Las cadenas - Laureano González (Especial Halloween 2024)
Laureano González
Colaborador literario
Espero que las palabras puedan redimir mi alma enferma, pues mi cuerpo ha superado el límite de la plausible salvación. Tal vez mi cuerpo colapsado, que me niega la vida, me conceda al menos un último deseo y me permita vivir el tiempo suficiente para vomitar una confesión.
En esta vida no he sido más que un ser soberbio y pretencioso, egoísta, oportunista y a veces, malvado. Pero al tratarse esto de una búsqueda de redención trataré de, al menos tardíamente, ser un hombre un poco menos fallido. Por eso, si bien el crimen cometido ha costado la vida de un ser humano, un niño, omitiré los nombres de los que fueron mis cómplices. Que sea su propia conciencia la que los arrastre a afrontar las consecuencias de ser perversos, y que no sea el mea culpa de un traidor acobardado que los ponga en el banquillo del acusado. Después de todo, en aquel entonces éramos sólo niños.
[...] “Se ruega su colaboración para dar con el paradero de Luciano Silvera. Diez años de edad. Mulato. Robusto. Pelo corto. Vestía al momento de su desaparición: Remera roja mangas cortas, pantalón de joggin grís marca adidas y zapatillas negras. Visto por última vez el quince de enero del corriente año” [...]
Ese era el mensaje que repetía la televisión durante cada corte publicitario. Mi madre me miraba intrigada, pero ni en su peor augurio sobre el comportamiento de su hijo se le hubiera ocurrido el motivo por el cual había abandonado la fiel compañía de la televisión durante las meriendas.
La tarde del quince de enero es la tarde que más veces he transitado a lo largo de mi vida. La repito, en mi cabeza, como si haciéndolo pudiera cambiar el pasado. Si me hubiese tomado un minuto más para salir de mi casa, habría evitado cruzarme con mis amigos por la calle.
Siempre era igual, si alguien veía en solitario a cualquiera de los cuatro podría haber dicho, sin lugar a dudas, que éramos muchachitos de lo más regulares. Ah, pero al juntarnos los cuatro… nos convertíamos en un grupo de bandidos ¡Forajidos! Las viejas del barrio cerraban los postigos al vernos pasar. Los almaceneros se paraban en la puerta empuñando las escobas para que ni pisáramos la vereda. A nuestro paso nuestro rastro eran carteles abollados a los palazos, cestos de basura torcidos en infructuosos intentos de ser arrancados, y un coro de perros alborotados en silenciosas siestas. Aquella tarde, al cruzarlos en la esquina, eran los mismos tres de siempre más uno que nunca había visto en mi vida.
¿Y éste quién es? — Pregunté a mis secuaces con tonada bandida.
Luciano era petacón y gordito por lo que daba saltitos tras una carrera corta para mantener el ritmo de nuestro andar vandálico. Era motivo de risa porque, a cada paso, se le caía una de las tres jaulas que llevaba apiladas. Los chicos le habían dicho mentiroso y lo increparon a probarse cuando dijo que en su casa tenía trampas para pájaros. Pero la verdad es que nunca necesitamos jaulas para cazar. Tampoco nos dirigíamos a cazar pájaros. Lo peor que hizo Luciano fue dejar que advirtiéramos que era cuidadoso de que no se rompieran. Con la excusa de la cacería lo llevamos al monte y nos partíamos de risa al verlo saltar sin éxito el arroyo, tropezarse con raíces y clavarse ramas mientras cuidaba sus jaulitas. El vidrioso brillo en sus ojos mientras perdía toda esperanza de volver a su casa sin romperlas nos hacía jadear con baba espesa. Los ojos se nos desencajaban de las órbitas mientras reíamos estrepitosamente. Por un momento pensé que iba a morir asfixiado de tanto reír. Pero un sonido horrible silenció las risas y nos puso a todos alerta. El sonido no era un aullido ni un chillido porque se ahogaba en líquido y burbujas. Aquello era, indistinguiblemente, un lamento de odio y sufrimiento agonizante. Podía oírse también el ruido apagado de unas cadenas arrastrándose. No era ningún secreto para nosotros. Nosotros sabíamos bien lo que era. Pero Luciano… el pobre Luciano, no. Hacía bailar sus trampitas para pájaros mientras temblaba. Nuestras miradas complotaron un pacto de silencio para atormentarlo aún más.
Era una chancha. Una de gran tamaño que había escapado a su faena con el cuello parcialmente cortado y arrastrando las cadenas. Había hallado su camino hasta algún escondrijo entre los árboles y la maleza alta del monte.
El cuento de la chancha moribunda era ya bastante popular en el barrio y era digno de reconocer a la chancha que, a pesar de moribunda, seguía viva tras muchos años. Tal era su fama que, en el barrio, habían bautizado al monte “Mato de la chancha moribunda”. La cara de Luciano, que no hallaba en su imaginación una explicación terrenal para lo que había oído, era una de esas que no pasa desapercibida. Un amigo te socorre si te ve asustado, pero lo que Luciano no sabía era que no estaba entre amigos, no. No creo que haya llegado a tener alguno como para saber que los amigos no son así. Corrimos, en cambio, gritando y fingiendo estar tan asustados como él. Lo dejamos atrás sin perderlo de vista para poder burlarnos de su desatinado andar. Frenábamos al verlo caer pero nunca lo asistíamos. Con gritos lo exhortábamos a levantarse, a correr más rápido, a tirar las jaulas porque algo lo estaba por alcanzar, sólo para ver cuánto más desesperado podía ponerse. Pero nada lo convencía.
«Algo tiene que haber que lo haga soltar esas porquerías» pensé. Entonces se me iluminó la cabeza.
«A ver cómo se las ingenia para trepar una barranca en medio de la desesperación» me dije a mí mismo tentado de la risa
—Por acá— les dije, y los demás entendieron enseguida mis intenciones.
Ansiosos, trepamos con presura para poder voltear desde la cima a contemplar el espectáculo.
Luciano trató de subir sin usar las manos y resbaló. Nuestras carcajadas hacían el ruido de calderas hirviendo mientras le gritábamos que se apurara. Recogió las jaulas y, una vez más, comenzó el ascenso y por primera vez en todo el trayecto comenzó a llorar con lágrimas evidentes y la cara deformada por la tristeza mientras intentaba arrojárnoslas a nosotros, suplicando que lo ayudáramos. Rodaban barranca abajo e impactaban contra él que, con una mano, aferraba las uñas a la tierra y con la otra trataba de alcanzarnos sus preciadas pertenencias. Miré a mis amigos y juro que nunca los vi reír tanto como aquella vez. Sus caras estaban rojas e hinchadas y los cuencos de los ojos inundados.
Entonces la chancha mordió el pie de Luciano y lo arrastró hasta el arroyo y con saña empezó a pisotear su fatigado cuerpo, el llanto desesperado se convirtió en un grito desgarrador y nuestras risas se enmudecieron en un gesto de horror. La chancha, enardecida por los gritos, concentró sus pezuñas en su cara y pisoteó hasta que ya no pudo oírlo. Lo olfateó, lo movió con el hocico y se alejó satisfecha.
Inmóvil, en posición fetal, el cuerpo flácido de Luciano todavía abrazaba las jaulitas. Nunca dejó de protegerlas. Nosotros huimos sin emitir sonido más que el de nuestros pasos al correr. Al cruzarnos por la calle después de aquel día, fingíamos ni siquiera conocernos. Peor aún, desde aquel día, cada sonrisa, cada risa, cada instante de placer o dicha ha sido fingido. Pues las cadenas de la chancha suenan a mis espaldas como si me persiguiera pisándome los talones. Quizá soy yo el que lleva las cadenas. Quizás, espero, deje de escucharlas cuando muera.
En esta vida no he sido más que un ser soberbio y pretencioso, egoísta, oportunista y a veces, malvado. Pero al tratarse esto de una búsqueda de redención trataré de, al menos tardíamente, ser un hombre un poco menos fallido. Por eso, si bien el crimen cometido ha costado la vida de un ser humano, un niño, omitiré los nombres de los que fueron mis cómplices. Que sea su propia conciencia la que los arrastre a afrontar las consecuencias de ser perversos, y que no sea el mea culpa de un traidor acobardado que los ponga en el banquillo del acusado. Después de todo, en aquel entonces éramos sólo niños.
[...] “Se ruega su colaboración para dar con el paradero de Luciano Silvera. Diez años de edad. Mulato. Robusto. Pelo corto. Vestía al momento de su desaparición: Remera roja mangas cortas, pantalón de joggin grís marca adidas y zapatillas negras. Visto por última vez el quince de enero del corriente año” [...]
Ese era el mensaje que repetía la televisión durante cada corte publicitario. Mi madre me miraba intrigada, pero ni en su peor augurio sobre el comportamiento de su hijo se le hubiera ocurrido el motivo por el cual había abandonado la fiel compañía de la televisión durante las meriendas.
La tarde del quince de enero es la tarde que más veces he transitado a lo largo de mi vida. La repito, en mi cabeza, como si haciéndolo pudiera cambiar el pasado. Si me hubiese tomado un minuto más para salir de mi casa, habría evitado cruzarme con mis amigos por la calle.
Siempre era igual, si alguien veía en solitario a cualquiera de los cuatro podría haber dicho, sin lugar a dudas, que éramos muchachitos de lo más regulares. Ah, pero al juntarnos los cuatro… nos convertíamos en un grupo de bandidos ¡Forajidos! Las viejas del barrio cerraban los postigos al vernos pasar. Los almaceneros se paraban en la puerta empuñando las escobas para que ni pisáramos la vereda. A nuestro paso nuestro rastro eran carteles abollados a los palazos, cestos de basura torcidos en infructuosos intentos de ser arrancados, y un coro de perros alborotados en silenciosas siestas. Aquella tarde, al cruzarlos en la esquina, eran los mismos tres de siempre más uno que nunca había visto en mi vida.
¿Y éste quién es? — Pregunté a mis secuaces con tonada bandida.
Luciano era petacón y gordito por lo que daba saltitos tras una carrera corta para mantener el ritmo de nuestro andar vandálico. Era motivo de risa porque, a cada paso, se le caía una de las tres jaulas que llevaba apiladas. Los chicos le habían dicho mentiroso y lo increparon a probarse cuando dijo que en su casa tenía trampas para pájaros. Pero la verdad es que nunca necesitamos jaulas para cazar. Tampoco nos dirigíamos a cazar pájaros. Lo peor que hizo Luciano fue dejar que advirtiéramos que era cuidadoso de que no se rompieran. Con la excusa de la cacería lo llevamos al monte y nos partíamos de risa al verlo saltar sin éxito el arroyo, tropezarse con raíces y clavarse ramas mientras cuidaba sus jaulitas. El vidrioso brillo en sus ojos mientras perdía toda esperanza de volver a su casa sin romperlas nos hacía jadear con baba espesa. Los ojos se nos desencajaban de las órbitas mientras reíamos estrepitosamente. Por un momento pensé que iba a morir asfixiado de tanto reír. Pero un sonido horrible silenció las risas y nos puso a todos alerta. El sonido no era un aullido ni un chillido porque se ahogaba en líquido y burbujas. Aquello era, indistinguiblemente, un lamento de odio y sufrimiento agonizante. Podía oírse también el ruido apagado de unas cadenas arrastrándose. No era ningún secreto para nosotros. Nosotros sabíamos bien lo que era. Pero Luciano… el pobre Luciano, no. Hacía bailar sus trampitas para pájaros mientras temblaba. Nuestras miradas complotaron un pacto de silencio para atormentarlo aún más.
Era una chancha. Una de gran tamaño que había escapado a su faena con el cuello parcialmente cortado y arrastrando las cadenas. Había hallado su camino hasta algún escondrijo entre los árboles y la maleza alta del monte.
El cuento de la chancha moribunda era ya bastante popular en el barrio y era digno de reconocer a la chancha que, a pesar de moribunda, seguía viva tras muchos años. Tal era su fama que, en el barrio, habían bautizado al monte “Mato de la chancha moribunda”. La cara de Luciano, que no hallaba en su imaginación una explicación terrenal para lo que había oído, era una de esas que no pasa desapercibida. Un amigo te socorre si te ve asustado, pero lo que Luciano no sabía era que no estaba entre amigos, no. No creo que haya llegado a tener alguno como para saber que los amigos no son así. Corrimos, en cambio, gritando y fingiendo estar tan asustados como él. Lo dejamos atrás sin perderlo de vista para poder burlarnos de su desatinado andar. Frenábamos al verlo caer pero nunca lo asistíamos. Con gritos lo exhortábamos a levantarse, a correr más rápido, a tirar las jaulas porque algo lo estaba por alcanzar, sólo para ver cuánto más desesperado podía ponerse. Pero nada lo convencía.
«Algo tiene que haber que lo haga soltar esas porquerías» pensé. Entonces se me iluminó la cabeza.
«A ver cómo se las ingenia para trepar una barranca en medio de la desesperación» me dije a mí mismo tentado de la risa
—Por acá— les dije, y los demás entendieron enseguida mis intenciones.
Ansiosos, trepamos con presura para poder voltear desde la cima a contemplar el espectáculo.
Luciano trató de subir sin usar las manos y resbaló. Nuestras carcajadas hacían el ruido de calderas hirviendo mientras le gritábamos que se apurara. Recogió las jaulas y, una vez más, comenzó el ascenso y por primera vez en todo el trayecto comenzó a llorar con lágrimas evidentes y la cara deformada por la tristeza mientras intentaba arrojárnoslas a nosotros, suplicando que lo ayudáramos. Rodaban barranca abajo e impactaban contra él que, con una mano, aferraba las uñas a la tierra y con la otra trataba de alcanzarnos sus preciadas pertenencias. Miré a mis amigos y juro que nunca los vi reír tanto como aquella vez. Sus caras estaban rojas e hinchadas y los cuencos de los ojos inundados.
Entonces la chancha mordió el pie de Luciano y lo arrastró hasta el arroyo y con saña empezó a pisotear su fatigado cuerpo, el llanto desesperado se convirtió en un grito desgarrador y nuestras risas se enmudecieron en un gesto de horror. La chancha, enardecida por los gritos, concentró sus pezuñas en su cara y pisoteó hasta que ya no pudo oírlo. Lo olfateó, lo movió con el hocico y se alejó satisfecha.
Inmóvil, en posición fetal, el cuerpo flácido de Luciano todavía abrazaba las jaulitas. Nunca dejó de protegerlas. Nosotros huimos sin emitir sonido más que el de nuestros pasos al correr. Al cruzarnos por la calle después de aquel día, fingíamos ni siquiera conocernos. Peor aún, desde aquel día, cada sonrisa, cada risa, cada instante de placer o dicha ha sido fingido. Pues las cadenas de la chancha suenan a mis espaldas como si me persiguiera pisándome los talones. Quizá soy yo el que lleva las cadenas. Quizás, espero, deje de escucharlas cuando muera.
©Laureano González
Buen relato. Enhorabuena.
ResponderEliminarMe encanta. Un relato que nos lleva a nuestra infancia, el grupo de amigos y terrores cercanos. Muy ochentero en mis sensaciones.
ResponderEliminarBuen relato.
ResponderEliminar.uy bueno. Enhorabuena.
ResponderEliminarUn relato que saca a la luz a los pequeños monstruos. Excelente historia. Gracias por postearla aquí.
ResponderEliminarHistoria cruda porque cuántas no habrá que sean reales. El peso de la culpa, esta vez disfrazado de ruido de cadenas. Muy chulo
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