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El vagón - Alberto Jiménez

Ya llevo demasiado tiempo portando encima estos viejos huesos, creo que son sesenta años. No sé si quito o pongo pero deben ser sesenta más o menos. No es que no me acuerde, supongo que hace ya mucho tiempo que dejé de preocuparme por contar los años. Hay gente a la que eso le causa gran satisfacción. Yo, en realidad, sí que le tuve cierta afición a eso de contar los años. Pero de eso hace ya mucho. Luego mis padres me llevaron al seminario y ya no celebré más cumpleaños. Ya dejó de ser importante. No estaba prohibido ni mal visto que un sacerdote celebrara su cumpleaños pero, bueno, con el paso del tiempo se va dando uno cuenta de que es una postura un tanto egoísta y, al final, pues eso, deja de celebrarse y ya está.



Ahora procuro acordarme del cumpleaños de todos los demás. Sé que a ellos, en sus humildes vidas, estos pequeños detalles y celebraciones les hacen felices.

Mi vagón de tren hará 75 este próximo mes. Me cuenta cosas sobre las que yo no había oído hablar nunca. Por eso sé que él es más viejo que yo, por él deduzco más o menos mi edad, pero eso no es importante. El tenedor oxidado cumplirá 30, el bolígrafo 17 en mayo, el bote de lejía 2 años en octubre, los dos calcetines 6 años en julio…

Y así todo el mundo. Todos en el basurero tienen su cumpleaños. Criaturas de Dios que también tienen alma pues salieron de la misma tierra como todos los hombres, los animales y las plantas.

Para algunos también celebramos los cumplemeses, porque, para gente como los pañuelos de papel o los periódicos tener cuatro meses sobre sus costillas es toda una vida. Muchos ni siquiera llegan a tanto.

Casi todos los habitantes del basurero tuvieron una época de esplendor. Momentos en los que brillaron, pero cuando hicieron su trabajo y se volvieron viejos e inservibles, son depositados aquí por toneladas.

Los domingos, como hoy, celebro la Santa Misa por la mañana y por la tarde. No hay una hora concreta, si los relojes funcionasen no estarían aquí. Solo cuando se reúnen suficientes dentro del vagón, entonces pregunto si podemos comenzar o si hay alguien que espera a un amigo. No les meto prisa, la mayoría son criaturas que no han oído hablar del Señor antes de venir aquí. Por ello siempre tengo mucha paciencia, así que si quieren hablar antes de sus cosas… El Señor puede esperar.

Los días de diario voy paseando de un montón a otro saludando a los conocidos y presentándome a los nuevos y, cuando alguien me pregunta o tiene alguna inquietud le invito a que venga a confesarse al vagón, que venga a conocer nuestra parroquia.

El otro día, por ejemplo, había varias latas hablando entre ellas, recordando viejos tiempos. Una de sardinas me preguntó, dada mi condición humana, si yo había visto alguna vez una fábrica de conservas, pues entre ellas no se ponían de acuerdo en cómo se metía el pescado o la fruta dentro de ellas. Unas decían que nacían con ello dentro, que siempre había estado allí hasta que se lo sacaron, otras eran de la opinión de que aquello se les había ido metiendo dentro según pasaban los días y visitaban una fábrica u otra. Yo les decía que no era experto en esos temas pero que el Señor sabía de esos y de otros muchos misterios de la vida.

Yo les enseño la Verdad que predica el Altísimo, y es, que todas las cosas buenas que llevamos dentro es porque se nos ha concedido divinamente el llevarlas, que nuestro deber, en agradecimiento, es hacer buen uso de ellas.

Las latas no estaban del todo de acuerdo porque la de sardinas creía recordar que, en aquello, había unas mujeres implicadas… Pero de esto hacía tanto tiempo que, reconocía, no se acordaba bien. El domingo siguiente fueron todas al vagón del tren, todas menos la de sardinas.

Hace ya tiempo, al principio de venir aquí, le dí mis ropas a un mendigo a cambio de vino y pan blanco. Desde entonces ando desnudo al igual que el resto. Por eso no tenía nada que cambiar para poder obtener los alimentos de la Eucaristía. Sé que el Señor me perdonará lo que hice: cogí el vino de otro hombre dormido en un banco, él ya no lo necesitaba. Además, la ocasión lo merecía. No todos los días se podían hacer conversos de la categoría del propio vagón.

Se decidió a recibir el bautismo. Cuando me dio a conocer su decisión, me puse loco de contento. Sobre todo después de tantas noches de charla, filosófica él y teológica la mía. Intentando convencer el uno al otro sobre lo equivocado de sus ideas. Tuve mis baches, mis momentos de indecisión en los que creí perder la Fe. Por las noches, mientras dormía, él seguía despierto hablando despacito para que no despertara, procurando que sus palabras se me metieran dentro, en mis sueños, intentando convencerme de que estaba equivocado. Me revolvía los pensamientos arriba y abajo. Si me despertaba se reía y decía que era una simple broma. Pese a nuestras diferencias de pensamiento nos llevábamos bien. De hecho nos dejaba usar su interior para que yo predicase ideas que él no compartía.

Esa misma noche, la anterior a su decisión de bautizarse, ya había logrado convencerme. Por la mañana me desperté llorando. Lloraba por lo que había hecho y lo que iba a hacer, las lágrimas salían por la puerta del vagón. Lloré hasta quedarme seco. Me maldecía a mí mismo por todo el daño que había hecho, por las falsas ilusiones que había prodigado, por la mentalidad opiácea que había transmitido. Estaba tan desesperado que había decidido dar término a mi vida.

Cuando el vagón me dijo que quería que yo le bautizase comprendí que aquello había sido una prueba del Señor y yo no había sabido superarla. Aquello era la señal, la conversión del gran ateo. ¡Qué miserable fue tu siervo, oh Señor! ¡Qué pobreza de ánimo la mía y que gran lección de humildad la tuya!

Era tan grande que se le podía ver desde cualquier rincón del basurero. Es más, sin vías que llegaran hasta allí, nadie sabía cómo había llegado hasta aquel lugar, ni él tampoco lo dijo nunca. Era, con mucho, el personaje más viejo y singular del contorno. Por eso, su decisión de convertirse admiró a todos. Nadie quiso perderse el acontecimiento.

Me engañó. Simuló celebrar su comunión con el Señor para congregar a todo el basurero en su interior. Cuando ya estábamos todos dentro, en espera de que se pudiese iniciar la ceremonia, se cerraron las puertas. Él levantó su enorme voz de vagón y dijo: habéis venido a ver como el ser más viejo y grande del basurero dice que cree en Dios. Os preguntáis si ese Dios también puede ser para vosotros. ¿Pensáis que sois demasiado pequeños, demasiado inútiles o débiles? No penséis así, porque vuestra fuerza está en vuestro número, en vuestra unidad, en vuestro amor hacia lo que es norma y en vuestra esperanza, que es de lo que me nutro. Claro que podéis creer. Dios también es para vosotros. ¡Porque Dios, soy yo!

Y nos engulló a todos dentro de él.

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Comentarios

  1. Una de las historias que más me han impresionado de mi juventud (tiene ya algunos años) . Es excepcional. Muy recomendable. Que alegría poder volver a leerla.

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  2. Es un relato recuperado de los 90. Solo lo tenía en una copia impresa.

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  3. Beto escribe muy mal. Lo leo todo por compromiso. En totalmente incierto. Le tengo mucha envidia, inquina y celos. El muy condenado escribe muy bien y es capaz de sorprenderme en cada relato. Tengo que hacer algo con él. Un accidente me parece apropiado.😁

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