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La piel de conejo (parte 2) - Alberto Jiménez (Especial Halloween 2025)



 Aquí la BSO para escuchar mientras lees el relato.

3. Cuarentena para las orejas cortas

Las condujeron por un sendero estrecho, flanqueado por árboles de cobre y faroles flotantes que destilaban olor a cera quemada.
El zorro fenec de largas orejas iba delante, sin hacer ruido. De vez en cuando se giraba, bajo el brillo de los faroles sus ojos eran meras cuentas de obsidiana.
—Oye, tú, ¿nos vas a decir a dónde nos llevas? —preguntó Arcelia, intentando sonar desafiante.
El guía giró lentamente la cabeza, sin detenerse.
—A Observación.
—¿Observación? ¿Eso qué significa? —saltó Manreet.
—Control de pureza. Las orejas pequeñas son signo de enfermedad. O peor, de hechizo.
—Qué bien —murmuró Gari—. Hemos caído en el planeta de los otorrinos asesinos.
El fénec no reaccionó. Su andar era hipnótico, casi un desfile.
A cada paso, el suelo cambiaba de textura: piedra, musgo, metal. Y con cada cambio, las chicas notaban cómo la luz se volvía más azulada, más fría.
Al llegar a una explanada, apareció ante ellas una construcción enorme, como un invernadero de cristal fracturado. Dentro, decenas de jaulas colgaban en silencio. En su interior, seres mitad humanos, mitad animales, los observaban con una mezcla de curiosidad y lástima.
—No me gusta este sitio —susurró Arcelia.
—Tranquila —dijo Manreet, aunque su voz también temblaba—. Todo tiene una explicación racional.
—Perfecto. Busca esa explicación mientras yo busco cómo salir de esta —respondió Arcelia—, no sé si no te has dado cuenta, pero esto no es el País de las Maravillas.
El zorro golpeó el suelo con la punta de su bastón de hueso. Una puerta se abrió frente a ellas.
—Pasad pequeñas. No hagáis ruido. Hablaréis solo cuando se os pregunte.
Dentro, el olor era espeso, una mezcla de hierro y flores marchitas. Los guardias —criaturas con orejas tan grandes que les rozaban los hombros— las rodearon y las empujaron hacia el fondo, donde una plataforma se alzaba rodeada de espejos. Arcelia se giró y le plantó cara al guardia más cercano:
—No se te ocurra tocarnos con esas sucias pezuñas.
—Las pezuñas son más bien de animales ungulados —la corrigió Manreet—. Estos individuos tienen zarpas, sería más correcto…
La criatura las miró entre desafiante y complacida.
—¿Qué es esto? —preguntó Gari, mirando su reflejo multiplicado.
—Evaluación —dijo el fénec.
Las luces rielaban. Una voz metálica, profunda, resonó desde algún punto indefinido:
—Identificad vuestra especie.
Las chicas se miraron entre sí.
—Humanas —respondieron al unísono.
Un murmullo recorrió el lugar. Los espejos cambiaron: sus reflejos ya no coincidían.
En el de Gari, sus orejas se alargaban lentamente, finas, elegantes, imposibles.
Ella dio un salto atrás, asustada de su propia imagen.
—¿Qué… qué es esto?
—No te muevas —susurró Manreet—. Puede ser una ilusión óptica —aunque ella ya alargaba la mano hacia ellas.
—Todo esto es un mal sueño —añadió Arcelia.
Pero el fénec las observaba en silencio, con una sonrisa apenas insinuada.
—Una de vosotras está marcada —dijo.
—¿Marcada por qué? —gritó Gari.
—Por algo que no pertenece a este mundo.
La caja en sus manos se estremeció.
El amuleto emitió un pulso de luz tan fuerte que las jaulas vibraron. Las criaturas de dentro comenzaron a murmurar en lenguas desconocidas.
El fénec alzó la mano.
—Llevadlas al ala de observación prolongada. Que el Consejo decida si viven.
Las empujaron hacia una galería helada, iluminada por tubos que contenían un líquido verdoso. Las celdas no tenían barrotes, sino una especie de tejido translúcido que se movía como una membrana viva.
Las dejaron en una habitación circular, y la puerta se cerró con un suspiro.
—Esto se está poniendo muy “ciencia ficción con pesadillas” —dijo Arcelia, abrazándose las rodillas.
—Deja de quejarte y ayúdame a analizar la caja —dijo Manreet, encendiendo una pequeña linterna de emergencia.
Gari, mientras tanto, se acercó a uno de los espejos. Su reflejo parpadeaba. Las orejas seguían ahí, largas, suaves, casi hermosas.
—No puede ser —susurró.
Y, como si el espejo la escuchara, una voz se filtró desde el otro lado:
«Toda fortaleza necesita su espejo.»
Gari dio un paso atrás, el corazón acelerado.

Desde el pasillo superior, oculto tras un biombo de cristal, el príncipe Liore observaba la escena.
Había escuchado que habían capturado a tres extranjeras, pero no esperaba esto.
Sus ojos se detuvieron en la chica del reflejo imposible.
Las orejas.
La forma en que la luz las atravesaba.
No eran de su especie, y sin embargo… eran todo lo que su profecía describía.
—La elegida —murmuró.
Uno de sus consejeros, un murciélago de alas encogidas, se inclinó a su lado.
—¿Ha dicho algo, su alteza?
Liore disimuló.
—Nada. Solo… observo a estos seres como una curiosidad científica.
Continuó mirando.
Y mientras las dos humanas discutían y la tercera intentaba ocultar su miedo, él sintió cómo algo en su pecho —quizá el destino, quizá la locura— se encendía como el ascua de un carbón.

4. La simbiosis

La habitación temblaba.
Al principio fue un zumbido bajo, como el de un enjambre detrás de las paredes. Pero pronto se volvió más profundo y pulsante, casi como una respiración. Las luces verdosas del techo parpadeaban, y cada parpadeo parecía borrar un fragmento de realidad.
—¿Habéis notado eso? —preguntó Arcelia, con voz tensa.
—No… solo el aire… —respondió Manreet, sin apartar la vista de la caja—. Está… cargado. Iónico. Como si hubiera electricidad en suspensión.
Gari no las escuchaba.
El amuleto, que hasta entonces había permanecido inerte, empezó a latir contra su pecho.
Latir. Como un corazón ajeno.
«Tú me abriste. Ahora déjame entrar.»
La voz no provenía del aire. Provenía de dentro.
Gari apretó los dientes y se llevó las manos a la cabeza.
—¡Calla!
Las otras dos se giraron.
—¿Qué te pasa? —preguntó Arcelia.
—Está hablando… dentro de mí —jadeó Gari—. No es una ilusión. Está… vivo.
El suelo se cubrió de grietas negras que se movían como raíces. Subían por las paredes, trepaban hacia el techo.
Manreet retrocedió.
—Eso no puede ser real. ¡La energía está reaccionando a tu campo biológico!
«Gari, Gari. ¿Saben tus amigas tu nombre real? Berengaria. ¿Y sabes tú lo que significa? Fuerte como una osa. Lo eres… pero más fuerte serás si me dejas respirar.»
Gari cayó de rodillas.
El amuleto se fundió con su piel, derritiéndose como metal líquido.
La sustancia negra le subió por el cuello, cubriéndole la espalda, los brazos.
Sus venas se iluminaron con una luz azul oscuro.
—¡Gari! ¡Resiste! —gritó Arcelia, tirando de aquella sustancia viscosa, caliente, viva.
—¡No puedo! —gritó Gari, con los ojos desorbitados—. Me quema… ¡me quema por dentro!
La habitación se deformó. Las membranas de las paredes se tensaron como si el edificio mismo sintiera dolor.
El fénec apareció al otro lado del tejido translúcido, con el pelaje erizado.
—¿Qué… qué está haciendo esa criatura? —susurró, retrocediendo un paso.
Las membranas vibraban como si el lugar mismo temiera responderle.
Manreet golpeó la pared con una barra metálica que había encontrado.
—¡Sácanos de aquí! ¡Ayúdala a quitarse eso!
El Fénec tenía el lomo arqueado.
—¿Ayudaros? ¡Tendría que prender fuego a todo este lugar con vosotras dentro!
»Vosotros —se dirigió a sus guardias—. Que no se muevan de ahí, estáis autorizados a matar a esas criaturas si intentan algo. Vigilad hasta que vuelva con órdenes del Consejo.
El suelo se elevó, partiéndose en fragmentos.
Gari se levantó, envuelta en una capa oscura que se movía con vida propia.
Su voz era doble, su sombra más grande que su cuerpo.
—No soy tu recipiente —dijo con la voz entrecortada—.
—Eres mi espejo. —respondió la voz interior, perfectamente calmada.
Una ráfaga de aire los arrojó contra las paredes.
Las luces estallaron.
El humo llenó la sala.
Y, por un instante, todo fue silencio.
Cuando el polvo se disipó, Gari estaba de pie en el centro.
La sustancia negra se había retraído, convertida en un tatuaje en continuo movimiento que cubría su todo su cuerpo, como una armadura orgánica.
Sus ojos, aún brillantes, se centraron en sus amigas.
—Estoy… bien —dijo.
Manreet tragó saliva.
—No, no lo estás.
Arcelia dio un paso adelante, con un temblor en la voz.
—¿Qué… qué eres ahora?
Gari miró el amuleto, ahora surcando su piel.
—No lo sé. Pero… creo que no estoy sola.
Desde el pasillo, el fénec observó con una mueca de desprecio:
—El Consejo tendrá miedo. El Príncipe tendrá fe. Pero la oscuridad… la oscuridad ya ha elegido.
 
5. La huida del ala negra

Las alarmas sonaron como un coro de murciélagos histéricos, quizá lo fueran. Las luces emitían destellos con una sincronía atroz y el chirrido repetitivo era de una frecuencia tan alta que amenazaba con perforarles los tímpanos. El aire olía a ozono y a miedo.
—¡Eso es culpa tuya! —gritó Arcelia, señalando el tatuaje negro que ahora cubría el cuerpo de Gari.
—¡Lo sé! ¡Y estoy intentando no convertirme en mermelada demoníaca, gracias! —respondió Gari, intentando mantener el equilibrio.
Manreet ya estaba en acción. Había arrancado la tapa de una de las máquinas de análisis y manipulaba los circuitos internos.
—Quizá, si consigo anular el campo de contención, las membranas se abrirán.
—¿Y cómo vas a hacer eso sin volarnos por los aires? —preguntó Arcelia.
—Eso no va a pasar —dijo, con una sonrisa destinada a proporcionar una confianza que no tenía.
El zumbido de la máquina subió de tono, una vibración tan aguda que hizo vibrar los espejos. Chispas azules saltaron entre los cables y el aire se cargó de ozono.
—¡Manreet, se está sobrecalentando! —gritó Arcelia.
—¡Necesito diez segundos más!
—No los tenemos —Arcelia metió la mano, arrancó un cable a la fuerza y lo conectó al panel metálico de la pared.
Un fogonazo blanco llenó la sala. El tejido translúcido que las rodeaba se contrajo… y luego se desintegró como humo.
El olor a metal quemado les llenó los pulmones. Gari cayó de rodillas, tosiendo.
—Vale… eso fue un sí a “volarnos por los aires” —dijo entre jadeos.
Manreet levantó la vista del panel humeante, los dedos ennegrecidos.
—Campo anulado —murmuró—. Estamos fuera.
Un estruendo de pasos resonó en el pasillo.
Un grupo de guardianes irrumpió: criaturas humanoides con orejas en forma de velas, armadas con lanzas de luz.
El primero en entrar se detuvo al verlas.
—¡Contención rota! ¡El huésped está activo!
El tatuaje de Gari se iluminó. Una sombra se proyectó en la pared, más grande que su cuerpo. El aire tembló.
«Deja que me haga cargo.»
—¡No! —gritó Gari—. ¡No toques a mis amigas!
Demasiado tarde.
La sombra se estiró como una lengua y golpeó a los guardias. Los lanzó contra las paredes con un sonido húmedo. Uno cayó inconsciente, otro desapareció entre las sombras.
Las luces parpadearon de nuevo.
—Vale —dijo Arcelia—, retiro lo dicho: me caes bien, demonio.
—No lo animes —bufó Gari—, está escuchando todo.
Manreet consiguió cerrar los cables con un chasquido.
—¡Puerta abierta! ¡Vamos!
El tejido de la celda se deshizo como humo, dejando paso a un corredor interminable.
Correr. Respirar. No mirar atrás.
El edificio temblaba, como si todo el ala estuviera viva y a punto de despertar.
Giraron una esquina y se encontraron con el fénec.
Seguía allí, impasible, bastón en mano.
—¿A dónde vais, criaturas incompletas? —preguntó, bloqueando el paso.
—A casa —dijo Gari.
La sustancia negra del tatuaje se deslizó hasta su mano, formando una garra.
El fénec inclinó la cabeza, intrigado.
—Eres la huésped de un parásito que acabará contigo, ignorante. Ese poder consume todo lo que toca.
—Entonces será mejor que te apartes y que no me toques tú.
El demonio se agitó, un reflejo azul oscuro cruzó el suelo.
El fénec dio un salto hacia atrás, evitando por centímetros un golpe que abrió el suelo.
Aun así, sonrió.
—Interesante. Muy interesante.
Pese a la suficiencia de su gesto se detuvo. Se cruzó de brazos sin intención de continuar con la persecución.
Manreet tiró de Gari.
—¡Corre, antes de que cambie de opinión!
Atravesaron un pasillo en espiral, bajando por rampas y esquivando criaturas que huían en todas direcciones. Era natural que huyeran porque unos apéndices oscuros, surgidos del cuerpo de Gari, despejaban el camino, arrancando del suelo a los incautos guardias que se atrevían a acercarse.
Los guardianes parecían más desesperados que valientes. Tenían un único objetivo: impedir que las tres muchachas alcanzaran la puerta principal de la muralla.
Por fin, una vez atravesada la gran compuerta, el horizonte se abrió ante ellas. Más allá, un puente colgante de madera y hueso se perdía en la niebla.
—No pienso cruzar eso —dijo Arcelia, clavando los talones—. No sabemos a dónde lleva.
—Nos lleva fuera de aquí. ¿O prefieres quedarte a negociar con los orejones armados? —respondió Manreet, señalando atrás.
Gari fue la primera en poner un pie sobre el puente. El viento soplaba con un gemido que pronunciaba sus nombres en un idioma que no existía.
A mitad de camino, un rugido rompió la bruma. Las cuerdas se tensaron y algo emergió desde el vacío: una quimera de carne y hueso, con tres cabezas y alas de murciélago. Un cancerbero del abismo, amalgamado con fragmentos de los mismos seres que antes las habían apresado.
—¿Qué es eso? —chilló Arcelia.
—Supongo que el comité de bienvenida —dijo Gari.
—El cancerbero del inframundo —añadió Manreet—. Algo que nos asegura que ese puente es la puerta de salida.
El demonio dentro de Gari se agitó.
«Dame el control. Déjame cazar.»
—¡No! —gritó Gari—. ¡Si lo hago, no volveré a ser yo!
«¿A quién le importa? Conmigo eres mejor»
El monstruo rugió y arremetió. Las tablas del puente crujieron, astillándose bajo sus zarpas. Gari retrocedió cayó sobre los tablones fruto del conflicto con la oscuridad, el demonio resistía, pugnaba por tomar el control. Su poder se encendía y apagaba, como un corazón que latía fuera de ritmo.
Entonces, una voz atravesó la niebla.
—¡Detente!
El cancerbero se detuvo a medio salto, gimiendo como un perro reprendido. De entre la bruma, emergió una figura: el príncipe Liore.
Su armadura brillaba con reflejos azulados y en su cuello colgaba una oreja tallada en piedra gris, idéntica al amuleto que había atrapado a Gari.
—Bajad las armas —ordenó a las bestias invisibles entre la niebla—. Estas criaturas están bajo mi protección.
Arcelia lo observó con recelo.
—Mira guapito, no sé a estas, pero a mí no hay nada que me guste más que un príncipe de mundo de fantasía. Aún así, das más repelús que ver una cucaracha en mi colección de zapatos. ¿Por qué vamos a fiarnos de ti?
—Soy quien guarda la frontera —respondió Liore—. Soy quien busca a la que me fue prometida en los sueños de este reino.
Su mirada se posó en Gari.
Ella sintió cómo la marca de su brazo ardía.
El amuleto —o lo que quedaba de él, fundido con su piel— respondió con un pulso.
La oreja de piedra del príncipe latió al mismo ritmo.
Por un instante, el mundo pareció contener el aliento.
Dos mitades llamándose, reconociéndose.
Liore dio un paso hacia ella, tendiendo la mano.
—No temas. Eres parte de mí. Este es tu lugar. Has regresado para completar lo que fue dividido.
Gari retrocedió, el rostro pálido.
Dentro de su mente, la voz rugió:
«No. No lo toques. Él no es la salvación. Es el otro yo. Si me alcanza… desaparecemos los dos.»
El príncipe estiró un poco más la mano.
—Dame la tuya.
Las tablas gimieron. La niebla se espesó.
Y antes de que sus dedos se rozaran, una sombra cortó las cuerdas del puente.
Todo se vino abajo.
Liore consiguió aferrarse al borde. Su amuleto brilló con una desesperada llamarada azul.
El cancerbero aulló, extendiendo sus alas bajo el abismo, mientras las tres chicas caían envueltas en una oscuridad palpitante.
Gari gritó, pero la voz dentro de ella respondió:
«No temas. No es el fin. Solo el regreso.»
Una membrana negra las rodeó, envolviéndolas en una cúpula viva que amortiguó la caída.
Silencio.
Oscuridad.
Y después… un golpe seco.
Cuando abrieron los ojos, estaban en el patio del instituto.
El mismo banco, el mismo cielo.
Solo el monopatín de Gari giraba todavía, igual que la primera vez.
Gari miró su brazo. El tatuaje seguía allí, ahora frío.
Arcelia y Manreet la observaban sin saber qué decir.
—Hemos vuelto —susurró Arcelia.
—Sí… —contestó Gari, mirando su reflejo en el cristal de una ventana—. Pero no del todo.

Epílogo – El reflejo

Nadie en el instituto creyó jamás su historia.
De nada sirvieron los espejos rotos del gimnasio ni las marcas que Gari intentaba ocultar bajo la manga.
A veces, al pasar junto a una ventana, su reflejo parpadeaba un instante después de su paso.
Y en las noches frías, cuando la luna se teñía del color del metal, la sombra de Gari volvía a tener orejas largas.
En otro mundo, el príncipe Liore observaba el abismo desde su torre.
Sus dedos rozaron la oreja de piedra que colgaba de su cuello.
Por debajo de la piel, algo —negro, vivo, paciente— fluía como el agua de un río.
«No puedes huir de mí eternamente,» murmuró.
La bruma se cerró sobre el puente roto donde el eco de una caída seguía resonando.


©️Alberto Jiménez. 

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