Translate

Uno de los nuestros - Miguel Domínguez (Especial Halloween 2024)


 

 

 

 

Miguel Domínguez

Colaborador literario

El doctor Miguel Campos se levantó a las tres de la mañana fastidiado y con ojeras por culpa de la llamada de su subordinado, el forense del CNI Joaquín Pardo. Se vistió a desgana y, en poco más de veinte minutos, atravesó con su Volvo XC90 la distancia que separaba su chalet en la sierra de Guadarrama de las instalaciones del centro de trabajo.

Bajar al octavo sótano donde Pardo le esperaba, no era fácil. La seguridad era prioritaria en un lugar donde el estado investigaba los asuntos más secretos. Era rutinario atravesar varios puntos de seguridad, en los que se pedía identificación ocular, contraseña y huella dactilar. Campos siempre bromeaba con que sus retinas echaban humo cada vez que tenía que descender a los infiernos. Dentro de la sala, ataviado con su bata blanca, el forense Pardo le esperaba como un perro a su ración de comida. Esa noche su expresión era distinta, presentaba un blanquecino perlado en la frente, los ojos le brillaban y parecían que iban a saltar por delante de las gafas. Su risa, entre bobalicona y nerviosa, reflejaba que algo muy raro estaba pasando.

—Se está jugando el puesto Pardo, sabe que no son horas, y por su bien espero que me haya hecho venir por algo que merezca la pena —dijo Campos.

—Sígame a la sala de autopsias, por favor —dijo Pardo.

A ese hombre flacucho de redondas gafas negras de pasta, bata blanca y voz de pito se lo comía la impaciencia; entró a la sala sin esperar a su superior. Se colocó a la cabecera de la camilla central e hizo un aspaviento señalando al cuerpo de cerca de un metro setenta de estatura que, tapado de los pies a la cabeza por una sábana blanca, descansaba sin vida sobre ella.

—Jefe, le presento a la no humana.

Pardo retiró la sábana, y quedó al descubierto el pálido cuerpo desnudo de una mujer joven. Era esbelta, de firme musculatura y bien proporcionada de pecho, cintura y cadera, morena y con unas facciones muy agradables.

Campos observó a la mujer sin comprender. No veía signos de violencia y el rigor mortis apenas había empezado. No tenía nada que llamase su atención.

Campos se empezaba a irritar cada vez más, miró con una ceja levantada a Pardo, esperando explicaciones:

—¿Qué se supone que debo ver aquí? Son casi las cuatro de la mañana y debería estar durmiendo.

—Mujer de veinte años. Ha llegado hace una hora y media. Al parecer cayó desde el decimotercer piso ante la mirada de varios testigos. Murió en el acto, al chocar brutalmente contra el suelo —dijo Pardo—, ¿va viendo por dónde voy?

—No, Pardo. No lo veo, me estás poniendo de los nervios. —Campos tuteó a Pardo, estaba al borde del enfado—. ¡¿Para qué me has hecho venir?! ¡Ve al grano ya!

Pardo se subió las gafas y esbozó una sonrisa que bien podía ser un mecanismo inconsciente de defensa.

—Sí, jefe. Voy al grano, perdone. Si se ha fijado, ha caído desde más de cincuenta metros y no presenta ningún signo de traumatismo, heridas, contusiones. Su cabeza está intacta, fíjese…, ¿no llama eso su atención? Sin embargo, los médicos de urgencias no pudieron hacer nada por reanimarla, murió en el acto. Como en principio podríamos estar ante un caso de suicidio u homicidio, el juez ordenó levantar el cuerpo y llevarlo al Instituto de Medicina Legal. Allí revisó el cuerpo mi colega y amigo el doctor Romera, que decidió que era un caso para nosotros.

Campos se masajeó las sienes, lo que más deseaba era estar en su cama durmiendo, no escuchando tonterías sin interés. Intentó calmarse y ser diplomático. A fin de cuentas, la intención de Pardo era buena:

—No digo que esto no sea extraño, pero tiene que tener una explicación perfectamente racional, como todos nuestros casos, no creo que deba alarmarnos. Como no creo que deba haberme hecho venir para esto.

—Bueno. Ahora verá por qué la llamo la no humana —dijo Pardo.

El flacucho médico se paseó, haciendo que la cola de su bata ondease en blancas volandas sobre sus pasos. Se paró ante la mesa donde descansaba el material quirúrgico y se colocó unos guantes de goma que terminó de ajustar con tirones a la altura de las muñecas, produciendo secos chasquidos. Después, buscó entre las herramientas, hasta que eligió un brillante escalpelo.

Volvió a la camilla sobre la que descansaba el cuerpo y, con el instrumento en la mano derecha, se inclinó sobre la finada para hacer una incisión a la altura del plexo solar. Pardo presionó con más fuerza de la habitual para este tipo de intervenciones y arrastró el corte en dirección a la parte inferior del cuerpo. La cuchilla se hundió levemente en la piel, pero no realizó corte alguno. Pardo cambió de estrategia, esta vez agarró el escalpelo como si fuera un puñal y asestó una estocada sobre el mismo lugar. El escalpelo terminó con la punta doblada, como si hubiese intentado pinchar un bloque de acero macizo.

—¿Comprende ahora? —Pardo no pudo contener una risotada entrecortada y nerviosa—. ¡Aún estoy alucinando! ¿Se da cuenta, jefe? ¡Qué descubrimiento! ¡Estoy deseando publicar un paper cuanto antes!

Campos observaba a Pardo con un gesto algo torcido, como de decepción. Después le invadió una risa sardónica, que a Pardo se le antojó incoherente con la situación.

—Deme otro escalpelo, que este ya está roto.

—Jefe, si ya lo ha comprobado, ¿necesita más pruebas, es que aún no se lo cree?

—Traiga —dijo Campos alargando la palabra.

—Sí, jefe. Voy.

Pardo volvió con un nuevo instrumento de corte, que le tendió a su jefe. Para su sorpresa, este no lo usó para cortar el cadáver de la chica. Agarró el nuevo escalpelo también como un puñal y puso el filo contra su propio pecho. Después, intento cortar su propia piel, causando el mismo efecto que en el cuerpo de la mujer. Campos mostró a Pardo el resultado: un escalpelo convertido en un hierro inservible. A Pardo se le borró la sonrisa y le invadió una mueca de verdadero terror. El perlado se intensificó. Campos lo observó con brillo manso en los ojos, como quien mira a un gatito hacer sus primeras gracietas con el ovillo de lana. La palidez del rostro de Pardo parecía avisar de que estaba al borde del infarto.

—¿¡Pero qué,…!? —Pardo gritó con los brazos extendidos hacia Campos y comenzó a temblar—. ¿Cómo?

Campos entrelazó las manos a la espalda y comenzó a pasear en círculos. Lamentaba la situación. Pardo era un ingenuo, a veces torpe, pero era un gran profesional que sacaba cualquier trabajo adelante. Además, en el fondo era un buen amigo con el que siempre podía contar a pesar de sus enfados con él. Campos tuvo claro cómo iba a terminar todo aquello. Si Pardo merecía o no saber la verdad, en realidad, ya daba igual. No había marcha atrás, él solo se había clavado la tapa de su ataúd y no podía hacer nada por remediarlo.

Campos paró de andar en círculos y miró a Pardo, que temblaba:

—Está bien, Joaquín. Te lo voy a explicar. Lamento que estés en esta situación en la que te has metido sin querer, de verdad que lo siento mucho. Lo que vas a escuchar escapa a la razón, pero lo que has visto lo respalda. ¿Por qué esa chica no tiene ni un solo rasguño después de esa tremenda caída?… Verás, nosotros llevamos milenios aquí, y vinimos para quedarnos. Solo sois una versión empeorada de nosotros, unos seres de segunda con los que generar nuestra comodidad. Sois nuestra creación. Nos ves cada vez que enciendes tu televisor, diciéndote a qué tienes que prestar atención, formándote una opinión sesgada, polarizándote a un lado u otro de la balanza. Te metemos en la cabeza qué consumir, qué creer, quién es el malo y el bueno en cada guerra, en cada elección, en cada debate, en cada red social...

Pardo se sentó, necesitaba asimilar lo que estaba oyendo.

—¿Pe… pe… ro? Entonces, ¿de qué me habla, jefe? Suena como a… élites.

—¡Claro, estúpido! Siempre has estado en primera línea trabajando con nosotros. Somos los políticos de lo más alto, jefes en las cúpulas de las corporaciones más poderosas, familias de banqueros, líderes religiosos, militares, revolucionarios, dictadores, incluso hemos sido pacifistas importantes, y gente que siempre has tenido como adalides de la bondad. Cualquiera que haya amoldado la voluntad humana, para bien o para mal, ha sido uno de los nuestros. Además, podemos ser muy longevos: ¿quieres que le de recuerdos a Jesús de tu parte? —Campos soltó una corta carcajada—. Tenemos el poder natural, obvio. Aunque también es difícil que estemos de acuerdo entre nosotros mismos, de ahí surgen las guerras a las que os mandamos a morir, que el mundo esté dividido en varios bloques ideológicos, que surjan crisis económicas. También jugamos con el dinero, lo imprimimos a voluntad cuando queremos. ¡Ni siquiera nos ponemos de acuerdo en cuánto debemos regular la población mundial! Si lo piensas, no somos tan malos, apretamos, pero no ahogamos. Y en nuestro caso, os estamos protegiendo de otros males mucho peores.

Pardo parecía una escultura de mármol sobre la silla metálica, comenzó a hiperventilar. Al mirar de nuevo a su jefe no reconoció al mismo hombre que solo unos minutos atrás era la persona con la que se codeaba a diario. Ahora veía a un monstruo. Su expresión se llenó de ira, como la mirada de un demonio a punto de atacar. Campos lo notó:

—Sé lo que estás pensando. Si tuvieras una pistola me dispararías. Pero sería una idea muy mala para ti. Las balas no me harían ni un rasguño. Es más, yo podría ahora mismo descuartizarte con mis propias manos, separarte en dos mitades y hacer que esta sala se salpicase de tus tripas.

Pardo, horrorizado, serenó su rostro. Campos llevaba razón, sería mejor no hacer estupideces.

—No diré nada de esto a nadie. Se lo juro por mi vida, jefe.

—Claro que no hablará. No lo dude, mi buen Pardo. Aquí no ha pasado nada. —Campos apoyó estas palabras volviendo a llamar de usted a su subordinado—. Y por favor, vista a esta joven antes de que se reponga del golpe, debe conservar su dignidad. La caída la ha matado, por eso no tiene constantes vitales. Pero está autosanando, volverá y despertará, se lo aseguro. Para matar irreversiblemente a uno de los nuestros hace falta muchísimo más. A algunos de mi especie se les pasa por la cabeza la estúpida idea del suicidio. Se debe a la mala conciencia. No soportan estar en la cúspide por naturaleza. Por suerte, casi nunca consiguen su propósito de disfrutar de una dulce muerte.

Pardo se apresuró a ejecutar la orden de Campos y fue a buscar la ropa de la joven.

—A esta ingenua le espera pasar una temporada en un lugar donde le será reimplantada una nueva conciencia grupal. Digamos que es un campo de reeducación avanzado… Y ahora, si me disculpa, tengo que resolver un último asunto mientras usted termina de vestirla. Ahora vuelvo.

Campos salió de la sala y cerró la puerta por fuera. Pardo quedó atrapado en una espera que se hizo eterna.

***

Una mujer de mediana edad camina despacio, casi arrastrando los pies. De sus ojos compungidos asoman silenciosas unas lágrimas, que ruedan por sus mejillas sin pretender protagonismo. Empuja la silla de ruedas sobre la que va sentado un hombre que apenas reconoce lo que ve. Su cabeza está ladeada y su mirada anda perdida en otro mundo, detrás de unas redondas gafitas negras de pasta. Hace un día fabuloso para dar un paseo por el jardín del sanatorio. Las enredaderas están llenas de flores y el césped desprende un fresco aroma que recuerda que ha llovido hace muy poco. El hombre señala a dos pajaritos, que aletean con júbilo en las ramas del álamo más cercano. Balbucea un par de cosas ininteligibles. Después se ríe y se le cae la baba, los pájaros han sido muy divertidos. Cuando se cansa de señalar, deja caer su brazo a plomo sobre el regazo, olvida a los pajaritos y borra su sonrisa.

—Joaquín, Joaquín —dice la mujer entre sollozos—. ¿Me reconoces? Soy yo, Marta.

—Blugffffgg, bluuggfffg —Joaquín, el hombre en la silla de ruedas, responde con balbuceos.

Marta rompe a llorar, no comprende cómo ha podido pasar eso. El diagnóstico ha sido daño cerebral por un aneurisma mientras trabajaba.

Alguien más les acompaña en el paseo por el jardín. Marta solo tiene buenas palabras para él:

—Gracias por su apoyo, doctor Campos. De verdad. Muchas gracias por lo que está haciendo por mi marido.

—Mujer, todo es poco para Joaquín. Qué vida más miserable, un hombre tan bueno, capaz y válido acabando así. Dios nos libre. —Campos suspira apenado—. Aquí le cuidarán muy bien. Nosotros correremos con todos los gastos, no se tendrá que preocupar de nada.

Marta sonríe sin ganas mientras empuja la silla de su marido. Joaquín sigue balbuceando y agitando su cabeza ladeada, con la mirada perdida en los pajaritos y en las flores del jardín.




Reg. 59/549517.9/24

Comentarios

  1. ¡Gracias por este estupendo relato! Enhorabuena.

    ResponderEliminar
  2. Buen relato y muy bien escrito. ¡Felicidades!

    ResponderEliminar
  3. Opino igual. Muy bien escrito y muy original.

    ResponderEliminar
  4. ¡Estamos regidos por los reptilianos! Todo era una farsa que nos pone los pelos como escarpias. Gran relato.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Entrevista al autor Santiago Pedraza

Cuentos para monstruos: Witra - Santiago Pedraza