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Crónicas del cementerio olvidado - El vampiro encorvado (Revisado y ampliado 2025)

Imágen: Torre del campanario de Curon Venosta en el lago Resia.

Una semi inundada y abandonada torre de un campanario situado en medio de un lago es el presunto hogar de un anciano y siniestro vampiro que deambula encorvado entre sus muros.

Tres rostros juveniles se perfilaban bajo la luz temblorosa de una lámpara portátil, en la orilla del lago. El agua, inmóvil como un espejo, reflejaba la silueta del antiguo campanario que emergía solitario entre las sombras.

—Mentís —espetó Alessandro, con la voz cargada de incredulidad—. No hay ningún vampiro en esa torre. Mi padre me lo explicó: hace dos siglos, nuestro viejo pueblo de Montisanno fue tragado por las aguas cuando la presa de San Venosta cedió. Las casas, la iglesia, todo quedó sumergido... salvo la torre. Por suerte, aquella noche el pueblo celebraba sus fiestas patronales en lo alto del valle y nadie murió.

Montisanno la nuova renació después a orillas del lago.

—No sabes nada —replicó Margherita, con la mirada clavada en el campanario que se alzaba como un dedo acusador—. Franciscus, el vampiro, sigue allí. Nuestros antepasados inundaron el pueblo a propósito, para encerrarlo en su templo profanado.

La historia, según contaba la leyenda, era más oscura que el agua que cubría el valle. Franciscus, un joven sacerdote y pastor del pueblo, había sido mordido por una mujer vampiro vurdalak en los páramos del Alto Tirol. Creyó que la fe lo salvaría de convertirse en una criatura tan abyecta. Rezó y rezó. Pero se equivocó.

—Los vurdalak se alimentan de los que más amaron en vida —añadió Luca, con las manos hundidas en los bolsillos.

Margherita continuó, como si recitara un conjuro:

—Murió maldiciendo a Dios por abandonarlo. Y esa misma noche, regresó. No como hombre, sino como bestia sedienta de sangre. Un cadáver hambriento. Un vurdalak.

El pueblo, sin guía y bajo el yugo de un monstruo, se sumió en el miedo. Franciscus, huérfano, se alimentaba de su rebaño, de sus feligreses. Nadie sabía dónde dormía. Cada amanecer traía un nuevo cadáver, desangrado y desmembrado.

Hasta que Noa, una niña que buscaba a su gato, lo vio entrar en la cripta de la iglesia con su gatito entre sus brazos.

Pero el miedo era más fuerte que la verdad. Nadie se atrevió a enfrentarlo. En una reunión desesperada, decidieron sabotear la presa. El agua haría lo que ellos no podían: encerrar al monstruo en su impía iglesia. Porque los vampiros no cruzan las corrientes vivas del agua.

El plan funcionó... casi. Franciscus, alertado por el rugido del agua, trepó a la torre. Desde lo alto, gritó con furia. Juró que no moriría. Que cada noche haría sonar las campanas, para recordarnos que sigue allí.

Esperando.

Hambriento.

Siempre hambriento.

—¡Es una historia para asustar niños! —gritó Alessandro, dándose la vuelta. La noche caía, y el frío se colaba entre los árboles. Luca y Margherita lo siguieron, encogiéndose de hombros.

En lo alto del campanario, una sombra se deslizó tras una ventana.

***

Días después, los tres amigos volvieron al lago. El invierno en Montisanno era largo y aburrido. Contar historias, lanzar piedras a los patos, mirar la torre... eran sus únicos pasatiempos.

—Cuéntale más del vampiro encorvado —pidió Luca, divertido.

—¿Por qué lo llamáis así? —preguntó Alessandro.

—Porque lleva siglos mal alimentado —respondió Margherita—. Vive de insectos, aves, reptiles y de algún perro que se acerca nadando demasiado a la torre. Está débil, retorcido. Cuando logra cazar y alimentarse, hace sonar las campanas. Es su forma de decirnos: “He comido. Sigo aquí.”

—Es el viento el que hace repicar las campanas —replicó Alessandro—. O un trapo viejo que ondea.

—¿Y por qué crees que, cuando el lago se congela, rompemos el hielo cinco metros alrededor de la torre? ¿Por tradición? —intervino Luca.

—No lo sé... —dudó Alessandro.

—Si no crees en nada de esto, ¿por qué no vas tú? Hay una ventana, casi al nivel del agua. Está tapiada con maderas podridas. Podrías entrar fácilmente.

—Mañana mismo voy. Con la barca de mi vecino y una palanqueta. Os traeré ese maldito trapo.

—¡No hay huevos! —le retó Margherita.

Una frase que, como tantas veces en la historia, desató el horror.

***

La mañana siguiente amaneció gris. Las nubes cubrían el valle como un sudario. Alessandro llegó al lago, pero la barca no estaba. Luca apareció corriendo, pálido como un hueso.

—¡Sandro! Margherita y yo vinimos antes para esconderla y asustarte. Pero ella... ella se fue sola hacia la torre.

El bote vació flotaba junto a la ventana de la torre. La ventana estaba abierta, liberada de las maderas.

La lluvia comenzó a caer, formando círculos en el agua. La tormenta oscureció el día, convirtiéndolo en noche.

Una hora antes...

Margherita no iba a dejar que Alessandro la superara. Era demasiado orgullosa. Entraría, se haría un selfie con el trapo, y demostraría que todo era una farsa. Por supuesto que sabía que todo la historia del vampiro era mentira, únicamente cuentos para asustar a los niños.

Las maderas de la ventana cedieron con facilidad. El olor a podredumbre la golpeó. Peces muertos flotaban al inicio de la derruida escalera de piedra. El pellejo de un perro grande, presumiblemente un San Bernardo, colgaba sucio de la escalera.

Subió, con el jersey cubriéndole la nariz. El interior era austero, silencioso. Solo el tambor de la lluvia rompía el sepulcral silencio.

Llegó al campanario. Las campanas colgaban, oxidadas. En un rincón, un gran trapo sucio se hallaba en el suelo.

Se asomó para hacer señales a sus amigos. Sonrió. Sacó el móvil y encendió la linterna.

A su espalda, el trapo se alzó hasta alcanzar el tamaño de un hombre.

Una figura encorvada, huesuda, calva la señaló con su dedo esquelético. Era Franciscus.

—Comida —susurró.

Desde la orilla, Alessandro y Luca vieron a Margherita agitar la mano. Luego, la linterna del móvil se apagó súbitamente.

Diez minutos después, las campanas sonaron.

Con alegría.

Con hambre saciada.

Con juventud renovada.


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