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El cementerio de las tumbas olvidadas - Klaus Fernández (Especial Halloween 2024)

 ¿Dónde se entierra a las personas más malvadas,
aquellas a las que ningún cementerio quiere dar sepultura?




Ya no recuerdo cómo terminé trabajando en el mantenimiento del cementerio de ese extraño pueblo.

Sé que, tras una sucesión de malas decisiones y peor fortuna, huyendo de mí mismo ‒y con poco dinero‒, encadené una serie de trayectos de autobús que hicieron que diera con mis huesos en un incierto destino rural.

Apenas poseía nada más que lo puesto y unas pocas monedas que tintineaban en mi bolsillo.

Al bajar en la última parada del autobús, me hallé delante de un desvencijado tablón de anuncios de madera. 

Este languidecía con un aspecto mohoso junto a la parada.

Mientras el invierno me recibía en aquel apartado lugar, dejando caer copos de nieve, indicando que el otoño se retiraba vencido hasta el año siguiente, mi vista se vio atrapada por un peculiar anuncio, semioculto entre el aviso de una recompensa por un gato extraviado y bastante desaliñado y las clases particulares de adivinación de una tal Madame Zaborski.

Los aparté con la mano para examinar mejor el anuncio.

Rezaba la oferta de trabajo, con una caligrafía exquisita, un puesto vacante de personal de mantenimiento para un cementerio de la misma localidad.

Las escasas condiciones anotadas me cuadraban, me subí el cuello de la chaqueta intentando apartarme un poco el frío, y me dirigí a la dirección escrita.

La única forma de contacto era la dirección de la necrópolis. Ni teléfono, e-mail o nombre alguno. Resultaba raro, pero necesitaba el trabajo.

Tras andar unos buenos veinte minutos, llegué a la verja de entrada de tan peculiar camposanto. Traspasé la entrada sin dilación para encontrarme con un panorama desolador.

Se hallaba el lugar sagrado en muy mal estado, la naturaleza había conquistado el terreno sin tomar prisioneros y muchas tumbas estaban semicaídas, rotas u ocultas por musgo y retorcidas raíces.

No fui capaz de reconocer a qué tipo de religión pertenecía el cementerio ya que se nutría de toda clase de símbolos.

Era un amalgama de religiones, había cruces, estrellas de David, medias lunas, flores de loto o ruedas del Dharma.

Lo que no habían conseguido las religiones en vida, aceptarse y respetarse, parecía haberlo conseguido la ruina del tiempo: que reinara la armonía entre ellas.

Deambulé un poco entre las tumbas buscando a alguien a quien preguntar para poder ofrecer mis servicios, más no hallé ninguna a primera vista.

Me llamó la atención que en ninguna lápida viniera reflejado el nombre del fallecido; todas estaban huérfanas de inscripciones, a excepción desímbolo correspondiente a la religión profesada en vida.

—El puesto es suyo— exclamó una voz detrás de mí.
 
De la sorpresa, di un pequeño salto y me giré.

Un hombre ceniciento, la nariz roja y las venillas azules delataban su afición por el alcohol; me observaba con las manos en los bolsillos.

—¿Disculpe?

—Nadie visita este cementerio —respondió el hombrecillo— si no es para optar al puesto. Empieza mañana. Le espero a las ocho. Procure no llegar tarde —me comunicó mientras me entregaba un manojo de llaves de hierro en la que destacaba una adornada con una gran "S".

Empezó a nevar con más fuerza, alcé la vista al cielo y cuando mi mirada regresó a la tierra, me encontré solo en este extraño lugar con el puñado de llaves en la mano, que parecía aumentar de peso a cada minuto que pasaba.

***

A la mañana siguiente, puntual, regresé al camposanto, con el cuerpo dolorido tras haber dormido toda la noche en el banco de una marquesina. Unas chocolatinas me sirvieron de frugal desayuno mientras aguardaba al personajillo del día anterior.

Se presentó a los pocos segundos tras salir de detrás de unas tumbas. Tampoco presentaba mejor aspecto que el mío.

Me estrechó la mano, fría como el hielo, y se presentó como Samuel.

—En esta libreta encontrará todo lo referente a sus quehaceres— me explicó. Aquí está su contrato de trabajo. Firme aquí, aquí y aquí— me indicó con un tembloroso dedo.

Lo firmé sin leer, apoyándome en una lápida coronada por un gordo querubín de mármol y lo guardé en mi raída mochila.

—Dentro de sus beneficios laborales se le permite vivir en aquella choza de mantenimiento. No es gran cosa, pero posee una pequeña estufa, una cama, una mesa y dos sillas— recitó aburrido mientras señalaba con la vista una estructura de madera.

»Al dueño del cementerio le gusta, de vez en cuando, pararse a entablar conversación con sus empleados, aunque le irrita mucho que le molesten o le hablen si no es él quien inicia la conversación. 

»Su salario estará puntualmente encima de la mesa cada día seis del mes —continuó con desgana el hombrecillo—. Ah, un pequeño detalle, siempre viene al caer la noche —soltó Samuel con pasmosa naturalidad. A mí ya no volverá a verme nunca más, por fin podré descansar, he pagado mi deuda.

—No entiendo tanto mist...— intenté replicar sin éxito.

—Hacer muchas preguntas no le conviene, y menos aquí. Al anterior trabajador de mantenimiento no le fue nada bien ser tan curioso —afirmó con una sonrisa ladeada.

—¿Qué pasó? —inquirí inocentemente.

Samuel me miró manteniendo la misma mueca de su cara y contestándome con una frase que me heló la sangre.

—Se encuentra girando por ese camino embarrado a la izquierda. Es la tercera lápida. 

***

Durante las siguientes semanas realicé mis tareas sin ver alma alguna.

Él no me mintió, este cementerio no recibía visitas. Tampoco volví a ver a Samuel, al menos vivo. 

Mi única compañía en todo ese tiempo fue un gato que deambulaba perezoso entre las tumbas y que algunas veces me miraba curioso subido a unas lápidas. Me di cuenta de que se parecía bastante al gato extraviado que vi en el anuncio a mi llegada hace meses.

Realizaba mi trabajo intentando mantener limpio y en funcionamiento el lugar por las mañanas, quedando las tardes libres para mi asueto. Las aprovechaba para bajar al pueblo a tomarme unas cervezas o a comprar alimentos, pero dejé de hacerlo a las pocas semanas. No era bien recibido.

Los lugareños se santiguaban a mi paso y me evitaban todo lo posible, con lo que decidí realizar una única compra al principio de cada mes.

Con las tardes a mi disposición, y viendo que allí no iba a hacer ningún amigo, me dedicaba a pasear armado con un lápiz y un cuaderno por la inmensa necrópolis, la que aún, tras todo este tiempo, no había recorrido al completo. Intenté realizar un simulacro de plano, pero me era harto difícil, a veces tenía la percepción de que el cementerio no paraba de aumentar de tamaño noche tras noche y que las tumbas cambiaban de lugar. Cosa imposible, ¿no?

Algunas veces el gato, al que había bautizado como Zarpitas, me acompañaba ‒a cierta distancia por supuesto en mis paseos, pero en muchas ocasiones deambulaba solo. Se conoce que el minino estaba demasiado ocupado preñando gatas solitarias en el cercano pueblo.

Un día se me hizo más tarde de lo habitual y la noche me sorprendió en mi recorrido.

El cementerio carecía casi por completo de iluminación, con lo que perderse sin luz natural suponía, en el mejor de los casos, dormir al raso hasta que amaneciera ya que no podría orientarme y regresar a mi choza.

No era inteligente andar a oscuras por un camposanto con tantos obstáculos de tumbas abiertas, raíces traicioneras o lápidas caídas, que podían provocarme, como poco, una mala caída y romperme la crisma. Nunca, estas semanas pasadas, había permanecido de noche en el exterior de mi cabaña.

Tras maldecir mi propia torpeza -no había tenido la previsión de portar una linterna-, me apoyé contra un árbol para intentar dilucidar mi próximo paso a seguir.

Fue entonces cuando lo vi.

Las lápidas empezaron a brillar levemente, revelando poco a poco, letra a letra, los nombres de sus inquilinos.

Algunos eran nombres extranjeros, otros no. Había una mezcolanza de nacionalidades. Empecé a leer algunos. No podía ser.

Estas personas no podían ni debían estar enterradas aquí.

***

El lastimero maullido de Zarpitas me sacó de mi estupor.

Recortado contra la luna, sobre una lápida, el gato me indicaba con el movimiento de su cuerpo que le siguiera. Sin mejores opciones, fui guiándome por su apenas visible silueta iluminada por las nuevas luces fantasmales de las lápidas.

El caminar se me hacía, extrañamente, muy fatigoso. Mis pies parecían recorrer arenas movedizas y cada paso parecía drenar mi energía. Así mismo, la temperatura ambiental había descendido notablemente en pocos segundos. La luna parecía burlarse de mí en lo alto del firmamento.

Tomé resuello apoyado en una lápida de letras brillantes color fuego. La tumba era reciente, no había sufrido las inclemencias del tiempo y se apreciaba nítidamente el nombre esculpido en ella: "Samuel".

Otro maullido me sacó de mi horror y me obligó a centrarme en salir de aquel laberinto de muerte. Eché a correr hacia el origen de los maullidos de Zarpitas. Mientras lo hacía, a ciegas, me percaté de que tampoco tenía la certeza de que fuera mi gato, podría ser cualquiera. 

«¿No dicen que de noche todos los gatos pardos?», pensé en cuanto tropezaba con unas raíces y me daba de bruces en la cabeza contra una lápida.

Me llevé la mano a la frente. Sangraba profusamente, intenté incorporarme, trastabillé y sentí que perdería el conocimiento en cuestión de segundos. Y mientras me precipitaba hacia la inconsciencia, una voz proveniente de una figura con una chistera, bastón y unas ascuas como ojos exclamó:

Vaya, vaya ¿qué tenemos aquí?


***
Me desperté empapado en sudor en el camastro de mi choza.

Era de día. No recordaba cómo había llegado hasta aquí. En la puerta, abierta de par en par, Zarpitas alternaba su higiene personal con sus miradas hacia mi persona.

Acto seguido, se marchó como solo lo saben hacer los gatos, con su natural indiferencia y perdonándome la vida.

Me incorporé de la cama, sujetándome la cabeza, y permanecí sentado unos minutos. Tras unos instantes, con la mirada perdida viendo con lástima mis gastados zapatos, tomé la decisión de bajar al pueblo.

Me era indiferente el día, había decidido que hoy no trabajaría.

Necesitaba respuestas. En los meses pasados, desde que inicié mi labores de mantenimiento, me había importado poco o nada las cuestiones relativas al cementerio. Me daba igual las razones de que nadie viniera nunca de visita, quién era el dueño del camposanto, quien me dejaba el dinero encima de la mesa o que era realmente este extraño lugar.

Me daba todo igual.

Pero ahora, de algún modo, sentía en mis entrañas que mi vida dependía de que se respondieran algunas de esas cuestiones.

Cerré el portón del cementerio con la llave que me dio Samuel y bajé al pueblo. Hacía un día maravilloso, el cielo estaba despejado y los pájaros cantaban en los árboles.

A medida que me alejaba del camposanto, Zarpitas me seguía con la mirada desde lo alto de un muro. Qué extraño, no parecía que proyectara sombra alguna sobre la tapia. Tampoco me sorprendió mucho, en este lugar todo era insólito.

***

Un camino serpenteante me llevó al pueblo, no recordaba que estuviera tan lejos y realicé el trayecto con una inusual fatiga.

Una vez ahí, me encontré con un pueblo desierto, las tiendas cerradas y ni un alma por las empedradas calles. Este lugar llevaba años abandonado. Pocas respuestas iba a obtener aquí. 

Con fastidio, inicié mi vuelta al cementerio por dónde había venido, pero me detuve a los escasos minutos.

Zarpitas me aguardaba silencioso en medio de una plaza. Lo cogí en brazos y salí del pueblo. 

Un carromato gitano estaba estacionado a su salida. En sus laterales, con grandes letras rojas, estaba pintando el nombre de Madame Zaborski. Ella misma se hallaba sentada en una desvencijada silla de madera, al lado de un improvisado fuego con una cazuela en ebullición. 

Me acerqué levantando la mano a modo de saludo.

—Buenas tardes— dije. Me llamo Bruno, soy el nuevo guardés del cementerio y...

—Todos sabemos quién eres— contestó la gitana sin apartar la mirada del guiso que estaba cocinando—. ¿Qué tal te va trabajando para el diablo?


***

—¿Dónde se entierra a las personas más malvadas, aquellas a las que ningún cementerio quiere dar sepultura? —me preguntó Serafina Zaborski alzando la vista y señalándome con un cucharón de madera. 

No supe contestarla.

»En cementerios privados, clandestinos o públicos ocultando o directamente cambiando sus nombres—. Nadie quiere a un genocida, un psicópata, un terrorista o a un violador cerca de los lugares de enterramiento de sus seres queridos. Tampoco es del agrado del ayuntamiento -los propietarios habituales de los cementerios- tener en sus espacios públicos a esos "ilustres" inquilinos, no quieren que se conviertan en lugares de peregrinación o parques de atracciones para todo tipo de locos, desequilibrados o fanáticos del mal humano.

—¿Quién se molestaría en dar sepultura a esas personas tan malvadas? —pregunté tomando asiento en el suelo.

—Todas esas personas malvadas tuvieron seguidores, amigos o familiares que intentan que sus restos descansen de una forma digna en algún sitio —contestó Serafina—. Pero los cuerpos y las almas están malditas y emponzoñan todo a su alrededor. La gente lo sabe y el diablo también —continuó Madame Zaborski tras escupir al suelo en señal de desaprobación.

»Al diablo le encanta recolectar esos cuerpos como trofeos; investiga, compra la información a la gente sobre las ubicaciones de enterramientos de las personas malvadas, recorre los cementerios olvidados por el tiempo, explora tumbas acuáticas, en definitiva cualquier lugar funerario, para añadir los cadáveres a su infame necrópolis de tumbas olvidadas. Es su zoo particular de almas perversas. Su exposición universal del mal.

»Pero el diablo es vicioso, vanidoso y soberbio. Por algo, la soberbia, es el pecado fundamental y la madre de todos los vicios. Fue el primer pecado cometido por Satanás cuando negó reconocer a Dios como su Señor y la transgresión que sedujo a toda la humanidad con Adán y Eva.

—¿Para qué quiere el diablo algo tan terrenal como un cementerio? —pregunté cándidamente. Ya tiene él su reino infernal para guardar las almas malogradas, ¿no?

—No has entendido nada. El diablo no quiere esconder su cementerio. La vanidad lo es todo, ¿recuerdas? Desea que todos lo vean, le encanta mostrar el fracaso de Dios.

»Que El libre albedrío, el poder de elección que nos regaló Dios en los albores del tiempo, no hará que le honremos  —continuó la médium—, solo retrasará lo innegable, pues la semilla de la maldad, la raíz de la soberbia del ángel caído, anida por naturaleza en nosotros, y cada acto despiadado, cruel nos acerca al diablo y nos aleja de él. Las tumbas son su particular recordatorio, una bofetada en la cara del Creador.

»Bruno, tú trabajas en ese cementerio, en el del diablo.


»Satanás también es perezoso, no le gusta mancharse las zarpas. Un cementerio de esas características y tamaño requiere grandes mantenimientos. Personas que se encarguen de que todo esté en condiciones aptas para su exposición. Bruno, ahí es cuando tú entras en escena.

»¿A cambio de qué has vendido tu alma? ¿Qué pago has recibido? ¿Qué te ha dado el ángel oscuro? —me preguntó la médium mientras me ofrecía una escudilla de caldo de cordero.

—Yo... esto... no he leído el contrato que me dieron. Lo firmé y listo.

Serafina Zaborski me miró con una pena infinita.

—Entonces has condenado tu alma, has renunciado a ella, trabajas para un ser malvado y ni siquiera lo sabías.

Zarpitas, que parecía haberlo escuchado todo, se acurrucó junto a mí.

—A mi gato Razazel le caes bien —dijo la anciana—. Le gusta el nombre que le pusiste, le agrada. ¿Sabes que lleva vigilándote y velando por ti desde que viniste al pueblo?

»Razazel el gato maulló en señal de desaprobación, perdón Zarpitas, no es un gato normal, posee dones -aparte del de escaparse cada dos por tres- y ve cosas. Cosas imperceptibles al ojo humano. Formamos un buen equipo.

—¿Quién eres? ¿Por qué debería creerme todas estas tonterías? ¿Qué relación tienes con el cementerio? —me atreví a preguntar.

—Sólo soy una vieja gitana, de una larga estirpe maldecida -o bendecida según otros- con el don de la clarividencia— respondió la médium—. Soy capaz de obtener información sobre los objetos, una persona, un lugar o un acontecimiento físico.

»Hace años, llegué por casualidad a este pueblo. Como tú. Aquí nadie llega, si no es huyendo de algo. Parecía un pueblo normal y aburrido, pero no lo era en absoluto. Aquí nada es normal. Zarpitas -lo percibió de inmediato- me mostró que este aparentemente tranquilo pueblo albergaba nada más y nada menos que al cementerio del diablo.

»Zarpitas me reveló que deberíamos esperar a la persona elegida, amparar a una que llevara tiempo perdida, pero que, gracias a nuestra ayuda, le ganaría un trato nada menos que al diablo. Los anteriores guardeses, incluido el fallecido Samuel, habían fracasado miserablemente pagando con su vida y alma su malogro. 

—No creo que sea yo esa persona— rebatí convencido intentando tragarme el estofado que bien podría haberse cocinado en el infierno de lo caliente que estaba. Sólo llevo aquí unos dos meses.

—Bruno, llevas aquí veinte años.

***

La noche cayó como un manto de oscuridad sobre nosotros.

Tras la conversación con Serafina, sabía, de algún modo, que hoy se decidiría todo. La eterna condena de mi alma o mi salvación. 

Era hora de regresar al cementerio. La vieja gitana permaneció en el carromato, Zarpitas me acompañó de regreso con paso firme.

Tras llegar a la necrópolis, nos sentamos a esperar, en las escalerillas de mi choza, a Satanás. No nos hizo esperar mucho.

—Bueno, bueno. Se ha quedado una noche estupenda, ¿verdad? —preguntó sin esperar respuesta el príncipe de las tinieblas apoyado contra un retorcido árbol.

Habéis de saber que el diablo adopta diferentes versiones y modos de hablar dependiendo de la creencia del sujeto. Aunque yo no lo supiera, siempre me lo había imaginado vestido con elegantes ropas, propias de un noble: bastón, patas de cabra, cabeza de carnero y utilizando un lenguaje entre refinado y chulesco.
Y así es como se presentó esa noche.

—Vamos, Bruno, acompáñame en esta velada tan mágica —me invitó, mientras con un movimiento circular de sus garras hacía crecer del suelo unas retorcidas raíces que inmovilizaron a Zarpitas—. Razazel, mi exhermano ángel, no hace falta que venga, ¿no te parece?

»No temas, al final de la noche, habrás perdido tu alma -sólo queda una formalidad-, como todos los que hay aquí.

El cementerio se cubrió de una espesa niebla en tanto recorríamos sus impías tumbas. Satanás, indiferente a mi presencia, golpeaba con su báculo cada lápida y, soltando una sonora carcajada, las enumeraba y nombraba a su inquilino.

A continuación, desplazándose con sus patas de cabra, iba a la siguiente tumba. Parecía que fuera un grotesco ritual de "pasar lista".

De vez en cuando, incluso se permitía lanzar a los diferentes sepulcros una especie de chascarrillo: «¿Qué tal vas, condesa?», «¿Quién te iba a decir a ti que lo de las Torres Gemelas acabaría así?» o «Tu suicidio en el búnker no fue tan buena idea, ¿verdad?»

Luego tarareaba una canción haciendo girar su bastón, como una majorette, en un evidente estado de alegría y gozo.

—¿Podemos acabar ya con esta tontería? Tengo cosas que hacer y me aburres mucho —inquirí.

A Satanás, que me atreviera a abrir la boca le irritó de forma notable.

—¿Cómo te atreves a hablarme siquiera? ¿Acaso sabes quién soy? —tronó el diablo creciendo en tamaño hasta alcanzar los tres metros de altura.

»¡Tu alma me pertenece, firmaste un contrato de compra-venta sin darte ni cuenta, maldito mono sin pelo! ¡Arderás en el Infierno por bocazas! —graznó regresando a su tamaño habitual, un poco más calmado.

Una pequeña parte del interior de la tierra se abrió descubriendo una fosa y una lápida con mi nombre. 

—No —respondí. Has vuelto a cometer el pecado de la vanidad.


***

—Mira, amigo mío, te puedo tutear, ¿verdad? Tu alma ya me pertenece desde hace años cuando firmaste el contrato— dijo el ángel negro. He de reconocer que no era sólo de trabajo, también había una letra chiquitita -gesticuló con la zarpa juntando dos falanges- en la que me entregabas tu insignificante alma. ¡No te fustigues demasiado, nunca nadie lee la letra pequeña!

—Pero es que lo firmé sin leer, eso me exime de su cumplimiento— argumenté con un aplomo y una certeza nada habitual en mí.

—¡Errooooor! Firmar un contrato sin haberlo leído puede tener consecuencias legales, pero no necesariamente invalida mi contrato automáticamente— respondió riendo Satán—. Simplemente, no haberlo leído no es suficiente para invalidarlo. Tu falta de interés en hacerlo se considera, en todos los ámbitos jurídicos, solo como una falta de diligencia mínima.

—Vaya por Dios —esta expresión le sentó particularmente mal al diablo—, entonces tendré que hacer esto —dije mientras sacaba la única copia del contrato de mi mochila y la rompía en cuatro trozos delante de su rostro.

Grandes llamaradas de fuego azul chisporroteaban mientras cada trozo se desvanecía en el aire.

—¿Qué crees que haces, insecto insensato? Aunque lo rompas físicamente no lo anulas legalmente, y aunque no haya más copias ni esté registrado, yo, como parte involucrada, aún tengo derechos.

—Pecas de soberbio, otra vez. Sólo existía una copia y dudo que la registraras en ningún sitio. Después de todo, eres el diablo y no te hace falta, ¿verdad? Ahora ya no tienes nada, ni testigos de la firma. Y si quieres reclamar algo, deberás ir con NADA, a que se rían de ti en cualquier... ¿Cómo dijiste hace unos instantes...? ¡Ah, sí! Ámbito jurídico.

El diablo movió nerviosamente la cabeza a todos lados, le había pillado en su propia trampa. Esbozó media sonrisa y haciendo una exagerada reverencia pronunció gritando:

—¡Estás despedido! ¡Olvídate del preaviso y de cualquier indemnización!

Acto seguido, desapareció tras unas lápidas, más cabreado que una mona.

La noche dio paso al día, y con las manos en los bolsillos, desanduve el recorrido del cementerio, y salí por la puerta dejando la llave metida en la cerradura. Antes, me paré a recoger a un liberado Zarpitas que me aguardaba tumbado al sol.

—¿Te vienes a recorrer mundo? —le pregunté. 

Zarpitas me respondió dando un ágil salto y metiéndose en mi mochila, quedándose dormido al instante.

Al llegar a la parada del bus, un nuevo anuncio colgaba de ella. Con la exquisita caligrafía del diablo se ofertaba un puesto para el mantenimiento de una necrópolis.

El ciclo se iniciaba de nuevo, a excepción de que ahora ya no había un cartel con un gato perdido.

El autobús tardó poco en llegar y ambos nos subimos a él.

Había sido una noche terrible, pero iba a ser un día precioso.

FIN.

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Comentarios

  1. Excelente relato para empezar el mes especial de Halloween 2024. Enhorabuena. ¡Y primera aparición de la familia Zaborski!

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  2. Me ha encantado, así sí se empieza Halloween.🖤🎃

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  3. Me he imaginado paseando por ese cementerio con Zarpitas... Genial tu relato, me gusta mucho el toque de humor mezclado con el ambiente de terror gótico.

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