Spilk® - Nieves Centurión (Especial Halloween 2024)
Nieves Centurión
Colaboradora literaria
https://www.nievescenturion.
Miré el reloj de nuevo. Las nueve menos cuarto. Ya debería estar aquí. La cubertería brillaba bajo la lámpara del salón. No encendería las velas hasta que Jimena estuviese preparada para sentarse a la mesa. ¿No pensaba si quiera ducharse? Volví a colocar los cuchillos y los tenedores para que estuvieran perfectamente rectos, aunque sabía que ella no se fijaría en ese detalle. Descorché la botella de vino blanco y me serví una copa. Ya intuía que no iba a venir. Y esta vez sería la definitiva. No habría más oportunidades. Me senté en el sofá con el vino en la mano, me quité los tacones y me tapé con la manta.
La noche era oscura, solitaria y fría. Así me sentía yo también. Me quedé mirando al infinito a través de la ventana. Intentaba imaginar qué estaría haciendo en ese momento. Mientras mi mundo se desmoronaba, probablemente ella estaría celebrando el éxito de los últimos meses de trabajo. Volví a comprobar el móvil. Ahí seguía el último mensaje que me había enviado un par de horas antes, en el que decía que por fin había conseguido dar con la clave que revolucionaría la industria textil para siempre. O sea, que había logrado desarrollar el dichoso Spilk®. Me la imaginé dando vueltas por el laboratorio, con la bata blanca y rodeada de probetas, botes con insectos y aparatos que yo nunca entendería. El mensaje acababa con un «Nos vemos en un rato. Tq». «Yo también tq». Y era verdad. La quería demasiado. Empecé a sentir habitual el ardor estomacal que acompaña a mis preocupaciones.
Aun así, me serví una segunda copa mientras miraba nuestras fotos en el móvil a lo largo de los años. Habíamos pasado mucho tiempo juntas. Recordé cuando nos conocimos: la odiaba. Lo normal cuando tu novio te presenta a su compañera de clase. Pero no a una cualquiera, sino a una chica tan diferente y especial, que desde el principio pensé que Carlos me dejaría por ella. Así que cuando empezó a venir a casa a estudiar con él, me dejé llevar por los celos. Porque quién no se iba a enamorar de ella. Te hechizaba con ese halo misterioso que la envolvía. Resulta irónico que al final fuese yo la que tuve que dejar la relación por ella. Hasta su nombre me resultaba atractivo: Jimena Zaborski. Decía ser descendiente de una familia cargada de leyendas, formada por brujas, videntes, mediums y gente así. Me daba igual. Podía pasar horas oyéndola, aunque nunca supiera si las historias eran reales o no. Me quedaba embelesada contemplándola cuando contaba orgullosa cosas como: «cuando nací, mi abuela lo vio claro: vaticinó que algún día seré tan famosa que todo el planeta hablará de mí».
Volver a ver la foto que me envió desde el laboratorio en su primer día de trabajo me provocó náuseas. Ahora me daba cuenta de que con el tiempo, la fascinación del inicio de la relación se había ido transformando en resignación y un poco de hastío. Jimena tenía una obsesión con el trabajo. Nunca veía el momento de volver a casa y muchas noches se quedaba incluso a dormir en el laboratorio.
«No vienes, ¿no?» Le escribí viendo que eran ya las 9:25. Me quedé unos minutos mirando la pantalla. Nada, ninguna respuesta. Sentí un escalofrío en la nunca. Tenía un mal presentimiento que no podía explicar.
Esta no era nuestra primera crisis. Ya tuvimos una época difícil hace un año. Nunca apoyé que hiciera experimentos con insectos. Y menos con arañas o gusanos. Ambos me producían una fobia imposible de controlar. Jimena estaba jugando a ser Dios. Y yo no podía comprender que hubiera dejado de lado su investigación en la cura contra el cáncer para dedicarse a algo tan absurdo como crear una seda más resistente para la fabricación de prendas de lujo que solo unas pocas se podrían permitir. Maldito Spilk®.
A ella tampoco le fue fácil aceptar y perdonar mi aventura con la chica de la biblioteca y, como en un círculo vicioso, empezó a pasar todavía más tiempo en el laboratorio.
Mi teléfono comenzó a vibrar cuando estaba sirviéndome la tercera copa. Era una videollamada entrante de Jimena, pero cuando lo cogí no era ella quien estaba al otro lado de la pantalla. De hecho, no había nadie. El teléfono estaba colocado sobre alguna superficie, podía ver una lámpara de techo. Alcancé a escuchar varias veces la voz de Jimena que lloraba y pedía a Siri que me llamara. De pronto pareció que la amordazaban y solo podía oír sollozos.
Entré en pánico. ¿Estarían robando en el laboratorio? ¿O le estarían haciendo algo peor? Cogí las llaves de casa, me puse unas zapatillas y, con el móvil en la mano, fui a la casa de los vecinos. Ramón era bombero y seguro que sabría qué hacer. No quería cortar la videollamada por si podía ver o escuchar a alguien. De momento solo veía sombras oscuras y a veces alguien tapaba la cámara, pero no conseguía distinguir nada. Ramón no estaba, pero Rebeca, acunando al bebé, me mandó a coger un taxi y prometió llamar a su marido y a la policía directamente.
Cuando llegué al edificio del laboratorio, al abrir la puerta se escaparon un par de gatos negros muy raros. No pude distinguirlos bien. Con las prisas olvidé ponerme las gafas, y me sentía un poco mareada por el vino y el estrés. Todo estaba en silencio, la sala principal en penumbra. Caminé despacio hacia el despacho de Jimena. Me empezó a picar toda la piel. Al poner la mano en el pomo de la puerta, vi una sombra desplazarse por la pared a mi izquierda. Me giré, pero no vi nada.
Abrí la puerta y entré. Allí no había nadie. Entonces vi el móvil de Jimena, todavía con la videollamada activa. Empecé a hiperventilar cuando me fijé en el resto de la mesa. Todo estaba lleno de telarañas. Grité cuando vi la primera tarántula. ¿Pero qué coño era eso? No tenía un cuerpo normal. Su cuerpo era alargado… como el de un gusano. Era enorme, casi del tamaño de un conejo. Retrocedí asqueada y jadeando. Un sudor frío me cubrió el cuerpo completamente. Necesitaba salir de allí cuanto antes. Quería correr, pero las piernas no me respondían. Se me doblaban, así que fui a apoyarme con los codos en la estantería de atrás que, para mi desgracia, también estaba cubierta de telas de araña. ¿Cómo no me había dado cuenta al entrar? Entonces fue cuando las vi. Un equipo de cientos de arañas alargadas estaban tejiendo sobre la estantería una suerte de manto, a una velocidad increíble. Trabajaban con una coordinación superior a la de cualquier cadena de producción creada por el ser humano. Aunque todavía podía ser peor. Desde la esquina de la habitación, me observaba una de estas criaturas, casi tan alta como yo. No pude soportarlo más y me desmayé.
Cuando me desperté, no me podía mover. ¿Dónde estaba? ¿Acababa de tener un mal sueño? Sí, era una pesadilla, la más real de todas las que había tenido en mi vida. Mi cuerpo había sido totalmente envuelto en un capullo blanco, cálido, muy apretado y pestilente. No estaba en el suelo, como habría esperado. Me encontraba pegada a la parte superior de una de las paredes, rozando el techo. Desde esta perspectiva, podía verla. Jimena también estaba envuelta y pegada a la pared de enfrente, y solo podía verle los ojos, que los tenía cerrados. Comencé a gritarle y finalmente los abrió. Intentó responderme en vano, tenía la boca cubierta. Al menos seguía viva… Perdí la noción del tiempo y de la cordura. Intenté mantenerme despierta mientras vigilaba horrorizada al monstruo que Jimena había creado. El que supuse que nos habría subido hasta allí arriba. Tenía la impresión de que cada vez era más grande.
Lo único que recuerdo del resto de la noche antes de despertarme en el hospital junto a Jimena es a Ramón y a varios bomberos más luchando contra el bicho con lanzallamas. Me acuerdo de que, a pesar de nuestra situación, me pareció un poco divertido que a falta de fuego, vinieran ellos a traerlo.
Ahora nadie sabe qué pasará. Jimena dice que lo que se escaparon no eran gatos, sino, en sus propias palabras: «mi creación, mis queridas gusántulas. Tarántulas modificadas genéticamente con ADN de gusano. Son muy inteligentes, trabajan en equipo, su seda es ultra resistente y, además, son capaces de crecer y reproducirse a una velocidad vertiginosa». Mi pareja no habla como alguien que ha creado un monstruo. No parece darse cuenta de la gravedad del asunto. Y lo peor de todo es que me culpa a mí de haberlas dejado escapar.
Observo el parque desde la ventana de la habitación. Absolutamente todo está cubierto de una capa blanca que resulta casi poética. Al final su abuela tenía razón. Ahora todo el mundo está hablando de Jimena y de su asqueroso Spilk®.
La noche era oscura, solitaria y fría. Así me sentía yo también. Me quedé mirando al infinito a través de la ventana. Intentaba imaginar qué estaría haciendo en ese momento. Mientras mi mundo se desmoronaba, probablemente ella estaría celebrando el éxito de los últimos meses de trabajo. Volví a comprobar el móvil. Ahí seguía el último mensaje que me había enviado un par de horas antes, en el que decía que por fin había conseguido dar con la clave que revolucionaría la industria textil para siempre. O sea, que había logrado desarrollar el dichoso Spilk®. Me la imaginé dando vueltas por el laboratorio, con la bata blanca y rodeada de probetas, botes con insectos y aparatos que yo nunca entendería. El mensaje acababa con un «Nos vemos en un rato. Tq». «Yo también tq». Y era verdad. La quería demasiado. Empecé a sentir habitual el ardor estomacal que acompaña a mis preocupaciones.
Aun así, me serví una segunda copa mientras miraba nuestras fotos en el móvil a lo largo de los años. Habíamos pasado mucho tiempo juntas. Recordé cuando nos conocimos: la odiaba. Lo normal cuando tu novio te presenta a su compañera de clase. Pero no a una cualquiera, sino a una chica tan diferente y especial, que desde el principio pensé que Carlos me dejaría por ella. Así que cuando empezó a venir a casa a estudiar con él, me dejé llevar por los celos. Porque quién no se iba a enamorar de ella. Te hechizaba con ese halo misterioso que la envolvía. Resulta irónico que al final fuese yo la que tuve que dejar la relación por ella. Hasta su nombre me resultaba atractivo: Jimena Zaborski. Decía ser descendiente de una familia cargada de leyendas, formada por brujas, videntes, mediums y gente así. Me daba igual. Podía pasar horas oyéndola, aunque nunca supiera si las historias eran reales o no. Me quedaba embelesada contemplándola cuando contaba orgullosa cosas como: «cuando nací, mi abuela lo vio claro: vaticinó que algún día seré tan famosa que todo el planeta hablará de mí».
Volver a ver la foto que me envió desde el laboratorio en su primer día de trabajo me provocó náuseas. Ahora me daba cuenta de que con el tiempo, la fascinación del inicio de la relación se había ido transformando en resignación y un poco de hastío. Jimena tenía una obsesión con el trabajo. Nunca veía el momento de volver a casa y muchas noches se quedaba incluso a dormir en el laboratorio.
«No vienes, ¿no?» Le escribí viendo que eran ya las 9:25. Me quedé unos minutos mirando la pantalla. Nada, ninguna respuesta. Sentí un escalofrío en la nunca. Tenía un mal presentimiento que no podía explicar.
Esta no era nuestra primera crisis. Ya tuvimos una época difícil hace un año. Nunca apoyé que hiciera experimentos con insectos. Y menos con arañas o gusanos. Ambos me producían una fobia imposible de controlar. Jimena estaba jugando a ser Dios. Y yo no podía comprender que hubiera dejado de lado su investigación en la cura contra el cáncer para dedicarse a algo tan absurdo como crear una seda más resistente para la fabricación de prendas de lujo que solo unas pocas se podrían permitir. Maldito Spilk®.
A ella tampoco le fue fácil aceptar y perdonar mi aventura con la chica de la biblioteca y, como en un círculo vicioso, empezó a pasar todavía más tiempo en el laboratorio.
Mi teléfono comenzó a vibrar cuando estaba sirviéndome la tercera copa. Era una videollamada entrante de Jimena, pero cuando lo cogí no era ella quien estaba al otro lado de la pantalla. De hecho, no había nadie. El teléfono estaba colocado sobre alguna superficie, podía ver una lámpara de techo. Alcancé a escuchar varias veces la voz de Jimena que lloraba y pedía a Siri que me llamara. De pronto pareció que la amordazaban y solo podía oír sollozos.
Entré en pánico. ¿Estarían robando en el laboratorio? ¿O le estarían haciendo algo peor? Cogí las llaves de casa, me puse unas zapatillas y, con el móvil en la mano, fui a la casa de los vecinos. Ramón era bombero y seguro que sabría qué hacer. No quería cortar la videollamada por si podía ver o escuchar a alguien. De momento solo veía sombras oscuras y a veces alguien tapaba la cámara, pero no conseguía distinguir nada. Ramón no estaba, pero Rebeca, acunando al bebé, me mandó a coger un taxi y prometió llamar a su marido y a la policía directamente.
Cuando llegué al edificio del laboratorio, al abrir la puerta se escaparon un par de gatos negros muy raros. No pude distinguirlos bien. Con las prisas olvidé ponerme las gafas, y me sentía un poco mareada por el vino y el estrés. Todo estaba en silencio, la sala principal en penumbra. Caminé despacio hacia el despacho de Jimena. Me empezó a picar toda la piel. Al poner la mano en el pomo de la puerta, vi una sombra desplazarse por la pared a mi izquierda. Me giré, pero no vi nada.
Abrí la puerta y entré. Allí no había nadie. Entonces vi el móvil de Jimena, todavía con la videollamada activa. Empecé a hiperventilar cuando me fijé en el resto de la mesa. Todo estaba lleno de telarañas. Grité cuando vi la primera tarántula. ¿Pero qué coño era eso? No tenía un cuerpo normal. Su cuerpo era alargado… como el de un gusano. Era enorme, casi del tamaño de un conejo. Retrocedí asqueada y jadeando. Un sudor frío me cubrió el cuerpo completamente. Necesitaba salir de allí cuanto antes. Quería correr, pero las piernas no me respondían. Se me doblaban, así que fui a apoyarme con los codos en la estantería de atrás que, para mi desgracia, también estaba cubierta de telas de araña. ¿Cómo no me había dado cuenta al entrar? Entonces fue cuando las vi. Un equipo de cientos de arañas alargadas estaban tejiendo sobre la estantería una suerte de manto, a una velocidad increíble. Trabajaban con una coordinación superior a la de cualquier cadena de producción creada por el ser humano. Aunque todavía podía ser peor. Desde la esquina de la habitación, me observaba una de estas criaturas, casi tan alta como yo. No pude soportarlo más y me desmayé.
Cuando me desperté, no me podía mover. ¿Dónde estaba? ¿Acababa de tener un mal sueño? Sí, era una pesadilla, la más real de todas las que había tenido en mi vida. Mi cuerpo había sido totalmente envuelto en un capullo blanco, cálido, muy apretado y pestilente. No estaba en el suelo, como habría esperado. Me encontraba pegada a la parte superior de una de las paredes, rozando el techo. Desde esta perspectiva, podía verla. Jimena también estaba envuelta y pegada a la pared de enfrente, y solo podía verle los ojos, que los tenía cerrados. Comencé a gritarle y finalmente los abrió. Intentó responderme en vano, tenía la boca cubierta. Al menos seguía viva… Perdí la noción del tiempo y de la cordura. Intenté mantenerme despierta mientras vigilaba horrorizada al monstruo que Jimena había creado. El que supuse que nos habría subido hasta allí arriba. Tenía la impresión de que cada vez era más grande.
Lo único que recuerdo del resto de la noche antes de despertarme en el hospital junto a Jimena es a Ramón y a varios bomberos más luchando contra el bicho con lanzallamas. Me acuerdo de que, a pesar de nuestra situación, me pareció un poco divertido que a falta de fuego, vinieran ellos a traerlo.
Ahora nadie sabe qué pasará. Jimena dice que lo que se escaparon no eran gatos, sino, en sus propias palabras: «mi creación, mis queridas gusántulas. Tarántulas modificadas genéticamente con ADN de gusano. Son muy inteligentes, trabajan en equipo, su seda es ultra resistente y, además, son capaces de crecer y reproducirse a una velocidad vertiginosa». Mi pareja no habla como alguien que ha creado un monstruo. No parece darse cuenta de la gravedad del asunto. Y lo peor de todo es que me culpa a mí de haberlas dejado escapar.
Observo el parque desde la ventana de la habitación. Absolutamente todo está cubierto de una capa blanca que resulta casi poética. Al final su abuela tenía razón. Ahora todo el mundo está hablando de Jimena y de su asqueroso Spilk®.
Qué bueno. ¡Las arañas siempre me han dado un pavor terrible! Gracias un espectacular relato. El detalle de incluir a la familia Zaborski es genial. Gracias. ¿Habrá Segunda parte?
ResponderEliminarSi es que no se puede experimentar con la naturaleza. ¡Dejad las cosas como son! Me imagino a Jimena como en los enanos en "El hobbit", envueltos por una tela de araña. Prácticamente una crisálida como las de los gusanos de seda. Recuerda también un poco a la saga "Alien". En cualquier caso, nos trae cosas buenas y escalofriantes.
ResponderEliminarMe ha encantado y tú forma de escribir me ha sorprendido mucho. Enhorabuena Nieves👏👏👏
ResponderEliminarMuy buen relato, me atrapó desde la primera línea. Muchas gracias por dejarnos leerlo aquí.
ResponderEliminarBuena apuesta por las arañas en un especial de Halloween. Buen relato
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