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El Lobo con botas (Capítulo Inédito de "Menos Lobos, Caperucita") - Klaus Fernández



EL LOBO CON BOTAS

“La casa es del gato, nosotros sólo pagamos la hipoteca”

Un humilde molinero sólo le deja de herencia a su hijo Basilio, el más pequeño y con menos iniciativa, el gato del granero. Los otros hijos reciben el molino y un asno. Herencia a priori más apetecible. Cuando el más pequeño está a punto de comerse el gato para no morir de hambre, este resulta tener un piquito de oro y muchos recursos. El felino únicamente le pide al heredero unas botas. Se las calza y, con ellas, caza pequeñas presas para su amo y obsequia con ellas también al rey de unas tierras aledañas. Son regalos del (falso) marqués de Carabás, le dice el gato. Basilio que compite en pobreza con las ratas del campo, no tiene apenas ropa y, para que no se aprecie su humildad, el felino le hace bañarse sin vestimentas en un río y, cuando pasa el carruaje del rey con su bella hija, dice que le han robado todo. Con ello consigue que el monarca le regale ropa al humilde molinero. Con estos y otros ardides el gato va consiguiendo embaucar al monarca y a su hija haciéndoles creer que el hijo del molinero es un rico marqués. Menos mal, ya que el hijo es un zote. Tiene entre cero y menos mil de iniciativa. Ya vais pillando por qué le han dejado sólo al gato ¿verdad? El minino consigue también usurparle el castillo a un rico ogro con una apuesta en la que le hace transformarse en un ratón para posteriormente zampárselo. Así, todo el castillo y las tierras del ogro pasan a manos del astuto gato y del hijo del molinero. Deslumbrado por las riquezas, el rey le ofrece la mano de su hija. Basilio, perdón, el excelentísimo marqués de Carabás acepta y, junto a su gato, viven felices para siempre habiendo engañado a todo el mundo.

Así a bote pronto, no entiendo muy bien la importancia de las dichosas botas en toda esta historia. A no ser que el gato se las estuviera poniendo para cazar ratones o fuera un exhibicionista de tomo y lomo que le gustara calzarse sólo esas prendas teniendo el resto del cuerpo al aire. Pero en fin, quién soy yo para decir nada, si yo voy con un peto y sin ropa interior.

La verdadera versión de este relato es esta.

Para empezar; nunca fue un gato, fue una mala traducción del original en francés. Siempre ha sido el lobo con botas. C'est la vie. 

Para continuar; cuando el hijo del molinero fue a echar mano a la herencia, o sea al gato del granero, de éste no quedaba ni rastro. Ni estaba ni se le esperaba. Se había largado a quemar las siete vidas que le quedaban y había dejado al inútil heredero con un palmo de narices.

Casualmente, en unos de mis paseos matutinos, había visto al canalla del gato salir por una puerta trasera del granero. Arrastraba fatigosamente un pequeño cofre repleto de collares, joyas y llevaba a la espalda un candelabro de oro y un retrato pintado al óleo ex profeso representándole como un marqués. Pagado seguramente con todo el dinero que le fue quitando al molinero durante todo este tiempo. Le oí decir que le gustaba autollamarse marqués de Carabás.

Siempre he sido un animal noble y desprendido, y a mí, qué queréis que os diga, me da mucho encogimiento de corazón ver las injusticias.

Era necesario ayudar al hijo del molinero, pero claro, tengo la inmerecida fama que tengo y no iba a resultar tarea nada fácil. Debido a los malentendidos y falsedades vertidas sobre mí en anteriores relatos, era el enemigo número uno del bosque. Sin embargo eso no me impedía seguir ayudando a escondidas a mi amigo el cazador y hacer mis habituales buenas acciones. De hecho, hace poco resolví de manera exitosa la misteriosa desaparición de unos infantes. Se los había llevado un flautista en pago por haber librado un pueblo de ratas. No le pagaron y se llevó contrariado a todos los niños hechizados por su flauta mágica. Tardé bien poco en dar con el criminal y liberar a las criaturas. Para que no me reconocieran lo hice camuflado con un chubasquero amarillo y un hacha, todo heredado del otro abuelo lobo. Ese sí que era un auténtico lobo de mar. Los niños se asustaron un poco y chillaron bastante más. En el pueblo ni las gracias me dieron. Pero qué queréis que os diga: tengo un corazón que no me cabe en el pecho y me quedé satisfecho con la alegría de los padres al abrazar a sus retoños y la cuantiosa recompensa.

¿Por dónde íbamos? Ah, sí. El molinero. Pues bueno, me escondí tras un árbol y le chisté varias veces. Se acercó timorato. Le dije que era San Lóbulo, patrón de los molineros y que le iba a ayudar con lo suyo. Que no era moco de pavo. Debía hacerme caso en todo. El pobre asintió esperanzado a todo. Lo primero, debía quedarse en pelota picada y bañarse en el cercano río. ¿Era necesario? No. ¿Me hacía gracia? Mucha.

Así me daba tiempo a pensar en algo. Lo más sencillo era pillar al gato con o sin botas y hacerle devolver todo lo robado. Trabajo arduo ya que no sabía por dónde empezar. Desde siempre, para concentrarme, he silbado y esta vez no iba a ser diferente y además era necesario. Silbé un rato de nada, unas dos horas, para aclararme las ideas y urdir un plan. En ese rato de asueto casi acabé con la población autóctona de aves en un kilómetro a la redonda y con Basilio, el hijo del molinero, que seguía en el agua al borde de una hipotermia. Ya se lo llevaban unos castores río abajo cuando me percaté de la situación y, lanzando unas piedras, espanté a los roedores acuáticos. Creo que con alguna piedra también acerté al pobre Basilio en toda la cocorota.

Saqué al desmayado muchacho del agua, lo arrastré como una carretilla por las dos piernas boca abajo por un campo de piedras hasta el molino. Tras varios intentos inútiles de lanzarle al interior del granero, decidí abrir la puerta. Lo eché como un fardo junto a los sacos de harina. Ciertamente había que mirar dos veces para poder distinguir los sacos del pobre Basilio. Estaba muy blanco y descoyuntado. También me percaté que, a cierta edad, estamos mejor vestidos que desnudos.

Me sacudí las manos y me encaminé al único sitio donde podría estar el ladrón. Todos los criminales se reunían en un único sitio. Si los habían atrapado, en Lobatraz, de lo contrario, en una taberna mugrosa de mala muerte conocida en los bajos fondos como El Castillo del Mal-Ogro. Denominada graciosamente así por un chisposo cliente ya que el dueño era feo como un demonio y de castillo tenía lo que yo de conejo. Creo que el cliente se sigue riendo del nombre en el fondo de un pozo con unos zapatos de piedra. Supongo que no le hizo tanta gracia al dueño. Antes de entrar en la taberna, pasé al lado de un diablillo con la espalda colocada fatal sobre unas cajas.

Al entrar en el mal iluminado local, el olor a grasa, vicio y alcohol me golpeó de frente. Era un antro espantoso. El dueño, al fondo tras la barra, alternaba en secar con el mismo paño tantos unos vasos como su frente. Las mesas estaban repartidas y desperdigadas por el local. Mucho alboroto había en una. Un gato con botines, a eso no se le puede llamar botas en ningún sitio, taconeaba frenéticamente encima de la mesa. A veces se detenía, golpeaba con una pata delantera la mesa, se bebía de un trago una jarra de cerveza, y luego continuaba con su espectáculo. Era algo hipnótico. Tikiti, tikiti, tikiti, tikiti, tikiti, plas, glooooop. El resto de la mesa le jaleaba. 

Me senté en una mesa cercana y observé. Una camarera se acercó a ofrecerme el plato del día. Una sopa que haría vomitar a una cabra. Rechacé cortésmente con la mano su ofrecimiento. No comería nada y de momento iría a tercios, le dije. El gato se cansó de bailar, se serenó y bajó de la mesa. Vi como los demás se acercaban al gato y empezaban a cuchichear. El felino era muy escandaloso, ya iba un poco pasado, y hablaba muy alto. Mientras se comía una pata de pollo, detallaba con la boca abierta un plan criminal que se le había ocurrido mientras taconeaba como un poseso. No se veía harto de amasar ilegalmente fortunas ajenas.

Básicamente su maravilloso y elaborado plan consistía en asaltar el carruaje del rey cuando pasara cerca de la taberna y quitarle de todo. Hasta el apellido si se dejaba. Todos rieron, incluido yo que ya me había posicionado poco a poco detrás suya tercio en mano. Nadie se percató de mi incorporación. Los socios en el delito, mal llamada banda, del gato con botines eran particulares. Un león raquítico sin dientes, un pato escupefuegos con una badana en la cabeza, un oso ruso con chaleco y un lobo con peto (yo). Todos eran antiguos compañeros de un circo clausurado por motivos higiénicos y blanqueos de dinero. Los administradores del circo eran el propio gato y un zorro hasta que cierto títere de madera fue con el cuento, nunca mejor dicho, a las autoridades y les cerraron el chiringuito. 

El ingenioso golpe se haría al día siguiente, por la mañana, con la fresca. Yo aprovecharía el caos reinante en el delito para recuperar lo robado por el malvado gato con botines. Nos despedimos y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente, por la mañana, con la fresca...

El atraco fue un desastre. Estábamos agazapados tras unos matorrales en ambos lados del camino. El oso tenía que derribar un árbol a golpes para hacer el camino intransitable y que se parara el carruaje que ya se divisaba por la lejanía. Sudaba mucho y respiraba entrecortadamente. No podía con su alma. Sus mejores años se le habían ido encima de una gran pelota rosa haciendo cabriolas en el circo. Con un último esfuerzo derribó el árbol, éste hizo un extraño y la mala fortuna hizo que se le cayera encima. Ahí se acabó la carrera delictiva del Mysha, el oso. Ronald, el pato, saltó fuera de los matorrales y se plantó valeroso en medio del camino. Dio un largo sorbo a un líquido inflamable de una botella y pretendió, con una potente llamarada futura, detener el carruaje. El pesado carruaje, con rey, hija y dos robustos soldados, le pasó por encima sin miramientos. El pato rebotó varios metros más atrás y estalló junto al camino. Rogelio, el león, ni fue al golpe. No pasó de la noche anterior. Estaba ya muy mal. A todos ellos les hubiera ido mucho mejor si no hubieran dejado nunca la farándula.

El gato se desesperaba. Nada estaba saliendo según el plan. Me dijo que hiciera algo. Lo que fuera. Sí que hice algo. Le agarré de la pechera y empecé a sacudirle. No me veía harto. Al gato empezaron a caérsele joyas, monedas y alhajas con cada zarandeo. Parecía que me había tocado la especial de una máquina tragaperras. Los dos fornidos soldados se habían apeado del carruaje y se habían acercado a separarnos. Que lo vas a matar, me decían. Yo ya no veía nada. Estaba cegado.

Al fondo de la escena, los caballos del carruaje empezaban a encabritarse y a relinchar al mismo tiempo que los cotillos del rey y su hija asomaban tímidamente la cabeza por una abertura. 

Los soldados nos terminaron por soltar. El cobarde minino, sostenido, hacía aspavientos en el aire. Yo levantaba las palmas en señal de tregua. Los caballos se desbocaron del todo. El carruaje salió disparado sin control camino abajo, mientras que los dos hombres se giraron sorprendidos. Torpemente echaron a correr tras el vehículo maldiciendo en arameo. La soldadesca se tropezó varias veces y perdió de vista el veloz carruaje en un santiamén. ¿Qué hemos aprendido hoy? Las pesadas armaduras no casan bien con las carreras tras un carruaje en marcha. El rey y su hija chillaban dentro del vehículo. No sabría diferenciar por los gritos al padre de la hija. Iban con mucha velocidad, directos a descarrilarse y a sumergirse en un cercano y gélido río. Era el río del pobre Basilio. Se mascaba la tragedia. ¡Cataplum! Hasta el fondo. Mala solución tenía el rey y su hija. Yo no sé nadar y los soldados iban a tardar bastante. Me parecía a mí que esta noche tocaba trompetas tristes, banderas a media asta y pasar al siguiente en el orden de sucesión.

Pues no. Ahí estaba Basilio. Saltó al agua como Johnny Weissmuller y rescató a la pareja en pocos minutos. Los echó en la orilla y empezó a reanimarles. Golpecitos en el pecho y boca a boca. Yo creo que se prodigaba más con la hija que con el padre, pero puede ser que fuera una apreciación mía. La heredera abrió los ojos y se quedó prendada de los mojados ricitos castaños de Basilio. El monarca se terminó de recuperar solo, tosiendo y escupiendo agua. Ah, el amor. 

El resto de la historia es sobradamente conocido. La hija y el molinero se enamoran locamente y, el rey, le ofrece su mano en agradecimiento por haberles salvado las vidas. La boda se celebró a los pocos días.

¿Para qué esperar? Luego pasa lo que pasa. 

Regalos de todas partes llegaron. Quizás el más curioso fue un gato parlanchín malhumorado sin botines metido en un saco. Lo enviaba el Marqués de Carabás. Los hermanos del molinero dejaron el oficio y el asno, y se mudaron con el hermanito. Ahora sí interesaba el benjamín. ¡Menudos falsos!

El molino quedó abandonado y sirvió años más tarde para lugar de reunión de  ciertos diablillos. Lo que saqué yo de toda esta historia fue el deber cumplido y unos preciosos botines pequeños que me pongo los domingos.


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El lobo con botas by Klaus Fernández is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

Comentarios

  1. Hahahaha... buenísimo. No me veo harto de Rufino. :)
    ¿Para cuándo el prometido artículo con las inspiraciones?

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    1. Este fin de semana pongo las fotos con las inspiraciones.

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  2. Lo he vuelto a leer esta mañana. Simplemente genial.

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  3. Lo he vuelto a leer esta mañana. Simplemente genial.

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