Las navidades del 96 fueron las mejores - Alberto Jiménez (Relato especial Navidad 2024)
Mariola y Esteban se perseguían haciendo peligrar la decoración navideña que ocupaba el salón principal.
—¡Tened cuidado, a ver si vais a tirar algo! —Juan, el padre de los dos hermanos, recriminó a sus preadolescentes.
—No pasa nada Juan —quiso mediar Albert, el abuelo—, son niños. Están en la edad de hacer el tonto un poco.
Albert tomó un pequeño vídeo de los niños corriendo.
—Ya papá, pero es que veo que al final van a romper algo —dijo Eva.
—El abuelo nos deja jugar, ¿a que sí? —la niña, zalamera, se acercó a su abuelo y le dio un beso en la mejilla para continuar corriendo, esta vez escaleras arriba.
—¿Qué curso ha comenzado Enrique ahora, segundo de la ESO? —preguntó Albert sonriendo, con la mirada en la escalera—. Sigue jugando con su hermana como si tuvieran cinco años.
—No, papá —rectificó Eva—. Enri ha entrado ya en tercero. Y Mariola está en quinto de primaria. El año que viene será el último que vaya al cole. Al año siguiente, ya, al instituto.
—Madre mía. Cómo crecen. Esto va muy rápido.
—Nuestro trabajito nos cuesta —dijo Juan—, no te creas. Que otros niños estarían enganchados al móvil, que yo casi lo prefiero. Así no estarían metiendo ruido.
Su mujer lo taladró con la mirada:
—Pero mi padre prefiere que estén jugando. ¿A que sí papá?
—Ya verás cuñado —cambió de tema Juan refiriéndose al avanzado estado de gestación de su cuñada—. En cuanto os despistéis, ya tenéis a la niña dando botes por aquí.
—No quieras adelantarte tanto Juan —pidió Eva, la segunda hija de Albert—. Déjame disfrutar un poco de ella.
—Uy, sí. Disfrutar—peleó Juan—. No te envidio nada lo que os queda por delante. No vuelvo yo a tener otro niño ni loco.
—Será de lo que te has preocupado tú —Eva le propinó un suave puñetazo en el hombro a su marido.
—¡Eh! Que yo me he levantado a hacer biberones como el que más.
—Ya, pero me parece que no es lo mismo levantarse dos noches, y luego salir huyendo al trabajo, que sentirse como una vaca lechera todo el día.
—¿Sabes lo que os va a pasar? —volvió Juan a la carga con su cuñada—. Que tienes a uno escondido detrás del otro y… ¡Bum! Gemelos.
—Anda, no fastidies —se quejó Martín mientras ponía una mano protectora sobre el vientre de su mujer.
—Dos iguanas vas a tener. Una iguanita a la otra —Juan se rió de su propio chiste.
Albert hizo una foto de los dos cuñados riéndose. Quería tener un recuerdo de todo. Veía con satisfacción las pequeñas pullas que se lanzaban unos a otros, los chistes, las bromas; incluso los niños correteando contribuían a crear el clima cálido y familiar que esperaba de aquella cena.
Cuando llegaron, Eva se había dejado caer junto a él en el sofá. Así, además de reposar su embarazo, le daba al patriarca un poco de intrascendente conversación. Paula y Martín se habían encargado de la cena. Juan, que era más patoso, puso la mesa mientras los otros trasteaban en la cocina. Los niños curioseaban arriba y abajo, alborotando lo justo.
Volvió a contemplar la mesa engalanada con tonos rojos y dorados y, consideró, que aquello resumía el verdadero ambiente navideño. Le hizo foto a la mesa.
Todo estaba saliendo según lo planeado, un par de detalles más y tendría un recuerdo perfecto. Consultó de nuevo el reloj viendo que se acercaba el momento. No pudo evitar dejar su móvil sobre la mesa y quedarse mirándolo fijamente.
Al poco, el dispositivo comenzó a sonar. La pantalla reflejaba un número sin identificar. Albert dejó la melodía de llamada unos instantes mientras el resto de la familia permanecía ajena a los tonos charlando, riendo y alborotando.
—¿Sí? Buenas noches —Albert no quiso prolongar más la espera—. ¿Quién es?
»Aha. Sí. Mira, espera, creo que esto deben oírlo todos. Pongo el altavoz.
»¡Paula, Eva! Por favor, acercaros —le pidió a sus hijas.
—Sí, papá ¿quién es?
—Hijas —dijo la voz desde el móvil que había dejado Albert sobre la mesa—, soy yo. Vuestra madre.
El silencio se hizo en todos los adultos que centraban su atención en aquel pequeño rectángulo de plástico y circuitos. Solo unas lejanas risitas de los chicos adornaron el momento de concentración.
—¿Hola? ¿Se me oye?
—Sí, sí —Albert conectó la grabadora del móvil—. Ahora. Te oímos. Estamos todos aquí.
—No sé cómo empezar a decir esto —dijo la voz de mujer desde el altavoz—, pero tengo que hacerlo. Bueno, aquí va.
»Lo siento. Lo siento mucho. Siento arruinaros la cena que estabais disfrutando con vuestro padre. Siento el dolor que os he causado al desaparecer de vuestras vidas cuando erais tan pequeñas, sin explicaciones, sin ofrecer ningún tipo de información hasta ahora. No sois culpables de nada, ninguna de vosotras, ni tampoco vuestro padre que fue el único que intentó que la familia siguiera unida. Solo yo. Solo yo tengo la culpa. Por cobardía usé la única estrategia para solucionar mis problemas: huir. Me equivoqué y ahora pago, con la soledad, mis errores.
»No espero vuestro perdón. Y, por favor, no me busquéis. No lo merezco.
»Vuestro padre fue el amor de mi vida, pero no fue hasta muy tarde que me di cuenta. Es un gran hombre, muy atractivo, generoso, bondadoso y muchas más cosas buenas. Tenerlo siempre en cuenta.
»Gracias y adiós. Ehm… Y feliz Navidad.
Después de eso se cortó la llamada. Albert apagó la grabadora. Sus hijas y sus respectivas parejas tenían los ojos fijos en él.
—¿Cómo estás papá? —Eva fue la primera en aproximarse a él, rodeando su hombro con un brazo y con el otro su embarazo.
—No lo sé —se restregó unos ojos sin lágrimas—. De verdad que no lo sé. Tengo que reflexionar un poco sobre esto.
Albert se levantó de la mesa para volver a sentarse en el sofá. Los ojos mirando al suelo como podrían no estar mirando a nada. Eva se sentó a un lado del anciano y con la mano tendida pidió a su hermana en silencio que les acompañara.
—Vosotros —indicó a los dos hombres en la mesa—, recoged un poco esto, por favor.
Sus dos yernos se pusieron a realizar la tarea de manera discreta y, las dos hermanas abrazaron a su padre en el sofá. Así se quedaron. En silencio, durante un minuto, hasta que apareció la pequeña de la casa.
—Abuelo ¿qué es esto? —la pequeña Mariola traía una cinta VHS con una carátula que ponía «Navidad 1996».
—Recuerdos. Mis recuerdos, pequeña —quiso Albert remarcar mucho aquel “mis”.
—¿Esto cómo se pone? —Mariola ya había localizado un reproductor de cintas VHS bajo la televisión—. ¿Es así?
—¡Eso es mío, niña! —Albert había dejado la condescendencia para su nieta en el cajón del olvido—. Además, tú ni siquiera sales.
La niña se lo tomó como un juego. Vio a su abuelo levantarse del sofá y, este, comenzó a perseguirla por el salón.
—¡Niña! —gritaba Albert desesperado, tratando de alcanzar la cinta—. ¡Que ahí no sale nadie que tú conozcas, megaüenlaputa!
—Seguro que tienes grabado porno y por eso no quieres que lo ponga —seguía riendo Mariola con la cinta en la mano.
Albert pidió ayuda al resto de adultos con la mirada. Juan sujetó a su hija de inmediato por los brazos. Miró sus pupilas dilatadas, ella no paraba de reír de forma descontrolada:
—¡Esteban! —gritó enfurecido Juan—. ¿Qué habéis hecho? ¿Qué mierda os habéis metido?
La chica aprovechó un descuido para zafarse. Empujó a Juan que cayó sobre la enorme barriga de su mujer. Mariola se dio media vuelta y se lanzó a meter la cinta dentro del aparato VHS. Al hacerlo chocó con Esteban que también traía la mirada perdida y una sonrisa absurda en la cara. La inercia llevó a Mariola a encajar la mano en la abertura del aparato reproductor.
—Que poco profesionales, joder —se quejó Juan—. Si ya lo decía Hitchcock «no trabajes con niños, ni con animales».
—¿A quién llamas niño? Que tengo diecinueve años.
—¿Y esta? —preguntó señalando a Mariola que había quedado despatarrada y con la mano desaparecida dentro de un aparato electrónico.
—¡Si es hasta mayor que yo! —se defendió Esteban—. Tiene veinte, o eso me ha dicho. ¿Qué crees? ¿Que le voy dando pirulas a menores?
Eva se levantó del sofá y se sacó un voluminoso cojín de debajo del vestido. Se acercó hasta la muchacha que estaba tendida en el suelo:
—Martín, ayúdame —pidió Eva—. Esta chica tiene una conmoción en la cabeza. Se ha debido golpear en la caída, no le puedo sacar la mano de este cacharro y, encima, va colocada hasta las cejas.
»¿Alguien tiene el teléfono de sus padres, novio o algo? Hay que llevarla a un hospital.
—Señor Albert —trató de explicarse Juan—, Martín y Eva se tienen que llevar a la chica al hospital. Yo me llevo a este con sus padres para que tengan una charla con él. Lamento que la velada no haya salido como se había programado.
—Paula —pidió un sobrepasado Albert—. ¿Y usted? ¿Se quedará un rato más conmigo?
—¿Qué sentido tiene ya?
—Yo solo quería tener unas navidades normales —dijo el viejo con pesadumbre—. Un buen recuerdo. Tenía fotos, vídeos e incluso a mi exmujer admitiendo su culpa por haberme abandonado. Mis hijas, sus familias y yo; celebrando la Navidad como debe ser.
—Creo que debería de llamar a la agencia y dar su versión de los hechos cuanto antes. Decir qué actrices han hecho bien su trabajo y quién no. Vamos, yo tengo claro que reclamaría de inmediato. A ver si le devuelven, por lo menos, una parte de la factura porque ya sabe cómo son estas agencias: una vez trincan el dinero… ya no lo sueltan.
»Si quiere, por asegurarnos, hago yo de la niña pequeña el año que viene. ¿Qué le parece?
Viendo que Albert no contestaba nada, Paula cogió su patinete eléctrico y se perdió en la oscuridad calle abajo.
—¡Tened cuidado, a ver si vais a tirar algo! —Juan, el padre de los dos hermanos, recriminó a sus preadolescentes.
—No pasa nada Juan —quiso mediar Albert, el abuelo—, son niños. Están en la edad de hacer el tonto un poco.
Albert tomó un pequeño vídeo de los niños corriendo.
—Ya papá, pero es que veo que al final van a romper algo —dijo Eva.
—El abuelo nos deja jugar, ¿a que sí? —la niña, zalamera, se acercó a su abuelo y le dio un beso en la mejilla para continuar corriendo, esta vez escaleras arriba.
—¿Qué curso ha comenzado Enrique ahora, segundo de la ESO? —preguntó Albert sonriendo, con la mirada en la escalera—. Sigue jugando con su hermana como si tuvieran cinco años.
—No, papá —rectificó Eva—. Enri ha entrado ya en tercero. Y Mariola está en quinto de primaria. El año que viene será el último que vaya al cole. Al año siguiente, ya, al instituto.
—Madre mía. Cómo crecen. Esto va muy rápido.
—Nuestro trabajito nos cuesta —dijo Juan—, no te creas. Que otros niños estarían enganchados al móvil, que yo casi lo prefiero. Así no estarían metiendo ruido.
Su mujer lo taladró con la mirada:
—Pero mi padre prefiere que estén jugando. ¿A que sí papá?
—Ya verás cuñado —cambió de tema Juan refiriéndose al avanzado estado de gestación de su cuñada—. En cuanto os despistéis, ya tenéis a la niña dando botes por aquí.
—No quieras adelantarte tanto Juan —pidió Eva, la segunda hija de Albert—. Déjame disfrutar un poco de ella.
—Uy, sí. Disfrutar—peleó Juan—. No te envidio nada lo que os queda por delante. No vuelvo yo a tener otro niño ni loco.
—Será de lo que te has preocupado tú —Eva le propinó un suave puñetazo en el hombro a su marido.
—¡Eh! Que yo me he levantado a hacer biberones como el que más.
—Ya, pero me parece que no es lo mismo levantarse dos noches, y luego salir huyendo al trabajo, que sentirse como una vaca lechera todo el día.
—¿Sabes lo que os va a pasar? —volvió Juan a la carga con su cuñada—. Que tienes a uno escondido detrás del otro y… ¡Bum! Gemelos.
—Anda, no fastidies —se quejó Martín mientras ponía una mano protectora sobre el vientre de su mujer.
—Dos iguanas vas a tener. Una iguanita a la otra —Juan se rió de su propio chiste.
Albert hizo una foto de los dos cuñados riéndose. Quería tener un recuerdo de todo. Veía con satisfacción las pequeñas pullas que se lanzaban unos a otros, los chistes, las bromas; incluso los niños correteando contribuían a crear el clima cálido y familiar que esperaba de aquella cena.
Cuando llegaron, Eva se había dejado caer junto a él en el sofá. Así, además de reposar su embarazo, le daba al patriarca un poco de intrascendente conversación. Paula y Martín se habían encargado de la cena. Juan, que era más patoso, puso la mesa mientras los otros trasteaban en la cocina. Los niños curioseaban arriba y abajo, alborotando lo justo.
Volvió a contemplar la mesa engalanada con tonos rojos y dorados y, consideró, que aquello resumía el verdadero ambiente navideño. Le hizo foto a la mesa.
Todo estaba saliendo según lo planeado, un par de detalles más y tendría un recuerdo perfecto. Consultó de nuevo el reloj viendo que se acercaba el momento. No pudo evitar dejar su móvil sobre la mesa y quedarse mirándolo fijamente.
Al poco, el dispositivo comenzó a sonar. La pantalla reflejaba un número sin identificar. Albert dejó la melodía de llamada unos instantes mientras el resto de la familia permanecía ajena a los tonos charlando, riendo y alborotando.
—¿Sí? Buenas noches —Albert no quiso prolongar más la espera—. ¿Quién es?
»Aha. Sí. Mira, espera, creo que esto deben oírlo todos. Pongo el altavoz.
»¡Paula, Eva! Por favor, acercaros —le pidió a sus hijas.
—Sí, papá ¿quién es?
—Hijas —dijo la voz desde el móvil que había dejado Albert sobre la mesa—, soy yo. Vuestra madre.
El silencio se hizo en todos los adultos que centraban su atención en aquel pequeño rectángulo de plástico y circuitos. Solo unas lejanas risitas de los chicos adornaron el momento de concentración.
—¿Hola? ¿Se me oye?
—Sí, sí —Albert conectó la grabadora del móvil—. Ahora. Te oímos. Estamos todos aquí.
—No sé cómo empezar a decir esto —dijo la voz de mujer desde el altavoz—, pero tengo que hacerlo. Bueno, aquí va.
»Lo siento. Lo siento mucho. Siento arruinaros la cena que estabais disfrutando con vuestro padre. Siento el dolor que os he causado al desaparecer de vuestras vidas cuando erais tan pequeñas, sin explicaciones, sin ofrecer ningún tipo de información hasta ahora. No sois culpables de nada, ninguna de vosotras, ni tampoco vuestro padre que fue el único que intentó que la familia siguiera unida. Solo yo. Solo yo tengo la culpa. Por cobardía usé la única estrategia para solucionar mis problemas: huir. Me equivoqué y ahora pago, con la soledad, mis errores.
»No espero vuestro perdón. Y, por favor, no me busquéis. No lo merezco.
»Vuestro padre fue el amor de mi vida, pero no fue hasta muy tarde que me di cuenta. Es un gran hombre, muy atractivo, generoso, bondadoso y muchas más cosas buenas. Tenerlo siempre en cuenta.
»Gracias y adiós. Ehm… Y feliz Navidad.
Después de eso se cortó la llamada. Albert apagó la grabadora. Sus hijas y sus respectivas parejas tenían los ojos fijos en él.
—¿Cómo estás papá? —Eva fue la primera en aproximarse a él, rodeando su hombro con un brazo y con el otro su embarazo.
—No lo sé —se restregó unos ojos sin lágrimas—. De verdad que no lo sé. Tengo que reflexionar un poco sobre esto.
Albert se levantó de la mesa para volver a sentarse en el sofá. Los ojos mirando al suelo como podrían no estar mirando a nada. Eva se sentó a un lado del anciano y con la mano tendida pidió a su hermana en silencio que les acompañara.
—Vosotros —indicó a los dos hombres en la mesa—, recoged un poco esto, por favor.
Sus dos yernos se pusieron a realizar la tarea de manera discreta y, las dos hermanas abrazaron a su padre en el sofá. Así se quedaron. En silencio, durante un minuto, hasta que apareció la pequeña de la casa.
—Abuelo ¿qué es esto? —la pequeña Mariola traía una cinta VHS con una carátula que ponía «Navidad 1996».
—Recuerdos. Mis recuerdos, pequeña —quiso Albert remarcar mucho aquel “mis”.
—¿Esto cómo se pone? —Mariola ya había localizado un reproductor de cintas VHS bajo la televisión—. ¿Es así?
—¡Eso es mío, niña! —Albert había dejado la condescendencia para su nieta en el cajón del olvido—. Además, tú ni siquiera sales.
La niña se lo tomó como un juego. Vio a su abuelo levantarse del sofá y, este, comenzó a perseguirla por el salón.
—¡Niña! —gritaba Albert desesperado, tratando de alcanzar la cinta—. ¡Que ahí no sale nadie que tú conozcas, megaüenlaputa!
—Seguro que tienes grabado porno y por eso no quieres que lo ponga —seguía riendo Mariola con la cinta en la mano.
Albert pidió ayuda al resto de adultos con la mirada. Juan sujetó a su hija de inmediato por los brazos. Miró sus pupilas dilatadas, ella no paraba de reír de forma descontrolada:
—¡Esteban! —gritó enfurecido Juan—. ¿Qué habéis hecho? ¿Qué mierda os habéis metido?
La chica aprovechó un descuido para zafarse. Empujó a Juan que cayó sobre la enorme barriga de su mujer. Mariola se dio media vuelta y se lanzó a meter la cinta dentro del aparato VHS. Al hacerlo chocó con Esteban que también traía la mirada perdida y una sonrisa absurda en la cara. La inercia llevó a Mariola a encajar la mano en la abertura del aparato reproductor.
—Que poco profesionales, joder —se quejó Juan—. Si ya lo decía Hitchcock «no trabajes con niños, ni con animales».
—¿A quién llamas niño? Que tengo diecinueve años.
—¿Y esta? —preguntó señalando a Mariola que había quedado despatarrada y con la mano desaparecida dentro de un aparato electrónico.
—¡Si es hasta mayor que yo! —se defendió Esteban—. Tiene veinte, o eso me ha dicho. ¿Qué crees? ¿Que le voy dando pirulas a menores?
Eva se levantó del sofá y se sacó un voluminoso cojín de debajo del vestido. Se acercó hasta la muchacha que estaba tendida en el suelo:
—Martín, ayúdame —pidió Eva—. Esta chica tiene una conmoción en la cabeza. Se ha debido golpear en la caída, no le puedo sacar la mano de este cacharro y, encima, va colocada hasta las cejas.
»¿Alguien tiene el teléfono de sus padres, novio o algo? Hay que llevarla a un hospital.
—Señor Albert —trató de explicarse Juan—, Martín y Eva se tienen que llevar a la chica al hospital. Yo me llevo a este con sus padres para que tengan una charla con él. Lamento que la velada no haya salido como se había programado.
—Paula —pidió un sobrepasado Albert—. ¿Y usted? ¿Se quedará un rato más conmigo?
—¿Qué sentido tiene ya?
—Yo solo quería tener unas navidades normales —dijo el viejo con pesadumbre—. Un buen recuerdo. Tenía fotos, vídeos e incluso a mi exmujer admitiendo su culpa por haberme abandonado. Mis hijas, sus familias y yo; celebrando la Navidad como debe ser.
—Creo que debería de llamar a la agencia y dar su versión de los hechos cuanto antes. Decir qué actrices han hecho bien su trabajo y quién no. Vamos, yo tengo claro que reclamaría de inmediato. A ver si le devuelven, por lo menos, una parte de la factura porque ya sabe cómo son estas agencias: una vez trincan el dinero… ya no lo sueltan.
»Si quiere, por asegurarnos, hago yo de la niña pequeña el año que viene. ¿Qué le parece?
Viendo que Albert no contestaba nada, Paula cogió su patinete eléctrico y se perdió en la oscuridad calle abajo.
El anciano Albert sacó otro reproductor de VHS del armario, introdujo la cinta de las Navidades del 96 y se dispuso a verse rodeado de otras personas que tampoco habían sido nunca su familia.
©️ Alberto Jiménez
Muy bueno, felicidades. Me ha gustado. Bien, bien.
ResponderEliminarAutómatas. Inteligencia Artificial. Soledad. Más humanos que los humanos. Alberto es único para escribir de ello... Gracias.
ResponderEliminarQué chulo! No me esperaba ese final. Me ha gustado mucho. Y también el nombre de la niña 😉
ResponderEliminar