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El revólver del diablo (Especial Salvaje Oeste)


Inspirado en el relato The legend of Monte del Diablo (1870) de Bret Harte.

El viejo arriero, moribundo a sus pies, tiene desgarros y mordeduras por todo el cuerpo. Respira entrecortado y, la monja que sostiene su cabeza, tiene que agacharse para escuchar el hilo de voz con el que escupe sus últimas palabras:

—Solo desearía ser el hombre adecuado. Pero ya no soy ese hombre ni esta arma es suficiente —con una sonrisa cómplice en su boca desdentada hace asomar el viejo revólver escondido entre sus ropas ensangrentadas—. Gracias por todo lo que hizo por nosotros.

Con esas palabras se despide de la monja. Con la sonrisa del hombre que sabe que ha llegado su hora. No le parece mal acabar así y no en una cama oliendo sus propios orines. Aparta a la mujer y, con sus últimas energías, es capaz de disparar dos veces antes de ser devorado.

        

Hacía apenas un año que la Hermana María de Gracia había desembarcado en la Florida, tras pasar por Santo Domingo desde España. No era ninguna decepción que su destino se encontrase alejado de aquellas ciudades portuarias donde, mirase donde mirase, no encontraba ni rastro de Dios. Aquellos hombres y mujeres estaban siempre prestos al engaño, al robo y al asesinato. Le turbó la mezcolanza de razas, religiones y culturas. Había llegado con la misión de enfrentar al mal pero todo su entrenamiento no encajaba para aquella gente. Tras unas agotadoras semanas viajando hacia el interior, llegó al convento de Santa Catalina, donde había sido llamada.


Una pequeña Misión encalada al estilo de una España que ya estaba quedando en el olvido de su mente ante la presencia de tanta exuberancia. Recordaba los secos campos castellanos de donde procedía y, al compararlos con la ubérrima generosidad de aquel suelo, le parecía haber llegado a una tierra prometida donde todo estaba por hacer. De la gastada y pobre Europa a aquella América donde todo eran promesas.

Una muchedumbre, vestida con colores claros que reflejaban el sol, salió a recibir a la pequeña comitiva en la que llegó la Hermana María de Gracia. La sonrisa en la cara de los lugareños al recibir a una nueva Hermana en la Misión de Santa Catalina llenó de calor su corazón. Sobre todo por contraste con las ciudades portuarias que dejaba atrás, donde la civilización parecía haber vomitado sus bilis, importando depravación y pobreza. Allí, en la llanura fértil de Santa Catalina el paraíso se veía más posible, más real. Con aquella gente sí parecía posible recrear un ideal de comunidad y de cercanía con Dios.

De inmediato se dio cuenta que, junto a la Madre Superiora, era la única europea entre las Hermanas. La Hermana Blandina, que había asumido el nombre de la primera mártir cristiana, había sabido como pionera, llegar a los corazones de los infieles, recogiendo a su alrededor a más de dos mil almas. Alrededor del humilde monasterio se habían congregado gran número de cabañas de adobe, granjas y talleres que conferían al conjunto el de una pequeña y próspera ciudad.

Los indígenas de los alrededores habían dejado de ser infieles, tomaron las enseñanzas de la Madre Superiora y sus monjas con total armonía dentro de su cultura. Integraron a Dios en sus vidas y seguían su Palabra y Enseñanzas. Se bautizaron con nombres cristianos, iban a la escuela, se cultivaban los campos y los días pasaban en una relativa calma de estudio y trabajo.

Allí la vida le parecía sencilla, la situación ideal, los salvajes se integraban en la fe católica sin oposición. La percepción de aquella armonía embriagó la mente de María haciéndola imaginar una ermita en cada pico, un monasterio en cada valle, escuelas y pueblos blancos piadosos desde allí hasta costa oeste. Y a ella como precursora de ese cambio maravilloso.

Aquella quietud y el pasar del tiempo, le pidieron enfrentar nuevos retos. Así que, organizó sus planes, elaboró la logística del viaje y trazó las escalas necesarias para atravesar aquella ignota tierra sin mapas. Aunque, al tratar de recopilar las historias de aquellos que habían ido más allá de las montañas para saber a qué se enfrentaría, su optimismo inicial se topó con el rechazo de los indígenas. Todas las entrevistas que mantuvo trataron de disuadirla del objetivo de atravesar la cercana cordillera. Hablaban de hombres salvajes, de espíritus desconocidos que vagaban por los bosques, del mal que habitaba las montañas. Trataron de cambiar el rumbo de su viaje evangelizador prometiendo pueblos cercanos y amigables hacia el norte.
 
Allá, en el noviciado, no cambiaron su carácter, cambiaron sus objetivos. Si la Hermana María de Gracia encontraba una montaña en su camino la atravesaría, no se planteó nunca rodearla.

La dedicación constante a los enfermos y los más necesitados por parte de la nueva Hermana María de Gracia le había otorgado un halo de santidad sobre la mayoría de los indígenas. Quizá por ello consiguió convencer a dos hermanos, Mariano y Consuelo, que conocían el paso por las montañas. Dos indígenas que, aunque cristianizados, todavía se atemorizaban con los falsos espíritus de la montaña. Aún así, ellos confiaban con que la presencia de la Hermana, a la que ya atribuían poderes benefactores, alejaría cualquier mal y podrían pasar sin ningún problema.

—Ya veo que no voy a poder disuadirla, ¿verdad Hermana? —claudicaba la abadesa tras una más de las cíclicas peticiones de la Hermana María de Gracia—. ¿Será, al menos, precavida en su viaje?

—Claro que sí —dijo mostrando María el triunfo en su rostro—. Aquí lo tengo todo —dijo sacando legajos de papel en los que tenía planificado desde las escalas hasta el forraje de las bestias que debían llevar.

—Sí, sí —respondió la Madre Superiora con un ademán que trataba de espantar aquellos legajos por enésima vez—. Ya me ha enseñado todos sus planes varias veces y siempre he dicho que no. Y hasta ahora ha sido así porque esperaba no ser juzgada a las puertas del Cielo por haber arrojado una chiquilla a las fieras.
»Sin embargo ha llegado esta carta —dijo la Madre Superiora levantando un papel ante sus ojos que Graci miró con extrañeza— que la invita a usted a viajar a la montaña. Dice que es un primo suyo: Fernando.

Al oír este nombre el rubor cubrió el rostro de Graci y bajó la mirada, tratando de ocultar una sonrisa ilusionada. Hecho que no pasó desapercibido para Sor Blandina.

—Además de ver que le reconoce —siguió la Madre Superiora— he confirmado que se trata de un caballero con negocios en el sur.
»El tiempo me ha hecho ver que es capaz de esta empresa. Eso, que su primo la espera tras atravesar la montaña y que el señor Françoise —aunque cuando la abadesa lo pronunciaba sonaba a “fransuá”— ha accedido a acompañarles, a usted y a sus indígenas, a través de las montañas. No me fio de nadie más para encargarse de los animales.
»No se preocupe por él —quiso asegurarle, al ver el inequívoco mohín de asco en la cara de María—. Es completamente inofensivo. Pongo la mano en el fuego por su honorabilidad.

—Perdone usted Madre pero… ¿Ha visto alguna vez a ese hombre lavarse? Que le falten dedos en la mano no debería ser impedimento para mantener una mínima higiene.

—No. Y espero no verle nunca —sonrió la madre superiora ante el doble sentido de la afirmación, provocando en María un leve sonrojo—. Allá donde van no es una virtud imprescindible.

—En cierta manera la envidio —confesó la madre—. Envidio su juventud, su pasión, su arrojo… Pero la edad, que me ha quitado todo eso, también me dio sabiduría para suplirlo con prudencia.
»No obstante, los años no perdonan. Ya tengo una edad en la que tengo que pensar en mi relevo. Por eso la hice llamar. Y, querida niña, quizá ha llegado el momento en que, al igual que yo en el pasado, se enfrente a la soledad del camino y ponga a prueba la fortaleza de su Fe.
»Por favor, no ponga tanto celo en la misión evangelizadora y no corra peligros innecesarios.

—No lo haré Madre —dijo abrazándola con efusión.

—Ay, chiquilla. Echaremos de menos su alegría el tiempo que no esté tras la protección de estos muros.

—Gracias —dijo la Hermana María de Gracia ruborizándose de nuevo al sentir algo parecido al orgullo—. No la defraudaré Madre.

—Una última cosa —dijo la Superiora abriendo un cajón y sacando de él un objeto envuelto en un paño—. Lleve esto consigo. Yo estaré más tranquila.

Desenrolló el paquete descubriendo un libro, un viejo revólver y cinco balas que tintinearon al caer al suelo.

—¡Madre! —María rechazó el objeto como si hubieran destapado un cadáver— Yo… Yo nunca podría… No, no puedo llevar eso.

—Yo tampoco quiero este objeto aquí —repuso la Superiora— pero no veo mejor momento que éste para darle un uso. Estos objetos son peligrosos. El libro el que más. Debe llevarlos a Palo Seco Creek y allí entregarlos al Padre Mantero. Lo usual sería rodear las condenadas montañas aunque tardará menos si las cruza con ayuda de su familiar.
»El revólver es importante. Una mujer sola y joven en esta tierra es presa fácil. No sabemos quién o qué puede cruzarse en su camino. Solo ha de llevarlo bien visible y, ante los indígenas o un oso, un estampido será suficiente para que se alejen.

—¿Por qué no se lo da a Françoise, o a alguno de los indios? —dijo María mientras interponía una mano entre ella y la visión del arma.

—Al señor “Fransuá” —explicó la Superiora— le faltan los dedos de la mano precisamente porque un arma en mal estado le mutiló. ¿Ha visto la herida que tiene en la mejilla? Una parte del revólver que le explotó en las manos casi le arranca también la cara. Y, nuestros indios, puede que no hayan visto un arma como esta en su vida. Seré feliz si muero y sigue siendo así. No sabrían cómo usarla.

—¡Pero Madre, esto va contra todo lo que representamos! —protestó María.

—¡No puede salir sola ahí fuera! —dijo perdiendo la paciencia la Madre Superiora—. No voy a entregarla a los lobos y quedarme tan tranquila. Perdóneme, hija, por haber levantado la voz —quiso disculparse—. Es el celo que debo a la seguridad de cualquiera de vosotras. No quiero que se vaya, de verdad que no quiero pero, Hermana Graci, si he llegado a conocerla siquiera un poco en este tiempo, sé que prohibirle su proyecto es darle aún más alas. Por favor, reconsidere llevar el arma para hacer el viaje o tendré que dejarla ir… Pero en sentido contrario: solicitaré que vuelva a casa.

La joven monja cogió el paquete como si de un bebé se tratara. Un recién nacido con una deformidad. Como se recoge un error: humillada y con vergüenza.

Se dio la vuelta para salir de la celda que ocupaban. Sus pasos se detuvieron al escuchar el carraspeo a su espalda de la Madre Superiora.

—Como le dije —elevó ante sus ojos una cartuchera—, siempre bien visible.

        

El nombre de Fernando evocó en la Hermana Graci a la jovencita despreocupada que fue. Herminia Garay de las Virtudes era, al comienzo del siglo XIX, una joven desprovista de experiencia, con más energía que conocimiento, afrontando con resignación una carrera vital impuesta por su familia.

Una tarde de verano como otra cualquiera los adultos encontraron los dos cuerpos juveniles y gozosos, de Herminia y su primo Fernando, abrazados más allá del decoro que exigían las púdicas normas de la época.

Los progenitores de la joven pareja se encargaron de suministrar a ambos adolescentes una buena reprimenda y los claros preceptos que debían regir entre hombres y mujeres. En el caso de Herminia, siendo esta más viva de ánimo, más valiente o quizá más llena su cabeza de lecturas inapropiadas, no estaba dispuesta a cumplir con el castigo de alejamiento de Fernando.

Herminia, sufrió peor destino que su primo Fernando ya que, la insistencia de la chiquilla por ver a su primo, la hizo saltarse el toque de queda que le habían impuesto por tres veces para ver a su amado.

La reincidencia significó su reclusión en el convento con las Hermanas de la Orden de la Cruz en su misma localidad. Lugar del que también se escapó. Por mediación de las dos familias la internaron en otra Orden más estricta. Las Clarisas de Alcalá de Henares le arrancaron su pasado, abandonó su nombre seglar, adoptando el de María de Gracia, virgen de su pueblo de procedencia. Su Puertollano natal le resultó cada vez más ajeno. Tras el internado y noviciado fue obligada a cursar estudios superiores de Teología en la Universidad Complutense de Alcalá de Henares. En aquella villa parecía que finalmente encontraría su destino en la vida.

Así, contando poco más de 20 años fue embarcada con destino a América para ayudar en la evangelización de los salvajes. Ella nunca supo la causa pero fue la familia de Fernando, al que tenían destinado para grandes empresas, la que maniobró para que la Hermana María de Gracia recibiera la llamada a Misiones.

        

El día imaginado de su partida iba a ser glorioso. Así era para todos en el poblado, se respiraba ambiente festivo en la plaza frente al convento. Los pobladores, de blanco, ondeando sombreros de paja y pañuelos al aire, en contraste con el grupo de hermanas vestidas de negro. Como ella. Pero ellas no tenían que soportar la humillación de llevar un arma al cinto. Aquel peso en su cadera era como la corona de espinas. Y como tal lo aceptó: como un martirio necesario que se le imponía en su viaje.

Los incesantes gritos de júbilo, de ánimo y de alegría que brotaban de las gargantas de aquel pueblo agradecido terminaron por levantar la moral de la Hermana María de Gracia. Abrió su corazón a la aventura y observó la cordillera a lo lejos con optimismo. Echó un último vistazo a las manos mutiladas del francés que servía de arriero a las mulas que la llevaban a ella y los enseres que necesitarían por el camino. La mayoría de los dedos se habían cercenado de raíz y solo conservaba tres que estuvieran enteros. El viejo arriero le sonrió evidenciando la falta de múltiples dientes, así que desvió la mirada hacia los dos jóvenes indios que le servirían de guía, andando ya en cabeza y que bromeaban entre ellos en dirección a la salida del pueblo.

Una vez estuvieron fuera de la vista del convento le encomendó el arma al arriero francés:

—Tome, señor Françoise —dijo María tendiendo la cartuchera completa—. Este artefacto será tan útil en su cintura como en la mía. Si ha de ser creíble que alguien vaya a usarlo… Mejor usted que yo.

El viejo arriero no puso objeciones. De hecho, se irguió con orgullo al recibir el arma, sintiendo que se valoraba su hombría, que no lo trataban como un tullido.

Así atravesaron los campos de gramíneas salvajes que se combaban por el peso de su grano. El sol era suave y se acompañaba de una brisa ligera que les hacía más fácil el camino. Grupos de árboles les ofrecían su sombra alternándose con arroyos que les regalaban la frescura del agua limpia. Los animales que se cruzaban con ellos aún no tenían la malicia que les hace huir ante la presencia del hombre pues no conocían la caza masiva ni el estampido del fusil.


Un tipo de perdices con sus polluelos se cruzaron en su camino y se perdieron, ocultas en las hierbas altas que les rodeaban. Aquella simple muestra de vida hizo que, a la joven monja, se le escapara una pequeña carcajada contagiando a sus acompañantes de optimismo.

No llegaron a aquellas montañas, que parecían tan cercanas, sino tras unos días de dormir a la intemperie, cerca de una hoguera. Sin mucho más que hacer sobre la mula, la joven monja se dedicó a la lectura del libro que contenía historias delirantes. La cabalgada no le resultó fatigosa porque, pese a las largas jornadas sobre la mula, no les faltaba el agua y la sombra era frecuente.
 
Cuando llegaron a la falda de las montañas el paisaje cambió a oscuros pinares, árboles más altos, bosques espesos en los que habría que abrirse paso a machetazos y los dos indios dijeron que probarían varios caminos. Advirtieron que su pequeño grupo podría verse obligado a volver a atrás para rehacer el camino por otras vías. Así que uno de los indios se adelantó, adentrándose en el bosque buscando la mejor vía para el paso de sus cabalgaduras, el resto siguió subiendo hacia el collado más cercano.

La subida resultó más penosa y lenta de lo esperado. El sol estaba cayendo y pintó de tonos anaranjados las rocas, al grupo que subía y al mismo aire que les rodeaba. Viendo que pronto tendrían una escasa visibilidad, se vieron en la necesidad de buscar un lugar propicio para acampar y pasar la noche. Mariano, el indio que había ido en cabeza, aún no había vuelto. Consuelo se ofreció para adelantarse y buscarle. El arriero y la Hermana continuaron subiendo, tratando de encontrar un lugar apropiado que estuviera a resguardo de la noche fría. Ya se estaba levantando una bruma que nacía desde el valle e iba colonizando su altura.

Al ver que estaban perdiendo la luz, Françoise se encargó de encender una hoguera y esperar a los indios que debían estar buscando el lugar más adecuado para acampar. Ató a los animales que llevaban la carga y acondicionó un lugar junto al fuego para la Hermana que no podía dejar de leer junto a su mula; ebria de narraciones fantásticas que se ligaban a sus estudios y a sus pasados estudios y a futuros proyectos que surcaban su imaginación.


La hoguera proyectaba extrañas sombras en los alrededores, impenetrables a la vista por la oscuridad, la niebla y lo intrincado de la vegetación. La Hermana, ajena a todo ello, se sentó cerca del fuego donde siguió leyendo y tomando notas, frenética, sobre sus papeles. Sin embargo, el arriero empezó a girar sobre sí mismo. Apoyaba la mano sobre la culata del arma a su costado aun sabiendo lo inútil de este gesto. La religiosa levantó la vista al darse cuenta de la intranquilidad del hombre y pronto confirmó el motivo de la misma. Las sombras se movían. Sombras con forma humana entraban y salían del círculo de luz de forma tan fugaz que no podían retener la visión sobre ellas. Solo el brillo de los ojos denunciaba su presencia para volver a desaparecer en la bruma.

—¡Hermana! ¡Señor “Fransuá”! —la voz de sus indios llegaba desde algún lugar sobre ellos.

Françoise levantó la vista y localizó una luz que se balanceaba más arriba en la montaña. Los indios habían encontrado el camino y les guiaban hacia la cumbre.

—Hermana, suba a la mula —ordenó Françoise sin dejar de mirar a la espesura que les rodeaba.

La Hermana María de Gracia se apoyó en la roca para ponerse en pie. El tacto de la piedra le resultó extraño y, al tornar sus ojos, la piedra le devolvió con odio la mirada. Una figura humana cubierta de barro seco huyó de ella. La Hermana gritó y Françoise, que apenas llegó a intuir la presencia, luchó consigo mismo para sacar el revólver de la cartuchera. Solo sujetándolo con sus dos mutiladas manos, consiguió montar el arma.

—Corra Hermana —gritó Françoise—. Monte la mula y suba hacia la luz —indicando hacia una antorcha que se balanceaba en la oscuridad, desde donde provenían los gritos de sus guías.

La monja no se lo pensó y montó la mula colina arriba. Sonó un disparo de advertencia. ¿O había disparado hacia las sombras? La mula espoleada por el estampido trepó rápido hacia la luz. Mientras trepaba por aquel camino desconocido notaba que su hábito se rasgaba atrapado por las ramas bajas o por dedos que trataban de retenerla. Escuchó a Françoise encomendarse a Dios como si estuviera a punto de saltar al abismo, unos alaridos trajeron el frío sobre su piel y, después, el silencio.

Una de aquellas figuras cubiertas de barro se interpuso en su camino hacia la cumbre. Lo único nítido eran sus ojos, brillando con un fuego interior. Graci continuó espoleando al animal hacia su destino. En el último momento la figura pareció desvanecerse, la mula lo atravesó como si su materia fuera humo. Sin embargo presintió los ojos de fuego a un lado de la montura al pasar a su altura. Una rama le golpeó el pecho, rasgando sus vestiduras y le arrancó el crucifijo del cuello. Volvió la vista atrás y localizó el brillo de la cruz enganchada a la negrura. Un sarmiento hecho de noche y tierra, demasiado largo para ser un brazo humano, robó la cruz hacia el interior de la niebla.

Siguió trotando hacia la luz bamboleante. Donde estaba la salvación.

La luz se hizo más intensa según se aproximaba a ella. No era una simple antorcha. Era algo más grande. Horrorizada contempló los cuerpos de sus guías ardiendo y colgando de sendas horcas, balanceándose con el viento gélido del collado.

Había llegado a la parte más alta de las montañas. El paso hacia el otro valle. La luz de los cuerpos iluminaba toda la muerta planicie en la que se encontraba.

Volvió su rostro para no ver el dantesco espectáculo de los que habían sido sus amables vecinos ardiendo, notó el calor sobre su espalda y el olor acre golpeó su estómago. Vomitó sus tripas vacías. Su cuerpo ya no podía sostenerla, así que golpeó las piedras con rodillas y manos para rendirse al terror que sentía.

De las sombras y frente a ella surgió un hombre joven, con una edad cercana a la suya, de buena presencia, fino bigote y prendas caras de indiano próspero. Las llamas danzaban sobre su rostro. El hombre abrió los brazos a modo de bienvenida. Con el gesto se abrió su traje de tres piezas y fue más evidente la presencia del revólver que llevaba a la cintura.

—¡Herminia! —la saludó con total familiaridad el joven— ¡Pajarito!

Sintió algo parecido a un desfallecimiento al escuchar ese último apelativo. No se reconocía en su propio nombre pero, Pajarito, era algo muy suyo, solo de los dos.

—¿Fernando? ¿Cómo es posible? —dijo la Hermana María de Gracia reconociendo entonces la figura de un primo Fernando más maduro.

El niño se había hecho un hombre. Su porte, la visión de la persona amada y la necesidad que tenía en ese momento de arrojarse en sus brazos, hizo que su corazón se acelerase. Su mente se enturbió con pasiones que creía apagadas. Sabía que no estaba pensando con claridad. Así que se aferró a lo único seguro para ella en los últimos años: la presencia de Dios a su lado. El hábito la hizo llevarse la mano al pecho buscando la cruz pero solo encontró un lugar vacío.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Fernando— ¿No te encuentras bien?

La recogió con delicadeza entre sus brazos, limpió con un pañuelo el hilillo de saliva que todavía pendía de su boca y la hizo sentarse sobre unas rocas, a su lado. A María se le hizo irreal estar sentada, rodeada por los brazos de su amado, mirando hacia el valle, que ahora era un mar de nubes.

—¿No te es grata esta visión, mi amor? —dicho lo cual por Fernando, abanicó con su sombrero las nubes y estas se abrieron mostrando el valle en su plenitud, iluminado por la luna.

Maria de Gracia se levantó de su lado. Andó hasta el borde de los peñascos y comprobó que donde antes había nubes había ahora un cielo tan claro que, al fondo, se divisaban las luces de Santa Catalina.

—¿Cómo es esto posible? ¿Qué es este sortilegio? —quiso saber María de Gracia.

—Todo es por ti. Tú eres la razón de todo.

—¿Yo? Yo solo soy un peón más en el juego de Dios —María de Gracia se volvió para enfrentar a Fernando—. ¿Qué eres tú?

—Yo puedo ser todo lo que tú quieras —dijo en un tono melifluo Fernando—. Deja de pasar penalidades, deja de trabajar para nada.

—No sé lo que eres. Pero tú no eres Fernando —aseguró María de Gracia.

—Pero puedo serlo si es lo que deseas —dijo éste acercándose a ella con intención de besarla.

—¿Y qué quieres de mí? —María de Gracia interpuso sus manos entre ella y aquel hombre. Notó que despedía aún más calor que la macabra antorcha de la que pendían sus amigos.

—Que abandones tu viaje. Ven conmigo a Cuba. Allí tendrás todos los vestidos que quieras y criados que atiendan tus necesidades. Dormirás en colchones de plumas y nunca más en el duro suelo.

—Pero yo… Yo tengo un proyecto —decía mirando de nuevo al valle y a las montañas que lo rodeaban—. Quiero crear una comunidad como la que encontré en Santa Catalina. Construir ermitas, escuelas, granjas… Ayudar a esta gente.

Fernando se levantó y disparó a una roca por encima de ellos. Un líquido amarillo empezó a fluir de la piedra. Se creó un pequeño manantial a sus pies que pronto corrió por las peñas abajo.

—Ahí tienes lo necesario para construir diez ciudades —señaló Fernando al oro que manaba de la piedra—. Deja tus hábitos, ven conmigo y se construirá todo lo que pides.

—Pero no así —dijo ella negando con la cabeza y mirando al suelo—. Esto no está bien. No necesito nada de ti. Todo esto proviene del mal. ¿Por qué no quieres que prosiga mi viaje?

—Porque no necesitamos que vengas a meter otras ideas en la mente de estas personas —confesó Fernando—. Esta gente ya me tiene a mí. Deja esas ideas caducas que provienen del viejo continente en su lugar. Aquí prima la ley del más fuerte y nos interesa que eso siga así.

—No. No. No —repitió María de Gracia cerrando los ojos para dar más fuerza a sus palabras—. He venido a luchar precisamente contra ti. Contra el mal. No cederé ante tus sobornos.

—Bien. Hay otras formas —dijo Fernando mientras sus facciones se oscurecían.

Elevó su sombrero e hizo un círculo sobre su cabeza. De inmediato se creó una tormenta sobre ellos. Volvió el frío a la montaña, se levantó el viento y comenzó a llover con fuerza sobre ellos. Fernando no parecía sufrir lo más mínimo las inclemencias del tiempo, en cambio María de Gracia empezó a temblar. Se abrazó a sí misma para intentar retener el calor que se escapaba de su cuerpo. Empezó a observar unos ojos rojos alrededor de ella. Unos ojos que se mantenían en la oscuridad. Lobos. El que parecía el jefe de la manada se situó en un flanco de Fernando que le rascó la cabeza.

—Todo se puede conseguir por las buenas o… —dejó Fernando la frase en el aire como amenaza.

—No temo por mi vida —dijo María de Gracia—. No te concedo ningún poder sobre mí.

Según dijo estas palabras se hincó de rodillas y comenzó a rezar con los ojos cerrados. Escuchó los gruñidos a su alrededor y llegó a sentir el aliento de las bestias al lado de su rostro.

Escuchó los gemidos de dolor de otra persona y eso le hizo abrir los ojos. Los lobos arrastraban el maltrecho cuerpo de Françoise, sangrando por todas partes, con su ropa hecha pedazos. La Hermana María de Gracia saltó hacia el hombre y lo recogió entre sus brazos anegada en lágrimas.

—Solo desearía ser el hombre adecuado. Pero ya no soy ese hombre ni esta arma es suficiente —dijo Françoise con una sonrisa cómplice en su boca desdentada e hizo asomar el viejo revólver escondido entre sus ropas ensangrentadas—. Gracias por todo lo que hizo por nosotros.

El viejo arriero se levantó con sus últimas energías. Apartó a la monja de un empujón y disparó dos veces hacia las sombras. Los lobos saltaron sobre él, clavando sus fauces en todos sus miembros.

La voz de Fernando sonó tras ella más ronca:

—Mira lo que has hecho —dijo Fernando señalando al hombre—. La gente sufre por tus delirios. Haces que los hombres mueran por ti.

Los lobos tiraron del arriero moribundo y Fernando retuvo por el brazo a la Hermana María de Gracia. Tuvo que ver como las bestias comenzaban a devorarlo. Un gemido ahogado era señal de que el hombre aún seguía con vida.
 
—Puedes detenerlo —dijo Fernando cogiendo la cara de su prima para que no apartase la mirada de la escena —. Renuncia a tu viaje. Ven conmigo. Únete a mi o vuelve tus pasos de nuevo con tu familia. Pero abandona.

—¡No! —gritó entre lágrimas la Hermana— El mal nunca será mi camino.

Fernando puso cara de hastío. Volvió a ondear su sombrero sobre la cabeza y luego lo abanicó hacia el valle. La tormenta cesó. Volvieron a aparecer las luces titilantes de Santa Catalina en aquel artificial valle de nubes que había creado la magia maléfica de Fernando.

Éste la agarró por el cuello y la arrastró hasta el borde del precipicio donde quedó de rodillas.

—Mira allí —Fernando volvió a sujetar por el cuello a la Hermana para que mirara en la dirección que él quería—. Santa Catalina. Llena de todos esos corderos ignorantes, esas sonrisas bobaliconas, esos cobardes que sobreviven sin saber lo que es el éxtasis. Tus hermanas, las mujeres y los niños.
»He enviado a los indios de estas tierras a Santa Catalina. Les dije que los blancos vendrían a destruir sus dioses y así ha sido. En cuanto te han visto aparecer se han dado cuenta de que no les mentía. Ahora van en dirección a Santa Catalina para quemarlo todo.

—No, por Dios —repitió ya desesperada la Hermana, viendo en la lejanía como una columna de antorchas se acercaba al pueblo—. Haré lo que quieras. Solo son criaturas inocentes.

—Lo que yo quiera, ¿eh? —la sonrisa de Fernando era la de un caimán mostrando todos sus dientes—. Renuncia. Abandona tu viaje.

—Sí. Lo haré —con el peso de una montaña sobre ella claudicó la Hermana—. Pero déjales en paz. Perdona a Santa Catalina y yo abandonaré mi viaje.

—Eres mía —sonrió satisfecho Fernando—. Muéstramelo. Desnúdate para mí.

La cara de la Hermana María de Gracia no reflejaba ninguna emoción. Se quitó toda la ropa como si estuviera dormida y dejó caer el hábito a sus pies. Su cuerpo estaba amoratado de los golpes y su pecho rasgado.

—Si ya eres mía, ¿qué más da todo ya? —Fernando se agachó para lamer las heridas de su pecho.

María de Gracia se dejó hacer con la mirada perdida. Sus ojos llenos de lágrimas no veían con claridad. El viento los secó un instante, el momento preciso para ver como Santa Catalina ardía en llamas. La furia llenó su espíritu como nunca antes había sucedido en su vida. Con una patada tiró de espaldas a un Fernando que se lamía sorprendido un último resto de la sangre de las heridas.

Fernando la observó plantada ante él, desnuda. Soltó una carcajada que se cortó en seco cuando vio que ella le apuntaba con su propio revólver. Miró hacia su cartuchera vacía para confirmarlo pues estaba confuso. Aun así, volvió a sonreír:

—No puedes usar ese revólver —dijo con la sonrisa de quien tiene todos los números en la lotería—. Ni contra mí ni contra nadie. Es parte del infierno. Es una herramienta del demonio para capturar almas en este mundo. Usarlo tiene sus consecuencias. Además, eres una monja, ¿no? Una especie de soldado de Dios. Recuerda el Deuteronomio 5:17. “No matarás”.
»Vamos, dámelo —dijo Fernando extendiendo la mano mostrando su sonrisa segura y perfecta—. Dame ese…

No pudo terminar la frase. Una detonación a bocajarro le abrió un agujero en el pecho.

—Mete el dedo en la llaga y cree como Tomás. Juan 20:27 —replicó la monja.

Fernando miró asombrado la herida y comprobó lo que era metiendo el dedo dentro. Su cuerpo se incendió desde el centro de aquel disparo. La cara de Fernando se tornó en ira y desesperación y, su último grito, se consumió en fuego y humo.

Un pequeño remolino de aire recogió las cenizas de aquel demonio para ser absorbidas por el arma que sostenía la Hermana María de Gracia. El revólver se calentó tomando el color pálido y rojizo del hierro fundido. La mano y el antebrazo de la joven se cuartearon como la tierra seca de un pantano. Por debajo de la piel de aquel miembro pareció fluir por momentos lava incandescente.

—Interesante —dijo la monja observando como la negra niebla se introducía en el arma—. Nunca me había visto como una soldado de Dios. Puedes tener razón —dijo hablando hacia la mano que empuñaba el revólver.

Un coro de seres de ultratumba rodeó su pálida figura en la montaña. Entre otras sombras amenazadoras pudo distinguir a los hombres de barro, los lobos de ojos como ascuas e incluso un oso de aspecto descarnado.

María de Gracia recogió el sombrero de Fernando del suelo y lo ondeó sobre su cabeza sin dejar de apuntar a aquellos seres que clamaban venganza. Se levantó el aire, sonó el trueno y comenzó a llover haciendo sisear el revólver que seguía del color del hierro al rojo vivo.

El círculo se amplió a su alrededor. Aunque no dejaron de gruñir y lanzar gritos amenazantes, las figuras se fueron alejando para desaparecer entre las sombras. Ninguno de aquellos monstruos quería volver al infierno por ahora. Sabían que la mano que empuñaba el arma era firme. El demonio la había llevado al límite destrozando toda su bondad. Ese brazo ahora no dudaría en ejecutar la Justicia Divina del Revólver del Diablo.




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Comentarios

  1. Muy bueno. Este hombre tiene esa "cosita" que tienen los grandes escritores... emocionar con palabras. Me ha gustado mucho.

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    1. Ay, adulador. No tengo más que "palmeros". Gracias.

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    2. eh... ¿No me vas a pagar entonces? Borraré el comentario, ¡meh!

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  2. Interesantísimo relato. Bien construido y personajes creíbles. Muy recomendable. ¿Cómo continúa la historia? Maravillosa nota del final.

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