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Infierno sobre Berlín - Décimo Círculo del Infierno



1944.
Creo que han derribado a la mitad de los aviones que enviamos. Si algo nos sirve de consuelo es que éste, el avión en que volamos es una versión mejorada: el B-17F.

Estamos sobre el cielo alemán. Nuestro escuadrón de B-17 está a solo unas pocas millas de nuestro objetivo: la fábrica de Focke-Wulf. Una fábrica de aviones alemanes en las inmediaciones de Berlín. Un ataque al mismo centro que supone meterse en la boca del lobo. Por eso, el alto mando, ha decidido que lo hagamos en estas condiciones tan adversas.

Es de noche, con niebla y estamos metidos entre las nubes. La extraña tormenta de luces y colores que acabamos de pasar ha diseminado todos los aviones que componían el escuadrón. Algunos no han tenido tanta suerte y han sido alcanzados por rayos eléctricos. Arden como teas mientras sus ocupantes salen succionados hacia la muerte. Una pesadilla a la que nos enfrentamos en solitario. Para llegar a nuestro destino sólo nos puede guiar la pericia de nuestros navegantes y el control por radio entre las naves del escuadrón. Sin embargo, nuestro navegante no tiene ninguna referencia y la radio no parece funcionar desde que atravesamos la tormenta.

En la tripulación del B-17 somos diez hombres: piloto, copiloto, navegante, bombardero, mecánico de vuelo, radioperador, artillero de cola, artillero ventral y dos artilleros laterales.

El piloto era el oficial Dante Antorec. Cruz de Vuelo Distinguido, concedida al traer de vuelta su maltrecho aparato convertido en un ataúd volante. Sólo él volvió con vida. Sólo había transportado cadáveres de vuelta. La torreta artillada trasera había desaparecido junto con su operador. La torreta superior estaba desaparecida junto al armamento y la mitad superior de su operador.

Su nuevo copiloto John “Frog” Stevens, nos acompañaba en esta misión. ¿Por qué el sobrenombre de “Frog” de nuestro copiloto? Sé que no he tenido muchas oportunidades de comprobarlo, pero, con oírle unas pocas veces, es un sobrenombre justo. Este hombre tiene una peculiar forma de roncar. Hay quien suena como un oso y hay quien, como “Frog”, suena como una rana.

J.C., dinos dónde estamossuena la voz de Antorec en los auriculares.

El sargento J. C. Winston era el navegante de la aeronave. Su nombre completo era Jebediah Christopher Winston. Un hombre nacido en una comunidad cristiana de Georgia. Devoto y talentoso ilustrador, sustituía una pin-up en el morro de nuestro avión por un esqueleto con un disparo incrustado en la frente navegando en una barca de madera a petición del teniente. Solo Antorec sonreía al verlo, en los demás proyectaba un mal augurio.

—La tormenta nos ha dado más vueltas que las que le daba a la masa del pan mi madre —respondió J.C. revolviendo mapas—. No tengo ni idea. Se supone que ya deberíamos estar recibiendo fuego antiaéreo. Si las coordenadas son las correctas, estamos a punto de alcanzar la fábrica de Focke-Wulf en Berlín.

Y, aun así, JC no era tan fanático como los dos amigos amish: Ezekiel Smucker y Jahaziah Brenneman. Sospechosos por sus antepasados alemanes y porque el resto de su comunidad se declaraba objetora de conciencia. A la primera llamada a filas, los demás abarrotamos los puestos de alistamiento, mientras, las comunidades amish se convertían en un verdadero problema ético para sus vecinos. Se negaban a abonar con sus muertos los campos de Europa.

Sin embargo, ellos tomaron la decisión de huir de su comunidad para poder alistarse. Cómo y por qué es una historia que aún no han contado.

Murphy, confirma posición y empieza a soltar bombas —resuena la voz de Antorec por los auriculares. - Y salgamos cagando leches de aquí.

Señor —contestó J.C.— las coordenadas son correctas, pero aquí no hay ninguna fábrica. No hay ni rastro de ella. Son viviendas normales. Estamos encima del mismo Berlín. Ya sé que parece imposible. Pero... pero...

Pero ¿qué? —interrumpió el oficial Antorec.

Señor, soy Smucker —se coló por radio la voz de uno de los amish—. He hablado con mi compañero. Mis ancestros no me perdonarían bombardear a personas inocentes. Creo que no deberíamos tirar esas bombas si no estamos seguros de que son nuestro objetivo.

Señor. Brenneman. Confirmo lo dicho por Smucker.

Nathan Romero era nuestro operador de radio. Un texano de tan lejano origen latino que no entendía una sola palabra de español.

Señor. Aquí Romero. Antes de salir de San Antonio hice una ofrenda a la Virgen de Guadalupe. La Señora no lo perdonaría nunca, señor. No podemos hacer esto. La radio está frita. Nadie sabe que estamos aquí. J.C. no está seguro de que lo que tengamos bajo nosotros sea nuestro objetivo. La ciudad de Berlín bajo nuestra no se parece en nada a la Berlín que conocemos. ¡No hay ni un solo edificio derruido! ¡Está llena de luz, de vida!

Ted Glenn el artillero de cola. Yo pensaba que no daba la talla para estar en el ejército. Veía a aquel hombre muy pequeño, pero por eso mismo era perfecto para la torreta de cola: un espacio claustrofóbico para cualquier otro. En aquella pequeña bola artillada se tenía la mayor sensación de indefensión de todo el avión. Una semiesfera transparente con una gran visibilidad. Sí. Pero la sensación era de estar expuesto por todos lados a una ráfaga de los Messerschmitt1 que iban a darnos duro cuando estuviésemos sobre el cielo alemán.

¡Eh, oficial! Aquí Ted. Mande a la mierda a esos. Usted es el que manda. Son el enemigo. Si no lo son hoy, mañana les pondrán un fusil en la mano y matarán a su madre.

Oigan. Esto no es una puta democracia —sonó la voz del oficial Antorec—. Yo soy el que está al mando. ¡Soltad ya las bombas, joder! ¡Me importa una mierda que esta Berlín no se parezca a la que creéis conocer! ¡Berlín es Berlín!

Billy Sanders, al que todos llamábamos Po´boy, por su afición a los bocadillos de gambas que regalaban a los chicos pobres durante la crisis y por su procedencia de New Orleans, era el mecánico a bordo y quien estaba a cargo de la torreta dorsal.

Escuche jefe, soy Po´Boy, estoy de acuerdo con usted, esto es una guerra. Nadie le va a poner pegas porque haya matado a alemanes a los que hoy no les tocaba. Si no somos nosotros morirán por otra bomba, o de hambre o quién sabe. Quizá el mismo Hitler los mate por judíos, por comunistas o por cualquier otro motivo.

Alessandro Di Meo. Artillero de la torreta ventral. Un espagueti de Chicago. Antes de que nadie lo piense lo diré yo. No. No tenía nada que ver con la mafia. Uno de los mejores hombres que he conocido nunca. Siempre estaba dispuesto a ayudar a cualquiera. Si este hombre hubiera pertenecido a una banda criminal sería un psicópata o el más inútil de todos sus miembros.

Señor. Aquí Di Meo —se escuchó la voz del espagueti—. Creo que lo que han dicho mis compañeros se basa en creencias religiosas o en una actitud nihilista. Señor, los hechos morales no existen. No estamos aquí para valorar el bien o el mal. Con todos los datos del mundo, cada uno creemos en una realidad que no es. Solo es la realidad que construyeron nuestros pobres datos sobre la naturaleza. Sé que es consciente, todos somos conscientes, de que no tenemos ahora ningún dato sobre la realidad. No existe, eso de ahí abajo no existe, solo existimos nosotros con nuestra decisión de soltar o no las bombas. Y da igual lo que sea aquello, solo están las órdenes, el entrenamiento. Hacemos un trabajo. El juicio moral tiene en común con el religioso creer en realidades que no existen. Solo pueden interpretar lo que tienen ante sí con respecto a una cultura que arrastran. Que no saben ni cómo les ha llegado. El juicio moral, lo mismo que el religioso corresponde a un nivel de ignorancia en el que todavía falta el concepto de lo real, no hay distinción entre lo real y lo imaginario. En esto, sin esa capacidad solo estamos hablando de tonterías. De imaginaciones. De pura especulación de la verdad. Hagamos el trabajo que hemos venido a hacer. Soltemos las bombas.

Se tejieron unos instantes de silencio en los que Antorec repensaba su decisión. En los que yo veía a Di Meo como el psicópata que era. Con su lógica aplastante. Le imaginaba matando a un desconocido de frente, con una pistola en la mano, allá en Chicago. Por encargo. Porque era un trabajo.

J.C., dinos qué ves —volvió a solicitar Antorec—. No podemos volver con este peso. Murphy, preparado para soltar la carga sobre la posición.

Brad Murphy. Ese soy yo. Su nuevo bombardero/artillero de proa. Sé que me miraban con desconfianza ya que esta era mi primera operación de combate real. Mis últimos días de instrucción habían sido sobre el mar británico, dejando caer mis cargas sobre boyas que flotaban en el mar. Con un porcentaje de acierto suficiente según mis instructores. Yo sabía que lo que hacía falta era llenar las nuevas tripulaciones de cualquier manera. Mis puntuaciones sobre los blancos no eran buenas. Al final, el hombre que tenía la mano sobre el botón que dejaría caer nuestra mortal carga.



El vuelo no empezó bien. Ya en mi presentación cuando estábamos en tierra. Allí estaba el teniente Antorec, a pie de pista, dándonos la arenga antes de salir. Frog le imitaba por detrás, paseando como si fuera Hitler mismo quien estuviera dándonos el discurso de bienvenida, pero con la voz de Antorec. El teniente se giró y le pescó en su burla. Frog le saludo con la mano en alto, al estilo fascista.

Desde luego, Frog, como pretendes que estos hombres nos tomen en serio si no dejas de hacer el payaso —trataba de ponerse serio con él, pero no lo conseguía.

—“Hombres —pensé yo—. Ninguno llegábamos a los 25 años. Estábamos recién entrados en la edad adulta. Solo unos pocos años nos separaban de saltar charcos, de paseos en bicicleta. De los primeros roces con el sexo contrario.

El sargento JC estaba casado y tenía una hija. También Romero, desde los 19 años. Los demás solo dejábamos atrás novias o proyectos románticos que habían quedado en promesas: Cuando vuelva nos casaremos”.

Bien, Brad Murphy. Nuestro nuevo bombardero —me señaló.

—“Ahora me toca la charla especial de novato” —miré al teniente Antorec con curiosidad pues se acercaba con una botella y un vaso en la mano.

Adelante —dijo vertiendo un brebaje en el vaso mientras andaba hacia mí—. Bebe tu trago de iniciación. Hoy te harás un hombre cuando mates a cientos de esos cerdos alemanes.

No, gracias —dije adelantando la mano ante mí—. No bebo.

Vamos, vamos. De un trago —hizo ademán de acercarme el vaso a la boca.

Aparté el brazo con el vaso, con tan mala suerte para mí que derramé todo el líquido, y di un paso atrás.

No, gracias, señor. De verdad.

Me hizo un consejo de guerra y me fusiló allí mismo con la mirada.

—Bébete esto. Bébete esto ahora mismo he dicho. Es una puta orden.

Yo solo iba retrocediendo paso a paso con las manos arriba, hasta que me cogió por la manga de la chaqueta. Pego su cara a la mía y mostró los dientes.

—¡He dicho que te lo bebas! Ahora —seguía Antorec—. ¿Estamos?

Tu superior te está dando una orden —dijo el Mayor Murphy escupiendo sus palabras sobre mi cara.

Sí. El Mayor Murphy. ¿No os había hablado de él?

Con un golpe me solté la manga que tenía retenida el teniente Antorec. Me di la vuelta para tratar de huir, pero el Mayor me hizo la zancadilla y caí al suelo.

Vamos. Solo es un traguito de nada - Frog me sujetaba los hombros contra el suelo.

—Ahora todo de un trago —el teniente acompañaba sus palabras con un gesto, como si fuera él quien bebiera. Con una mano volcaba el vaso y con la otra abría mi boca. Yo me debatía, pero Frog no me dejó moverme.

- "Gracias por echarme una mano, papá" - pensé en mi interior.

Sí. Es mi padre. Mayor de artillería Fred Murphy. ¿Qué pinta la Artillería en un avión? Nada. El Mayor Murphy no molesta a nadie con su presencia, excepto a mí, porque no está aquí. Mi padre lleva muerto ocho años. Una arteria que no aguantó más o algo así nos dijeron. Lo que de verdad mató a mi padre fue el alcohol. Por eso no bebo.

Pero de esto no puedo hablar con nadie. Si descubrieran que veo y hablo a mi padre muerto desde hace ocho años me dejarían en tierra.

        

Miré hacia JC. El navegante desvió la mirada hacia sus instrumentos. Seguíamos sin saber siquiera si la Berlín que vislumbrábamos era la Berlín que íbamos a bombardear.

Pero ahí estaban las luces. El enemigo. El trabajo.

Bien, votaremos, entonces —dijo el teniente Dante Antorec—. Vamos a pretender que esto es una jodida democracia. ¿Quién quiere soltar las bombas y quien no? ¿Quién quiere hacer su trabajo y quién no?

Como era de esperar, a favor Billy Sanders, Po´boy, Ted Glenn, Alessandro Di Meo, John “Frog” Stevens. Y en contra J. C. Winston, Ezekiel Smucker y Jahaziah Brenneman y Nathan Romero. El teniente Antorec se abstuvo con cara burlona. La decisión final quedaba en mis manos.

Aunque sea imposible, veo a todos mis compañeros en sus puestos, el fuselaje y los pañoles se difuminan dejando ver rostros con la barbilla al pecho, reflejando vergüenza, duda, miedo y, quizá, esperanza.

Trago saliva. Esto no está bien. No me he alistado para matar sin pensar. Obedecer sin cuestionarme nada. Mi padre me mira atentamente y me pide que tome la decisión correcta.

No —respondo.

Mis compañeros permanecen mudos y empiezan a desmoronarse como si de figuras de arena arrastradas por el viento se tratase. Todos a excepción del teniente y mi padre. Mi padre sonríe y el aire se detiene en el avión B-17F. En el mejorado B-17F que sobrevuela la Berlín del año 2021.

Todo cobra sentido… La extraña tormenta que de algún modo inexplicable nos había transportado casi 80 años al futuro. El teniente Antorec deseoso de una respuesta que debía haber tomado él en solitario. Dante Antorec, un anagrama de Caronte, el barquero del infierno. El pinup del fuselaje del bombardero es una calavera que no posee un disparo en la frente, sino una moneda. Una moneda para pagar el peaje al infierno o al cielo. De mi decisión dependía el destino de mis compañeros y el mío propio. Llevábamos muertos desde que fuimos alcanzados por el rayo de la tormenta.

El bombardero era nuestro purgatorio.

Reporte a la vuelta del bombardero.

De nuevo haciendo honor a su fama, el bombardero vuelve con un único superviviente. El teniente Antorec. Tras las pertinentes reparaciones, el bombardero, será asignado a una nueva misión para finales de mes…




[1]     Cazas alemanes de la Segunda Guerra Mundial.

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Comentarios

  1. Mi enhorabuena a Alberto y a Klaus. No tengo palabras de agradecimiento suficientes que reflejen la enorme satisfacción que me ha producido ser parte de este relato. Muy orgulloso de ser amigo vuestro. Muy feliz de poder nutrirme de vuestro talento.

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  2. Bonita experiencia poder escribir/revisar/copiar/fusilar una idea general y llevarla a cabo. Repetiré sin duda. Gracias a Luis y a Beto. Excelsior!

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  3. Buen relato, entretenido, os vais superando😀😀

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  4. Ha quedado una cosa más que digna. Algo que trae recuerdos a "Tales from the crypt", a esas series y películas de los 80-90 que nos han nutrido.

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  5. Un gusto leeros .
    El final me sorprendió, me dije ,al final se les acaba el gasoil .

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