La luz de las setas - A. Pardo (Especial Cthulhu 2025)
1862
“La luz de las setas… Esa luz verde, resplandeciente, que destaca en mitad de la noche. Me llama, como si tuviera voz propia, como si quisiera atraerme para embaucarme en un extraño trance.”
Fueron las últimas palabras del anciano mientras deliraba en su lecho. Las setas de las que hablaba estaban conservadas en un frasco de su gabinete. No se marchitaban aunque pasaran los años, ni su luz infernal desaparecía, y sobre todo, no dejaba de recordarle lo sucedido durante aquella funesta expedición. La reina Isabel II encomendó a Juan Castro del Río, biólogo y doctor de la corte, dirigirla poco antes de su trigésimo primer cumpleaños junto a sus aprendices: los hermanos Ramiro y Alonso López. Su misión consistía en averiguar qué fue de un grupo de científicos que se instalaron en las montañas del norte. De manera reciente, en la zona crecía cierto tipo de hongos con propiedades milagrosas para la medicina, sin embargo, tras ser enviados para investigar, jamás regresaron.
Los primeros días se dedicaron a instalar su campamento en el bosque. No había un solo animal ni seres humanos en kilómetros a la redonda. Tan solo una escasa vegetación y el inquietante sosiego de la nada. Los árboles, cuyas copas se alzaban varios metros sobre sus cabezas, cubrían por completo la luz del sol. A pesar de que el verano apenas finalizaba cuando llegaron, un viento helado típico del invierno inundaba la zona por las noches. A veces eran capaces de encender una fogata que les calentase. Las primeras dos semanas se las apañaron para tener un fuego activo por las noches, hasta que se les acabó el aceite con el que solían prender la leña. Los días pasaban, mas no hallaban ni rastro de los científicos. Las provisiones se agotaban, así como su propia noción del tiempo. Los días se resumían en caminar una y otra vez por los mismos lugares hasta caer exhaustos, comer lo mínimo posible con tal de salvar la poca comida restante, y dormir en aquellas tiendas en las que el aire helado se filtraba con facilidad a través de su fina tela. En los momentos más duros, el doctor Castro pensaba en su familia. Dejó a su hijo de dos años al cargo de la sirvienta, ya que su joven esposa desapareció poco después de tenerlo. Si llegara a ocurrirle algo en aquel siniestro bosque, no sabría qué sería del pequeño. Sin embargo no fue él quien sufrió primero a consecuencia de las malas condiciones.
Ramiro López cayó enfermo. Al amanecer, cuando lo descubrieron, fue el único día en que el doctor se atrevió a explorar solo. Si lograba hacerse con las setas milagrosas, tendría una posibilidad de salvarle. De lo contrario, entre la vegetación existían plantas con propiedades medicinales, aunque sabía que las pocas que había se encontraban lejos. Estas últimas servirían para calmar la fiebre. El único problema era que, además, presentaba un síntoma que no había visto hasta la fecha. Su pie izquierdo se cubrió de hongos verdes y marrones de la noche a la mañana, tan grandes que algunos tenían formas similares a las de los champiñones; en la misma pierna tenía restos de quemaduras, como si parte de su piel se hubiera derretido como la cera, y unas heridas que parecían marcas de garras. El doctor Castro se culpó a sí mismo por no haberse dado cuenta, mas tampoco era capaz de adivinar la causa de que aquellos hongos crecieran tan deprisa. A pesar de su agotamiento, la búsqueda prosiguió hasta bien entrada la noche. Era la primera vez que investigaba la zona a tales horas, pero no quedaba otro remedio. Se alejó demasiado del campamento, y en la oscuridad, donde no había más luz que la de su farol que poco a poco se agotaba, no encontraba la forma de guiarse. Su desesperación aumentó hasta que, quizá a la medianoche, halló algo inusual. El viento arrastraba unos polvos brillantes, lo suficiente como para destacar en la negrura. El doctor acercó el farol, y al fijarse de cerca pensó que podría tratarse de esporas. Decidió ir en dirección contraria al viento, y allí las vio por primera vez. Unas setas que brillaban con luz propia en la oscuridad, de un verde tan intenso que sus ojos apenas lo podían creer.
—¡Estas son! —pensó—. Las setas milagrosas.
Podría salvar a Ramiro, no obstante a su mente acudían otras dudas. Si las setas estaban allí, ¿dónde quedaría la primera expedición que fue a por ellas?
Sea como fuere, su prioridad era la vida del aprendiz. Aún temía perderse, de modo que esperó hasta el amanecer para regresar. Con la primera luz del día no le costó reconocer la zona, ni tampoco darse cuenta de que las setas perdían su brillo y se camuflaban entre los hongos comunes y las primeras hojas caídas de los árboles. Sin embargo, por algún motivo, las que tomó para llevárselas conservaban su resplandor.
Jamás hubiera sabido lo que iba a descubrir. Ramiro no estaba. La tienda donde descansaba fue arrasada, la camilla que le prepararon estaba hecha jirones, y en su lugar había un charco de sangre que continuaba en un rastro. El doctor escudriñó su alrededor y encontró a Alonso despavorido, oculto entre unos arbustos.
—¿Y Ramiro? —preguntó alarmado.
—¡Se lo llevaron! ¡No lo vi, era de noche y estaba oscuro, pero era enorme!
—¡¿Y a qué esperas?! ¡Vamos a por él!
Siguieron el rastro de sangre, que por leve que fuera no era nulo. Acabaron montaña arriba, donde la vegetación desaparecía para dejar paso a la roca. Ahí les llamó la atención la entrada de una cueva. No parecía natural, sino que algo gigantesco había penetrado en la montaña para formar tal agujero. Los dos se acercaron. Cuando estuvieron a punto de entrar, el doctor Castro pisó por accidente una masa blanda por fuera y dura por dentro, que sonó como una rama gruesa al partirse. Al mirar hacia abajo se horrorizó al darse cuenta de que aquello era un brazo humano en descomposición. Al fijarse mejor se dio cuenta de que cerca de la entrada había más restos. Cabezas, huesos, piernas, brazos, incluso trocitos de uñas y dedos desperdigados por los alrededores. Mientras Alonso encontraba el panorama repugnante, Castro se fijó en el único torso que quedaba más o menos intacto. No tenía extremidades y faltaba media cabeza, en cuya carne a medio podrir se veía todo un ecosistema compuesto por moscas, larvas de insectos que se introducían en los pocos sesos y piel que quedaban para devorarlas, y lo más inquietante; hongos idénticos a los de Ramiro, con la diferencia de que algunos brillaban como las setas milagrosas que descubrió montaña abajo. La mitad del rostro aún era distinguible, a pesar de la hinchazón y el ojo en blanco a través del cual salía un gusano, por eso el doctor reconoció algo familiar. Se esforzó por contener sus náuseas, y mientras se cubría la nariz con la mano con tal de soportar el olor, observó el reloj de bolsillo que colgaba de los restos de su desgastada chaqueta. En la carcasa había un nombre grabado:
“José de la Cruz y Pastor”.
—Alonso… —llamó, con la voz algo temblorosa.
A pesar de que el aprendiz estuvo a punto de vomitar al observar el cuerpo, el doctor explicó:
—Es el doctor de la Cruz. Conozco ese nombre.
—¿De qué, señor Castro?
—¿Acaso no lo comprendes? Ellos fueron la primera expedición que debía ir en busca de las setas. De la cruz era su líder.
Tras comprender el horror de la situación, Alonso emitió un extraño grito ahogado. Mientras, las dudas del doctor aumentaron: ¿quién o qué habría provocado tal masacre? ¿Sería lo mismo que secuestró a Ramiro?
Sea como fuere, no debía perder más tiempo. El rastro de sangre reciente se adentraba en la cueva, de modo que, pese a la incertidumbre, decidieron seguirlo. Alonso se adelantó en busca de su hermano, mientras el doctor continuaba pensativo. Su paso era más lento porque se fijaba en varios mensajes que vio a lo largo de la entrada. Algunos estaban tallados en la roca, mientras que otros fueron escritos con sangre ya oscurecida y agrietada por el paso del tiempo; no obstante todos indicaban algo similar: «Cuidado, peligro, no entrar, las setas matan, huye, Fungus… »
—¿Fungus? —pensó el doctor.
Sabía que su significado era “hongo” en latín, mas no comprendía a qué hacía referencia esa palabra. De lo que sí estaba seguro era que aquellos mensajes le inquietaban sobremanera. Trató de llamar a Alonso para advertirle, sin embargo, nadie respondió. Preocupado, el doctor corrió cueva adentro.
Ya no quedaba ni rastro de la luz del sol a lo largo del túnel, y en su lugar se veían setas que brillaban con un fuerte resplandor verdoso. Eran cada vez más grandes según se adentraba en las profundidades de la montaña, y a su vez estas solo crecían sobre los huesos humanos desperdigados por los alrededores, y por los restos de más cuerpos en descomposición que inundaban el lugar de una peste insoportable. Castro llegó hasta el final tras descender varios metros. Allí se topó con una serie de cámaras de altos muros excavados en la piedra, repletos de las setas milagrosas entre toda clase de hongos que crecían por el suelo y las paredes. El aire se hallaba cargado de humedad y esporas, lo que dificultaba su respiración. El doctor avanzó, encontrando elementos cada vez más extraños e inquietantes a su paso. Al inicio vio más restos de carne en descomposición, mas no parecían humanos como los del resto de la gruta. Distinguió huesos y órganos de todas las formas y tamaños, lo más probable era que fuesen de animales. Aquel debía ser el motivo por el que no había ni rastro de fauna en todo el bosque. En las paredes distinguió la marca de unas garras gigantescas, como las de una bestia salvaje que marcó su territorio. Entre los profundos surcos de la roca aún quedaban restos de sangre seca. El doctor se preguntó si no sería peligroso seguir explorando; no obstante las vidas de sus aprendices continuaban en riesgo. Pronto descubrió que alguien ya había estado en aquella cueva, y no eran de la primera expedición. Lo supo al encontrar un altar cerca de unos escombros. Estaba fabricado a base de una roca rectangular, y al frente se hallaba una inscripción. Escrito en una letra similar a la que se usaba en el antiguo imperio romano, reconoció una palabra: Azhys. Sobre el altar aún quedaban restos de velas negras a medio derretir, con manchas de cera tibia a su alrededor. Allí vio un libro polvoriento y desgastado, con unos símbolos perturbadores en la portada que el doctor tildó de satánicas. La imagen que se representaba en el centro, en relieve, parecía un árbol siniestro con miles de ramas entrelazadas, ojos, e incluso una boca de dientes afilados. Al intentar abrirlo tuvo que cerrarlo de inmediato porque aseguró que un aura maldita comenzó a rodear el ambiente. Sintió como si una entidad extraña pusiera las manos sobre su cuello y apretara. Castro se santiguó y prosiguió su marcha. Algo más adelante, vio restos de máscaras y antifaces desperdigados. La mayoría estaban hechos pedazos, y bajo algunos distinguió huellas de gran tamaño. Eran similares a las de un reptil, con tres dedos delante y uno detrás, y a juzgar por la profundidad de los agujeros que dejó en la roca debía tener una fuerza descomunal. Sin embargo, lo más extraño acerca de ellas era que desprendían un calor inmenso. Poco después, Castro dio con los restos de lo que debió ser un laboratorio. La mayoría de aparatos, mesas, frascos y apuntes estaban tirados por el suelo. Parecía que los hombres que lo montaron fueron atacados o les ocurrió algo que no sabría identificar. El doctor tomó uno de los montones de papeles, que a pesar de que estaban amarillentos y mohosos en las esquinas, quedaban partes legibles.
“Al fin hemos podido retirarnos al monte, donde nuestra fe a Azhys, la auténtica diosa de la naturaleza, no será despreciada ni mal vista por esos ignorantes cristianos (...)
El equipo al fin está listo. Con el altar podremos celebrar misas y rituales, y con nuestro pequeño laboratorio de alquimia podremos empezar con la tarea que se nos encomendó. Manifestar a Azhys en carne y hueso para que acabe con todos los herejes. (...)"
El doctor leyó varias páginas acerca de los primeros seres humanos que se instalaron en la cueva. Aunque era un hombre de ciencia, de estar acostumbrado a las enfermedades y a ver el interior de un cuerpo humano, se horrorizó al leer acerca de macabros rituales que escapaban a la comprensión de una persona razonable. Allí se realizaban sacrificios humanos, se consumía su carne, incluso se llegaba a secuestrar gente de los núcleos rurales cercanos con tal de llevarlo a cabo. El doctor trató de pensar que ocurrió hace mucho tiempo, hasta que se fijó en la única fecha que no estaba emborronada: 1850. Las últimas anotaciones legibles decían:
“No podemos traer a la diosa a la vida, pero sí al mesías. Uno que supere a Jesús, que someta a los herejes a nuestra voluntad…
Gracias a las propiedades de los hongos de la zona, hemos descubierto una forma. Vamos a manifestar al hijo de Azhys en uno de nuestros compañeros. El elegido ha sido nuestro sacerdote, de quien seguimos cada instrucción para obrar este milagro…
A través de su cuerpo brotan hongos, mas ya no son como esos vulgares que encontramos montaña abajo. ¡Brillan! ¡Emiten una luz propia en la oscuridad! Es tan hermosa como nuestra sagrada divinidad, y lo mejor son sus nuevas propiedades. Es capaz de curar la más mortal de las enfermedades, de sanar cualquier herida, de hacerte ver el mismísimo cielo. Su aroma y sabor son deliciosos, y por si fuera poco, se reproducen bajo la piel en una perfecta simbiosis. ¡El aspecto del sacerdote se ve afectado por su sacra belleza! La vista se le deteriora, apenas soporta la luz del día, pero a cambio vemos mejorías en el resto de sus sentidos. ¡La diosa le acepta como su hijo y nuestro salvador!”
Lo que sucedió a continuación no aparecía escrito en ninguna parte. Castro halló media página arrancada, y la última decía:
“Nunca debimos traer al mesías aquí. Fungus, hijo legítimo de Azhys, aquel que debía llevar a cabo una purga contra los herejes y traernos la salvación, ha escapado a nuestro control. He arrancado algunas hojas del diario con tal de que nadie vuelva a repetir lo que hicimos nosotros. Las setas bioluminiscentes se reproducen a un ritmo alarmante, y temo que si se expanden habrá más como él. Ya es demasiado tarde para destruir nuestra creación.”
Y en el momento en que el doctor terminó de leer, escuchó el estruendo de unas fuertes pisadas. El suelo de la cueva tembló, y entonces, sintió una mano que tiraba de sus pantalones. Castro se sobresaltó, mas no se atemorizó hasta que lo vio. Era Alonso, que llegó arrastrándose desde otro lugar más profundo de la gruta. Sus piernas no estaban. Hacia la mitad de los muslos presentaba marcas de dientes que indicaban que fueron devoradas, a excepción de parte del hueso que colgaba a medio romper. En la carne que formaba la herida brotaban pequeños hongos verdes y marrones, los mismos que tuvo Ramiro, mezclados con la sangre que dejaba al arrastrarse. El doctor exclamó:
—¡Alonso!
—Señor Castro… Huya…
—¡¿Qué ha pasado?!
—No grite… Puede oírnos…
—¿Quién?
Un rugido gutural surgió de las profundidades de la cueva. El estruendo que provocó fue tan grande que el doctor estuvo a punto de perder la audición.
—Corra… y que no le oiga… —susurró Alonso, que ni siquiera tenía fuerzas para hablar.
—¿Pero y Ramiro? ¿Y tú?
—Se lo comió, lo vi… Se lo suplico, huya.
Un segundo rugido sonó más cerca. El doctor giró despacio su cabeza, y ante sus ojos lo vio venir. Un horror tan grande que le perseguiría durante el resto de su vida. Aparecía en sus pesadillas, en alucinaciones, se había despertado miles de noches gritando porque aseguraba que aquello le devoraría. La única forma de olvidarlo era por medio de las drogas, o aspirando el polvillo que desprendían las setas brillantes que conservaba.
Aquello fue lo que ocurrió con el sacerdote del que hablaban las notas; el causante de la masacre de la primera expedición, del culto macabro de Azhys y de los animales que merodeaban por la zona. El temido “Fungus”, cuyo nombre aparecía en las paredes de la cueva y en los papeles. Era una criatura de diez metros de alto con forma de hongo. No tenía ojos, mas sí dos orificios nasales triangulares, similares a los de una serpiente, y dos largas orejas que caían hacia abajo como dos cartílagos colgantes. Su gigantesca boca salivaba de forma constante, y presentaba tres filas de dientes afilados como dagas. El sombrero, al igual que el de las setas comunes, era marrón, sin embargo encima tenía cicatrices y otras setas más pequeñas que crecían encima; las mismas que brillaban en la oscuridad y que presentaban todos los cadáveres de la zona. El resto del cuerpo era blanco, curvado, con unos brazos pequeños de garras afiladas, cuyas uñas eran del mismo tamaño que un torso humano. Las patas, poderosas y fuertes, se curvaban hacia atrás en una extraña estructura ósea, y sus pies tenían tres garras ensangrentadas delante y una atrás. Por cada uno de sus pasos el suelo temblaba. Sus babas caían justo debajo de sus pies, y cuando ocurría soltaba humo y se creaba la forma de sus huellas. Debía ser tan corrosiva que era capaz de deshacer la roca que pisaba. El monstruo olisqueó el ambiente, y se detuvo al lado del doctor y lo que quedaba de su ayudante. Aterrado, Castro gritó en un acto reflejo, y aquel horrible ser emitió su rugido frente a él. Agachó su grotesca cabeza, y de un bocado le arrancó la cabeza a Alonso. Tiró con tal fuerza que se llevó consigo la columna vertebral. Al masticar se oía el crujido de los huesos al partirse con facilidad, y una vez que la criatura se hubo tragado la carne, los ojos y sorbido el cerebro junto a la médula espinal, escupió los restos del cráneo y las vértebras. Paralizado, el doctor contempló cómo de los huesos empezaban a brotar las setas milagrosas, que crecieron a una velocidad de vértigo. Todo lo que se le ocurrió fue huir. Corrió tan deprisa como le permitieron sus piernas, sin embargo la criatura debió darse cuenta de sus intenciones. El monstruo le siguió, pisándole los talones.
El túnel por el que entró quedaba cuesta arriba, pero no era largo. Castro pensó que iba a morir, que no había escapatoria posible. De pronto sintió que algo tiraba de él. Estuvo a punto de darle un ataque al corazón cuando le vio detrás de él, a tan solo unos centímetros de su rostro con las fauces abiertas. Castro reaccionó, sin embargo, no pudo impedir que le alcanzara. La criatura se llevó su mano derecha de un solo bocado, y en los restos de su muñeca comenzaron a brotar los temibles hongos verdes. El dolor era insoportable, sin embargo el doctor no podía detenerse. Llegó hasta la salida de la gruta, con el temor de ser incapaz de pensar en un plan que le salvara. Salió de todas formas y siguió huyendo; no obstante, le sorprendió lo que sucedió.
Fungus se hallaba cerca de la salida de la cueva. Castro veía su temible figura desde el exterior, sin embargo este no se atrevía a salir. El doctor continuó su huida todo lo lejos que pudo. Se alejó del bosque, descendió la montaña, y no se tranquilizó hasta encontrarse lo bastante lejos. Aún era de día, quizás a punto de anochecer, cuando su propio cansancio le impedía caminar. Jamás imaginó que semejante engendro temería algo tan común como la luz del sol.
Exhausto, avanzó por los caminos. No le importó dejar atrás el campamento o las notas de su propia investigación. Lo que descubrió allí era algo que ningún otro ser humano debería conocer. No sabía dónde podría estar, sin embargo se sentía mareado. La herida presentaba una horrible quemadura, causada por la saliva ácida de la criatura. Su piel y su carne se derretían como la cera. Las setas que crecían sobre ella, al igual que hicieron con Ramiro, le provocaron una fiebre súbita. Por alguna razón, se le ocurrió gritar. Alguien debía escucharle, aunque nunca vio a un solo ser humano que se atreviera a adentrarse tanto en el bosque. Cuando el agotamiento le derrotó, sus últimos pensamientos fueron sobre los aprendices que acababa de perder, y sobre su joven esposa a la que no volvería a ver.
El doctor Juan Castro nunca supo cuántos días estuvo inconsciente. Despertó en un lugar ajeno, hasta que descubrió que era un pueblo cercano a las montañas donde estuvo. Alguien debió encontrarle y llevarle hasta ahí. Su fiebre había disminuido, pero su mano no estaba. En su lugar quedaba un muñón vendado, del cual sobresalían unos pequeños hongos marrones. Alarmado, Castro tomó una decisión. Con la ayuda del médico del pueblo se cortó el brazo del codo en adelante, y le ordenó que lo incinerase de inmediato. El dolor le mantuvo toda la noche despierto; no obstante era preferible a arriesgarse a esparcir aquellas setas diabólicas.
Pasó unos días más en el pueblo. Una de sus decisiones respecto a lo que debía hacer era evidente: nadie debía saber lo que ocurrió. Se llevaría el secreto a la tumba, mentiría a la reina diciendo que sus ayudantes murieron por inanición y enfermedades, que las condiciones del lugar eran tan malas resultaría imposible que cualquier forma de vida prosperase. Nadie vería los mismos horrores que él, ni descubriría la existencia de aquellas setas diabólicas. Cuanto más se detenía a pensar en ellas, más le inquietaba. Crecían solo en carne viva. Surgían de cada bocado del monstruo, incluso se atrevería a decir que soltaba esporas por sí solo de lo cargado que estaba el aire de la gruta. En pleno ataque de ansiedad se le ocurrió que las setas luminiscentes podrían crecer hasta convertirse en más criaturas como aquella. Al ritmo en el que se reproducían era posible, y si se marchaba sin más, podría haber una colonia de monstruos fúngicos que arrasarían todos los pueblos en busca de alimento.
El doctor pidió ayuda. Tuvo que mentir a las gentes del pueblo y explicar que los animales del bosque estaban desapareciendo por culpa de una plaga de alimañas. Se inventó una historia creíble pero supersticiosa, lo suficiente como para que le creyeran. El primer hombre del pueblo que le siguió fue un cazador local. Él fue quien rescató al doctor, ya que le encontró porque no había presas en el bosque y decidió adentrarse a pesar de los riesgos. Luego se sumaron los ganaderos, cuyos cerdos y vacas solían desaparecer de forma misteriosa por las noches. Poco a poco todos se prestaron a ayudar a Juan Castro. Después les indicó lo que haría, les prometió una gran suma de dinero a cambio, y les guio hasta la entrada de la cueva una mañana. Trajeron grandes cantidades de pólvora y un pequeño cañón, con el que pretendían destruirla. El sonido de los disparos provocó un gran estruendo. Hubo tantos que la montaña estuvo a punto de derrumbarse; no obstante las rocas cubrieron por completo el agujero. Castro suspiró tranquilo, mas sabía que su tarea no estaba finalizada. Faltaban los hongos que crecían en torno a los cadáveres del exterior, y aquellos que descubrió la primera noche que exploró solo. Mandó que se llevaran los cuerpos para quemarlos. Entretanto, el doctor avanzó, con una antorcha en mano, en busca de las setas brillantes que descubrió aisladas. Hasta que el sol se ocultó tras el horizonte no fue capaz de distinguirlas. Eran hermosas, su luz le llamaba como si poseyeran voz propia, sin embargo no podía dejarlas ahí. Acercó la antorcha, dispuesto a ahogar su resplandor en las llamas, y entonces se sobresaltó. Al iluminarlas y escarbar para apartar los restos de tierra y hojas, vio un rostro humano. Estaba medio descompuesto, pero fue capaz de distinguir unas mejillas rellenas repletas de agujeros, arrugas y unos ojos en blanco salidos de sus órbitas. Decidió desenterrarlo. Las setas brillantes crecían arraigadas a su cuerpo, mas este se hallaba en mejor estado que los de la cueva. El doctor se fijó en que vestía unas prendas ceremoniales, no muy diferentes a las del sacerdote de una iglesia, salvo por las cruces cristianas invertidas. En su brazo izquierdo vio varios tatuajes. Los mismos símbolos extraños que presentaba el libro macabro de los adoradores de Azhys, el mismo nombre de la divinidad escrito en su antebrazo, y en el cuello un collar con inscripciones en latín. Reconoció en él al sacerdote de los experimentos del culto. A pesar de la inquietud, el doctor empezó a recoger las ramas caídas de los alrededores. Las tiró sobre el cuerpo, sacó una petaca que contenía aceite inflamable y la vació. Después acercó la antorcha y vio arder el cuerpo en mitad de la noche. Por unos instantes, juró que sus dedos y su boca se movían, como si en el fondo aún tuviera vida y se negara a ser incinerado.
EPÍLOGO
Era una tarde de invierno del año 1892. Benjamín se acercó hasta la tumba de su padre, enterrado hacía apenas seis días. Del bolsillo de su abrigo sacó un pequeño frasco, el cual contenía una seta brillante. Aquella fue la causa de la locura de su padre, se dijo, ergo debía destruirla antes de que cayera en malas manos.
Dos días atrás había dado con el viejo diario del doctor Castro. Aunque él mismo se prometió no revelar a nadie el secreto de la cueva y los hongos, era una carga tan pesada que terminó dejándolo por escrito en un cuaderno que contenía sus memorias. El testamento indicaba que solo Benjamín podría leerlo, y en cuanto lo hizo al fin comprendió todo. Sintió que debía tener una conversación con él, sin embargo lo único que podía hacer era visitar su nicho. Confiaba en que su alma, que le observaba desde el cielo, le escuchara.
—Padre… ¿Supiste alguna vez que madre fue secuestrada por los sectarios que descubriste? Encontramos sus restos hace un año, pero no te contamos nada porque bastante tenías con tus problemas.
Aunque no llegó a conocerla, Benjamín tampoco dejaba de pensar en la historia que descubrió acerca de su madre. Fue captada desde el momento en que supieron que era la hija de uno de sus mayores objetivos, y aprovecharon que era una joven atrapada en un matrimonio concertado para atraerla con engaños y promesas de libertad. A raíz de ahí investigó el maldito culto de Azhys, y de nuevo volvió a aparecer para atormentar a su padre. Tocó la fría pared del nicho, y habló con determinación:
—Juro que no descansaré hasta acabar con el culto de Azhys. Aunque me lleve toda una vida, estoy dispuesto a vengaros.
Fueron las últimas palabras del anciano mientras deliraba en su lecho. Las setas de las que hablaba estaban conservadas en un frasco de su gabinete. No se marchitaban aunque pasaran los años, ni su luz infernal desaparecía, y sobre todo, no dejaba de recordarle lo sucedido durante aquella funesta expedición. La reina Isabel II encomendó a Juan Castro del Río, biólogo y doctor de la corte, dirigirla poco antes de su trigésimo primer cumpleaños junto a sus aprendices: los hermanos Ramiro y Alonso López. Su misión consistía en averiguar qué fue de un grupo de científicos que se instalaron en las montañas del norte. De manera reciente, en la zona crecía cierto tipo de hongos con propiedades milagrosas para la medicina, sin embargo, tras ser enviados para investigar, jamás regresaron.
Los primeros días se dedicaron a instalar su campamento en el bosque. No había un solo animal ni seres humanos en kilómetros a la redonda. Tan solo una escasa vegetación y el inquietante sosiego de la nada. Los árboles, cuyas copas se alzaban varios metros sobre sus cabezas, cubrían por completo la luz del sol. A pesar de que el verano apenas finalizaba cuando llegaron, un viento helado típico del invierno inundaba la zona por las noches. A veces eran capaces de encender una fogata que les calentase. Las primeras dos semanas se las apañaron para tener un fuego activo por las noches, hasta que se les acabó el aceite con el que solían prender la leña. Los días pasaban, mas no hallaban ni rastro de los científicos. Las provisiones se agotaban, así como su propia noción del tiempo. Los días se resumían en caminar una y otra vez por los mismos lugares hasta caer exhaustos, comer lo mínimo posible con tal de salvar la poca comida restante, y dormir en aquellas tiendas en las que el aire helado se filtraba con facilidad a través de su fina tela. En los momentos más duros, el doctor Castro pensaba en su familia. Dejó a su hijo de dos años al cargo de la sirvienta, ya que su joven esposa desapareció poco después de tenerlo. Si llegara a ocurrirle algo en aquel siniestro bosque, no sabría qué sería del pequeño. Sin embargo no fue él quien sufrió primero a consecuencia de las malas condiciones.
Ramiro López cayó enfermo. Al amanecer, cuando lo descubrieron, fue el único día en que el doctor se atrevió a explorar solo. Si lograba hacerse con las setas milagrosas, tendría una posibilidad de salvarle. De lo contrario, entre la vegetación existían plantas con propiedades medicinales, aunque sabía que las pocas que había se encontraban lejos. Estas últimas servirían para calmar la fiebre. El único problema era que, además, presentaba un síntoma que no había visto hasta la fecha. Su pie izquierdo se cubrió de hongos verdes y marrones de la noche a la mañana, tan grandes que algunos tenían formas similares a las de los champiñones; en la misma pierna tenía restos de quemaduras, como si parte de su piel se hubiera derretido como la cera, y unas heridas que parecían marcas de garras. El doctor Castro se culpó a sí mismo por no haberse dado cuenta, mas tampoco era capaz de adivinar la causa de que aquellos hongos crecieran tan deprisa. A pesar de su agotamiento, la búsqueda prosiguió hasta bien entrada la noche. Era la primera vez que investigaba la zona a tales horas, pero no quedaba otro remedio. Se alejó demasiado del campamento, y en la oscuridad, donde no había más luz que la de su farol que poco a poco se agotaba, no encontraba la forma de guiarse. Su desesperación aumentó hasta que, quizá a la medianoche, halló algo inusual. El viento arrastraba unos polvos brillantes, lo suficiente como para destacar en la negrura. El doctor acercó el farol, y al fijarse de cerca pensó que podría tratarse de esporas. Decidió ir en dirección contraria al viento, y allí las vio por primera vez. Unas setas que brillaban con luz propia en la oscuridad, de un verde tan intenso que sus ojos apenas lo podían creer.
—¡Estas son! —pensó—. Las setas milagrosas.
Podría salvar a Ramiro, no obstante a su mente acudían otras dudas. Si las setas estaban allí, ¿dónde quedaría la primera expedición que fue a por ellas?
Sea como fuere, su prioridad era la vida del aprendiz. Aún temía perderse, de modo que esperó hasta el amanecer para regresar. Con la primera luz del día no le costó reconocer la zona, ni tampoco darse cuenta de que las setas perdían su brillo y se camuflaban entre los hongos comunes y las primeras hojas caídas de los árboles. Sin embargo, por algún motivo, las que tomó para llevárselas conservaban su resplandor.
Jamás hubiera sabido lo que iba a descubrir. Ramiro no estaba. La tienda donde descansaba fue arrasada, la camilla que le prepararon estaba hecha jirones, y en su lugar había un charco de sangre que continuaba en un rastro. El doctor escudriñó su alrededor y encontró a Alonso despavorido, oculto entre unos arbustos.
—¿Y Ramiro? —preguntó alarmado.
—¡Se lo llevaron! ¡No lo vi, era de noche y estaba oscuro, pero era enorme!
—¡¿Y a qué esperas?! ¡Vamos a por él!
Siguieron el rastro de sangre, que por leve que fuera no era nulo. Acabaron montaña arriba, donde la vegetación desaparecía para dejar paso a la roca. Ahí les llamó la atención la entrada de una cueva. No parecía natural, sino que algo gigantesco había penetrado en la montaña para formar tal agujero. Los dos se acercaron. Cuando estuvieron a punto de entrar, el doctor Castro pisó por accidente una masa blanda por fuera y dura por dentro, que sonó como una rama gruesa al partirse. Al mirar hacia abajo se horrorizó al darse cuenta de que aquello era un brazo humano en descomposición. Al fijarse mejor se dio cuenta de que cerca de la entrada había más restos. Cabezas, huesos, piernas, brazos, incluso trocitos de uñas y dedos desperdigados por los alrededores. Mientras Alonso encontraba el panorama repugnante, Castro se fijó en el único torso que quedaba más o menos intacto. No tenía extremidades y faltaba media cabeza, en cuya carne a medio podrir se veía todo un ecosistema compuesto por moscas, larvas de insectos que se introducían en los pocos sesos y piel que quedaban para devorarlas, y lo más inquietante; hongos idénticos a los de Ramiro, con la diferencia de que algunos brillaban como las setas milagrosas que descubrió montaña abajo. La mitad del rostro aún era distinguible, a pesar de la hinchazón y el ojo en blanco a través del cual salía un gusano, por eso el doctor reconoció algo familiar. Se esforzó por contener sus náuseas, y mientras se cubría la nariz con la mano con tal de soportar el olor, observó el reloj de bolsillo que colgaba de los restos de su desgastada chaqueta. En la carcasa había un nombre grabado:
“José de la Cruz y Pastor”.
—Alonso… —llamó, con la voz algo temblorosa.
A pesar de que el aprendiz estuvo a punto de vomitar al observar el cuerpo, el doctor explicó:
—Es el doctor de la Cruz. Conozco ese nombre.
—¿De qué, señor Castro?
—¿Acaso no lo comprendes? Ellos fueron la primera expedición que debía ir en busca de las setas. De la cruz era su líder.
Tras comprender el horror de la situación, Alonso emitió un extraño grito ahogado. Mientras, las dudas del doctor aumentaron: ¿quién o qué habría provocado tal masacre? ¿Sería lo mismo que secuestró a Ramiro?
Sea como fuere, no debía perder más tiempo. El rastro de sangre reciente se adentraba en la cueva, de modo que, pese a la incertidumbre, decidieron seguirlo. Alonso se adelantó en busca de su hermano, mientras el doctor continuaba pensativo. Su paso era más lento porque se fijaba en varios mensajes que vio a lo largo de la entrada. Algunos estaban tallados en la roca, mientras que otros fueron escritos con sangre ya oscurecida y agrietada por el paso del tiempo; no obstante todos indicaban algo similar: «Cuidado, peligro, no entrar, las setas matan, huye, Fungus… »
—¿Fungus? —pensó el doctor.
Sabía que su significado era “hongo” en latín, mas no comprendía a qué hacía referencia esa palabra. De lo que sí estaba seguro era que aquellos mensajes le inquietaban sobremanera. Trató de llamar a Alonso para advertirle, sin embargo, nadie respondió. Preocupado, el doctor corrió cueva adentro.
Ya no quedaba ni rastro de la luz del sol a lo largo del túnel, y en su lugar se veían setas que brillaban con un fuerte resplandor verdoso. Eran cada vez más grandes según se adentraba en las profundidades de la montaña, y a su vez estas solo crecían sobre los huesos humanos desperdigados por los alrededores, y por los restos de más cuerpos en descomposición que inundaban el lugar de una peste insoportable. Castro llegó hasta el final tras descender varios metros. Allí se topó con una serie de cámaras de altos muros excavados en la piedra, repletos de las setas milagrosas entre toda clase de hongos que crecían por el suelo y las paredes. El aire se hallaba cargado de humedad y esporas, lo que dificultaba su respiración. El doctor avanzó, encontrando elementos cada vez más extraños e inquietantes a su paso. Al inicio vio más restos de carne en descomposición, mas no parecían humanos como los del resto de la gruta. Distinguió huesos y órganos de todas las formas y tamaños, lo más probable era que fuesen de animales. Aquel debía ser el motivo por el que no había ni rastro de fauna en todo el bosque. En las paredes distinguió la marca de unas garras gigantescas, como las de una bestia salvaje que marcó su territorio. Entre los profundos surcos de la roca aún quedaban restos de sangre seca. El doctor se preguntó si no sería peligroso seguir explorando; no obstante las vidas de sus aprendices continuaban en riesgo. Pronto descubrió que alguien ya había estado en aquella cueva, y no eran de la primera expedición. Lo supo al encontrar un altar cerca de unos escombros. Estaba fabricado a base de una roca rectangular, y al frente se hallaba una inscripción. Escrito en una letra similar a la que se usaba en el antiguo imperio romano, reconoció una palabra: Azhys. Sobre el altar aún quedaban restos de velas negras a medio derretir, con manchas de cera tibia a su alrededor. Allí vio un libro polvoriento y desgastado, con unos símbolos perturbadores en la portada que el doctor tildó de satánicas. La imagen que se representaba en el centro, en relieve, parecía un árbol siniestro con miles de ramas entrelazadas, ojos, e incluso una boca de dientes afilados. Al intentar abrirlo tuvo que cerrarlo de inmediato porque aseguró que un aura maldita comenzó a rodear el ambiente. Sintió como si una entidad extraña pusiera las manos sobre su cuello y apretara. Castro se santiguó y prosiguió su marcha. Algo más adelante, vio restos de máscaras y antifaces desperdigados. La mayoría estaban hechos pedazos, y bajo algunos distinguió huellas de gran tamaño. Eran similares a las de un reptil, con tres dedos delante y uno detrás, y a juzgar por la profundidad de los agujeros que dejó en la roca debía tener una fuerza descomunal. Sin embargo, lo más extraño acerca de ellas era que desprendían un calor inmenso. Poco después, Castro dio con los restos de lo que debió ser un laboratorio. La mayoría de aparatos, mesas, frascos y apuntes estaban tirados por el suelo. Parecía que los hombres que lo montaron fueron atacados o les ocurrió algo que no sabría identificar. El doctor tomó uno de los montones de papeles, que a pesar de que estaban amarillentos y mohosos en las esquinas, quedaban partes legibles.
“Al fin hemos podido retirarnos al monte, donde nuestra fe a Azhys, la auténtica diosa de la naturaleza, no será despreciada ni mal vista por esos ignorantes cristianos (...)
El equipo al fin está listo. Con el altar podremos celebrar misas y rituales, y con nuestro pequeño laboratorio de alquimia podremos empezar con la tarea que se nos encomendó. Manifestar a Azhys en carne y hueso para que acabe con todos los herejes. (...)"
El doctor leyó varias páginas acerca de los primeros seres humanos que se instalaron en la cueva. Aunque era un hombre de ciencia, de estar acostumbrado a las enfermedades y a ver el interior de un cuerpo humano, se horrorizó al leer acerca de macabros rituales que escapaban a la comprensión de una persona razonable. Allí se realizaban sacrificios humanos, se consumía su carne, incluso se llegaba a secuestrar gente de los núcleos rurales cercanos con tal de llevarlo a cabo. El doctor trató de pensar que ocurrió hace mucho tiempo, hasta que se fijó en la única fecha que no estaba emborronada: 1850. Las últimas anotaciones legibles decían:
“No podemos traer a la diosa a la vida, pero sí al mesías. Uno que supere a Jesús, que someta a los herejes a nuestra voluntad…
Gracias a las propiedades de los hongos de la zona, hemos descubierto una forma. Vamos a manifestar al hijo de Azhys en uno de nuestros compañeros. El elegido ha sido nuestro sacerdote, de quien seguimos cada instrucción para obrar este milagro…
A través de su cuerpo brotan hongos, mas ya no son como esos vulgares que encontramos montaña abajo. ¡Brillan! ¡Emiten una luz propia en la oscuridad! Es tan hermosa como nuestra sagrada divinidad, y lo mejor son sus nuevas propiedades. Es capaz de curar la más mortal de las enfermedades, de sanar cualquier herida, de hacerte ver el mismísimo cielo. Su aroma y sabor son deliciosos, y por si fuera poco, se reproducen bajo la piel en una perfecta simbiosis. ¡El aspecto del sacerdote se ve afectado por su sacra belleza! La vista se le deteriora, apenas soporta la luz del día, pero a cambio vemos mejorías en el resto de sus sentidos. ¡La diosa le acepta como su hijo y nuestro salvador!”
Lo que sucedió a continuación no aparecía escrito en ninguna parte. Castro halló media página arrancada, y la última decía:
“Nunca debimos traer al mesías aquí. Fungus, hijo legítimo de Azhys, aquel que debía llevar a cabo una purga contra los herejes y traernos la salvación, ha escapado a nuestro control. He arrancado algunas hojas del diario con tal de que nadie vuelva a repetir lo que hicimos nosotros. Las setas bioluminiscentes se reproducen a un ritmo alarmante, y temo que si se expanden habrá más como él. Ya es demasiado tarde para destruir nuestra creación.”
Y en el momento en que el doctor terminó de leer, escuchó el estruendo de unas fuertes pisadas. El suelo de la cueva tembló, y entonces, sintió una mano que tiraba de sus pantalones. Castro se sobresaltó, mas no se atemorizó hasta que lo vio. Era Alonso, que llegó arrastrándose desde otro lugar más profundo de la gruta. Sus piernas no estaban. Hacia la mitad de los muslos presentaba marcas de dientes que indicaban que fueron devoradas, a excepción de parte del hueso que colgaba a medio romper. En la carne que formaba la herida brotaban pequeños hongos verdes y marrones, los mismos que tuvo Ramiro, mezclados con la sangre que dejaba al arrastrarse. El doctor exclamó:
—¡Alonso!
—Señor Castro… Huya…
—¡¿Qué ha pasado?!
—No grite… Puede oírnos…
—¿Quién?
Un rugido gutural surgió de las profundidades de la cueva. El estruendo que provocó fue tan grande que el doctor estuvo a punto de perder la audición.
—Corra… y que no le oiga… —susurró Alonso, que ni siquiera tenía fuerzas para hablar.
—¿Pero y Ramiro? ¿Y tú?
—Se lo comió, lo vi… Se lo suplico, huya.
Un segundo rugido sonó más cerca. El doctor giró despacio su cabeza, y ante sus ojos lo vio venir. Un horror tan grande que le perseguiría durante el resto de su vida. Aparecía en sus pesadillas, en alucinaciones, se había despertado miles de noches gritando porque aseguraba que aquello le devoraría. La única forma de olvidarlo era por medio de las drogas, o aspirando el polvillo que desprendían las setas brillantes que conservaba.
Aquello fue lo que ocurrió con el sacerdote del que hablaban las notas; el causante de la masacre de la primera expedición, del culto macabro de Azhys y de los animales que merodeaban por la zona. El temido “Fungus”, cuyo nombre aparecía en las paredes de la cueva y en los papeles. Era una criatura de diez metros de alto con forma de hongo. No tenía ojos, mas sí dos orificios nasales triangulares, similares a los de una serpiente, y dos largas orejas que caían hacia abajo como dos cartílagos colgantes. Su gigantesca boca salivaba de forma constante, y presentaba tres filas de dientes afilados como dagas. El sombrero, al igual que el de las setas comunes, era marrón, sin embargo encima tenía cicatrices y otras setas más pequeñas que crecían encima; las mismas que brillaban en la oscuridad y que presentaban todos los cadáveres de la zona. El resto del cuerpo era blanco, curvado, con unos brazos pequeños de garras afiladas, cuyas uñas eran del mismo tamaño que un torso humano. Las patas, poderosas y fuertes, se curvaban hacia atrás en una extraña estructura ósea, y sus pies tenían tres garras ensangrentadas delante y una atrás. Por cada uno de sus pasos el suelo temblaba. Sus babas caían justo debajo de sus pies, y cuando ocurría soltaba humo y se creaba la forma de sus huellas. Debía ser tan corrosiva que era capaz de deshacer la roca que pisaba. El monstruo olisqueó el ambiente, y se detuvo al lado del doctor y lo que quedaba de su ayudante. Aterrado, Castro gritó en un acto reflejo, y aquel horrible ser emitió su rugido frente a él. Agachó su grotesca cabeza, y de un bocado le arrancó la cabeza a Alonso. Tiró con tal fuerza que se llevó consigo la columna vertebral. Al masticar se oía el crujido de los huesos al partirse con facilidad, y una vez que la criatura se hubo tragado la carne, los ojos y sorbido el cerebro junto a la médula espinal, escupió los restos del cráneo y las vértebras. Paralizado, el doctor contempló cómo de los huesos empezaban a brotar las setas milagrosas, que crecieron a una velocidad de vértigo. Todo lo que se le ocurrió fue huir. Corrió tan deprisa como le permitieron sus piernas, sin embargo la criatura debió darse cuenta de sus intenciones. El monstruo le siguió, pisándole los talones.
El túnel por el que entró quedaba cuesta arriba, pero no era largo. Castro pensó que iba a morir, que no había escapatoria posible. De pronto sintió que algo tiraba de él. Estuvo a punto de darle un ataque al corazón cuando le vio detrás de él, a tan solo unos centímetros de su rostro con las fauces abiertas. Castro reaccionó, sin embargo, no pudo impedir que le alcanzara. La criatura se llevó su mano derecha de un solo bocado, y en los restos de su muñeca comenzaron a brotar los temibles hongos verdes. El dolor era insoportable, sin embargo el doctor no podía detenerse. Llegó hasta la salida de la gruta, con el temor de ser incapaz de pensar en un plan que le salvara. Salió de todas formas y siguió huyendo; no obstante, le sorprendió lo que sucedió.
Fungus se hallaba cerca de la salida de la cueva. Castro veía su temible figura desde el exterior, sin embargo este no se atrevía a salir. El doctor continuó su huida todo lo lejos que pudo. Se alejó del bosque, descendió la montaña, y no se tranquilizó hasta encontrarse lo bastante lejos. Aún era de día, quizás a punto de anochecer, cuando su propio cansancio le impedía caminar. Jamás imaginó que semejante engendro temería algo tan común como la luz del sol.
Exhausto, avanzó por los caminos. No le importó dejar atrás el campamento o las notas de su propia investigación. Lo que descubrió allí era algo que ningún otro ser humano debería conocer. No sabía dónde podría estar, sin embargo se sentía mareado. La herida presentaba una horrible quemadura, causada por la saliva ácida de la criatura. Su piel y su carne se derretían como la cera. Las setas que crecían sobre ella, al igual que hicieron con Ramiro, le provocaron una fiebre súbita. Por alguna razón, se le ocurrió gritar. Alguien debía escucharle, aunque nunca vio a un solo ser humano que se atreviera a adentrarse tanto en el bosque. Cuando el agotamiento le derrotó, sus últimos pensamientos fueron sobre los aprendices que acababa de perder, y sobre su joven esposa a la que no volvería a ver.
El doctor Juan Castro nunca supo cuántos días estuvo inconsciente. Despertó en un lugar ajeno, hasta que descubrió que era un pueblo cercano a las montañas donde estuvo. Alguien debió encontrarle y llevarle hasta ahí. Su fiebre había disminuido, pero su mano no estaba. En su lugar quedaba un muñón vendado, del cual sobresalían unos pequeños hongos marrones. Alarmado, Castro tomó una decisión. Con la ayuda del médico del pueblo se cortó el brazo del codo en adelante, y le ordenó que lo incinerase de inmediato. El dolor le mantuvo toda la noche despierto; no obstante era preferible a arriesgarse a esparcir aquellas setas diabólicas.
Pasó unos días más en el pueblo. Una de sus decisiones respecto a lo que debía hacer era evidente: nadie debía saber lo que ocurrió. Se llevaría el secreto a la tumba, mentiría a la reina diciendo que sus ayudantes murieron por inanición y enfermedades, que las condiciones del lugar eran tan malas resultaría imposible que cualquier forma de vida prosperase. Nadie vería los mismos horrores que él, ni descubriría la existencia de aquellas setas diabólicas. Cuanto más se detenía a pensar en ellas, más le inquietaba. Crecían solo en carne viva. Surgían de cada bocado del monstruo, incluso se atrevería a decir que soltaba esporas por sí solo de lo cargado que estaba el aire de la gruta. En pleno ataque de ansiedad se le ocurrió que las setas luminiscentes podrían crecer hasta convertirse en más criaturas como aquella. Al ritmo en el que se reproducían era posible, y si se marchaba sin más, podría haber una colonia de monstruos fúngicos que arrasarían todos los pueblos en busca de alimento.
El doctor pidió ayuda. Tuvo que mentir a las gentes del pueblo y explicar que los animales del bosque estaban desapareciendo por culpa de una plaga de alimañas. Se inventó una historia creíble pero supersticiosa, lo suficiente como para que le creyeran. El primer hombre del pueblo que le siguió fue un cazador local. Él fue quien rescató al doctor, ya que le encontró porque no había presas en el bosque y decidió adentrarse a pesar de los riesgos. Luego se sumaron los ganaderos, cuyos cerdos y vacas solían desaparecer de forma misteriosa por las noches. Poco a poco todos se prestaron a ayudar a Juan Castro. Después les indicó lo que haría, les prometió una gran suma de dinero a cambio, y les guio hasta la entrada de la cueva una mañana. Trajeron grandes cantidades de pólvora y un pequeño cañón, con el que pretendían destruirla. El sonido de los disparos provocó un gran estruendo. Hubo tantos que la montaña estuvo a punto de derrumbarse; no obstante las rocas cubrieron por completo el agujero. Castro suspiró tranquilo, mas sabía que su tarea no estaba finalizada. Faltaban los hongos que crecían en torno a los cadáveres del exterior, y aquellos que descubrió la primera noche que exploró solo. Mandó que se llevaran los cuerpos para quemarlos. Entretanto, el doctor avanzó, con una antorcha en mano, en busca de las setas brillantes que descubrió aisladas. Hasta que el sol se ocultó tras el horizonte no fue capaz de distinguirlas. Eran hermosas, su luz le llamaba como si poseyeran voz propia, sin embargo no podía dejarlas ahí. Acercó la antorcha, dispuesto a ahogar su resplandor en las llamas, y entonces se sobresaltó. Al iluminarlas y escarbar para apartar los restos de tierra y hojas, vio un rostro humano. Estaba medio descompuesto, pero fue capaz de distinguir unas mejillas rellenas repletas de agujeros, arrugas y unos ojos en blanco salidos de sus órbitas. Decidió desenterrarlo. Las setas brillantes crecían arraigadas a su cuerpo, mas este se hallaba en mejor estado que los de la cueva. El doctor se fijó en que vestía unas prendas ceremoniales, no muy diferentes a las del sacerdote de una iglesia, salvo por las cruces cristianas invertidas. En su brazo izquierdo vio varios tatuajes. Los mismos símbolos extraños que presentaba el libro macabro de los adoradores de Azhys, el mismo nombre de la divinidad escrito en su antebrazo, y en el cuello un collar con inscripciones en latín. Reconoció en él al sacerdote de los experimentos del culto. A pesar de la inquietud, el doctor empezó a recoger las ramas caídas de los alrededores. Las tiró sobre el cuerpo, sacó una petaca que contenía aceite inflamable y la vació. Después acercó la antorcha y vio arder el cuerpo en mitad de la noche. Por unos instantes, juró que sus dedos y su boca se movían, como si en el fondo aún tuviera vida y se negara a ser incinerado.
EPÍLOGO
Era una tarde de invierno del año 1892. Benjamín se acercó hasta la tumba de su padre, enterrado hacía apenas seis días. Del bolsillo de su abrigo sacó un pequeño frasco, el cual contenía una seta brillante. Aquella fue la causa de la locura de su padre, se dijo, ergo debía destruirla antes de que cayera en malas manos.
Dos días atrás había dado con el viejo diario del doctor Castro. Aunque él mismo se prometió no revelar a nadie el secreto de la cueva y los hongos, era una carga tan pesada que terminó dejándolo por escrito en un cuaderno que contenía sus memorias. El testamento indicaba que solo Benjamín podría leerlo, y en cuanto lo hizo al fin comprendió todo. Sintió que debía tener una conversación con él, sin embargo lo único que podía hacer era visitar su nicho. Confiaba en que su alma, que le observaba desde el cielo, le escuchara.
—Padre… ¿Supiste alguna vez que madre fue secuestrada por los sectarios que descubriste? Encontramos sus restos hace un año, pero no te contamos nada porque bastante tenías con tus problemas.
Aunque no llegó a conocerla, Benjamín tampoco dejaba de pensar en la historia que descubrió acerca de su madre. Fue captada desde el momento en que supieron que era la hija de uno de sus mayores objetivos, y aprovecharon que era una joven atrapada en un matrimonio concertado para atraerla con engaños y promesas de libertad. A raíz de ahí investigó el maldito culto de Azhys, y de nuevo volvió a aparecer para atormentar a su padre. Tocó la fría pared del nicho, y habló con determinación:
—Juro que no descansaré hasta acabar con el culto de Azhys. Aunque me lleve toda una vida, estoy dispuesto a vengaros.
Está hermoso🥺 el concepto es bastante original, me arriesgaría a decir que no leí nada que fuera similar a tal historia, buen empezar para ser la primera vez que entro a esta página espero encontrar más cosas asi
ResponderEliminar