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La señorita Angélica y sus criaturas - Alberto Jiménez (Mes antológico Cthulhu)


—¿Cómo están hoy mis chiquitines? —Angélica Megía se desabrochó la bata blanca, la dobló con cuidado junto al dossier de sus pequeños pacientes bomzis. El guardia armado de la puerta le recogió sus pertenencias.

Una niña de unos cuatro años trepaba por la pared gracias a cuatro extremidades queratinosas que la permitían anclarse a cualquier superficie.

Otra de las criaturas se estaba comiendo un sándwich de nocilla sentado, ajeno al jaleo de sus compañeros, sentado en el suelo. La crema de chocolate le recorría toda la cara, incluso le llegaba a la oreja. Eso no resultó problema para la lengua con la que se relamió el rostro. Llegó a todas las partes, incluso a hurgarse en el interior del oído. Niños, ya se sabe cómo son.

De hecho, otra aprovechó para arrebatarle el almuerzo desde dos metros de distancia con su propio apéndice bucal que se proyectó como un rayo.

—¡Andrea, devuelve eso ahora mismo! —Angélica era flexible con aquello de subirse por las paredes o el techo, pero no con las faltas de respeto entre ellos—. Hay que compartir. No llores Hugo, ahora te traigo uno nuevo sin saliva de Andrea.

—Álvaro, ¿a qué estás jugando? —el chaval, con unas aberturas en el cuello que se acompasaban a su respiración, tenía unos ojos que le ocupaban la mitad de la cara.

—Te quiero, titangélica —el pequeño se le abrazó a una pierna.

El pequeño Mateo imitó a su compañero y se colgó de la otra pierna de la científica. Solo levantaba unos veinte centímetros pese a que ya contaba con unos seis años, parecía muy débil y enfermizo debido a su corta estatura y delgada constitución, sin embargo, tenía la dentadura de un carnívoro alfa en la cúspide de la cadena depredadora.

Así, con un niño colgado de cada pierna, se acercó al verdadero objeto de estudio de la estación.

—¿Qué haces Leyre?

—Amada Leyre para ti —dijo la niña que siguió dibujando sin darse la vuelta—. Y aquí hago lo que me dé la gana, no tengo que darte explicaciones.

—Ya sabes que os quiero a todos.

—A mí no debes amarme, debes temerme, vuestra vida depende de mí.

—Vaya, vaya —Angélica casi sonrió—. ¿Qué es eso? ¿Una amenaza?

Leyre había estado rechazando las inyecciones sedantes que mantenían a raya sus poderes. Hasta la fecha, el resto de sus pequeños internos, habían podido ser seducidos a cooperar y habían aceptado de buen grado las vacunas. Leyre era un caso aparte. Intentar inyectarla a la fuerza ya había enviado a una decena de guardias a la enfermería.

—¿Más inyecciones doctora? —el tono de Leyre era de advertencia—. Déjanos en paz. Si no desistes en tu empeño… Esta vez no serán otros los que sufran esta vez por mi ira.

Una pesada cómoda se elevó por el aire sin que nadie la sostuviera con ostensibles movimientos que amenazaban la integridad de la científica.

—Leyre, baja ese mueble, por favor. Solo he venido a traer la merienda para todos. Sé que ésta es vuestra preferida —dijo Angélica mostrando una bandeja repleta de pan de molde con nocilla—. La violencia no es la solución. Solo queremos protegeros, entenderos, para poder vivir todos juntos.

—¿Protegernos? ¿Entendernos? —pese al tono despectivo el mueble bajó al suelo—. Exacto. No entienden nada, ni quién protege a quien. Silvia está muy enfadada. Muy enfadada con todos vosotros. Porque no la dejáis salir de aquí. Ni a ella ni a ninguno de nosotros.

—Pero ¿y dónde está Silvia? —está vez, Angélica no pudo simular la sonrisa de suficiencia que le surgió—. ¿Por qué no la vemos? ¿Por qué no la ve nadie?

—Porque la estoy reteniendo, si la vieras perderías la razón. Los humanos no estáis preparados para ciertas cosas.

—Bueno, ¿le damos de comer? —Angélica colocó dos platos con sendos sándwich de nocilla—. Aquí están. Uno para ti y otro para ella.

El sándwich de la pequeña Leyre se elevó desde el plato hasta su boca. Masticaba sin necesidad de usar las manos mientras dibujaba con furia sobre un papel que escondía a la vista de la mujer.

La doctora Megía se dedicó a registrar los flujos de energía que se desprendían cada vez que la pequeña hacía gala de sus poderes telequinéticos. Las ondas reflejadas en su tablet, subían y bajaban con rapidez. En contra de la opinión de otros de sus compañeros que estaban más por la labor de exterminar a cualquier ser no humano. Solo aquella niña justificaba el centro de adiestramiento y estudio de bomzis infantiles.

Tenían que averiguar por qué algunas de aquellas criaturas tenían poderes psíquicos, por no llamarlos sobrenaturales, y otros no parecían desarrollarlos. Las malformaciones y otras habilidades físicas no eran de su interés. Por el momento, la pequeña Leyre, era la única que parecía haber desarrollado comportamientos del tipo psíquico.

El segundo sándwich seguía intacto en su plato.

—¿Qué ocurre? —preguntó Angélica— ¿Es que Silvia no tiene hambre?

—No sea simple —Leyre arrancó una página de su bloc y pasó al siguiente dibujo—. No se alimenta de eso.

Tras su última frase, el alimento volvió a dirigirse a la boca de la niña sin que nadie lo tocara. También se lo comió.

—Álvaro —pidió Angélica—, ¿me haces el favor de darle esta pelota a Silvia?

El niño con cara de pez, que seguía enganchado a su pierna, la miró como si no comprendiera lo que le pedía. No obstante, el niño, obediente, lanzó la pelota al lado de donde se sentaba Leyre. Ésta hizo un gesto con la mano y la pelota rodó a los pies del pequeño Álvaro.

—No me molestéis con vuestras tonterías, así no voy a poder terminar mi trabajo.

—¿En qué estás trabajando?

—No voy a decirle nada.

—Tienes que darme algo. Quiero conocerte. Saber cómo ayudarte.

—Diga a sus sicarios que abran la puerta. Eso nos ayudaría a todos.

—Sabes que no puedo hacer eso sin algo que lo compense. No veo qué puede haber de malo en que, sencillamente, me enseñes tus dibujos.

—Me aburre su insistencia. No quería llegar a esto pero no me deja otra opción.

La niña se volvió. Su rostro era el de una persona mayor, alguien que carga con una gran responsabilidad, como si no hubiera dormido en semanas. Levantó el brazo hacia la doctora y ésta comenzó a moverse hacia la salida de la sala. Los dos niños que colgaban de sus piernas se soltaron y corrieron hacia un rincón, asustados al comprender el conflicto con su compañera.

Empujada por la fuerza de la niña, la mujer no parecía preocupada. De hecho, su sonrisa de suficiencia se mostraba ahora de forma consciente. El esfuerzo en la cara de la niña era evidente. Aun así, la científica se posó de nuevo en el suelo y avanzó los pocos pasos que la niña le había hecho retroceder.

La mujer se puso en cuclillas ante la niña y le preguntó:

—¿Qué ocurre? —el tono de la doctora Angélica Megía pretendía ser inocente—. ¿Puedes levantar una cómoda y a mí no?

—¿Qué…? ¿Qué me habéis hecho? ¿Cómo? —casi balbuceaba la niña mirando a las baldosas del suelo con terror mientras apenas podía mantenerse sentada y despierta.

—Sabía que te comerías las dos. Ahora te sedaremos convenientemente y podremos estudiar con mayor precisión tus dibujos y el empeño que tienes en amigos invisibles. Podremos controlar tus poderes.

—¡Qué error! ¡Qué estúpido error! —dijo la niña ya casi dormida, con la saliva escapando por la comisura de la boca—. Yo no tengo poderes. Solo dejo salir un poco de Silvia cada vez, sin mí vosotros…

No dijo más, se quedó dormida.

Angélica empezó a percibir que el suelo no era horizontal. La propia sensación de una gravedad cambiada le dio una patada a su estómago. Ante ella, en el cuerpo desmayado de la niña se abría una fisura, como si el aire fuera un fino papel de arroz. El cráneo se partió como una naranja desde dentro. Algo oscuro y pestilente se colaba por allí hacia nuestro mundo. El contacto con su presencia comenzó a levantar ampollas en el mobiliario. La entidad que habitaba en la pequeña criatura llamada Leyre ahora se vertía en nuestro mundo a través de un agujero en su cabeza.

Aún debía estar orientándose porque no había tomado forma alguna. Era una mera sombra, una energía en busca de su contenedor, el limo de una presa que se desborda. Eso facilitó que la doctora Angélica se deslizara sobre su trasero, resbalando sobre sus talones, tratando de llegar a la salida.

Miró hacia atrás y vio que ya habían ejecutado el protocolo de aislamiento. La puerta se había sellado. Con ella dentro.

Golpeó, lloró, suplicó e, incluso, se partió las uñas tratando de abrir la hoja. Sabía que la su vía de escape no se iba a abrir ni por ella ni por nadie, el protocolo que ella misma había ayudado a redactar lo dejaba bien claro.

—¡Aléjate! —le gritó a la sombra que reptaba hacia ella—. ¡Aléjate de mí!

Aquel barro primigenio, aquella sopa oscura que se vertía hacia ella, no tenía sentidos, no le importaban ni los gritos ni los ruegos de los humanos. Solo necesitaba un contenedor. Aquella mujer no lo era pero sí podía ser la fuente de conocimiento de esa dimensión. Algo por lo que empezar. Una tarjeta de entrada, una llave, una puerta a esa dimensión que, a la presencia llamada Silvia, le resultaba aún desconocida.

El barro primigenio entró por todos los orificios del cuerpo de la doctora que pataleaba y manoteaba sin criterio alguno. El ente humano se debatía, se rebelaba, no quería ser asumido, pero no tenía ninguna posibilidad.

Así pues, Silvia, conoció a los humanos a través de aquel ser tan básico. A través de ella supo de sus deseos, sus miedos, su Historia; en fin, todo lo que había en la genética de sus células. Dejó para más tarde indagar en el cerebro de aquel ente particular, solo una mosca en un mar.

Moldeó el cuerpo habitado con la apariencia de una serpiente de la que nacían cientos de apéndices a su alrededor y mantuvo el tronco y el rostro de la anterior humana. Incluso se dotó de unas poderosas garras. Finalmente probó sus nuevos sentidos que le permitirían interactuar con los seres básicos que poblaban esa dimensión llamada Tierra.

Probó los sonidos, los olores y la vista. Observó como un pequeño ser de ojos grandes y otro diminuto con una boca enorme estaban rodeando su reciente forma corpórea con láminas, con dibujos. ¿Qué era aquello? Estaba rodeada de papeles.

Los pequeños alumnos de la doctora Angélica habían recopilado aquellos furiosos trazos de la pequeña Leyre. Aquella que, con su fuerza, le cerraba la puerta a la criatura Silvia. Aquella que estaba leyendo a distancia, en la mente de su maestro, las instrucciones de la compleja alquimia de los símbolos ancestrales.

Los símbolos que podían contener la fuerza interdimensional de Silvia.

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¡El estupendo booktráiler!



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