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La última Navidad - Daniel Canals Flores (Relato especial Navidad 2024)

Imagen: Freepik

Daniel Canals Flores
Colaborador literario
@danielcanalsflores1


En medio de la tundra lapona, a través de la espesa niebla, un animal emitió un desgarrador bramido al torcerse una de sus patas. El conductor del trineo no dudó, ni un instante, en sacar el largo y afilado machete que llevaba adosado a su pierna. Tumbó al reno de una patada sobre la nieve y procedió a destriparlo allí mismo. La primera cuchillada la propinó con tanta fuerza que la sangre salió a borbotones salpicándole por completo. Esto le enfureció más todavía. Se limpió la cara con el dorso del guante y masculló un par de imprecaciones. No tenía tiempo que perder; el mensajero estaba al caer y antes quería parar en el bar.

En el reflejo, de la casi inerte retina de Rudolph, se veía la imagen de Santa Claus, cuchillo en mano, sacándole las tripas. La torpeza del viejo reno estaba retrasando sus planes así que no se lo pensó dos veces. Lo abrió en canal y echó el aún humeante cuerpo a la parte trasera del trineo; el frío haría el resto en pocos minutos. Pasó por su cabeza la idea de que, quizás, los niños notarían la diferencia, pero la desechó enseguida: «Todos los putos renos son iguales».

Los otros renos del tiro aguantaban apretando el culo. Estaban cagados de miedo, pero no se atrevían a defecar ante aquel asesino que había trinchado a Rudolph, hábilmente, de dos tajos. El vaho, de su agotada respiración, se cristalizaba en sus hocicos debido al intenso frío. Aún con la tripa revuelta, empezó a llover una rápida serie de latigazos sobre sus lomos. Santa estaba ansioso por atizarse un trago.

—Haw, haw, haw… —gritaba enloquecido con cada azote— haw, haw, haw…

»El cadáver, rígido como la mojama, daba tumbos en la parte trasera mientras las afiladas cuchillas del trineo levantaban la nieve hacia ambos lados del camino. No tardaron mucho en llegar a su primer destino.

Antes de entrar, sacudió sus botas contra la tarima para despegar la nieve y los renos aprovecharon la pausa soltando el contenido de sus tripas. El bar tenía la única característica de ser el más cercano al Polo Norte. Un cuchitril infecto que solo servía una bebida: vodka. El licor era preparado en un alambique casero, por el propietario del establecimiento, a base de patatas viejas y podridas “importadas” según decía él.

No estaba muy concurrido. En el interior había un par de esquimales desmayados, con los brazos estirados sobre la mesa, una vieja prostituta incapaz de levantársela ni a un ahorcado y el camarero, así que fue directo al grano. Sin acercarse siquiera al crepitante fuego que ardía en la chimenea, pidió un vaso y sin mediar palabra con nadie, lo apuró de un trago. Tres vasos más atravesaron su gaznate antes de salir dando ligeros tumbos. Los renos olieron el licor pululando en su boca desde el otro lado de la calle. Santa iba ya medio tajado. Cogió las riendas con una mano, el látigo con la otra y emprendieron la marcha de nuevo.

El mensaje, de su teléfono móvil, había sido claro y conciso: “Entrega a las 19:00”. ¿Qué esperaba Santa Claus con tanta ansiedad? El bulto no era muy grande, aunque llevaba la etiqueta de “Muy frágil” en el exterior. Recibió el paquete y descendió las escaleras en dirección al… laboratorio secreto.

Había logrado inocular una cepa del Ébola combinándola con la gripe aviar. En el paquete estaba el tercer ingrediente para su maléfica mezcla: el bacilo de la “peste negra”. La combinación iba a producir un virus supra letal bautizado, jocosamente, como “Las Tres Marías” y él mismo, iba a encargarse de propagarlo.

¿Se había vuelto loco Santa? ¿Por qué tanta maldad?

Estaba harto de ser Papá Noel y tener la obligación, año tras año, de fabricar millones de juguetes. Luego, tenía que gestionar el asunto de la logística: había que embalar y transportar, a cada destinatario, todo lo solicitado. Si solo hubiese sido eso… También recibía interminables listas de niños consumistas, debía aguantarles los lloros y las babas en infinidad de centros comerciales y, además, bajar por miles de sucias chimeneas infectas llenas de excrementos de pájaros, ratas y murciélagos.

Lo peor es que nadie se lo agradecía. A los Reyes Magos de Oriente, por lo menos, les dejaban agua del grifo para los camellos, pan duro y plátanos (¿?). A él nunca le habían invitado a comer o beber una copita o a probar un pellizco de turrón y eso que en plenas fiestas navideñas las casas estaban a rebosar de viandas. Mientras soltaba los paquetes, cerca del árbol, podía observar las patas de grueso jamón, los aparadores y muebles bar llenos de licores, las bandejas repletas de dulces… y nada era para él.

Durante aquellos largos años no se había quejado jamás. Ni siquiera cuando, de la noche a la mañana, una conocida empresa embotelladora de refrescos gasificados le cambió su sempiterno traje verde, por uno rojo. ¿Queréis saber algo más? La ropa, el forraje y las vacunas de los renos, el papel de envolver los regalos, el salario de los duendes… todo corría a su cargo. Lo pagaba él directamente de su bolsillo, sin ninguna subvención. Deprimido, visitó a un psicólogo que le recetó unos fuertes antidepresivos. Al mezclarlos con el alcohol, le producían el efecto contrario al deseado: bebía como un cosaco, descuidaba su indumentaria y evitaba la ducha.

«Por fin», pensó sosteniendo el tubo cristalino en la mano. Se puso el traje protector, la máscara estanca con oxígeno, los guantes, y procedió a preparar el mejunje dentro de la cuba. Añadió, a la mezcla, un par de sacos de levadura con la intención de multiplicar la potencia del batido y, tras la delicada operación, salió cerrando la puerta de seguridad. Ya en la cocina, abrió la nevera y extrajo una botella de vodka que tenía enfriando para la ocasión. Este sí que era del bueno y no la mierda esa del bar. Los renos dormían en el aprisco. Aún les hormigueaban los lomos debido a los latigazos y sus sueños eran intranquilos. Su amo no tardó mucho en ponerse a roncar también.

Se acercaba la Navidad y los elfos estaban extrañados con su jefe. Normalmente, se excitaba a medida que llegaba la fecha cumbre y no paraba de darles instrucciones hasta el mínimo detalle. Esta vez, se mostraba despreocupado, ebrio y con el traje lleno de lamparones. Ni siquiera se tomaba la molestia de ocultar su estado ante ellos y, unos días antes de lo habitual, los envió de regreso a sus casas. Como ya habían cobrado por adelantado su trabajo se despidieron sin más.

De esta misma guisa se presentó en los centros comerciales de la ciudad. La barba sucia, los ojos vidriosos y enrojecidos, el aliento apestando a alcohol y el traje mugriento, como si hubiese dormido con el puesto, sin quitárselo durante meses. Su olor corporal iba al unísono y sus uñas, descuidadas y ennegrecidas, tampoco ayudaban mucho a mejorar su aspecto final. Los responsables de los comercios no daban crédito a lo que veían y empezaron a lloverles las quejas de sus clientes. La mayoría de los niños salían llorando y pocos se atrevían a subirse encima de su regazo. Más que Papá Noel parecía que un vulgar indigente se hubiera apoderado de su alma y “bastante” de su presencia.

—Mamá, huele mal —confesó un niño a su madre.

Los tipos del centro comercial intentaban arreglar la situación:

—¡Niños, acercaos! Santa ha venido a traeros muchos regalos. No tengáis miedo.

Harto de estar allí y con la petaca ya vacía, se tiró un pedo descomunal ante las impertérritas familias. Aquello fue el colofón que determinó su expulsión del recinto por parte del equipo de seguridad.

No le importó demasiado. Encaminó sus pasos hasta una licorería cercana y, tras proveerse, salió en busca del trineo que permanecía oculto en unas obras cercanas. El espacio utilizado para el transporte de los regalos, estaba ocupado por la inmensa cuba criogénica cargada con el cóctel letal. Había instalado un aspersor unido al recipiente que tenía la función de repartir la mezcla. No tenía que rociar las ciudades enteras, eso no hubiese sido práctico: con introducir pequeñas dosis en los ríos y acuíferos sería suficiente… Aún faltaban un par de días, así que después de atizarse una botella entera, cayó inconsciente en el pescante y se desmayó.

En Nochebuena, se despertó en su propio vómito. Aquella noche no quería fallar, abrió su vieja cartera de piel de reno, extrajo una pequeña bolsita de polvo blanco y se preparó un par de rayas. Tiró el billete enrollado porque ya no le haría falta nunca más el dinero, pensó. Aclaró el amargo que rasgaba su gañote con un buen trago, escupió, y se puso manos a la obra. Los renos no entendían nada, lo normal a esas horas, y ese día en concreto, era que estuvieran repartiendo los regalos por todo el planeta. Al ver que Santa se incorporaba resoplaron aliviados: había llegado el gran momento.

—¡Haw, haw, haw! —reía Santa, maléficamente, mientras los azotaba para que se desperezasen—. ¡Esta noche palmamos todos!

Sobrevolaban los tejados y aunque la cuba iba llena hasta los topes, los animales no notaban el peso. Estaban acostumbrados a cargar miles de toneladas de regalos cada año. Santa no daba un respiro al látigo y a ellos tampoco. Su primera intención fue la de dirigirse a las afueras, al río principal que suministraba el agua de la ciudad, pero entonces recordó la depuradora municipal. Quedaba bastante más cerca y tendría el mismo efecto. Subió unos cuantos metros, lo suficiente para vislumbrar su objetivo y encaminó la carga letal hacia allí. Justo cuando estaba encima de las instalaciones y su mano a punto de accionar el aspersor con la dosis, frenó bruscamente el trineo.

¿Qué había llamado la atención de Santa? ¿Habían llegado a su destino? ¿Qué narices pasaba?...

Una niña pequeña, con el pijama puesto, estaba correteando por el borde de la azotea de uno de los edificios. Santa miró alrededor, en busca de algún adulto acompañando a la criatura, pero no había nadie más allí. Solo la chiquilla, la altura y la espesa noche. Arrancó el cascabel, con el que solía anunciar su llegada y lo lanzó a un lado. Luego, tratando de no asustarla, descendió con el trineo y sin apenas ruido, aterrizó en medio del tejado. Giró la cabeza en dirección a los renos y poniéndose el dedo en los labios les ordenó guardar silencio. Acercándose sigiloso, dijo con su mejor voz:

—Hola, pequeña. ¿Qué haces aquí tan solita?

Los atónitos renos ni respiraban, la niña, que llevaba una bolsa en la mano, estaba justo en el extremo a punto de caer al vacío. Al oír su voz, se detuvo. Giró la cabeza en dirección a Santa y dijo con determinación:

—Soy ciega y huérfana. Estoy esperando a Papá Noel.

Algo en el interior de Santa comenzó a revolucionarse sin saber bien qué dirección tomar:

—Pues con el frío que hace aquí fuera deberías esperarlo dentro. ¿Le has pedido algún regalo, bonita?

—No. Le voy a hacer yo un regalo a él.

—Vaya, un regalo a Santa. ¿Y cómo sabes que va a venir? —preguntó, acercándose un poco más.

—Porque Santa nunca falla a los niños. Nos quiere mucho a todos.

—Pues has tenido suerte, pequeña. Extiende tu brazo y comprueba a quién tienes delante.

La niña, sin titubear, empezó a acariciarle las barbas:

—¡Santa, eres tú, sabía que vendrías! Te he traído un plátano y un panecillo. Quería traerte leche, pero no sé dónde la guardan.

A Santa, en plena catarsis, se le encharcaron los ojos. No solo, no lo rechazaba por su aspecto, aunque tenía que admitir que era ciega, sino que, además, tampoco parecía molestarle su penetrante olor. Ambos se abrazaron, permaneciendo así un buen rato.

Los renos y las estrellas también lloraron aquella noche.

Esta es la historia de cómo dos simples ofrendas, entregadas por la persona adecuada, salvaron a toda la Humanidad de una muerte segura. A veces no importa el detalle, sino la intención...


***


—Vaya mierda de cuento. Además, no terminó así —dijo uno de los esquimales, desperezándose.

—¿Cómo acabó? —preguntó la vieja prostituta, mostrando su interés.

—Si me pagas un vaso de vodka te lo cuento.

—Si quieres, te dejo que me comas el...

—Déjalo, da igual —dijo el inuk, declinando la suculenta oferta—. Según me explicó uno de sus elfos:

—Santa, con los ojos inyectados de sangre vio a la niña, pero en vez de frenar, aceleró hacia ella con la malévola intención de cortarle la cabeza con las afiladas cuchillas del trineo o por lo menos tratar de ensartarla con una de ellas. Los renos bramaban de terror al contemplar su propósito. Hizo un arriesgado giro en el aire y casi cuando estaba a punto de lograr su objetivo, uno de los anclajes que soportaban la cuba criogénica reventó por la inercia, desestabilizando el vehículo.

»Los renos, Santa y la cuba acabaron empotrados, en una pared de la azotea, provocando numerosos desperfectos. Cuando llegaron los bomberos tuvieron que sacrificar a los pobres animales, evacuar a Santa en un helicóptero y, después, bajar la cuba con una grúa de grandes dimensiones. La suerte es que no se rajó por ningún lado.

—¿La niña? —preguntó la vieja, de nuevo.

—No, la cuba. La niña ya se había precipitado al vacío, —añadiendo—: al día siguiente encontraron su cadáver tirado en la calle, completamente reventado.

—¿Y Santa? —preguntó el camarero, que no se había perdido ni un detalle de la historia.

—Si me invitas a un vaso de vodka te lo cuento...


Fin



©Daniel Canals Flores

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Comentarios

  1. El Santa Claus malvado da muchísimo juego. Gracias por el relato Daniel. ¿Habrá segunda parte?

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    1. Quizás metamos en el saco a los Reyes Magos cualquier día de estos. Gracias por leerlo.

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  2. Jo, qué chulo. Me ha gustado mucho ☺️

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  3. Muy bueno!! Me gusta que las cosas no sean estereotipos.

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    1. Gracias, Friki_craft. Hay gente (tradicionalista) que no le ha gustado.

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  4. Me ha gustado, muchas gracias Daniel.

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  5. Daniel nos da lo que le pedíamos: un relato en el que no corte ni las uñas. Y aquí estoy, me ha dado una uña en un ojo.

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