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  2. Muy bueno, me ha gustado mucho. 👏👏👏

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  3. Un buen relato del amigo Luis, como siempre buscando despertar nuestras emociones

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  4. Otro relato ceniciento que remueve el alma con un final que te deja poso y sonrisa. Enhorabuena.

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