Rufinostein - Klaus Fernández (Especial Halloween 2024)
"No a la caza de brujas. Dejen en paz a mis amigas"
—Ahora que me hallo en mi lecho de muerte, quedándome pocos minutos de vida y la negra parca llama a mi puerta, debo contaros aquella historia que me aconteció hace años en Villa Diodati, Suiza.
—Rufino, no seas exagerado, solo tienes un ligero catarro con unas pocas décimas de fiebre— replicó su hermana Margarita en tanto miraba aburrida el traicionero termómetro. Mientras, su marido Isidrín le depositaba un paño húmedo en la frente a Rufino.
—Me fallan las fuerzas, no sé si seré capaz con mis últimos hálitos de vida, cof, cof, recordar con claridad...—dije entrecerrando los ojos y ladeando la cabeza hacia mi hermana con gesto dolorido—. Años atrás, en un alarde de puro desprendimiento y amor por mi familia, decidí aceptar aquella oferta mal pagada de mayordomo e ir a trabajar a Suiza.
»Ya sé que Mamá te dijo que me echó de casa por estar pingoneando todo el día por ahí con mis amigos, y con tu futuro marido te recuerdo, pero no sucedió tal falta a la verdad.
»No me mires así, es cierto. No te engañaría, estando como estoy en mis últimos momentos, en esta cruel cof, cof, vida. Yo, que de bueno y dulce, soy puro almíbar.
»Pero antes de continuar con mi relato, acércame ese frasco con mi medicina que evita que mi alma y cuerpo caigan fulminados y yo herido de muerte —bufé mientras hacía gestos con la zarpa para que Isidrín me trajera una petaca de un alcohol rico, rico destilado en una bañera. Era lo único que me admitía mi enfermizo cuerpo—. Y ya que estás de paso, tráeme también el desayuno.
»¿Cómo? ¿Ni el desayuno me has traído? ¿Estando como estoy? Cof, cof.
Margarita resopló indicándome con su expresión corporal que no me traería nada. No, si ya se veía venir a la muy bruja. Si no moría de esta espantosa enfermedad, fallecería de hambre. ¡Qué descastada es!
Isidrín, en cambio, me acercó mi frugal comida al cabecero de la cama. Consistía en ocho tostadas, cinco porras, un zumito de naranja natural y mi café ácido de Etiopía mezcla torrefacta 100% con granos del Serengueti.
Mientras me zampaba el desayuno, sin duda era la conocida recuperación del apetito antes del óbito, continué mi triste historia.
Días más tarde, tras echarme Madre de casa, llegué a la elegante Villa Diodati, una mansión ubicada cerca del lago de Ginebra, con mucha congoja en el alma, una maleta llena de sueños rotos, la pancita vacía y una carta de recomendación falsa.
¡Vaya con el tiempecito agradable que hace aquí! Frío, húmedo y una lluvia incesante. Estaba como para no salir de casa. De la soleada Suiza que me habían vendido, nada, naranjas de la China.
Llamé a la puerta reventando la aldaba. Ahí no abría ni San Pito Pato. ¿Acaso no tienen mayordomo? ¡Unos pobretones es lo que eran, estos están más tiesos que un lagarto enyesado! ¿Pero qué puedes esperar de cuatro personajes medio poetas, medio doctores y medio asustados en una tétrica mansión?
Finalmente, me abrió el afamado Lord Byron -según él, claro, a mí me pareció un triste-, me contó no sé qué sobre que ya era hora que llegara y demás gaitas. También me afirmó que era escritor y poeta, y de los buenos.
Le respondí que, si hay algo más aburrido que una poesía, es un poeta y pasé al interior de la mansión dándole mi maleta y mi chistera.
Del salón salieron, como almas en pena, Mary Wollstonecraft Godwin, su futuro marido Percy Shelley y el médico personal de Byron, John Polidori, preguntando si ya había llegado el nuevo mayordomo. Todos con mal semblante, con más hambre que un perro chico y a oscuras. Ni para velas tenían los amigos, más pobres que un brindis con agua.
Byron comentó en voz alta que no parecía que yo tuviera la compostura de un mayordomo digno para ellos.
Se le pasó cuando le cogí de la pechera y le zarandeé un poco contra una estantería llena de tazas de té y una colección de navajas suizas abiertas de par en par. También le dije que si no estaba conforme le podía "tocar un poco la cara" para hacerle cambiar de opinión.
Sólidos argumentos que le debieron de servir. Le respondí que sí, en efecto, que yo era el nuevo mayordomo. Era lo que había, y que más les valdría que tuvieran ellos algo para comer, que no fueran cuatro pastas de té revenidas y dos bizcochos mugrosos de pepino, si no querían acabar siendo ellos mi cena.
Corrieron espantados de regreso al salón y, viendo la poca predisposición que tenían con ese ritmo caribeño, les dije que ya buscaría yo algo que comer mientras ellos podían seguir hablando de esas tonterías de las que hablan los autoproclamados artistas; véase el soneto dieciocho de William Shakespeare, el encaje de bolillos de Southampton o la técnica de recogida de la remolacha en la campiña francesa. Todos temas de candente actualidad.
Tras encontrar unos panecillos, unas salchichas y pepinillos en una alacena, me dirigí al salón.
Ahí estaban los pavisosos charlando, fumando y repanchingados alrededor de una mesita de café.
En el exterior, la lluvia caía incesantemente y los rayos alumbraban el interior de la poco iluminada sala como si estuvieran haciendo fotocopias en el cielo.
Lord Byron se levantó, tocado por las musas -o por el aburrimiento supino, más bien esto último-, y, viendo ese ambiente desolador, propuso que escribiera cada uno, como buenos románticos, una historia aterradora. Pero, como es habitual en los poetas, los ahí presentes pasaron de su rollo y le hicieron poco caso, a excepción de Polidori y Mary que recogieron el guante literario.
El médico, viendo la extrema blancura de su amigo Byron, que parecía un turista inglés que acabara de desembarcar de un avión de RyanAir en Mallorca, comentó levantándose de su sillón y agarrándose con ambas manos la pechera, que escribiría sobre un vampiro.
Aplausos de los demás.
Mary, sin soltar la copa de brandy, viendo la mezcla de ingredientes que me estaba zampando en un platillo -y dejando todo perdido de migas- afirmó que escribiría sobre una criatura hecha de retales.
Más aplausos de los demás.
¡Menuda chorrada, qué poco talento hay aquí!, pensé mientras seguía devorando mis salchichas Frankfurt de la región germana de Frankenstein.
Yo sí que les llenaba la cara de aplausos.
***
—Rufino, nos vamos a ir a casa, tú no estás enfermo, tienes más cuento que los hermanos Grimm, y de hecho ya ni toses— me dijo Margarita mientras hacía ademán de levantarse de la silla.
—Amada hermana, mi única luz en esta oscuridad del valle de la muerte que me rodea. No te fíes de mi enfermedad, es traicionera y todavía no ha dado la cara —repliqué indicando con la mano que me acercara otro plato de porras con chocolate—. ¡Me las como, pero no creas que con apetito —continué— ya que puede ser mi última ingesta!
»Te ruego que hagas llamar al resto de mi bien amada familia, deseo pasar estos momentos finales en su dichosa compañía, mas no está mi casa apañada para tal visita —dije—, ¿podrías limpiar un poco? Es poca cosa: poner la lavadora, fregar los platos y pasar el paño. ¡Y no olvides hacerlo de rodillas que con el mocho no queda igual!
En tanto, para animaros y arengaros, continuaré con mi historia.
Al día siguiente, el otro poeta, el tal Shelley -conocido en su casa a la hora de comer, yo, de nada- propuso que fuéramos todos al lago a pasar el día.
Por supuesto, pretendía que yo los llevara como parte de mis funciones de criado mal asalariado.
Con fastidio, pero puesto que yo poco tenía nada que me apeteciera hacer en esa mansión polvorienta, los llevé en el automóvil que se hallaba estacionado en la cochera.
"—Rufino, el automóvil no se inventó hasta el año 1886, y tú me estás contando una historia que ocurrió supuestamente en el año 1816 —replicó la lista de mi hermana mientras rascaba con un cepillo la grasa de una enorme olla".
Bah, nunca dejes que la verdad te arruine una buena historia.
Cogí el carruaje, me cargué a los cuatro en la parte trasera y arreando que es gerundio. También les metí prisa atizándoles con una vara, sobre todo al tal Shelley. ¡Al lío!
Iban muy animados, con sus sombrillas, cestitas y sombreritos. Polidori -otro igual, debía escribir para la Gazzeta dello Sport porque no me sonaba de nada- llevaba también una pelotita con lo que pretendía entretener o aburrir, según a quien le preguntes, a sus amigos. Su tema de conversación, durante el trayecto, giró sobre las ideas que para el reto literario propuesto por Byron. Por supuesto, no tenían nada quitando las dos mamarrachadas que dijeron la noche anterior.
Pero si es que se veía venir, esos retos son una chorrada. Tirar a una cabra por un campanario, beberse una caja de botellines huyendo de la policía, comer enchiladas con mucho picante mirando a los ojos de tu crush, conducir con los pies. ¡Espera! ¡Eso lo hice yo en las últimas fiestas patronales! Esos son retos de verdad, no escribir cuatro líneas.
Una vez en el lago, para estar en sintonía con el ambiente, me quité mis ropajes -valoré quedarme en cueros, pero vi unos niños en la lejanía y me dio cosa- y me terminé embutiendo en un traje de baño masculino de los de esa época. Consistía en una camisa de manga corta, abotonada en la parte delantera y unos pantalones cortos sueltos que me llegaban justo por encima de las rodillas.
Una repelente niña de rubios tirabuzones se acercó a mí y me preguntó la razón de llevar un bañador tan feo. También me dijo que si no tuviera un aspecto tan pobretón podría ayudarla a lanzar flores al lago.
Sacaron a la niña medio ahogada del agua a los pocos minutos, alguien la había lanzado junto a sus flores.
***
El día pasó agradablemente. Ellos, los autores, hablando de la amenaza real que suponía la ardilla voladora para el reinado de Jorge IV y yo empinando el codo apoyado contra el carruaje. También fumaba. Había desistido de darme un chapuzón a ver si me iba a reconocer la niña.
Por la tarde empezó a refrescar y el cielo amenazaba lluvia.
Yo ya iba un poco bastante tinkywinky con las treinta pintas y los tres güisquis que me había apretado, pero controlaba perfectamente la situación, como hago siempre.
Viendo mi estado de euforia -y ausencia de pantalones-, los cuatro insistieron en ir andando pero les dije que eran unos estirados. ¡Hay que tener menos remilgos, y se pierde cualquier autoridad cuando se está tan rojo como un cangrejo!
Y que aún me quedaban puntos en el carnet, les ladré. Los cuatro subieron raudos al interior de carruaje.
Estaban más tensos que Doraemon en un control de aduanas, se santiguaron e hicieron testamento, también lloraron. Yo para quitarles el miedo, les di el viaje de su vida.
No me dejé ni un bache sin coger -algunos los cogí hasta dos veces- y en el interior del carruaje se movieron como canicas en una bolsa. Polidori, en un momento dado, asomó la cabeza por la ventana y chilló "¡Por Dios, que alguien nos ayude!".
Al cuarto de hora, llegamos a la villa vivos de milagro. Solo detuve el carruaje cuando nos estrellamos contra un árbol y todos salimos disparados de su interior como los caramelos de una piñata.
La lluvia había aumentado de intensidad -los ángeles, sin duda, lloraban por mi estado-, y algunos rayos y truenos acompañaron todo este despropósito.
Unos campesinos acudieron raudos a socorrernos, y yo con un hálito de voz les solicité ser el primero en recibir auxilio. Para los demás ya era demasiado tarde, les afirmé.
—¡Está vivo, está vivo! —exclamaron descolgándome de la rama de un árbol en tanto caían rayos a doquier como si no hubiera un mañana.
El médico personal de Byron, John Polidori, se incorporó del suelo y certificó que los demás -y él mismo, ya puestos- seguían vivos de milagro. Solo un poco magullados, desorientados y sin zapatos.
Con la excusa de realizarles un chequeo más exhaustivo, se excusaron y retiraron a sus aposentos, no tenían ganas de nada nada más que "de morirse".
A mí los campesinos me revivieron dándome unas copas de brandy. Así, sí.
Entré en la mansión y encendí la chimenea con lo único seco que había por ahí: las obras completas de Lord Byron, la inédita y única copia de la tercera parte de El Quijote y un catálogo de Ikea del año 1815.
Cuando ya estaba bien tranquilito, repanchingado con las patas apoyadas en una pequeña butaca, chupando de una pipa, comiéndome unas campurrianas y tomándome un "Villa Rufino edición Gold", apareció Mary bajando por las escaleras con un candelabro.
Pues me asusté. Ésta lo mismo tenía algún interés romántico en mí. No había ninguna otra explicación.
Afortunadamente, sus intereses iban por otro lado. Eran más bien literarios. Menos mal. Oculté la escopeta tras el sofá sin que se diera cuenta.
Le pregunté si al menos había bajado con media centena de churros. Me dijo que no, que no sabía ni lo que eran, que si me apetecían unos macarons, una especie de galleta de colorines hecha de almendras. Le dije que antes muerto. Ella seguía dándole a la húmeda.
Me había estado observando, admirándome, todos estos días pasados, y había reconocido en mí a un igual literario, un alma artística. Un dios de las letras.
—Bien observado— le comenté con humildad—. No te olvides que poseo así mismo una buena percha sentándome de fábula cualquier tipo de prenda como, por ejemplo, las zapatillas de andar por casa de tu desconocido novio.
Me preguntó si tenía alguna obra publicada y le dije que poseía dos obras publicadas por Amazon -las editoriales habituales te sacan los ojos con sus condiciones abusivas- llamadas Justicia Poética, un ensayo político donde plasmo algunas ideas anarquistas y Caleb Williams, una novela de tres volúmenes escrita como un llamamiento para poner fin al abuso de poder.
Y que de eso de juntar letras "yo sabía un mogollón, tía".
Ella me confesó que apenas había escrito cuatro líneas sobre el reto y se hallaba en un bloqueo creativo importante. Le confesé que eso era muy habitual en los escritores noveles, a mí por supuesto no me había pasado nunca, pero en mi infinita gracia le podía dar unas pinceladas, una master class, sobre el tema. Cobrando, por supuesto.
Que fuera a buscar papel y una pluma de ganso para apuntar mis ingeniosas ideas. Sí, tenía que ser de ganso, ¿vale?
Mientras le echaba a la cara el humo cada dos por tres a la moza, le fui dando sabios consejos sobre el noble arte de la escritura.
A cada comentario lanzado por mi parte, ella respondía extasiada que yo era brillante. Brillante como una cacerola.
Para el reto —le apuntillé—, bien podría narrar la historia de un lobo feroz, fuerte como el vinagre, tenaz, pero a la vez tierno e inteligente, pero rechazado por su madre, obligado a buscarse la vida pero anhelando comprensión, y poseedor de una apostura arrebatadora que rivalizaba con los titanes. El único defecto que tenía tal criatura era tener un corazón tan noble y una humildad rayana en lo divino, que no pocos problemas le habían acarreado.
Esa obra magna bien podría titularse "Rufinostein" o "Rufino, el moderno Prometeo".
Ella apuntaba todas mis ideas con los ojos humedecidos de emoción y de inspiración, quizás también por el continuo humo de mi pipa.
De repente, Mary me confesó algo terrible. Había escuchado a sus amigos que iban a ir a la policía a la mañana siguiente, sospechaban que era un farsante, que no era ni mayordomo y que bailaba fatal. Esto último me sentó muy mal por lo inadecuado y fuera de tono.
De lo demás, me daba igual. A buenas horas se daban cuenta estos pazguatos.
Me instaba a huir, entre sollozos, esa misma noche de Villa Diodati.
Me levanté espantado de un salto. Este cuerpo no está para ir a prisión, y además resulta demasiado apetecible para estar rodeado de delincuentes en alguna sórdida cárcel suiza o turca, soy lo más parecido a un caramelo en la puerta de un colegio.
Ya me veía perseguido por una multitud de pueblerinos con antorchas, azadas y eso que sirve para aventar el heno, hasta encontrar mi fin en un molino ardiendo mientras suena una música horrible de persecución.
Saldría esa misma noche al amparo de la oscuridad.
En un alarde de romanticismo, le dije que iría al Polo Norte a morir, rechazado por todos.
Ella se despidió, rota a llorar y de dolor, y me suplicó que me quedara con todas sus joyas para financiarme tan arduo viaje de huida.
No hace falta, no deseo nada material —le dije, mientras las juntaba en un saco con las demás que ya me había agenciado.
En tanto salía por la puerta como alma que lleva el diablo, me preguntó por mi nombre, no lo había mencionado aún, y le dije el primero que se me ocurrió: William Godwin.
***
—Rufino, ya hemos terminado de limpiar la casa al completo—exclamó fatigada Margarita—. Menuda paliza nos hemos metido. Ya podemos avisar al resto de la familia.
—Querida hermana, ya me encuentro mucho mejor. Santa Lóbula, patrona de los lobos descarriados, enfermos y vagos, ha escuchado vuestras plegarias y me ha ayudado a burlar la muerte de nuevo —afirmé mientras me destapaba la manta de la cama con mi zarpa.
Yo ya estaba, bajo dicha manta, esto... quiero decir bajo la mortaja, vestido de calle y calzado con mis botas.
Mientras salía por la puerta silbando con Isidrín a tomar unas cañas, con la casa bien recogidita, Margarita, desatada y enrabietada no sé muy bien el motivo, me lanzó a la cabeza, sin acertarme, una primera edición de un libro de una cercana estantería.
Era una obra literaria llamada "Frankenstein" de una tal Mary Shelley.
El libro rebotó contra el marco de la puerta y se quedó abierto por la parte de la dedicatoria de la autora.
Rezaba así esta dedicación:
"A William Godwin, autor de Justicia poética y Caleb Williams".
¡El estupendo booktráiler del relato!
Para ambientar mientras lees el relato.
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Jolines que "hartá" a reir. Rufino es simplemente el mejor. Se tenía que decir y se dijo.
ResponderEliminarA Rufino le gustan los pelotas, siga así.
EliminarRufino se encuentra en todas partes, como un McDonald´s y si no, ese sitio no merece la pena.
ResponderEliminarJajaja, buenísimo. El caradura más inteligente del mundo. Es un profesional como la copa de un pino. A este tío le viene bien cualquier escenario. Me flipa
ResponderEliminarSimplemente genial, es Rufino. No hay más que decir, es el Boss
ResponderEliminarComo siempre una historia ingeniosa. Como sabes encajar a Rufino en cualquier escenario y que quede bien. Chapó, me quito el sombrero ante ti 👏👏👏
ResponderEliminarQue imaginación!!!!
😍😘