La visita - Luis Fernández
Dicen que todos los hospitales tienen sus secretos y enigmas, y que son recelosos de contarlos. Ahí reside su misterio. Uno de estos misterios era Gato. Un gato sin nombre y de raza poco o nada definida. De una edad igualmente extraña. Gato rondaba el hospital en solitario, ningún congénere más de su especie apareció nunca por los alrededores. Algunas personas quisieron ponerle variopintos nombres. No contestaba a ninguno. Gato era el único que le cuadraba y como tal se quedó. Nadie sabía dónde dormía ni dónde pasaba el resto el día, pero su presencia era temida. Comentaba el personal de planta, el núcleo duro como los llamaba yo, que Gato sólo hacia acto de presencia en ocasiones especiales. Podían pasar semanas, incluso meses sin que apareciera, pero si lo hacía, lo temías, vaya si lo temías. Gato sólo se presentaba en aquellas habitaciones donde olisqueaba la muerte. Y era infalible. En un máximo dos días después de su temida presencia, el ocupante de la habitación fallecía. No disponíamos en Eguidazo de habitaciones dobles, así que el mensaje de Don Muerte era claro. El paciente estaba sentenciado.
Durante todos los años que estuve en el hospital, Gato era sumamente diligente y no falló ni una sola vez a sus citas mortuorias. Llegué a odiar su presencia durante muchísimo tiempo, hasta que me conciencié de que él no era el responsable del destino final de mis pacientes. Era simplemente un guía, un toque de corneta de que las cosas iban a cambiar muy rápidamente.
Mis tareas, en el hospital, eran ayudar a los pacientes en su recuperación, repartir la medicación recetada y ayudar en su aseo diario. También algunas tardes era "intentar" ordenar el archivo del sótano, dónde se amontonaba cajas y cajas de archivos médicos en estanterías vencidas por el peso de la enfermedad de los pacientes. Encontré muchas fotos, muchísimas. En una carpeta medio devorada por las ratas encontré incluso algunas del personal del hospital. Amarillentas, carcomidas por los ratones y el tiempo, databan de principios del siglo XX. Di un salto al contemplarlas. Ahí estaba él, no cabía duda alguna, en una fotografía general del equipo de hospital de pie en la entrada principal. En una esquina. Cómo si no hubiese podido evitar eternizarse junto a los médicos, enfermeras y personal sanitario. El personal sonreía y Gato observaba. La fotografía estaba fechada en julio de 1918.
Eduardo era un chaval que sufría en extrañísima enfermedad pulmonar. Los médicos lo habían intentado todo con poco o apenas resultados positivos. El muchacho sufría inmensos dolores día a día. El respirar era para Eduardo un suplicio. Sin embargo, su dolencia se aligeraba en verano, y yo aprovechaba esas contadas ocasiones para sacarle al jardín en su silla de ruedas de madera. Hablábamos de fútbol, de chicas, de las películas que yo había visto. Sus ojos se abrían como platos y brillaban de emoción. Cuéntame más -me rogaba.
Los médicos, devotos (todos unos santos a mis ojos) no cesaban en su empeño de encontrar una cura a su enfermedad. Afortunadamente, poco a poco, al siguiente año, Eduardo empezó a mejorar. Bendito sea Dios.
Pero una mañana, terminado de asear a Eduardo en su habitación, Gato se presentó.
Me quedé blanco, sin palabras. Estaba rabioso. ¿Qué hacía aquí ese ángel de la muerte? No podía ser, Eduardo mejoraba a cada día, incluso se rumoreaba entre los enfermeros la posibilidad de que pudieran darle el alta en los próximos meses. Algo se tenía que haber escapado a los médicos. Eduardo conocía las historias de Gato, y al verle me miró suplicante. Intenté espantar al gato, lanzándole un cojín, con escaso éxito mientras me bufaba. Gato nos miró y se marchó tranquilamente tras una puerta. Ya había cumplido su tarea.
Desesperado y entristecido por la fatalidad del destino, al terminar mi turno, me despedí por última vez de Eduardo, agarré mi bicicleta y salí de Eguidazu absorto en mis funestos pensamientos. No llevaba más de 200 metros recorridos cuando la poca visibilidad, la lluvia y un conductor borracho sellaron mi destino.
Ahora, cual títere roto, apenas me puedo mover entre el amasijo de hierros que fue antaño mi bicicleta. Oigo en la distancia, amortiguado por la lluvia, lejanas voces. Incluso me parece el oír el ronroneo de un gato cerca. Sé que la posible ayuda no llegará a tiempo. Pero no estoy triste, sonrío. Entiendo mi papel. Eduardo saldrá pronto del hospital y tendrá una vida, una buena vida. Este día Gato no vino a visitar a Eduardo, era otro el destinatario de su presencia.
¡Déjanos tu comentario si te ha gustado la historia o si simplemente tienes un gato raro!
Ps:
Klaus me señala un interesante artículo del año 2007 sobre el gato Oscar. No recuerdo haber leído de este gato antes y confieso no haber fusilado su historia. Pero el subconsciente es caprichoso y quizás lo haya leído o escuchado en alguna parte hace 14 años y fue parte de mi inspiración. Sea lo que sea, aquí os dejo el artículo original
Ya había leído este relato tuyo. No por conocido deja de gustarme.
ResponderEliminarYa sospechaba yo algo de mi gata. Esperando a heredar está 😄
Estupendo relato. Hace años ya leí una temática parecida en un artículo. https://www.elmundo.es/elmundosalud/2007/07/25/medicina/1185378818.html?_appid=dfccf5c844fb6d3bc08f20e779eb6364
ResponderEliminar👌
¿Estará está historia incluida en el libro Almas perdidas en la ceniza?
ResponderEliminarSi alguna vez me atrevo... sí. Y también la de Infierno sobre Berlín...
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