Fuera del muro - Miguel Domínguez (Relato especial Navidad 2024)
Cuando era niño, mi abuelo me contó cómo comenzamos a celebrar de forma medio clandestina una fiesta que había permanecido durante décadas olvidada por el mundo: la Navidad. Él tenía borroso algún que otro detalle de la historia, pero la narraba con tal vehemencia, que sus hechos se me grabaron como si los hubiese vivido yo mismo.
Recuerdo el fuego crepitando en el hogar mientras la nieve golpeaba los ventanales, al abuelo sentado en el sillón, y a mi prima Marta y a mí sentados en la alfombra. Lo escuchábamos embobados, con las cabezas apoyadas sobre nuestras manos y los brazos sobre las piernas cruzadas, sin esperarnos la sorpresa final que nos aguardaba.
Hoy, el tiempo me va ganando la batalla y las arrugas no esperan. Ya soy un pobre viejo con poco que aportar. Salvo esto: he decidido escribirla para que al desagradecido mundo que me ha tocado vivir no se le olvide. La guardaré bien, a salvo de la policía y las leyes. Ojalá algún día, en el mundo libre que quizá esté por llegar, alguien la encuentre. Y que al leerla recuperen un trozo de la memoria perdida.
Recuerdo el fuego crepitando en el hogar mientras la nieve golpeaba los ventanales, al abuelo sentado en el sillón, y a mi prima Marta y a mí sentados en la alfombra. Lo escuchábamos embobados, con las cabezas apoyadas sobre nuestras manos y los brazos sobre las piernas cruzadas, sin esperarnos la sorpresa final que nos aguardaba.
Hoy, el tiempo me va ganando la batalla y las arrugas no esperan. Ya soy un pobre viejo con poco que aportar. Salvo esto: he decidido escribirla para que al desagradecido mundo que me ha tocado vivir no se le olvide. La guardaré bien, a salvo de la policía y las leyes. Ojalá algún día, en el mundo libre que quizá esté por llegar, alguien la encuentre. Y que al leerla recuperen un trozo de la memoria perdida.
***
Nino y su hermana Lia eran dos niños de rostros sucios y atuendos harapientos que jugaban entre escombros, vehículos herrumbrosos y los agujeros causados por las bombas de la guerra, fuera de la zona amurallada de la ciudad, donde el paso estaba restringido mientras durasen las labores de limpieza y desescombrado.
Saltar el muro era imposible sin ser detectados por los vigilantes y las cámaras que aseguraban el perímetro. Pero ellos conocían un túnel que lo atravesaba por debajo. Lo descubrieron cuando un día movían piedras y ladrillos de un lugar a otro para jugar a las trincheras. Después de investigar ese extraño agujero, lo taparon y guardaron el secreto.
Ese túnel tenía dos bocas, que se abrían al cielo allá donde la vigilancia no llegaba. Unía dos mundos muy distintos, uno ordenado y lleno de vida, en forma de presente en el que salir adelante, otro destartalado y abandonado, como un gris recuerdo del enfrentamiento. Una paradoja se asomaba muy curiosa, pues el primero era una cárcel, y el segundo un lugar libre.
Desde que lo descubrieron fueron muy habituales sus salidas a explorar fuera del muro de la ciudad, siempre procurando disimular las entradas al túnel usando escombros, así como cualquier huella que pudieran dejar.
La zona derruida de fuera era su pequeño paraíso. No tenía comodidades, era fea y hostil, pero ahí se sentían libres durante esos ratos. A veces encontraban algún juguete, herramienta o cualquier otro objeto útil. Otras, dinero proscrito de antes de la guerra que nunca se llevaban. La mayor de las suertes era encontrar comida, alguna lata de conservas, embutidos, semillas o cualquier cosa que hubiera aguantado todos estos años en buen estado.
Gracias a estos hallazgos, con el tiempo, papá y mamá comenzaron a ver mejor que se adentraran por ese túnel en busca de aventuras, aún sabiendo que se enfrentaban a duras represalias en caso de ser atrapados.
El gobierno era tajante: penaba con prisión o incluso con la muerte a cualquiera que osase salir del perímetro de la ciudad sin permiso. Además, si el ciudadano no tenía salvoconducto, era obligatorio que estuviera en casa después de las ocho de la tarde. Para ello, pasaba lista utilizando escáneres biométricos que instalaron en cada vivienda, que estaban conectados a una poderosa inteligencia artificial llamada Dora.
A pesar de todo, sobrevivir era prioritario. La picaresca causada por la necesidad, había convertido a esos pequeños diablillos huesudos en auténticos sabuesos, capaces de colarse por cualquier rendija para traer pequeños tesoros a casa.
El edificio de trapo llamaba mucho su atención, pero nunca se habían atrevido a ir. Se inventaron ese nombre por la gran cantidad de mantas que colgaban de los techos de cada planta. Eran visibles desde la calle, y daban la sensación de que allí vivía gente, pero jamás vieron a nadie.
Aparte de eso, al pobre edificio solo le quedaba la estructura, que apenas parecía sostenerlo. Solo unos pocos tabiques de ladrillo en algunas plantas conservaban una frágil verticalidad. La gente que vivió allí seguro que utilizó esas mantas a modo de paredes para resguardarse de las desavenencias climáticas, antes de que el nuevo gobierno les procurara casas en la nueva ciudad.
El día señalado se levantó nublado y gris, eso les beneficiaba. Y fue por la tarde, justo al salir de la escuela, cuando se colaron por su pasadizo secreto. Tenían unas tres horas antes del toque de queda.
El edificio era marrón y tosco, de ladrillo visto allá donde quedaba algo de él. No fue difícil entrar, no tenía puertas. Toda su infraestructura eléctrica e hidráulica había sido desmantelada. La escalera se había hundido en su primer tramo y tuvieron que trepar.
Revisaron las dos primeras plantas. Decepcionantes. Encontraron escombros y suciedad rodeados de un ambiente tenebroso. El sonido quejumbroso del viento, que ululaba entre las rendijas del ladrillo y las vigas, parecía un alma atormentada. El golpeteo cansino de las mantas tendidas al ser azotadas por ese mismo aire perenne, presagiaba que una procesión funesta aparecería de un momento a otro a ritmo de tambor.
Subieron a la tercera planta.
—¿Qué es eso? —Lia señaló a un rincón poco iluminado.
Nino se acercó. Parecía un sucio saco marrón de tela tirado en el suelo, de él sobresalía algo que parecía papel.
—No sé. Tiene algo.
Lia también se acercó, agarró el saco de la parte trasera y lo volcó. Unos papeles resbalaron fuera.
Nino cogió un par de ellos y comenzó a leer.
—Dee… cla… raa…zzz, dee… cla… cla, raazzz…, iiión...
Lia le arrancó los papeles de las manos.
—Trae, tontaina. Si prestaras más atención en clase sabrías leer.
—Tampoco te creas que sabes tú mucho, lista.
—Más que tú, melón.
Lia leyó muy despacio las primeras palabras: “declaración de la renta”, pero no entendió su significado. Nino volvió a tirar del culo del saco, esta vez hasta vaciarlo por completo. Algo llamó su atención.
—Mira. —Nino señaló un libro de tamaño folio, con un predominante color rojo y cubierta de cartoné con unos dibujos.
—Parece un árbol con frutas raras brillantes… Y eso…, un muñeco hecho de, ¿nieve? —dijo Lia tras observar los dibujos de la portada—. Mira, tiene una zanahoria por nariz y botones por ojos.
Nino miró a su hermana con el rostro fruncido y preguntó:
—¿Para qué querría alguien hacer un muñeco con nieve?
—No sé. —Lia se encogió de hombros, tiró los folios y cogió el libro del suelo. Después estudió con detenimiento la portada y la contraportada. El libro era fino. Sobre los dibujos había grandes letras blancas sobre el fondo rojo.
Mientras tanto, Nino fue apartando con el pie más objetos que salieron del saco, jamás había visto antes nada parecido.
—Mira. Esto es como un árbol de plástico, como el que sale en el libro. También hay bolas brillantes… Hum, y esto sí que es raro, son como tiras de colores, ¿para qué se usará esto?
Lia estaba absorta en la portada del librito e ignoró a su hermano.
—Naa… vii… —Lia se detuvo unos segundos. Las últimas letras que le quedaban por leer se le atascaron—. Dad… Navidad. Aquí pone Navidad.
—¿Qué es eso? —dijo Nino—, ¿una comida, un animal?
—No sé.
Lia abrió el libro y lo hojeó. Contenía dibujos costumbristas, de familias con niños montando un árbol de Navidad o recibiendo regalos. En otras páginas vio a Papá Noel, los Reyes Magos y el nacimiento de Jesús. Se veían paisajes nevados con idílicas casas de madera adornadas con luces. Otras páginas estaban ocupadas por más letras que Lia no podía leer de carrerilla.
—Llevas razón, no sé mucho más, ojalá supiera leer mejor. —Se lamentó—. Encima tampoco sé qué son estos dibujos.
—Yo estoy ahora aprendiendo a leer mejor —dijo Nino.
—Pues aprovecha y aprende, porque si no vales te meterán a otras cosas. La señora Helm dice que los estudios difíciles son para los listos de la clase y, que si no valemos, que aprendamos oficios, o vayamos a la mili a usar armas y todo eso.
—¿Por qué? Eso no me gusta, a mí me gusta ser piloto. Brumm, brumm…
Nino se imaginó una avioneta y la hizo volar con su mano.
—De eso también hay, pero también tienes que estudiar un huevo.
—Qué rollo.
—Dice la señora Helm que tenemos que haber de todo. Así podremos servir mejor al gobierno y sus corporaciones. Es el plan.
—Tu profesora es idiota. ¿Qué son corporaciones?
—No sé. Gente que hace cosas. Pero esto ya te lo dirá tu maestro cuando hagas mi curso.
Nino no replicó.
—¿Y qué hacemos con todo esto? Me gustaría que nos los leyera alguien.
Tras la sugerencia de Lia, Nino se quedó pensativo unos segundos.
—Le preguntaremos a mamá. Ella seguro que nos lo podrá leer —respondió.
—Sí. Mamá podrá.
Los niños estuvieron un rato clasificando y estudiando el material encontrado. No era comida, ropa o cualquier cosa útil que pudieran vender en los mercados clandestinos que los vecinos organizaban, pero era algo muy misterioso para ellos. Lo devolvieron todo al saco y regresaron a casa.
Llegaron a tiempo, antes del toque de queda. A las ocho y algunos minutos, pasó por delante de su edificio un coche policial de estilo militar. El enorme altavoz que llevaba sobre el techo advertía a los vecinos que no podían estar fuera de sus casas sin salvoconducto. Pero para ese momento, los niños ya estaban enseñando el extraño botín a sus padres.
Justo después de ver lo que los niños trajeron, papá comenzó a dar vueltas en círculo con las manos entrelazadas a la espalda, maldiciendo entre dientes. La última vez que lo vieron temblar fue la noche que acabó en el calabozo por una acusación anónima. Los niños recordaban cómo mamá intentaba convencer a los policías de que papá no se dedicaba a hacer pasquines ni era político. Buscaron y buscaron, pero no encontraron nada en casa. Lo liberaron tras pasar la noche en el calabozo, jamás le dijeron quién fue el denunciante, más allá de sospechar de un vecino cercano.
Mamá también miraba con terror el hallazgo. Con un impulso descontrolado, comenzó a gritar a los niños lo estúpidos e inconscientes que eran por traer eso a casa.
—¡Esto lo sacáis mañana de aquí a primera hora, y lo lleváis donde lo hayáis encontrado!
Nino y Lia observaban a sus padres como si les esperase el mayor castigo que jamás se haya puesto a un niño.
¿Por qué estaban así de enfadados?, pensaron los niños.
Varios gritos y reproches después, papá y mamá se calmaron un poco. Terminaron por comprender que, en realidad, quienes estaban haciendo el ridículo y quedando como unos completos estúpidos, eran ellos.
Los niños no sabían nada. No era justo ese enfado, pues nadie les había contado porqué esos objetos no debían estar en casa. Dedicaron parte de la noche a explicárselo, comenzando por buscar un lugar más seguro.
Era por Dora, la chivata.
Había que tener cuidado con ella.
Dora estaba en todas las casas. La instalaban en todas las habitaciones, excepto en los dormitorios y en los cuartos de baño. Papá dio una vuelta por el piso y revisó sus sensores. Se aseguró tanto como pudo de que Dora no había prestado atención a lo que acababa de suceder. Hubo suerte, ninguna alerta. Los objetos de los niños estaban aún todos en el suelo en el mismo sitio y, por fortuna, fuera de su ángulo de visión.
Dora no tenía potencia para espiar a todo el mundo a la vez, ni era necesario. Era obvio que muchos ciudadanos hablaban de opresión y subversión, pero el gobierno no estaba para perseguir a todo bicho viviente. La medida era más disuasoria, lo importante era el terror, la inquietud de no saber si en cualquier momento la policía podía llamar a la puerta. Eso mantenía la paz. Además, las denuncias de vecinos solían ser más eficaces para investigar a algunos individuos sospechosos.
Pero esto era diferente. Esos objetos parecían proscritos y peligrosos. Y al parecer, Dora no debía ver todo eso.
—Niños. Recoged todo. Nos vamos a nuestro dormitorio.
Los niños entendieron.
Una vez allí, mamá leyó el libro en voz alta. Era una especie de atlas para niños sobre todo lo relacionado con la Navidad, el texto explicaba muy bien cada imagen que Nino y Lia no habían entendido antes.
—Lo de celebrar la llegada del invierno y que los días comiencen a ser cada vez más largos es muy antiguo, muchísimo más que la Navidad. Muchas culturas durante toda la historia celebraban estos días del año a su manera. Aunque ahora no festejamos ni una cosa ni otra —dijo mamá.
—Es que ahora no festejamos nada de nada —dijo papá.
Mamá asintió. Nino estaba boquiabierto por las cosas que sabían sus padres. Él no tenía ni idea de que antes todo hubiera sido de otra forma. Pero su curiosidad se fue por un extraño derrotero:
—¿Y cuándo son los días más largos?
—El más corto es a mediados de diciembre y el más largo a mediados de junio. En el hemisferio sur es al revés ¿es que no te has dado cuenta aún? —respondió Lia.
—¿Qué es el hemisferio? —inquirió Nino.
Lia puso los ojos en blanco. Con toda seguridad su respuesta hubiese sido condescendiente y pasivo-agresiva, pero mamá no le dejó hablar:
—Lia, ya. Deja en paz a tu hermano, aún es pequeño para haber pensado en esas cosas y haberlas estudiado en el cole.
Papá y mamá hablaron de costumbres que a Nino y Lia les resultaron muy extrañas. En Navidad, en esas latitudes, hacía mucho frío y la fiesta se hacía en familia, dentro de las casas. Adornaban toda la casa y un árbol con forma de abeto y después felicitaban por videollamada a los familiares que estaban lejos. Cenaban entremeses, mariscos, asados. Bebían vino, cerveza, refrescos, aguardientes y comían ricos postres y dulces navideños. También cantaban villancicos y se hacían regalos.
Después de leer el libro y hablar sobre la Navidad, papá y mamá revisaron todo el material que había en el saco. Las lágrimas que mamá se secaba con la manga entre risotadas nerviosas, reflejaban una emoción que no sentía desde la infancia. Papá explicaba cada objeto que salía del saco, todo era tal cual él lo recordaba.
—¿Y por qué no celebramos nosotros una Navidad? —preguntó Lia.
Nino la miró pasmado, su hermana siempre era muy audaz.
La idea le entusiasmó. Pero mamá no opinaba igual:
—¿Estáis locos? ¿Queréis que nos maten?
Papá tampoco se unió a ese entusiasmo:
—Lo que hay que hacer es meter todo esto en el saco y devolverlo a su sitio. La policía no se anda con tonterías con estas cosas.
—Sí que podemos celebrarla. ¡Aquí, en el dormitorio! Pongamos el árbol, cenemos algo navideño y cantemos unos villancicos. Ya no faltan muchos días —sugirió Lia.
—Ni hablar. He dicho que no —dijo papá.
Mamá asintió. Pero bajó la mirada, que acabó perdida en el suelo de la habitación. Siempre pensó que sus vidas eran grises y anodinas. Estaban basadas en el terror, en el miedo constante a que cualquier día alguien te delatara por cualquier cosa. Necesitaban un pequeño revulsivo, y en esto vio una oportunidad para poder hacer algo fuera de lo común. Si lo hacían bien, nadie tenía porqué enterarse, para el gobierno, ese día era otro día cualquiera.
Mamá levantó la mirada y dibujó una sonrisa:
—Creo que deberíamos hacerlo.
Papá se cruzó de brazos y puso los ojos en blanco:
—¿Tú también? ¿Cómo has podido cambiar de opinión en diez segundos? Otra vez los tres contra mí, para variar.
—En el fondo piensas como yo, esto ya lo hemos hablado alguna vez, nunca tenemos una pequeña alegría en nuestras vidas. Los niños ni las conocen.
Papá meditó unos segundos su respuesta. Él también necesitaba esa pequeña salsa, como tantos otros allí. Recuerda que de niño vivió algunos años felices, y tuvo esas cosas que en otro tiempo fueron normales.
Terminó por ceder:
—¡Está bien! Vosotros ganáis —dijo papá.
La primera reacción fue una explosión de aplausos y vítores, pero a los pocos segundos se convirtió en un silencio abrupto, cuando papá hizo unos aspavientos y señaló al pasillo, indicando que Dora podría alertarse con el jaleo.
—Nunca olvidéis que nos la estamos jugando.
El día señalado llegó y prepararon entre los cuatro los adornos y el árbol. Apoyaron la cama contra uno de los tabiques del dormitorio en posición lateral para dejar libre la estancia. Las guirnaldas y los espumillones colgaban por las paredes y sobre la lámpara del techo, ofreciendo hipnóticos destellos plateados y dorados. El material era abundante, tuvo que haber pertenecido a una casa grande.
El mismo día, por la mañana, papá compró un enorme pollo para asarlo en la cena, además de vino de mejor calidad para mamá y él, que solía estar solo al alcance de los burócratas bien posicionados del gobierno. Para los niños, limonada casera. El esfuerzo fue grande, tanto papá como mamá tuvieron que dedicar algo más los pequeños ahorros que tenían.
—¡Feliz Navidad, familia! Las primeras que se celebran aquí desde hace muchísimos años.
Armándose de todo el silencio que eran capaces de mantener, cenaron y bebieron. Papá tañó con suavidad la vieja guitarra y, a media voz, intentaron cantar algunos villancicos que había en el libro, cuyas melodías y acordes venían indicados sobre cada frase. Papá y mamá dijeron que recordaban algunos de ellos de cuando eran niños.
Brindaron y se felicitaron otras tantas veces. Fue una noche llena de magia, dentro de un mundo sin una migaja de color.
Al día siguiente volvió la normalidad, guardaron todo en el saco y los niños lo llevaron de nuevo al edificio de trapo, donde lo dejaron bien disimulado para utilizarlo al año siguiente.
Pero tres días después, la policía llamó a la puerta.
Registraron la vivienda, revolvieron todo. Abrieron todos los cajones, armarios, camas, todo. Como no encontraron nada, inspector al cargo dio la orden de irse. Aquello estaba limpio.
Pero cuando salían de la vivienda, uno de los agentes dio una voz de alarma, se fijó en un pequeño detalle. En el suelo del dormitorio encontró varias fibras de los espumillones que adornaron la pared la noche de la fiesta.
Dio igual que papá y mamá lo negaran todo, los esposaron y se los llevaron a los calabozos. Tras un juicio sumario, el juez sentenció que habían celebrado festividades prohibidas. Les esperaba la cárcel.
La pesadilla también comenzó para los niños. El gobierno se los llevó a un centro de internamiento de menores.
Pasaron los años. Nino y Lia rehicieron sus vidas, siempre con el maldito pensamiento de culpa. Terminaron los estudios, eligieron unas profesiones y tuvieron familias. Papá y mamá salieron de prisión muy enfermos muchos años después, pocos meses antes de su fallecimiento. Nino y Lia ya eran de mediana edad, pero al menos pudieron despedirse de ellos.
El mundo no avanzó mucho, pero hubo pequeños cambios. Después del escarmiento público, la indignación superó en buena parte al miedo y mucha gente comenzó a organizar pequeñas fiestas en casa. Ni Dora ni los agentes daban abasto con tanta subversión, el gobierno tuvo que ceder y permitirlo. Desde entonces se celebra el día de Navidad, en cada hogar en función de sus posibilidades. Da igual que haya adornos o no, da igual que haya más o menos comida y bebida. Es un día señalado. Clandestino, pero señalado.
Ese túnel tenía dos bocas, que se abrían al cielo allá donde la vigilancia no llegaba. Unía dos mundos muy distintos, uno ordenado y lleno de vida, en forma de presente en el que salir adelante, otro destartalado y abandonado, como un gris recuerdo del enfrentamiento. Una paradoja se asomaba muy curiosa, pues el primero era una cárcel, y el segundo un lugar libre.
Desde que lo descubrieron fueron muy habituales sus salidas a explorar fuera del muro de la ciudad, siempre procurando disimular las entradas al túnel usando escombros, así como cualquier huella que pudieran dejar.
La zona derruida de fuera era su pequeño paraíso. No tenía comodidades, era fea y hostil, pero ahí se sentían libres durante esos ratos. A veces encontraban algún juguete, herramienta o cualquier otro objeto útil. Otras, dinero proscrito de antes de la guerra que nunca se llevaban. La mayor de las suertes era encontrar comida, alguna lata de conservas, embutidos, semillas o cualquier cosa que hubiera aguantado todos estos años en buen estado.
Gracias a estos hallazgos, con el tiempo, papá y mamá comenzaron a ver mejor que se adentraran por ese túnel en busca de aventuras, aún sabiendo que se enfrentaban a duras represalias en caso de ser atrapados.
El gobierno era tajante: penaba con prisión o incluso con la muerte a cualquiera que osase salir del perímetro de la ciudad sin permiso. Además, si el ciudadano no tenía salvoconducto, era obligatorio que estuviera en casa después de las ocho de la tarde. Para ello, pasaba lista utilizando escáneres biométricos que instalaron en cada vivienda, que estaban conectados a una poderosa inteligencia artificial llamada Dora.
A pesar de todo, sobrevivir era prioritario. La picaresca causada por la necesidad, había convertido a esos pequeños diablillos huesudos en auténticos sabuesos, capaces de colarse por cualquier rendija para traer pequeños tesoros a casa.
El edificio de trapo llamaba mucho su atención, pero nunca se habían atrevido a ir. Se inventaron ese nombre por la gran cantidad de mantas que colgaban de los techos de cada planta. Eran visibles desde la calle, y daban la sensación de que allí vivía gente, pero jamás vieron a nadie.
Aparte de eso, al pobre edificio solo le quedaba la estructura, que apenas parecía sostenerlo. Solo unos pocos tabiques de ladrillo en algunas plantas conservaban una frágil verticalidad. La gente que vivió allí seguro que utilizó esas mantas a modo de paredes para resguardarse de las desavenencias climáticas, antes de que el nuevo gobierno les procurara casas en la nueva ciudad.
El día señalado se levantó nublado y gris, eso les beneficiaba. Y fue por la tarde, justo al salir de la escuela, cuando se colaron por su pasadizo secreto. Tenían unas tres horas antes del toque de queda.
El edificio era marrón y tosco, de ladrillo visto allá donde quedaba algo de él. No fue difícil entrar, no tenía puertas. Toda su infraestructura eléctrica e hidráulica había sido desmantelada. La escalera se había hundido en su primer tramo y tuvieron que trepar.
Revisaron las dos primeras plantas. Decepcionantes. Encontraron escombros y suciedad rodeados de un ambiente tenebroso. El sonido quejumbroso del viento, que ululaba entre las rendijas del ladrillo y las vigas, parecía un alma atormentada. El golpeteo cansino de las mantas tendidas al ser azotadas por ese mismo aire perenne, presagiaba que una procesión funesta aparecería de un momento a otro a ritmo de tambor.
Subieron a la tercera planta.
—¿Qué es eso? —Lia señaló a un rincón poco iluminado.
Nino se acercó. Parecía un sucio saco marrón de tela tirado en el suelo, de él sobresalía algo que parecía papel.
—No sé. Tiene algo.
Lia también se acercó, agarró el saco de la parte trasera y lo volcó. Unos papeles resbalaron fuera.
Nino cogió un par de ellos y comenzó a leer.
—Dee… cla… raa…zzz, dee… cla… cla, raazzz…, iiión...
Lia le arrancó los papeles de las manos.
—Trae, tontaina. Si prestaras más atención en clase sabrías leer.
—Tampoco te creas que sabes tú mucho, lista.
—Más que tú, melón.
Lia leyó muy despacio las primeras palabras: “declaración de la renta”, pero no entendió su significado. Nino volvió a tirar del culo del saco, esta vez hasta vaciarlo por completo. Algo llamó su atención.
—Mira. —Nino señaló un libro de tamaño folio, con un predominante color rojo y cubierta de cartoné con unos dibujos.
—Parece un árbol con frutas raras brillantes… Y eso…, un muñeco hecho de, ¿nieve? —dijo Lia tras observar los dibujos de la portada—. Mira, tiene una zanahoria por nariz y botones por ojos.
Nino miró a su hermana con el rostro fruncido y preguntó:
—¿Para qué querría alguien hacer un muñeco con nieve?
—No sé. —Lia se encogió de hombros, tiró los folios y cogió el libro del suelo. Después estudió con detenimiento la portada y la contraportada. El libro era fino. Sobre los dibujos había grandes letras blancas sobre el fondo rojo.
Mientras tanto, Nino fue apartando con el pie más objetos que salieron del saco, jamás había visto antes nada parecido.
—Mira. Esto es como un árbol de plástico, como el que sale en el libro. También hay bolas brillantes… Hum, y esto sí que es raro, son como tiras de colores, ¿para qué se usará esto?
Lia estaba absorta en la portada del librito e ignoró a su hermano.
—Naa… vii… —Lia se detuvo unos segundos. Las últimas letras que le quedaban por leer se le atascaron—. Dad… Navidad. Aquí pone Navidad.
—¿Qué es eso? —dijo Nino—, ¿una comida, un animal?
—No sé.
Lia abrió el libro y lo hojeó. Contenía dibujos costumbristas, de familias con niños montando un árbol de Navidad o recibiendo regalos. En otras páginas vio a Papá Noel, los Reyes Magos y el nacimiento de Jesús. Se veían paisajes nevados con idílicas casas de madera adornadas con luces. Otras páginas estaban ocupadas por más letras que Lia no podía leer de carrerilla.
—Llevas razón, no sé mucho más, ojalá supiera leer mejor. —Se lamentó—. Encima tampoco sé qué son estos dibujos.
—Yo estoy ahora aprendiendo a leer mejor —dijo Nino.
—Pues aprovecha y aprende, porque si no vales te meterán a otras cosas. La señora Helm dice que los estudios difíciles son para los listos de la clase y, que si no valemos, que aprendamos oficios, o vayamos a la mili a usar armas y todo eso.
—¿Por qué? Eso no me gusta, a mí me gusta ser piloto. Brumm, brumm…
Nino se imaginó una avioneta y la hizo volar con su mano.
—De eso también hay, pero también tienes que estudiar un huevo.
—Qué rollo.
—Dice la señora Helm que tenemos que haber de todo. Así podremos servir mejor al gobierno y sus corporaciones. Es el plan.
—Tu profesora es idiota. ¿Qué son corporaciones?
—No sé. Gente que hace cosas. Pero esto ya te lo dirá tu maestro cuando hagas mi curso.
Nino no replicó.
—¿Y qué hacemos con todo esto? Me gustaría que nos los leyera alguien.
Tras la sugerencia de Lia, Nino se quedó pensativo unos segundos.
—Le preguntaremos a mamá. Ella seguro que nos lo podrá leer —respondió.
—Sí. Mamá podrá.
Los niños estuvieron un rato clasificando y estudiando el material encontrado. No era comida, ropa o cualquier cosa útil que pudieran vender en los mercados clandestinos que los vecinos organizaban, pero era algo muy misterioso para ellos. Lo devolvieron todo al saco y regresaron a casa.
Llegaron a tiempo, antes del toque de queda. A las ocho y algunos minutos, pasó por delante de su edificio un coche policial de estilo militar. El enorme altavoz que llevaba sobre el techo advertía a los vecinos que no podían estar fuera de sus casas sin salvoconducto. Pero para ese momento, los niños ya estaban enseñando el extraño botín a sus padres.
Justo después de ver lo que los niños trajeron, papá comenzó a dar vueltas en círculo con las manos entrelazadas a la espalda, maldiciendo entre dientes. La última vez que lo vieron temblar fue la noche que acabó en el calabozo por una acusación anónima. Los niños recordaban cómo mamá intentaba convencer a los policías de que papá no se dedicaba a hacer pasquines ni era político. Buscaron y buscaron, pero no encontraron nada en casa. Lo liberaron tras pasar la noche en el calabozo, jamás le dijeron quién fue el denunciante, más allá de sospechar de un vecino cercano.
Mamá también miraba con terror el hallazgo. Con un impulso descontrolado, comenzó a gritar a los niños lo estúpidos e inconscientes que eran por traer eso a casa.
—¡Esto lo sacáis mañana de aquí a primera hora, y lo lleváis donde lo hayáis encontrado!
Nino y Lia observaban a sus padres como si les esperase el mayor castigo que jamás se haya puesto a un niño.
¿Por qué estaban así de enfadados?, pensaron los niños.
Varios gritos y reproches después, papá y mamá se calmaron un poco. Terminaron por comprender que, en realidad, quienes estaban haciendo el ridículo y quedando como unos completos estúpidos, eran ellos.
Los niños no sabían nada. No era justo ese enfado, pues nadie les había contado porqué esos objetos no debían estar en casa. Dedicaron parte de la noche a explicárselo, comenzando por buscar un lugar más seguro.
Era por Dora, la chivata.
Había que tener cuidado con ella.
Dora estaba en todas las casas. La instalaban en todas las habitaciones, excepto en los dormitorios y en los cuartos de baño. Papá dio una vuelta por el piso y revisó sus sensores. Se aseguró tanto como pudo de que Dora no había prestado atención a lo que acababa de suceder. Hubo suerte, ninguna alerta. Los objetos de los niños estaban aún todos en el suelo en el mismo sitio y, por fortuna, fuera de su ángulo de visión.
Dora no tenía potencia para espiar a todo el mundo a la vez, ni era necesario. Era obvio que muchos ciudadanos hablaban de opresión y subversión, pero el gobierno no estaba para perseguir a todo bicho viviente. La medida era más disuasoria, lo importante era el terror, la inquietud de no saber si en cualquier momento la policía podía llamar a la puerta. Eso mantenía la paz. Además, las denuncias de vecinos solían ser más eficaces para investigar a algunos individuos sospechosos.
Pero esto era diferente. Esos objetos parecían proscritos y peligrosos. Y al parecer, Dora no debía ver todo eso.
—Niños. Recoged todo. Nos vamos a nuestro dormitorio.
Los niños entendieron.
Una vez allí, mamá leyó el libro en voz alta. Era una especie de atlas para niños sobre todo lo relacionado con la Navidad, el texto explicaba muy bien cada imagen que Nino y Lia no habían entendido antes.
—Lo de celebrar la llegada del invierno y que los días comiencen a ser cada vez más largos es muy antiguo, muchísimo más que la Navidad. Muchas culturas durante toda la historia celebraban estos días del año a su manera. Aunque ahora no festejamos ni una cosa ni otra —dijo mamá.
—Es que ahora no festejamos nada de nada —dijo papá.
Mamá asintió. Nino estaba boquiabierto por las cosas que sabían sus padres. Él no tenía ni idea de que antes todo hubiera sido de otra forma. Pero su curiosidad se fue por un extraño derrotero:
—¿Y cuándo son los días más largos?
—El más corto es a mediados de diciembre y el más largo a mediados de junio. En el hemisferio sur es al revés ¿es que no te has dado cuenta aún? —respondió Lia.
—¿Qué es el hemisferio? —inquirió Nino.
Lia puso los ojos en blanco. Con toda seguridad su respuesta hubiese sido condescendiente y pasivo-agresiva, pero mamá no le dejó hablar:
—Lia, ya. Deja en paz a tu hermano, aún es pequeño para haber pensado en esas cosas y haberlas estudiado en el cole.
Papá y mamá hablaron de costumbres que a Nino y Lia les resultaron muy extrañas. En Navidad, en esas latitudes, hacía mucho frío y la fiesta se hacía en familia, dentro de las casas. Adornaban toda la casa y un árbol con forma de abeto y después felicitaban por videollamada a los familiares que estaban lejos. Cenaban entremeses, mariscos, asados. Bebían vino, cerveza, refrescos, aguardientes y comían ricos postres y dulces navideños. También cantaban villancicos y se hacían regalos.
Después de leer el libro y hablar sobre la Navidad, papá y mamá revisaron todo el material que había en el saco. Las lágrimas que mamá se secaba con la manga entre risotadas nerviosas, reflejaban una emoción que no sentía desde la infancia. Papá explicaba cada objeto que salía del saco, todo era tal cual él lo recordaba.
—¿Y por qué no celebramos nosotros una Navidad? —preguntó Lia.
Nino la miró pasmado, su hermana siempre era muy audaz.
La idea le entusiasmó. Pero mamá no opinaba igual:
—¿Estáis locos? ¿Queréis que nos maten?
Papá tampoco se unió a ese entusiasmo:
—Lo que hay que hacer es meter todo esto en el saco y devolverlo a su sitio. La policía no se anda con tonterías con estas cosas.
—Sí que podemos celebrarla. ¡Aquí, en el dormitorio! Pongamos el árbol, cenemos algo navideño y cantemos unos villancicos. Ya no faltan muchos días —sugirió Lia.
—Ni hablar. He dicho que no —dijo papá.
Mamá asintió. Pero bajó la mirada, que acabó perdida en el suelo de la habitación. Siempre pensó que sus vidas eran grises y anodinas. Estaban basadas en el terror, en el miedo constante a que cualquier día alguien te delatara por cualquier cosa. Necesitaban un pequeño revulsivo, y en esto vio una oportunidad para poder hacer algo fuera de lo común. Si lo hacían bien, nadie tenía porqué enterarse, para el gobierno, ese día era otro día cualquiera.
Mamá levantó la mirada y dibujó una sonrisa:
—Creo que deberíamos hacerlo.
Papá se cruzó de brazos y puso los ojos en blanco:
—¿Tú también? ¿Cómo has podido cambiar de opinión en diez segundos? Otra vez los tres contra mí, para variar.
—En el fondo piensas como yo, esto ya lo hemos hablado alguna vez, nunca tenemos una pequeña alegría en nuestras vidas. Los niños ni las conocen.
Papá meditó unos segundos su respuesta. Él también necesitaba esa pequeña salsa, como tantos otros allí. Recuerda que de niño vivió algunos años felices, y tuvo esas cosas que en otro tiempo fueron normales.
Terminó por ceder:
—¡Está bien! Vosotros ganáis —dijo papá.
La primera reacción fue una explosión de aplausos y vítores, pero a los pocos segundos se convirtió en un silencio abrupto, cuando papá hizo unos aspavientos y señaló al pasillo, indicando que Dora podría alertarse con el jaleo.
—Nunca olvidéis que nos la estamos jugando.
El día señalado llegó y prepararon entre los cuatro los adornos y el árbol. Apoyaron la cama contra uno de los tabiques del dormitorio en posición lateral para dejar libre la estancia. Las guirnaldas y los espumillones colgaban por las paredes y sobre la lámpara del techo, ofreciendo hipnóticos destellos plateados y dorados. El material era abundante, tuvo que haber pertenecido a una casa grande.
El mismo día, por la mañana, papá compró un enorme pollo para asarlo en la cena, además de vino de mejor calidad para mamá y él, que solía estar solo al alcance de los burócratas bien posicionados del gobierno. Para los niños, limonada casera. El esfuerzo fue grande, tanto papá como mamá tuvieron que dedicar algo más los pequeños ahorros que tenían.
—¡Feliz Navidad, familia! Las primeras que se celebran aquí desde hace muchísimos años.
Armándose de todo el silencio que eran capaces de mantener, cenaron y bebieron. Papá tañó con suavidad la vieja guitarra y, a media voz, intentaron cantar algunos villancicos que había en el libro, cuyas melodías y acordes venían indicados sobre cada frase. Papá y mamá dijeron que recordaban algunos de ellos de cuando eran niños.
Brindaron y se felicitaron otras tantas veces. Fue una noche llena de magia, dentro de un mundo sin una migaja de color.
Al día siguiente volvió la normalidad, guardaron todo en el saco y los niños lo llevaron de nuevo al edificio de trapo, donde lo dejaron bien disimulado para utilizarlo al año siguiente.
Pero tres días después, la policía llamó a la puerta.
Registraron la vivienda, revolvieron todo. Abrieron todos los cajones, armarios, camas, todo. Como no encontraron nada, inspector al cargo dio la orden de irse. Aquello estaba limpio.
Pero cuando salían de la vivienda, uno de los agentes dio una voz de alarma, se fijó en un pequeño detalle. En el suelo del dormitorio encontró varias fibras de los espumillones que adornaron la pared la noche de la fiesta.
Dio igual que papá y mamá lo negaran todo, los esposaron y se los llevaron a los calabozos. Tras un juicio sumario, el juez sentenció que habían celebrado festividades prohibidas. Les esperaba la cárcel.
La pesadilla también comenzó para los niños. El gobierno se los llevó a un centro de internamiento de menores.
Pasaron los años. Nino y Lia rehicieron sus vidas, siempre con el maldito pensamiento de culpa. Terminaron los estudios, eligieron unas profesiones y tuvieron familias. Papá y mamá salieron de prisión muy enfermos muchos años después, pocos meses antes de su fallecimiento. Nino y Lia ya eran de mediana edad, pero al menos pudieron despedirse de ellos.
El mundo no avanzó mucho, pero hubo pequeños cambios. Después del escarmiento público, la indignación superó en buena parte al miedo y mucha gente comenzó a organizar pequeñas fiestas en casa. Ni Dora ni los agentes daban abasto con tanta subversión, el gobierno tuvo que ceder y permitirlo. Desde entonces se celebra el día de Navidad, en cada hogar en función de sus posibilidades. Da igual que haya adornos o no, da igual que haya más o menos comida y bebida. Es un día señalado. Clandestino, pero señalado.
***
Mi abuelo terminó así la historia que ahora escribo. Recuerdo que se secaba las lágrimas con la manga, como la mamá del cuento que acababa de relatar.
—Abuelo, ¿estás bien? —pregunté.
El abuelo paró de sollozar y se puso de nuevo las gafas.
—Esto nunca se lo he contado a nadie. La mala conciencia me persigue desde niño.
Ni Marta ni yo entendíamos nada.
—Nino, el niño de la historia que os acabo de contar, soy yo.
Nos quedamos boquiabiertos, no sabíamos cómo reaccionar. Nuestro abuelo y su familia consiguieron que la Navidad se volviera a celebrar, ¡qué orgullo!
—La parte más grave de todo. Me persigue cada día, me atormenta. Quizá, después de lo que voy a contaros, me veáis de otra forma. Pero juzgarme como a un crío miedoso y aprended de ello. Nunca, nunca, nunca, hagáis lo que yo hice. Niños: sed valientes, no os creáis las mentiras de esos burócratas, solo quieren que seáis sus esclavos.
El abuelo se calló de repente. Parecía que se lo había pensado mejor y no quería contar nada. Se ensimismó en sus pensamientos. Pero insistimos, conseguimos que terminara de relatar aquello que había dejado a medias.
—Está bien. Allá va: no fue Dora quien hizo que la policía viniera a casa a detener a mis padres. Fue por mí. Al tercer día, por la mañana, no había cole, y yo iba por el mercado con mi hermana. El que le vendió el vino y el pollo a mi padre me paró y me preguntó de malas maneras que porqué mi padre se había gastado tanto dinero. Aquel comportamiento de una familia pobre le resultó sospechoso. —El abuelo detuvo sus palabras por un momento, levantó la mirada y nos escrutó, primero a mí, después a mi prima—. Yo solo era un niño. Estaba muerto de miedo. Primero negué todo. Pero después, este señor llamó a la policía que había rondando por allí y no pude más. Confesé. Después me enteré de que ese señor era otro chivato que el gobierno tenía bien alimentado con ración extra para delatar a sospechosos.
Los tres nos quedamos en silencio. Los sonidos del fuego y de la nieve golpeteando las ventanas cobraron de nuevo protagonismo.
Marta se levantó y se acercó al abuelo. Le agarró el brazo con sus manos menudas.
—Abuelo. No pasa nada. A mí me podría haber pasado lo mismo.
Yo hice lo mismo:
—Y a mí. Abuelo, y a mí.
El abuelo se calmó, y nos pidió que abriéramos uno de los cajones de la alacena. Después nos pidió levantar el contenedor de plástico de los cubiertos, ahí nos esperaba la última sorpresa.
—Niños, ahí tenéis el libro de Navidad que mi hermana y yo encontramos. Volví a por él. Y ahora es vuestro.
Lo leímos con mucha ilusión y curiosidad. Aún conservo el libro, es el mejor recuerdo material que tengo de mi abuelo.
Hace ya casi ochenta años de esto, ¡qué rápido ha pasado una vida! La situación no ha cambiado mucho. Mi vida no ha conocido un tiempo mejor que otro, siempre ha parecido paralizado. Nuestros sueños nacieron rotos y jamás tuvimos la valentía para acabar con ello mientras el resto del mundo avanzaba. Igual es mucho pedir que los que estén por venir acaben con esto de una vez.
—Abuelo, ¿vienes a comer? La mesa ya está lista.
Una voz detrás de mí interrumpe mi escritura. Es de mi… O mejor dicho: de la pequeña tataranieta de Nino.
—Sí, voy. —Me quedo pensativo un momento, vuelvo la cabeza para ver a niña y levanto el dedo índice—. Por cierto, después de comer, esta tarde, antes de que cenemos por Navidad. ¿Te gustaría escuchar una historia? Puedes llamar a tu hermano y a la prima y os la cuento.
—¡Claro, abuelo! ¿De qué va? ¿De Navidad, fantasmas, policías?… ¿Terror? ¡Sí, sí, sí, quiero terror, abuelo!
La tataranieta de Nino era como mi tía abuela Lia: muy graciosa y peleona. Igual es porque le pusimos su nombre:
—Te gustará, Lia: tiene un poco de todo eso —dije entre risas.
Muy bonito relato. Gracias Miguel por compartirlo con nosotros.
ResponderEliminarMe ha encantado, un derroche de imaginación exquisitamente escrito. Te felicito.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, me alegro mucho de que os haya gustado :)
ResponderEliminarDispuesto para el siguiente.
Precioso, original y super bien escrito. Qué buen trabajo. Enhorabuena
ResponderEliminarBuen relato.
ResponderEliminarA este muchacho hay que ficharle, pero se hace el duro. Buen relato.
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