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El Novio - Myriam García Carromero (Especial Halloween 2024)

 
Imagen: Freepik
 
 
 
Colaboradora literaria
Myriam García Carromero
 
La casa llevaba mucho tiempo cerrada, mi abuela ya no venía a limpiarla y arrancarle sus mejores galas para nuestras vacaciones de verano. Mi yaya se había convertido en una viejita golosa de pelo blanco e increíbles ojos azules, que dormitaba casi todo el día en un sillón de la salita, entre dulce y dulce que sacaba a escondidas del armario.

A pesar de su estado actual, aquel cascarón de piedras centenarias era mi más preciado tesoro y quería enseñarle mi secreto a mi novio. «Mi novio», la expresión me causaba un poco de extrañeza porque nunca creí que tal personaje entrara en mi vida, pero efectivamente: Juan era mi novio.

Subimos el puerto de montaña acompañados por una niebla que no quiso abandonarnos hasta que llegamos a la cima. Allí, entre peñascos de un verde amoratado, se descubrió un cielo azul radiante: el cielo de mi niñez, que nos recibió luminoso mientras bajábamos las famosas Siete Revueltas a golpe de embrague y tubo de escape.

Cuando llegamos a nuestro destino, la casa de mis abuelos, pudimos observar la imponente mole iluminada de oro y plata por los últimos rayos del atardecer. Miramos con detenimiento las heridas de su larga vida, coronadas por un techo cubierto por plantas de semillas nómadas. ¡Cuánto había cambiado mientras todo estaba como siempre!

Abrí la puerta con aquella tremenda llave que pesaba más que el resto de mi equipaje y aspiré el olor encerrado de toda mi niñez y pubertad.

En el descansillo escuché un ruido extraño, como notas de una vieja canción, pero no hice caso. Presa de una intensa emoción, subí las escaleras abriendo puertas y ventanas, impulsada por una energía extraña, para iluminar mis recuerdos.

Abandoné las maletas en un rincón, y enseñé a Juan la enorme casa mientras corría de habitación en habitación. Quería contagiarle de aquella felicidad sin límites.

Fui presentando las piezas como si fueran partes de una orquesta: aquí estaba mi habitación con camas de barrotes de latón, allá el armario donde alguna vez hubo una chimenea, escondida tras una puerta, la habitación del pánico: la bajada al sótano, origen y fin de mis pesadillas infantiles.

De nuevo escuché el ruido de la entrada, pequeñas notas que se colaban por la tarima de madera. Era raro porque la casa estaba vacía, pero aquella tonada me era tan íntima y conocida...

El hambre apretaba nuestro descompuesto estómago, y corrimos a la cocina de leña y planchas de hierro. Preparamos una merienda cena amenizada por una botella de un espeso vino de Ribera. El elixir etílico nos condujo a la habitación principal donde comenzamos a besarnos, pero pronto quedamos rendidos, semiinconscientes, en la tremenda cama con dosel de mis padres. Apenas notó nuestro peso.

Volví a escuchar la melodía. ¡Qué extraño!, ¿escuchaba el bramido del antiguo molino?

En la cama, tumbada, sin poder pegar ojo, presté atención y observé que la música se escuchaba ahora más fuerte y nítida. Definitivamente venía de la cochera o de los almacenes aledaños de la planta baja, porque se sentía a través de la tarima. La zona prohibida.

Fuera empezaba a anochecer, los días corrían rápido hacia la noche de Todos los Santos. Antes de que la oscuridad me zabullera, decidí bajar a la cochera, armada con una tremenda lámpara de mano y el bastón de mi abuela. Ya era grande pero aquellas salas me imponían.

El ruido cada vez era más fuerte, se mezclaba la melodía con un gruñido sordo, como de animal herido que está siendo arrastrado a la oscuridad. Me estaba poniendo realmente nerviosa, y tenía un miedo indescriptible, pero aun así continuaba, terca, mi avance. En aquellas habitaciones desangeladas y llenas de misterios y pequeños tesoros, había pasado un miedo aterrador de niña. Mi abuela lo sabía y me amenazaba con dejarme allí abajo sola si me portaba mal. Era su escenificación del infierno y mi mayor penitencia.

Las antiguas retahílas de mi abuela se confundieron en mi cabeza con un ruido inhumano golpeteando las tablas de madera, porque ese sonido era de un animal, o de un humano embrutecido. A pesar del frío de aquellas salas abandonadas, transpiraba copiosamente, con un sudor frío que me cubría por debajo del jersey y los pantalones. Estaba aterrada, pero seguía caminando con la lampara delante de mis ojos: buscaba desesperada el origen de aquellas resonancias a ser vivo que parecía salir de las tripas del edificio.

Empezaba a no poder respirar, debía estar pasando un ataque de pánico, pensó la parte de mi cerebro que todavía no había caído en la espiral de espanto. Los ecos eran ahora como saliendo de un horno de fundición a pleno rendimiento donde en lugar de derretir acero, se disolvían las almas de todas mis pesadillas, de todos los fantasmas que llenaban ahora estos espacios que mi razón decía que debían estar vacíos. Pero, esa murga, ese maldito canturreo, tozudo y desgarrador me indicaba todo lo contrario.

De repente, escuché algo diferente a mi espalda, un alboroto que sentí real, como de alguien que se golpea con un objeto contundente.

Me desplomé por el sopapo de castigo que recibí, y la vi, con sus cabellos blanco ceniza y sus ojos azul petróleo. Siempre fue ella.

A través de mis pupilas ensangrentadas reconocí su imagen temida mientras desgarraba el cuerpo de Juan, mi novio. Las notas de una armonía salvaje palpitaban contra mis sienes mientras me engullía el terror.

La Granja de San Ildefonso, Segovia, España
 

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Comentarios

  1. ¡Es que ya no se puede ir uno a ningún sitio a pasar un fin de semana tranquilo! Gracias Myriam. Buena historia. Me ha gustado sobremanera de cómo describes los escenarios y nos envuelves en el relato. Felicidades.

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  2. Casas antiguas. Uno de mis escenarios favoritos para un relato de terror. Me ha gustado

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  3. Gracias por el estupendo relato. Una gran aportación al blog.

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