Elur Pampina - Julia Tamura (Relato especial Navidad 2024)
Julia Tamura
Colaboradora literaria
@juliatamuraescritora
Aún no había amanecido cuando Ainhoa avivó el fuego y calentó algo de leche y pan en la lumbre. Tendría que darse prisa, hoy era día de caseras y ella no podía faltar con sus quesos. La noche anterior, Eneko había cargado el Land Rover con toda la valiosa mercancía.
Debía apurarse, ya que decían que hoy caerían las primeras nieves. Antes de marcharse, besó a Eneko, que ya estaba levantado. Cada día tenía peor aspecto, y por eso sintió una punzada en el corazón al marcharse, dejándolo solo con Aritz.
Cuando se hubo marchado, Eneko ordeñó las vacas y atendió al resto de los animales. Una fina capa de nieve comenzaba a formarse, lo que le puso nostálgico. Al mediodía, cuando Aritz dormía, comenzó la tradición de hacer el muñeco de nieve que los protegería durante todo el invierno. Llevaba años usando los mismos adornos y, en su casa, los muñecos de nieve siempre se habían llamado Elur. Un fuerte dolor en el pecho lo sorprendió mientras colocaba una gran sonrisa de carbón. No tuvo tiempo de más que hacerle cumplir una promesa. Cayó allí mismo.
Ainhoa pasó un año como sonámbula. La tía Maite vino a ayudarla unos meses, pero ya era mayor para esas tareas, así que volvió a su casa. Más sola que nunca, vio caer los primeros copos y estuvo tentada de no hacer a Elur, pero recordó lo importante que era para Eneko. Cuando fue a adornarlo, no pudo recordar dónde había dejado la caja, así que ese año solo le puso ojos, nariz y boca, sin más adornos.
Aritz se parecía cada vez más a su padre. Con el tiempo, desarrolló el mismo amor por la naturaleza que él tenía. En otoño, cuidó de un gorrión que cayó del nido antes de aprender a volar. Temía que el frío y el hambre pudieran enfermarlo. "Lo que más me entristece es que no tiene familia. Está solito", decía con la mirada triste.
Llegó la Navidad y Aritz, que ya tenía casi seis años, deseaba tener un Elur, pero no se atrevía a decírselo a su madre. El silencio era abrumador. El aire había cesado hacía un buen rato. Ainhoa apuró su chocolate y propuso a su hijo hacer galletas para Olentzero y Mari Domingi. Él se levantó adormilado, pero emocionado; el año anterior era demasiado pequeño para recordarlo y este año no quería perderse nada.
Cuando metían las galletas al horno, vieron que al fin sería una Navidad con nieve. Si seguía nevando así, al día siguiente podrían hacer un buen muñeco de nieve. Aritz sacó una pequeña caja que había guardado bajo la leñera durante días.
—¿Qué tienes ahí?
—Mira, madre, es para Elur pampina.
—¡Pero bueno! ¿Maitia, de dónde lo cogiste?
—Apareció un día en la entrada de casa, mientras tú ordeñabas a Behia.
—Alguien debe haberlo perdido. Mañana preguntaré en el pueblo cuando baje con los quesos.
Haizea, una vecina, vino por la mañana a cuidar a Aritz. Jugaron un buen rato a tirarse bolas de nieve, pero Aritz estaba impaciente. Entraron en la cocina a calentarse al fuego. Aritz esperó paciente toda la mañana a que su ama regresara con noticias de los adornos.
A eso de las dos, Ainhoa llegó muy contenta porque la venta había ido muy bien; sus quesos eran muy apreciados. Haizea se despidió y se fue a su casa.
—Ama, ¿podemos hacer a Elur pampina?
—Antes Después de comer, en cuanto deje de nevar.(¿A las dos no han comido y se van a poner a hacer un muñeco de nieve?)
Aritz miraba por la ventana cómo ahora la nieve caía lentamente.
—Corre, ama, ahora arrecia la nieve. Es el momento.
Pero el viento comenzó a soplar, formando suaves remolinos con la nieve caída. Justo en frente de la ventana se acumuló un montón de nieve que fue tomando un gran volumen.
—Ahora no es el momento, esperaremos a la tarde —dijo Ainhoa.
Aritz no quiso jugar en toda la tarde; solo miraba por la ventana. El aire daba formas a la nieve y él lo observaba con curiosidad.
—¿No es aquello una nariz y una boca? Sí, sí, estaba seguro de ello. Y aquel montículo de atrás, ¿no parecía una barriguita bien abultada?
Cuando el viento cesó, Aritz y su madre salieron a montar el Elur pampina. Ainhoa se agachó para amontonar nieve, pero Aritz la detuvo, agarrándola del brazo.
—No, ama, ¿no ves allí su carita?
—Pues parece que sí.
—Y allí está su barriguita —dijo señalando el gran montón detrás.
Ambos se esforzaron hasta montar la cabeza sobre el cuerpo.
—No está mal, pero lo veo raro.
—Claro, maitia, hay que ponerle un poco más de cabeza, donde irán los ojos.
Una vez hecho esto y colocadas unas ramas secas como brazos, Aritz sacó la caja. Puso un bonito gorro de lana en lo alto de la cabeza de Elur y una gran bufanda roja sobre su cuello. Debajo encontraron tres saquitos que Ainhoa no había visto antes.
—¡Pero bueno! Si estos son los adornos de papá, ¿dónde dices que estaban?
—En la puerta, los encontré hace unos días.
Ainhoa no salía de su asombro; casi cuatro años después, aparecían como de la nada.
Una repentina nevada comenzó a caer sobre ellos, y Ainhoa dijo que continuarían por la mañana. Era hora de cenar y dormir pronto, esperando a Olentzero.
Esa noche, Aritz durmió inquieto. No le gustaba dejar las cosas a medias, como su aita le había enseñado. A medianoche, se levantó decidido a terminar su tarea. Ahora no nevaba tanto; solo le tomaría un momento. Tomó la caja y salió al exterior. Hacía mucho frío. Pronto volvería a casa y estaría calentito. Con las manos ateridas, desató el primer saquito. Eran botones para los ojos. Con los dedos entumecidos, abrió el segundo saquito: eran carbones para formar la boca. Le pareció que la boca se movía como para hablarle. El tercer saco pesaba más y le costó mucho trabajo abrirlo. Dentro había una gran zanahoria, que puso como nariz.
Muy contento, contempló el muñeco. Ahora sí estaba satisfecho. Lo iluminó con un farol y asintió.
Cuando estaba a punto de girarse, una voz le dijo:
—¡Gracias, Aritz! ¡De nuevo soy yo!
Aritz quedó boquiabierto y con los ojos desorbitados.
—¡Hola, Elur! ¿Serás mi amigo?
—Siempre estaré aquí en tu puerta, para protegerte.
—¿Tienes hambre?
—No, Aritz, mi boca no come.
—¿Tienes frío?
—No, estoy muy a gusto entre la nieve.
—¿Te gusta tu ropa?
—Claro, es la mía de siempre. Yo te escogí para darme forma.
—¿Tú pusiste la caja en la puerta?
—Cumplía una promesa.
Debía apurarse, ya que decían que hoy caerían las primeras nieves. Antes de marcharse, besó a Eneko, que ya estaba levantado. Cada día tenía peor aspecto, y por eso sintió una punzada en el corazón al marcharse, dejándolo solo con Aritz.
Cuando se hubo marchado, Eneko ordeñó las vacas y atendió al resto de los animales. Una fina capa de nieve comenzaba a formarse, lo que le puso nostálgico. Al mediodía, cuando Aritz dormía, comenzó la tradición de hacer el muñeco de nieve que los protegería durante todo el invierno. Llevaba años usando los mismos adornos y, en su casa, los muñecos de nieve siempre se habían llamado Elur. Un fuerte dolor en el pecho lo sorprendió mientras colocaba una gran sonrisa de carbón. No tuvo tiempo de más que hacerle cumplir una promesa. Cayó allí mismo.
Ainhoa pasó un año como sonámbula. La tía Maite vino a ayudarla unos meses, pero ya era mayor para esas tareas, así que volvió a su casa. Más sola que nunca, vio caer los primeros copos y estuvo tentada de no hacer a Elur, pero recordó lo importante que era para Eneko. Cuando fue a adornarlo, no pudo recordar dónde había dejado la caja, así que ese año solo le puso ojos, nariz y boca, sin más adornos.
Aritz se parecía cada vez más a su padre. Con el tiempo, desarrolló el mismo amor por la naturaleza que él tenía. En otoño, cuidó de un gorrión que cayó del nido antes de aprender a volar. Temía que el frío y el hambre pudieran enfermarlo. "Lo que más me entristece es que no tiene familia. Está solito", decía con la mirada triste.
Llegó la Navidad y Aritz, que ya tenía casi seis años, deseaba tener un Elur, pero no se atrevía a decírselo a su madre. El silencio era abrumador. El aire había cesado hacía un buen rato. Ainhoa apuró su chocolate y propuso a su hijo hacer galletas para Olentzero y Mari Domingi. Él se levantó adormilado, pero emocionado; el año anterior era demasiado pequeño para recordarlo y este año no quería perderse nada.
Cuando metían las galletas al horno, vieron que al fin sería una Navidad con nieve. Si seguía nevando así, al día siguiente podrían hacer un buen muñeco de nieve. Aritz sacó una pequeña caja que había guardado bajo la leñera durante días.
—¿Qué tienes ahí?
—Mira, madre, es para Elur pampina.
—¡Pero bueno! ¿Maitia, de dónde lo cogiste?
—Apareció un día en la entrada de casa, mientras tú ordeñabas a Behia.
—Alguien debe haberlo perdido. Mañana preguntaré en el pueblo cuando baje con los quesos.
Haizea, una vecina, vino por la mañana a cuidar a Aritz. Jugaron un buen rato a tirarse bolas de nieve, pero Aritz estaba impaciente. Entraron en la cocina a calentarse al fuego. Aritz esperó paciente toda la mañana a que su ama regresara con noticias de los adornos.
A eso de las dos, Ainhoa llegó muy contenta porque la venta había ido muy bien; sus quesos eran muy apreciados. Haizea se despidió y se fue a su casa.
—Ama, ¿podemos hacer a Elur pampina?
—Antes Después de comer, en cuanto deje de nevar.(¿A las dos no han comido y se van a poner a hacer un muñeco de nieve?)
Aritz miraba por la ventana cómo ahora la nieve caía lentamente.
—Corre, ama, ahora arrecia la nieve. Es el momento.
Pero el viento comenzó a soplar, formando suaves remolinos con la nieve caída. Justo en frente de la ventana se acumuló un montón de nieve que fue tomando un gran volumen.
—Ahora no es el momento, esperaremos a la tarde —dijo Ainhoa.
Aritz no quiso jugar en toda la tarde; solo miraba por la ventana. El aire daba formas a la nieve y él lo observaba con curiosidad.
—¿No es aquello una nariz y una boca? Sí, sí, estaba seguro de ello. Y aquel montículo de atrás, ¿no parecía una barriguita bien abultada?
Cuando el viento cesó, Aritz y su madre salieron a montar el Elur pampina. Ainhoa se agachó para amontonar nieve, pero Aritz la detuvo, agarrándola del brazo.
—No, ama, ¿no ves allí su carita?
—Pues parece que sí.
—Y allí está su barriguita —dijo señalando el gran montón detrás.
Ambos se esforzaron hasta montar la cabeza sobre el cuerpo.
—No está mal, pero lo veo raro.
—Claro, maitia, hay que ponerle un poco más de cabeza, donde irán los ojos.
Una vez hecho esto y colocadas unas ramas secas como brazos, Aritz sacó la caja. Puso un bonito gorro de lana en lo alto de la cabeza de Elur y una gran bufanda roja sobre su cuello. Debajo encontraron tres saquitos que Ainhoa no había visto antes.
—¡Pero bueno! Si estos son los adornos de papá, ¿dónde dices que estaban?
—En la puerta, los encontré hace unos días.
Ainhoa no salía de su asombro; casi cuatro años después, aparecían como de la nada.
Una repentina nevada comenzó a caer sobre ellos, y Ainhoa dijo que continuarían por la mañana. Era hora de cenar y dormir pronto, esperando a Olentzero.
Esa noche, Aritz durmió inquieto. No le gustaba dejar las cosas a medias, como su aita le había enseñado. A medianoche, se levantó decidido a terminar su tarea. Ahora no nevaba tanto; solo le tomaría un momento. Tomó la caja y salió al exterior. Hacía mucho frío. Pronto volvería a casa y estaría calentito. Con las manos ateridas, desató el primer saquito. Eran botones para los ojos. Con los dedos entumecidos, abrió el segundo saquito: eran carbones para formar la boca. Le pareció que la boca se movía como para hablarle. El tercer saco pesaba más y le costó mucho trabajo abrirlo. Dentro había una gran zanahoria, que puso como nariz.
Muy contento, contempló el muñeco. Ahora sí estaba satisfecho. Lo iluminó con un farol y asintió.
Cuando estaba a punto de girarse, una voz le dijo:
—¡Gracias, Aritz! ¡De nuevo soy yo!
Aritz quedó boquiabierto y con los ojos desorbitados.
—¡Hola, Elur! ¿Serás mi amigo?
—Siempre estaré aquí en tu puerta, para protegerte.
—¿Tienes hambre?
—No, Aritz, mi boca no come.
—¿Tienes frío?
—No, estoy muy a gusto entre la nieve.
—¿Te gusta tu ropa?
—Claro, es la mía de siempre. Yo te escogí para darme forma.
—¿Tú pusiste la caja en la puerta?
—Cumplía una promesa.
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Precioso. Gracias Julia. Me he emocionado mucho.
ResponderEliminarGracias a ti por leerme. Este relato se lo escribí hace unos años a mis sobrinos Donostiarras. Un pequeño homenaje a un trocito de mi corazón que está lejos.
EliminarUn relato muy entrañable, gracias por compartirlo.
ResponderEliminarUn relato muy entrañable, gracias por compartirlo.
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