El ciclo del consumo - Alberto Jiménez
La música machacona de todas navidades. Siempre igual. Pretende ser algo feliz pero, de tanto repetirla, resulta cargante. Pero a la gente le es lo mismo, se ven atraídos como las polillas a la luz. La música suena y las tiendas atrapan a la gente, con su música y sus luces, en una red invisible de la que no pueden salir. Y es que todas las tiendas están atestadas de gente. El corredor central del centro comercial es igualmente un río de personas que vienen y van.
La mujer va cargada con varias bolsas en cada mano, sorteando a otros compradores. Muestra en su rostro el agobio que le produce tanto gentío y la música ensordecedora del hilo musical. Sopla, en un gesto inútil, para tratar de quitarse el pelo de la cara. Está sudando con generosidad debido a la calefacción del edificio. Le gustaría quitarse el abrigo pero no tendría manos para sujetarlo. Tiene también a su hijo aferrado al dedo menique. El único apéndice que le queda libre de tantos regalos de compromiso.
—Manuel. Ni se te ocurra soltarte de la mano, ¿de acuerdo? —le dice la mujer a su hijo mientras este mira en todas direcciones menos a la cara de su madre.
Hay demasiado que contemplar. Grandes lazos rojos que cuelgan del techo, cadenetas doradas, luces que se apagan y se encienden con ritmos aleatorios y cambiantes en cada escaparate. Un Papá Noel enorme de plástico preside la entrada a la tienda de juguetes junto a un Tiranosaurio Rex a tamaño real.
Su madre va tirando de él en dirección a la zona del parking, luchando contra la marea, en contra de la muchedumbre. Avanzan despacio con el cuello del niño en un escorzo imposible tratando de no perder de vista el gran tiranosaurio. El gran saurio verde desaparece entre campanas doradas y las bolas blancas de porexpán que parecen flotar en la nave central.
En el piso superior, los rótulos luminosos le invocan como vampiros culinarios: hamburguesa, pizza, pasta… Montañas de queso derretido monopolizan en ese momento toda su imaginación. Los olores de comida grasienta y dulce le seducen desde arriba. El golpe olfativo que despide la tienda de perfumes y colonias le saca de su trance. Su madre intenta seguir tirando de él al tiempo que esquiva grupos de familias que, como ella, tratan de hacer las compras de Navidad a última hora.
Sus esfuerzos se ven interrumpidos por una azafata que les bloquea el paso. Un traje blanco barato con una falda muy corta y el sempiterno gorro cónico con un pompón al final:
—Hola guapo, ¿quieres un globo? —la azafata, con una bonita sonrisa, está decidida a despachar rápido todos los globos que lleva con la marca comercial de un perfume.
—No, gracias, que llevamos prisa —dice la madre.
—¡Mamá! —el tono de reproche y la mirada del niño lo dicen bien claro:
«¿Me quieres decir que tú puedes ir cargada a reventar con cosas que has tenido que pagar, y yo no me voy a llevar un globo gratis?»
—Está bien —claudica la madre—. Pero dese prisa que vamos tarde. De verdad.
—Mira, te lo voy a atar aquí —se agacha, solicita con el niño, para atarle el globo mientras deja a la madre dentro de una jungla de globos sin poder ver nada—. Así, para que no se te pierda.
La madre le dirige una sonrisa nerviosa a la azafata. Una sonrisa de compromiso que contrasta con la perfecta y profesional sonrisa de la azafata que se despide mirando solo al niño.
La mujer, con sus bolsas, los dedos insensibles por el peso, el calor del abrigo; piensa de forma indecorosa sobre la familia de la azafata que le ha hecho perder el tiempo. Si tuviera manos la abofetearía, le daría un bofetón con la mano abierta a todo el que se pusiera delante. Así, al menos, sentiría las manos y sabría que Manuel, su hijo, sigue agarrado a ella. El globo es la boya que indica que hay un submarinista bajo ese mar del consumismo que la engulle.
Un muñeco de nieve le cierra el paso. Cuando va a esquivarlo, se mueve en su dirección bloqueándola. La mujer espera que, la persona dentro del muñeco, vea la cara de enfado que pinta en su rostro para que la deje pasar. El muñeco, ajeno al rostro tenso de la mujer, sigue con su juego de bloquearles el paso, con su sonrisa dibujada en la pelota que tiene por cabeza. Ella imagina que a su hijo, todo esto, le debe estar haciendo mucha gracia. A ella, ninguna.
Por fortuna para ella, un grupo de jóvenes, atolondrados por la edad, se llevan con ellos al muñeco y casi le arrancan las bolsas de la mano al pasar. Tiene la sensación de ser uno de esos pájaros muertos que se ven en los documentales y que, en un rápido time lapse, un grupo de hormigas pasa sobre ella y ha devorado el cadáver en unos instantes sin que queden mas que unos pocos huesos.
Por suerte, el peso de las bolsas y el globo siguen ahí. Se le antoja que ya ha pasado varias veces por el mismo sitio. Ese deja vu de experiencia ya vivida. No puede negar que los centros comerciales están pensados para eso, para que que te quedes allí de manera indefinida comprando, consumiendo en un ciclo infinito. No sabe lo acertado que es este pensamiento.
Con la mirada al frente busca ansiosa una cruz verde luminosa, su particular estrella de Belén. La farmacia del centro comercial que se encuentra cerca de la salida del parking. Encuentra su brillo y se deja guiar por él para salir de su agonía.
La cantidad de gente disminuye. Logra salir de la corriente que le llega en contra procedente del estacionamiento de los coches. Vuelve la cabeza para controlar a Manuel. Su hijo no está.
Solo lleva bolsas. Un montón de bolsas en cada mano y un globo atado a una de ellas.
Se le para el corazón. Para ella se hace el silencio, se para la música de las tiendas y la gente enmudece. Mira hacia las personas moviéndose de un lado a otro tratando de ver algo. Tratando de reconocer una cara en esa multitud. Pero la cara que quiere encontrar se encuentra a un metro por debajo de la línea de los rostros que pasan ante ella. Clavada allí espera a que Manuel salga de la multitud llorando.
Un chico tropieza con ella. Va mirando hacia atrás y riendo, no se ha dado cuenta que hay una persona en su camino.
—Perdón señora —dice el joven que sigue su camino.
El golpe la saca de su estupor y ahora grita:
—¡Manuel! ¡Manuel! —le está gritando a una masa que no la atiende. La gente no son personas. No son una suma de individuos. Es algo que tiene vida propia y se mueve con la ley de la mecánica de fluidos.
—¡Manuel! ¡Manuel! —sigue gritando hacia la gente y realizando el gesto inservible de ponerse de puntillas sobre sus tacones.
Algunas personas la miran pero siguen andando. Ella se introduce de nuevo en la multitud. Va apartando a las personas a base de empujones y gritando el nombre de su hijo. Llega hasta el muñeco de nieve y, este, empieza su baile para no dejarla pasar.
La tensión del momento puede con ella y le empuja haciéndole caer. Las compras navideñas se desparraman por el suelo. El muñeco de nieve trata de levantarse pero, con ese traje, tiene la misma movilidad que una foca fuera del agua.
Ya en el suelo, empieza a propinarle patadas. Desquiciada por haber perdido a su hijo, la mujer la emprende a golpes con las bolsas de las que pronto solo sujeta unas deshilachadas tiras de plástico. La gente empieza a hacer un corro a su alrededor sin intervenir. Muchos están grabando con el móvil la escena.
La mujer solo se para cuando la seguridad del centro comercial aparece. Uno de los hombres de seguridad la separa y otro ayuda a que el muñeco de nieve se levante.
—Mi hijo. Mi hijo ha desaparecido —dice ella mientras intenta zafarse del guarda de seguridad que la lleva cogida por el brazo hacia las oficinas.
—¿Qué dice, señora? —le pregunta el guardia.
—Estaba intentando encontrar a mi hijo y este payaso se me ha puesto en medio a hacer el tonto.
—A ver, señora. Cálmese —intenta mediar el de seguridad—. ¿Dónde le ha perdido?
Ella vuelve la cabeza hacia atrás, hacia el gentío, que no deja de hacer vídeos de la situación y se desborda la emoción. Esconde la cara entre las manos y se le escapa un único sollozo que sabe que no se puede permitir. Se aprieta la cuenca de los ojos con el pulpejo de las manos tratando de conseguir algo de cordura.
—Señora —sigue el agente de seguridad—. Haga memoria, por favor. ¿Dónde ha sido la última vez que lo ha visto? ¿Qué edad tiene? ¿Qué llevaba puesto? Dígame algo para que empecemos a buscarle. Y, tranquila. Ya verá como aparece en unos segundos.
El protocolo ante una pelea dicta que les lleven a todos a las oficinas de seguridad, incluida la víctima, el muñeco de nieve, que resulta ser un señor calvo que la mira con hostilidad. Ella le da las señas más identificables de su hijo. Según va hablando se da cuenta de que podrían ser las de cualquier niño:
—Pelo castaño, 5 años, así de alto —dice ella poniendo la mano—. Y… ¡Pfff! —exhala, sabiendo que lo que lleva puesto no es nada llamativo—. Un abrigo marrón, con pantalones grises.
—¿Tú has visto algo? —le preguntan a la cabeza desproporcionadamente pequeña dentro del muñeco de nieve— ¿Algún niño suelto por ahí?
—¿Yo? ¡Qué va! —se desentiende el hombre disfrazado— ¡Si apenas veo por dónde voy! Además acabo de empezar a trabajar ahora.
—¿Y el otro? —inquiere el guardia.
—¿Qué otro? —quiere saber el hombre del disfraz— ¿El anterior? Ya se iba. Como de costumbre. Nos hemos cruzado por el camino.
—Buscar al otro tipo —pide el guardia a través del Walkie—. El del turno anterior. A ver si ha visto algo.
A la mujer se le pasa por la cabeza que, de aquí en adelante, siempre vestirá al niño de amarillo fosforescente, como un arbitro de fútbol. Porque le buscan y le buscan... Ella oye como el personal de seguridad habla con todos su miembros por radio sin obtener ningún resultado. Sabe que están haciendo todo lo posible por encontrarle con la poca información que ella les ha dado. No puede dejar de pensar en que ella es su madre y es la que menos está haciendo. Siente como le flaquean las fuerzas, se le juntan las rodillas y, finalmente, se sienta sin fuerzas en una silla. Mira hacia la mano que aún tiene cerrada. Los nudillos están blancos sujetando unos trozos de asa de bolsa. Se le forma un tapón en la garganta que no deja pasar el aire. Tiene que volver a ponerse en pie con una mano en el cuello, la otra intenta agarrar el aire que no llega a sus pulmones.
—Señora, ¿está usted bien? —uno de los hombres de seguridad le coge la mano intuyendo que va a colapsar de un momento a otro—. Tiene que tranquilizarse. Vamos, respire, respire —la alienta con gestos para que le imite exagerando su propia respiración.
El aire vuelve a circular. Mira agradecida al hombre y se avergüenza un poco por su falta de entereza ante la situación.
—Solo… Solo estoy un poco bloqueada —acierta a decir la mujer—. ¿Hay algún sitio donde me pueda tumbar o algo? Por favor —suplica—. Necesito relajarme un poco.
—Señora, lo siento, pero aquí no tenemos nada así. Pero, si quiere, a mí hay una cosa que me funciona, y es estar con los ojos cerrados y centrado en la respiración. Esta puerta —dice señalando a un pequeño almacén— se puede cerrar. Apague la luz si quiere y haga lo que le he dicho.
Alguien llamó a la puerta de la oficina. Eso la decidió. Antes de que alguien más la interrogara provocándole un nuevo un ataque de ansiedad, la mujer entró en el pequeño almacén con material de oficina. Apagó la luz y la oscuridad la engulló. Aún así, cerró los ojos y trató de concentrarse en su propia respiración. En medio de la pequeña sala intentó recuperar su rastro a través de las tiendas. Volvió a pensar en la última vez que Manuel seguía cogido a su mano.
Poco a poco volvió a sentir el olor de la perfumería, el del algodón de azúcar, la música volvía a tener un volumen alto, oía el murmullo con las conversaciones de la gente y, al extender los brazos, le pareció tocar a alguien.
De hecho alguien la tocó. Otro la empujó suavemente por la espalda.
—Perdón —oyó con claridad a su espalda.
Abrió los ojos sorprendida por la viveza de su imaginación. La oscuridad sigue siendo predominante. Es como si viera la realidad a través de una malla negra. Con un torpe movimiento mira como sus extremidades se han convertido en unos tubos blancos y redondeados. La gente la rodea en el pasillo central del centro comercial. Se ve a sí misma transitando entre la gente y arrastrando unas bolsas y un globo. Sin llevar al niño de la mano. No puede ser pero se da cuenta que no es un recuerdo, que lo está viviendo todo de nuevo desde el interior del muñeco de nieve. Trata de interponerse delante de esa señora que ha perdido a su hijo y no se ha dado cuenta. Se lo dice:
—Para, para —haciendo aspavientos ante su cara. —Manuel ya no está contigo.
Se lo dice, se lo grita a la cara pero la mujer no parece oírle. Trata de bloquearle el paso. Solo la mira con cara de enfado y consigue evitarla porque un grupo de jóvenes se la llevan por delante. Vive la misma situación. Recuerda que ella misma no hizo caso del muñeco de nieve. Ve que solo lleva un globo colgando de las bolsas. Manuel se ha tenido que soltar antes. Así que avanza en dirección contraria a esa versión de sí misma, que ha decidido seguir hacia el parking.
En la búsqueda de su hijo perdido se cruza con otro muñeco de nieve. Este mueve la mano a modo de saludo. Intuye que es el que recibirá la paliza, por parte de la otra versión de sí misma, cuando se ponga en medio. De nada sirve volver hacia atrás e intentar pararse a sí misma para que no se vuelva a producir esa bochornosa escena. Así que continúa adelante en la lucha contra la marea de gente. La limitada visibilidad del disfraz hace que vaya chocando contra las personas. Y por fin ve de nuevo al enorme T-Rex de plástico entre la gente. En efecto, a sus pies, con la mirada perdida hacia los colmillos del temible animal prehistórico, se encuentra su hijo. Nadie se da cuenta de que es un niño solo, perdido y sin padres alrededor. Solo es otro niño más que disfruta de los adornos de navidad en el centro comercial famoso por sus excesos.
Trata de hablar con él pero tampoco le oye. Intenta quitarse el disfraz pero le resulta imposible. Realiza unos gestos amigables con el niño y al final, este, no duda en cogerle la mano a un engendro torpe confeccionado con tres bolas de cartón piedra.
La mujer decide volver a la oficina de seguridad con el niño sujeto a su mano. No deja de mirarle para asegurarse que sigue ahí. En su cabeza vuela la estúpida idea de que así se lo devolverá a sí misma. A la mujer que debe estar ahora mismo de los nervios dentro de la oficina. Aunque esa idea sea absurda, los guardias de seguridad, al menos, le podrán quitar el traje.
Cuando llega frente a la oficina de seguridad llama a un timbre al lado de la puerta. Vuelve a bajar la cabeza y mira a su hijo que sigue confiado, cogido de la mano de un desconocido con un disfraz de muñeco de nieve.
—¡Ah, eres tú! —suena una voz en el interfono.
La puerta se abre y, cuando entra de la mano con el niño, ve como una pincelada con el color de su abrigo, al otro lado de la estancia, desaparece dentro del cuarto de escobas y se cierra la puerta.
—¡Anda, el niño perdido! —dice el guardia de seguridad cuando ve al muñeco con un niño de la mano.
El guardia se levanta, con la ilusión pintada en su rostro, en dirección a la puerta donde una madre con un ataque de ansiedad trata de calmarse.
—Señora. Su hijo… —la palabra se encalla al confirmar que en el pequeño almacén no hay nadie.
Apaga y enciende la luz varias veces porque su cerebro no encuentra lógica a esa desaparición digna del Mago Pop. Hace apenas unos segundos, una mujer había entrado en su pequeño almacén de apenas tres metros cuadrados. Él mismo había cerrado la puerta. Sabe que solo se ha girado un instante para ver entrar por la puerta al niño perdido. Observa que el muñeco de nieve hace gestos ostensibles hacia la cabeza de su disfraz.
—Sí, algunas veces estos trajes se atascan —confirma el señor calvo con su disfraz levantándose de su asiento para ayudar a su compañero—. Espero que la señora de mierda no se vaya de rositas por haberme pateado ahí fuera.
Cuando consiguen sacar la cabeza del muñeco aparece la cabeza de la mujer. Podría ser la cabeza de la Gorgona ya que, al previsible rostro de enfado, se le suman los pelos encrespados y en punta, además del flequillo pegado a la cara por el sudor y la condensación dentro del traje.
—Soy la señora de mierda —dice la cabeza de la Gorgona—. ¿Qué está pasando aquí?
El guardia de seguridad mira repetidas veces hacia la puerta del almacén y hacia la señora/Gorgona que tiene enfrente. Se dirige, con paso cansino y frotándose el nacimiento de la barba, hacia el teléfono en su mesa. Ante la mirada asesina de la mujer que está hiperventilando con su hijo agarrado de la mano, levanta la mano pidiendo paciencia
—¿Mantenimiento? ¿Sí? Lo del bucle temporal ese, que… Sí, lo sé. Que solo es para las tiendas. Pero es que… Sí. Pues no, no va nada bien… Yo no sé nada de maximizar beneficios. Lo que yo tengo es otra señora que se ha quedado enganchada —momento de silencio—. No. No ha vuelto a la tienda. Ha vuelto al interior de uno de los muñecos de... Sí. Urgente. Muy urgente.
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Muy interesante relato de Alberto. Recomiendo leerlo más de una vez para darse cuenta de toda su fuerza. Gracias.
ResponderEliminar...o para .entenderlo 😅
ResponderEliminarMe ha gustado. Capta muy bien la locura de los centros comerciales en Navidad. Y sé de lo que hablo 😁. El final quizás es un poco lioso y no sabes qué ha pasado. Pero bien aunque sigo esperando que salga una nave prisión...
ResponderEliminarhahahaha
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