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El curventoris - Alberto Jiménez

Narwán es un hombre musculoso, lleva el formidable pecho al descubierto, una densa melena oscura acaricia sus hombros poderosos y tostados al sol de Hirgya. Como única arma porta una espada de mandoble que sobrepasa su propia altura. Una quimera le sale al paso. Un monstruo con colmillos del tamaño de los brazos de Narwan, el doble de su altura y cinco veces su peso. Narwán no está nervioso, ya es la sexta vez que se enfrenta a ella, en este mismo lugar.
La pelea es rápida, la experiencia de Narwán esta vez juega a su favor. La quimera queda tendida frente a él en mitad de su andadura hacia el Castillo de Hidelwert. Narwán se acerca a la bestia que yace frente a él para recoger su premio: tres pociones de magia, veinte puntos de vida, dos pociones sanadoras y suben al marcador diez mil puntos canjeables por hudrux, la moneda con la que se paga todo en el juego en línea colaborativo más famoso del momento: Lord of Evil.

En ese punto Paquito dejó el juego. Grabó la partida satisfecho por haber dado muerte por fin a esa bestia. No se sentía orgulloso por ello, un pequeño hackeo le permitía aumentar sus posibilidades. Aún así llevaba tres horas plantado delante de la pantalla del ordenador y ya tocaba levantarse. No es que le doliera la espalda, había empleado buena parte de su paga en una silla gamer envolvente, ergonómica y con masaje incorporado. Le dolía tener que levantarse de aquella maravilla para tener que ir al servicio y evacuar.
Pese a que tenía ya treinta y dos años, los pocos conocidos que le conocían en persona y su familia, le seguían llamando Paquito. Una de esas rémoras que quedan desde la infancia cuando tienes en la familia a más de un Francisco, y tú eres el más pequeño de la saga. Pues Paquito para toda la vida. Para el resto del universo es Thoradin90, su nick en los juegos en línea que son todo su mundo, donde se mueve con más soltura que en la realidad.
Mientras está sentado en la taza del water su mente divaga pensando dónde se habrá metido chickaboom00. Es su compañero habitual en el Lord of Evil y lleva un mes sin conectarse. Comportamiento que juzgó como muy poco profesional ya que habían quedado en ir atacando este tipo de mazmorras, como la que él solo acababa de enfrentar. Era el tipo de entrenamiento que habían pactado para afrontar el gran evento de Marzo: la desolación de Ingelbarh. La desolación es un gran evento a nivel internacional en el que se juega por parejas contra otros grupos de todo el mundo. Ya habían quedado con otros jugadores, estableciendo alianzas y estrategias conjuntas; para poder terminar el evento que prometía ser espectacular.

Allí, en su trono, tomó la decisión de ponerse serio, no quería vivir con la sensación de haber tirado por el desagüe interminables horas de juego. Ahora ya no. No había tiempo para hacerse con un compañero tan bueno como chickaboom00. Al principio se hizo ilusiones de que, como el nombre daba a suponer, fuese en realidad una mujer pero, en cuanto empezaron a intercambiar mensajes a través del juego, le dejó claro que no. Le gustaba jugar con la ambigüedad. Un tipo raro pero, bueno, ¿quién no lo es? Tenía que reconocer que él era un mero complemento a su sabiduría. Nunca se lo iba a reconocer pero la verdad es que chickaboom00 era el mejor jugador con el que se había encontrado nunca. Cuando le propuso hacer pareja para el evento no se lo podía creer. Con él de compañero no habían perdido nunca. A nada. Parecía saber de antemano cuales eran los mejores itinerarios, dónde se escondían las armas, los enemigos, cuántos eran, lo que nos costaría… Todo. Era un lujo tenerlo de compañero. Nunca habría avanzado tanto de nivel sin él. Tenía que reconocerlo pero, dejarlo así, tirado a tan pocos días del gran evento, era una putada inmensa.

Volvió decidido al ordenador para indagar. Se le había ocurrido una idea que podría funcionar. Antes de sentarse se mesó los pobres cabellos que le caían sobre los hombros. Al contrario que su avatar, a él ya le raleaba el cabello. Bajo su melena se le adivinaba el cráneo oculto tras cuatro pelos que trataban de alargar su esplendor con escaso éxito. Aún así, se ató una coleta y volvió sobre sus pasos, bajando a la cocina a por provisiones: una bolsa de patatas fritas y otro bote de bebida energética.

Volvió a su puesto frente a las pantallas de ordenador: tenía tres. La principal la usaba para el juego, una segunda para estar al tanto de las redes sociales en los tiempos muertos. La tercera era para en exclusiva para el trabajo, tenía contrato con la seguridad informática de dos bancos en latinoamérica. Sabía que no se iba a hacer rico con lo que le pagaban. La principal virtud de ambos trabajos es que le dejaban mucho tiempo libre. Lo malo, la diferencia horaria. Pero de algo hay que vivir.
Adoptó de nuevo el papel de Narwán. El personaje volvió a la aldea que acababa de abandonar. Avatares de otros jugadores pululaban por sus calles, investigando, sin saber muy bien a dónde ir o chateando con otros jugadores. Narwán volvió a la cantina para ver si su compañero le había dejado un mensaje allí.
El cantinero, un PNJ, le dijo que la jugadora CalypsoAzul le estaba esperando. Recorrió la sala y encontró el nombre flotando sobre una sexy elfa que bebía una jarra de cerveza. El letrero flotante encima del personaje indicaba que estaba desconectado. Pinchó en el desplegable solicitando chatear con el usuario. Tuvo que esperar varios minutos para que la usuaria (volvió a imaginar que, esta vez sí, era una mujer de verdad) se conectase.

By mannequin-atelier

—¿Realmente eres Thoradin90? —quiso saber la elfa de oscuro tono de piel y grandes pechos.
—Sí. ¿Quién si no iba a ser? —respondió Paquito.
—Cualquiera —cortó CalypsoAzul—. ¿Que dirías si mi número de Erdős fuera 1?
—Si eres una hembra y tienes este cuerpo te pediría matrimonio sin dudarlo.
—Afirmativo en ambos casos —le respondió el avatar de CalypsoAzul—. Tienes un mensaje de chickaboom00. Te espero allí.
El juego desplegó una nota ocupando toda la pantalla a modo de mensaje de su amigo: «Si alguna vez te fallo, no llores. Vuelve a las palmeras de chocolate, puto gordo».
—¿Quién se ha creído que es? La madre que lo…
Las palabras se cortaron en su boca. Sí, lo primero que había pasado por su cabeza era que, su compañero de videojuegos, merecía el infierno por insultarle así. El siguiente pensamiento es que no se conocían. El personaje de la elfa había desaparecido junto al mensaje.
¿Cómo sabía que así le llamaba el tendero? Puto gordo. ¿Casualidad? No, no lo creía.
La referencia a las palmeras de chocolate, ¿otra coincidencia? Siempre había sido fiel a esos bollos, en especial a los de la Pastelería Manuela. Podía pasar las horas muertas en aquel establecimiento. La misma señora Manuela, amiga de su abuela, le dejaba jugar con un trozo de masa como si fuera plastilina. Recordaba haber perseguido por el obrador al gato hasta el patio trasero, donde descargaban la harina. Cuando cerraron la pastelería, siendo todavía un crío, no volvió a probar ese tipo de repostería. Se pasó a las patatas fritas y a la bollería industrial.
No. No podía ser todo una casualidad. Cogió una mochila y la llenó de sus habituales provisiones. Según lo hacía pensaba que se había vuelto loco. Era todo lo opuesto a un aventurero: gordo, sin habilidades prácticas y con más miedo que una vieja el día de ginecólogo. La casa seguía ahí, con su letrero de los años 50: Pastelería Manuela. ¿Era una locura pensar que su amigo le estaba enviando esa señal? Pues claro que sí.
Llegó a la casa que antaño fue pastelería. El escaparate cegado con pintura desde el interior, la puerta de servicio al lado de la principal. Comprobó ambas pero, por supuesto, estaban cerradas. Dio la vuelta a la manzana, por la calle paralela había una entrada al patio por el que descargaban las mercancías. En este caso comprobó que la cerradura era nueva. Al contrario que las de la parte principal que estaban corroídas por el paso del tiempo. Llamó a la puerta con insistencia. Al no obtener respuesta forcejeó con la puerta maldiciendo por lo bajo.
—¿Qué haces ahí chico? —sonó una voz tras él.
La culpabilidad de tratar de abrir una puerta casi hizo que se le saliera el corazón por la boca.
—Señora Marisa —reconoció de inmediato Paquito a la señora propietaria de la voz—. Qué susto.
La señora Marisa vestía de luto riguroso desde que él la conocía. Si la ubicaba bien solo era un poco mayor que su propia madre. Doblada como una silla de tijera y la cáscara de una nuez como piel, podría ser su abuela. La vestimenta no le favorecía en nada y estaba desprovista de cualquier tipo de maquillaje o adorno personal.
—Paquito —dijo la mujer a modo de saludo—. No te reconocía. ¿Cómo te has engordado tanto?
Paquito compuso una cara de resignación a la manía que tienen las señoras mayores de criticar sin pensar en las consecuencias. Ir de frente es una virtud, debían de pensar.
—Ahí ya no vas a encontrar palmeras de chocolate —continuó la mujer.
—Estoy buscando a un amigo —contesto Paquito.
—Aquí el único que viene es un viejo, como yo o más mayor. Un sobrino que habrá heredado y tendrá esto de picadero o cualquier otra cosa. Nada bueno, seguro. ¡Drogas! —sonrió la mujer, pensando que había desentrañado el acertijo— Tú has venido a comprar drogas. Seguro que tiene ahí plantas de esas que se fuman.
—Que no señora, que yo no me drogo —se excusa Paquito.
—Eso es lo que decís todos. ¿Y tu madre qué tal está? ¿Sigue viva? Hace tiempo que no la veo.
—Sí, claro que sí —dice Paquito, aunque piensa que porqué tiene que explicarle nada a esa señora.
—Oye, y si tú eres amigo suyo, ¿por qué no te ocupas de su correo?
—Es que no sé seguro si es aquí…
—Ya no le cabe nada más en el buzón. ¿Ves? —dijo la señora Marisa señalando al buzón repleto
de la antigua pastelería —. Y yo les estoy recogiendo la correspondencia desde hace unos días. Por respeto a la Manuela, que...
—Está bien, está bien —trató de cortar la conversación Paquito con un gesto negativo de la mano—. Yo puedo encargarme de ello.
—Vale. Pues espera aquí y ahora mismo te traigo todo lo que le he recogido.
Ni siquiera sabía porque había accedido a ello. Quizá para quitarse de encima a la señora Marisa que ya le estaba resultando un poco cargante. Puede que ni siquiera chickaboom00 viviera allí.
No le dio tiempo a pensarlo mucho porque, la señora Marisa, tardó un microsegundo en salir con un pequeño montón de sobres en la mano. Su casa estaba al lado de la puerta trasera de la pastelería. Supuso que tenía aquellos sobres en la entrada, en uno de esos muebles para dejar los zapatos, cuya superficie intuía invadida de llaves, recibos de la compra y, en este caso, cartas ajenas.
—Aquí tienes —dijo la mujer—. Y si me haces el favor, les dices a los de correos que a mí ya no me dejen más cosas, que yo ya no tengo la cabeza para lo mío y mucho menos para la de los demás. Y dile a tu madre que se pase alguna vez por el barrio a saludar. Que no se muere nadie por tener un poco de interés por las personas.
La mujer dio un resoplido indignado. Se dio media vuelta y Paquito le dio las gracias a su espalda sin saber muy bien porqué. La señora Marisa se metió en su casa y se escucharon varios cerrojos de la puerta.
Paquito filosofó sobre las personas mayores y solas de los pueblos un instante, con la mirada perdida en la puerta que se acababa de cerrar. Cayó en la cuenta de que alguien podría estar filosofando sobre los frikis solitarios que miran con cara de psicópata hacia puertas cerradas. Así que, se puso a revisar todos los sobres que venían a nombre de un tal Matías Pérez Medina. El nombre no le decía nada. ¿Qué esperaba? ¿Encontrar a alguien que de verdad se llamase chickaboom00? Maldijo su estúpida forma de pensar y, de pronto, un remitente llamó su atención: Francisco Javier Galán. Él mismo. Y con dirección en Hirgya, el mundo ficticio del videojuego.
Aquel era el indicio definitivo. En aquella casa, en su misma ciudad, era donde vivía su compinche de videojuegos.
Se sintió con derecho a abrir el sobre. No estaba cometiendo ningún delito si abría su propio sobre, ¿no? Dentro había una llave. En los videojuegos estaba claro. Llave, cerradura. No hay más que pensar. La llave entró a la perfección en aquella cerradura nueva de la casa de su amigo.
—¡Paquito! ¿Qué haces?
Esta vez estaba seguro de que su corazón se le había parado. La señora Marisa le miraba atónita desde escasos veinte centímetros. Parada a su lado. Con una palmera de chocolate en la mano.
—¡Qué demonios hace! ¿Quiere matarme de un susto? —dijo Paquito golpeándose el pecho repetidas veces con un puño, convencido de que no tenía pulso.
—No, si encima voy a tener la culpa de que seas un perdido como tu padre —se defendió la mujer—. Él a la botella y el hijo a las drogas. ¡Qué familia!
—¡Oiga, señora…! —Paquito trataba de meter baza pero la señora Marisa tenía una capacidad dialéctica más desarrollada que un periodista deportivo.
—Yo te traía una de estas —blandiendo el bollo ante él—, sabiendo que son de las que te gustan. Que no son las mismas, ya lo sé yo. Pero las hacen en la pastelería de ahí, de la esquina, que son como las de antes. Y tú… Y tú… ¡Y te pillo aquí robando!
—Que no, señora Marisa. Que no. ¿Cómo voy a estar robando si tengo la llave?
—Tú te has esperado a que me diese la vuelta para colarte en la casa —la señora Marisa se apoyaba en la pared ya exhausta—. ¡Ay, qué disgusto la Virgen! ¿Cómo voy a saludar ahora a tu madre? Porque yo...
—¡Que no estoy robando le digo! —le mostró el sobre—. ¡Mire! ¡Mi nombre, mi llave! Solo quiero comprobar que mi amigo está bien.
—Yo esto no lo veo bien —la señora Marisa claudicó dejando clara su opinión.
—Si quiere entre conmigo y verá como no me llevo nada.
—Pero hijo ¿cómo vamos a entrar en la casa de nadie así como así?
—Mire señora, puede entrar conmigo o no. Haga lo que quiera. Yo solo quiero entrar, echar un vistazo y ver que todo está bien. Ya está. ¿Viene o no?
Lo cierto es que Paquito estaba deseando que alguien le acompañara al interior de la vivienda. Aunque fuera una vieja metomentodo como la señora Marisa. No le hacía ninguna gracia entrar solo allí, por mucho que quisiera saber qué le había pasado a chickaboom00, Matías o como fuera que se llamase su colega.
Entraron en la casa por el patio trasero de la antigua pastelería. Pese al paso de los años se notaba la presencia continua de su habitante. Antiguas maquinarias y utensilios de panadero estaban limpias y ordenadas alrededor del patio. El empedrado original había sido sustituido por un pequeño huerto con ordenadas hileras y emparrados. Algunas macetas apiladas y sacos de abono databan la plantación en algo reciente.
—Lo sabía —exclamó la mujer eufórica—, una plantación de droga al lado de mi casa. Hay que llamar a la Guardia Civil.
—¡Que no señora! —Paquito se pasó la mano por la cara tratando de eliminar emociones—. Eso es lúpulo y algunos tomates.
—¿Y tú cómo lo sabes, drogata?
—Le vuelvo a decir que no me drogo, pero sí me gusta la cerveza, y eso —dijo señalando a las plantas— es lúpulo como hay Dios.
La mención del Señor pareció mantener a raya las especulaciones de Doña Marisa, aunque siguió murmurando en voz baja.
Le calculó un siglo a la construcción, sin embargo, alguien se había encargado de mantener a raya las telarañas en los quicios de ventanas y puertas, de reparar agujeros en la fachada y pintar pequeños trozos de pared como mantenimiento. Desde el patio se accedía a zona de vivienda por una puerta y unas escaleras descendían hacía un almacén bajo la zona industrial del conjunto de la edificación. Las escaleras que descendían también terminaban en una puerta que estaba cerrada.
Al empujar la puerta que daba acceso a la vivienda, Paquito encontró el lugar tal y como lo recordaba. Lo cierto es que él nunca había subido a la vivienda en el piso superior. Solo había llegado hasta aquel zaguán que comunicaba la vivienda y el obrador donde se fabricaba el pan y la bollería.
—¡A la paz de Dios! —entonó en forma de saludo para mostrar su presencia la señora Marisa.
Nadie contestó.
—Mire, señora Marisa —dijo Paquito—, yo voy a subir, a ver si encuentro algo. Si usted quiere se queda aquí y…
—Tú a mí no me dejes aquí sola —dijo la mujer.
—Lo digo porque usted es, ya sabe... Mayor. Y esto de las escaleras no le conviene.
—Y tú eres, ya sabes... Gordo. ¡Anda, tira para arriba!

La luz funciona aunque no hace falta a esa hora del día. Paquito se pregunta porque las casas de los viejos siempre huelen a cerrado y se te queda un sabor acre en la garganta. Una luminosidad suficiente entra por las ventanas de la casa que está abierta tanto al norte como al sur por la otra calle. Subsiste una pequeña penumbra porque, aunque las persianas están levantadas las cortinas se mantienen corridas en todas las habitaciones.
Les sorprende una cocina moderna, equipada con todo lo necesario. Los electrodomésticos son nuevos y de alta gama. El espacio es bastante funcional y aséptico. Es decir, no tiene nada que parezca personal, a excepción de un par de plantas de interior, al lado de la ventana, que ya se han secado y muerto. No hay cuadros, no hay recuerdos…
—Esta vajilla parece bastante buena —dice apreciativa la señora Marisa que está abriendo los armarios y cajones.
—Deje eso —le regaña Paquito—. No hemos venido aquí a cotillear.
Le cierra los cajones y los armarios. No puede dejar de apreciar que todo es bastante nuevo, ordenado y limpio.
—Pues la nevera está llena —aprecia la señora Marisa mirando en el interior de esta—. Aunque este hombre no estará comiendo nada bien, porque no veo nada más que comida de esta que viene en bandejas de plástico.
—¡Que se esté quieta, por favor! —dice Paquito cerrando la puerta del frigorífico—. A ver si nos van a pillar aquí, fisgando.
—Si no es por cotillear hijo, que también, pero es que a este hombre se le ha podrido algo por aquí o no ha tirado la basura.

Ambos cruzaron sus miradas miraron y se entendieron sin hablar. ¿Estaba el tal Matías muerto en una de aquellas habitaciones?
—Ay que congoja, madre del amor hermoso —dijo a la cara de Paquito la señora Marisa agarrándole por las mangas de la chaqueta—. ¿Será posible?
Paquito puso cara de estreñido. En parte porque notó las manos frías que le sujetaban incluso a través de la ropa, en parte por la inevitable sensación de muerte que le recorrió la espina dorsal. Salió de la habitación haciendo de parapeto, con la mujer a su espalda. Sentía el puño nudoso de la señora Marisa aferrado a su chaqueta, mientras la otra mano, insistente y suave, palmeaba su michelín conminándole a avanzar por el pasillo vacío. Aun así, la mujer, sacaba la cabeza tras su corpachón para ver lo que no quería ver.
Al seguir mirando la planta superior encontraron habitaciones con un solitario somier de muelles y un armario vacío por únicos habitantes. Tanta habitación vacía contribuyó a la sensación de soledad y abandono que acompaña a una defunción. Ambos ya eran conscientes del olor de descomposición que inundaba toda aquella planta. Una cortina ondeaba al viento. Una mosca voló fuera de la habitación.
—¡Mierda!
Esa fue la única expresión que salió de la boca de Paquito que giró su vista de la cama en la habitación hacia el pasillo vacío. Buscó allí el aire que le faltaba. Sintió que la energía le abandonaba y tuvo que sentarse en el suelo con la mirada fija en las baldosas de terrazo.
La señora Marisa se quedó mirando con los ojos entrecerrados al interior de la habitación. En la cama, una figura descarnada, dormía para siempre.
—Como a mi pobre Jose Luis —expresó la señora Marisa—, que en paz descanse, su hora le ha llegado en la cama.
—¿Su marido también murió durmiendo? —quiso saber Paquito, sin mirar aún al interior.
—No estábamos durmiendo precisamente.

Ha sido una muerte plácida, o eso espera por su amigo. Vuelve a mirar al interior, sentado en el suelo. No hay sangre, todo parece estar en orden, no hay nada roto o tirado por el suelo. ¿O sí? Por debajo de la cama ve un marco rodeado de pequeños trozos de cristal. Puede haber sido un infarto o cualquier cosa así.
Paquito cae en la cuenta de una cosa. Su amigo supuestamente es un hacha de los videojuegos, le presupone un conocimiento de la informática muy superior al suyo y, en su pequeño periplo por la casa, no han visto una sola pantalla.
Se levantó del suelo y rodeó la cama, no sin una gran dosis de asco. Sin querer mirar mucho al cadáver que todavía recorría algún insecto, la visión de la muerte lo atrapaba y sus ojos iban y venían de las cuencas vacías de un hombre al que nunca había conocido, a los ya escasos insectos que andaban sobre la colcha. La seca figura estaba arropada hasta los hombros. La sola idea de destapar al fallecido y que, debajo de aquellas ropas, saliera una miríada de insectos le mareaba.
A sus pies crujieron los cristales rotos. Se agachó para recoger el marco caído.
La foto, intuyó, era del propio Matías joven, vestido como si acabara de salir de una expedición de buceo y acunando un extraño pez en sus brazos.
Al igual que la cocina, la estancia tenía muebles modernos y funcionales. Posiblemente caros sin ser ostentosos. Buscó algún tipo de dispositivo electrónico, sin éxito, en los cajones de una cómoda y en un armario. Sobre la mesilla, al lado de la cama, unas pastillas y un inhalador para el asma. Localizó un repetidor de señal wi-fi anclado a la pared.
Paquito volvió a salir al pasillo sin dejar de mirar a su colega muerto y pensando dónde estarían sus juguetes.
—Bueno, ahora sí que llamamos a la Guardia Civil ¿no? —señaló la señora.
—Déjeme que piense —pidió Paquito—. Hay algo que no me cuadra. Quiero ver algo más de la casa.
—¿Pero qué más quieres ver? Tu amigo está muerto. No hay más. Hay que llamar a la policía.
—No. Me dejó un mensaje. A mí. Quería que yo viniera aquí. Podría haber llamado a una ambulancia o algo. Pero no quiso. Se sintió mal y se echó en la cama para morir. Pero ¿por qué no pidió ayuda? No lo entiendo.
—¿Qué quieres entender?
 
By zadziwiajace

Volvieron a bajar la escalera. Esta vez cruzaron la puerta al obrador. Nada más abrir la puerta, les sorprendió la humedad del ambiente. Al encender la luz, unas enormes peceras llenas de algas tomaron presencia. La práctica totalidad de la planta baja que componía el obrador y la tienda, estaba repleta de aquellos contenedores de algas. Un pequeño pasillo les permitía andar entre ellas.
—Un momento —susurró la señora Marisa tras Paquito— ¿Qué es ese ruido?
—¿Cual? Yo no oigo nada.
—Era como un crujido constante. No sé. Ahora se ha parado.
—¿Como este? —dijo Paquito comiéndose una patata frita.
—Pero ¿cómo puedes comer en momentos como este?
—Si me pongo nervioso me da hambre, no lo puedo evitar —dijo él mientras seguía comiendo.
—¿Qué es todo esto? ¿También son drogas? —quiso saber la mujer mirando a su alrededor.
—A mí pregúnteme sobre problemas con respuestas positivas verificables en tiempo polinómico y no polinómico pero de botánica no tengo ni idea —Ante la cara de androide reiniciando que ponía la señora Marisa, Paquito volvió a replantear su respuesta—. No creo que sean drogas.

Paquito observó con interés que se había instalado un sistema de ventilación para que las algas tuvieran oxígeno, que el escaparate dejaba entrar luz suficiente siendo discreto en su contenido y que tal cantidad de agua limpia tendría que ser renovada de forma constante de algún pozo para no levantar sospechas por consumo. Además, en la planta baja tampoco había ningún ordenador aunque sí repetidores de señal wi-fi.

Sonrió para sí mismo cuando localizó en una esquina la escalera de bajada a un sótano. Había una planta inferior donde seguro que encontraría todo el equipo informático de su amigo. Pensó que, con un poco de suerte, podría introducirse en su sistema y encontrar alguna pista del porqué de su muerte, descifrar la críptica nota del videojuego y, por qué no, quizá averiguar quién era la mujer.

Se acercó hasta el borde y vació la bolsa de patatas fritas en su boca. Arrugó la bolsa y se deshizo de  ella.
—¿Thoradin?
La voz llegó desde abajo. Alguien le había llamado por el nombre del juego desde el sótano. Una voz grave aunque femenina, acompañado de burbujeo.
Cuando quiso avanzar hacia la barandilla para bajar, fue consciente de que arrastraba a la señora que se aferraba a su chaqueta con los pies anclados en el suelo.
—Tengo que bajar —le susurró Paquito poniéndose a la altura de su antigua vecina—. Ha preguntado por mí.
—¿Thoradin? ¿Quién más está contigo? —volvió a preguntar la voz desde el sótano.
—¿Calypso? —probó Paquito en voz alta.
La señora Marisa negaba con la cabeza sin dejar que Paquito se moviera del sitio.
—Sí, soy yo, Thoradin —le confirmó Paquito de nuevo al hueco de la escalera—. Voy a bajar.
Lo más suave que pudo, se soltó las manos huesudas y frías de la señora Marisa de la chaqueta. Sin dejar de mirar el rostro de la anciana que no dejaba de negar con la cabeza.
Antes de bajar la escalera se abrió un tubo de Pringles y empezó a comerlas de forma compulsiva a la vez que descendía. El sótano no era ningún lugar aterrador y mohoso. Una luz tenue le permitió ver muebles con cierta clase, objetos antiguos expoliados de pecios bajo el mar, una completa biblioteca, un inmenso acuario de agua oscura que ocupaba por completo una de las paredes y el equipo informático, con servidores propios, que sería el único motivo en este planeta que podría llevarle a hacer deporte.
Avanzó hasta el centro de la habitación tratando de discernir si había algo en el agua del acuario o no.
—¿Hola? —Paquito observó el rastro de agua a sus pies.
Siguió con la mirada el agua del suelo y al darse la vuelta vio los pies de la voz. Pies con membranas interdigitales como lo era la mano que puso ella en su frente.
—Paquito, ¿estás bien? —sonó la voz de la señora Marisa desde arriba—. ¿Llamo ya a la policía?
—No, no llame a nadie —dijo la voz de Paquito a través de la boca de ella—. No vaya a ser que vean que sigue usted cobrando la pensión de su marido.
—¡Ah, claro! Tiene sentido. Entonces ¿todo bien? —quiso saber la voz de la señora Marisa desde arriba.
La criatura de piel resbaladiza tenía dos ojos negros situados a ambos lados de la cabeza. Uno de ellos miraba al sorprendido Paquito, mientras, con la cabeza ladeada, con el otro vigilaba la escalera. Cogió un puñado de patatas fritas sin retirar la mano que tenía sobre la frente de Paquito, las introdujo en su boca sin labios para triturarlas al tiempo que hablaba con la voz del hombre bajo su influjo:
—Fí, todo fien. Mi amiga y yo nos encazgamos de todo. No ze pedocupe. ¡Ah, y lo de adiba no son drogaz. Ze lo azegudo. Es zolo comida.
—Vale —gritó desde arriba la voz—, pues entonces me voy a mi casa. Si necesitas algo estoy aquí al lado, hijo. Y dale recuerdos a tu madre.
Se escuchó cerrarse una puerta en el piso superior. La criatura retiró la mano de la frente de Paquito y volvió su rostro, siempre algo ladeado, hacia él.


—Así que Thoradin ¿eh? —dijo la criatura con su voz grave y gorgoteante—. ¿Debo llamarte así, Thoradin? ¿O Paquito?
—Creo que con Thoradin me sentiría más cómodo.
Paquito, o Thoradin, no se sentía cómodo ni mucho menos. Dio un paso atrás para observar a la criatura con más curiosidad que miedo. Los ojos de Paquito bailaban descontrolados intentando analizar a todo el ser que tenía frente a él. El negro ojo que le observaba, las branquias que se abrían en su cuello al hablar y respirar, las manos con largas uñas y los pies palmeados. Hasta el momento en que se dio cuenta de que ella estaba desnuda y que, él, la estaba mirando fijamente. Se giró mostrando un estúpido interés en los libros de la estantería.
—Sí, perdona —dijo ella moviéndose hacia un armario cercano—. Mi padre ya me advirtió que podía causar esta reacción.
—¿Qué eres? ¿Quién eres? —Paquito siguió mirándola de reojo mientras ella se vestía con un chándal azul— No sé… No sé qué hago aquí. ¿Por qué sabes mi nombre? ¿Quién es el hombre de arriba? El… Ya sabes, el muerto —dijo señalando al techo.
—Matías era mi padre —contestó ella—. Bueno, al menos, en la práctica. Me recogió cuando era tan solo una cría. Me encontró perdida y desorientada, con un golpe en la cabeza. ¿Ves? Aquí —señaló una cicatriz blanquecina en la frente—. Él estaba buceando para la compañía en la que trabajaba. Me encontró cerca de la costa, en una isla griega. Consiguió ocultarme al resto de la tripulación con la que trabajaba y me trajo hasta aquí.
—Pero ¿qué eres? No…
—No te preocupes, no me molesta —dijo ella al ver la turbación en la cara de Paquito—. Lo tengo bastante superado. Me ves como a un bicho raro. Ya sé que no soy como los demás. ¿Qué soy? Ese es el trabajo de toda una vida.
»Desde que tengo uso de razón, mi padre, me ha llevado al mar todos los veranos, tratando de buscar mis orígenes. Siempre que ha podido. Sé que ha invertido toda su vida y energías en ello.
Yo también. He estudiado junto a mi padre todo lo que he podido. Tengo varias licenciaturas, de hecho. Parece que es algo que se me da bien. Lo de estudiar digo. De ahí que sea un número 1 en el número Erdős. Para mi tesis de fin de carrera, conseguí que el propio Paul Erdős validara y escribiera conmigo mi Teoría de constelaciones de números primos consecutivos.
»Pero no solo fuimos capaces de avanzar a nivel teórico. Cada vez que pude introducirme en el mar con mi padre era una oportunidad. A veces hicimos descubrimientos muy interesantes sobre cual podría ser mi origen, la mayoría de las veces nos volvíamos con las manos vacías. Mi padre podía sentir una gran frustración con aquellos viajes en los que no sacábamos nada. Siempre recordaré esos veranos como algo maravilloso. El simple hecho de disponer de mi padre las 24 horas del día me resultaba mágico.
»Es cierto que, al principio, era muy reacio a dejarme sola nadando. Temía perderme. Pero siempre volvía, él es la única familia que conozco.
—¿Y eso? —dijo él tocándose la frente— ¿Cómo has podido hablar con mi voz?
—No lo sé muy bien. Parece que no es lo único que puedo hacer. Un día toqué a mi padre y sentí su pasado. Algo que le había sucedido en el trabajo. No sé muy bien qué era. El caso es que lo hablé con él y estuvimos experimentando. Si le tocaba podía ver lo que tenía en la mente en ese momento. ¿Puedo intentarlo contigo? —dijo avanzando con la mano hacia él.
—Preferiría que no lo hicieras, gracias —retrocedió de forma tan brusca que tiró un ánfora que se partió—. Vaya. Lo siento. ¿Era muy antigua?
—No. Solo unos 500 años antes de Cristo. No te preocupes, hay miles como ese bajo el mar. Quiero que veas algo —le hizo un gesto con la mano para que le siguiera a una cómoda con cajones estrechos—. ¿Qué dirías que es esto?
Sacó de uno de los cajones un objeto envuelto en telas. Al ponerlo sobre una mesa descubrió una especie de astrolabio pero con las tres dimensiones. Aquella cosa había descansado sobre el fondo del mar durante mucho tiempo. Aunque estaba bastante limpio se notaban las incrustaciones de animales marinos, piezas corroídas y deterioradas. Contenía en su interior multitud de piezas de tamaño diminuto que solo un relojero loco sabría para qué sirven.
—Esto no es de este mundo, ¿verdad? —al mismo tiempo que hablaba sentía un vértigo indescifrable en su estómago—. Necesito sentarme.
—Yo lo llamo curventoris, mi buscador de corrientes submarinas. Este no hace nada. Ha estado demasiado tiempo bajo el mar. En cambio... —puso a un lado el objeto antiguo y, en su lugar, colocó una reproducción moderna del mismo aparato sobre un mostrador—. Mi padre y yo estuvimos años trabajando en esta réplica con la esperanza de que pudiera darnos información sobre mis orígenes.
—Pero ¿cómo puedes saber si funciona?
—Mira.
Calypso se dirigió a un grifo cercano, puso el objeto al lado del chorro de agua, y ésta, obviando las leyes físicas, se dirigió hacia el objeto. Aquel extraño aparato atraía el agua como un imán atrae el hierro. El mecanismo se movía lentamente, al tiempo que sus engranajes evolucionaban, emitían un leve fulgor. El agua resbalaba salpicando desde el aparato al suelo pero aunque Calypso se había alejado del grifo, y aun así el agua serpenteaba en el aire dirigiéndose hacia aquel irreal mecanismo.
—Déjame verlo —pidió Paquito extendiendo la mano hacia el objeto.
Calypso tuvo un momento de duda y lo alejó de él, provocando que el objeto incrementara la velocidad y el brillo de sus componentes.
—¿Por qué ha hecho eso? —dijo una sorprendida Calypso— ¿Qué has hecho? Nunca se había comportado así.
—Solo he estirado la mano así —Paquito extendió la mano repitiendo el gesto.
Esta vez Calypso le ofreció el objeto. Paquito pudo poner la mano sobre él. Aparte de la curiosidad por aquel artefacto sin sentido, no sintió nada en especial más allá del tacto del metal y la vibración de sus engranajes. Se sintió un poco decepcionado al enfrentarse a algo que no entendía. La actividad del objeto disminuyó de forma visible. No por ello dejaba de tragar agua de aquella manera antinatural mojando los pies de ambos.
Calypso cerró el grifo del agua y depositó el objeto de nuevo encima de un mostrador.
—De todas formas ¿qué se supone que hace? —quiso saber Paquito.
—Se supone que esto me llevará a mi casa —dijo Calypso.
—Así, solo con desearlo... —una luz se encendió en la mente de Paquito—. ¡Eso es! Lo deseaba. Quería tenerlo y le di mi energía. Del mismo modo que cuando tú deseas —remarcó esta palabra— volver a tus orígenes, se llena de energía y dirección.
—Ayúdame —pidió Calypso mirando a Paquito—. Ayúdame a volver a mi mundo.
—¿Cómo? ¿Qué puedo hacer yo?
—Entra conmigo en el tanque de agua —dijo señalando hacia el acuario de aguas oscuras que cubría toda la pared—. Necesito la energía de tu deseo para que el curventoris funcione. Te necesito para poder volver a casa.
—¿Dentro? Imposible —negó Paquito—. ¿Cómo voy a respirar dentro del agua si me agobio debajo de la ducha?
—Te dejaré uno de los equipos de mi padre —insistió ella—. Tenemos que estar juntos, estoy convencida.
—Tengo apnea del sueño —seguía Paquito—, ya sabes, no puedo respirar bien. No creo que funcione.

En principio probaron con ella dentro del tanque de agua y Paquito tratando de enviar toda su energía tras el cristal. El resultado fue decepcionante. A Calypso le costó convencerlo pero, al final, Paquito entró en el tanque con el equipo de buceo y el curventoris. Ella decidió vestirse con un exiguo traje de baño, Paquito se quitó sus zapatillas y optó por quedarse en calzoncillos. Ella le tocó la mano y Paquito la retiró asustado al notar una especie de electricidad. Ella le volvió a coger de la mano bajo el agua y escuchó su voz dentro de su cabeza:
—«Tranquilo. Respira solo por la boca, con normalidad».
—«¿Con normalidad? —pensó Paquito— ¡Pero si estoy hablando con un pez grande que se me ha metido en la cabeza!».
—«Te estoy oyendo».
El mecanismo del curventoris se movía con rapidez emitiendo un tenue brillo. Ella le pidió que deseara con todas sus fuerzas el viaje. Ambos cerraron los ojos concentrados en el deseo de vuelta al origen. A ese lugar desconocido que reclamaban como propio. El brillo aumentó ocultando incluso las manos que sujetaban el curventoris. Notaron como su cuerpo trataba de desdoblarse, algo tiraba de ellos hacia otro lugar, luchando por escapar de aquella dimensión pero, como en un sueño, tratando de saltar parecía que sus piernas no tuvieran energía, como si pesaran. Estaba el deseo y la dirección pero no era suficiente. La tensión que tiraba de ellos desapareció y fue como volver a caer en el sillón sin haber podido levantarse.

Paquito encabezó la entrada al salón principal secándose la cabeza. Cuando la toalla le permitió ver lo que había en el salón gritó como si hubiera visto a un muerto renacido. Retrocedió y, al hacerlo, resbaló con el agua que caía de su propio cuerpo. La señora Marisa, en medio de la sala, les apuntaba con una escopeta.
—¿Qué estáis haciendo? —dijo la señora Marisa apuntando alternativamente con una escopeta a ambos— Tú y el monstruo, a vosotros os digo.
—Señora —trató de defenderse Calypso—, yo no soy ningún monstruo, soy…
—Tú calla, bacalao con falda. Suerte que aún conservo esto de mi marido —dijo la señora Marisa haciendo un gesto con la escopeta.
Gesto suficiente para que la escopeta se le disparase destrozando otra ánfora y ella cayera de espaldas por el retroceso.
Paquito acudió raudo para ayudar a levantarse a la señora Marisa y retirar la escopeta de su alcance.
—¿Por qué ha hecho eso? ¡Podía haber causado una desgracia! —le recriminó Paquito.
—¡Arrea! Ni siquiera sabía que estuviera cargada —dijo la señora Marisa a modo de disculpa frotándose las nalgas—. Solo quería asustaros para enterarme de qué va esto. Y el susto me lo he llevado yo. No soporto no enterarme de las cosas.
—¿Qué ha oído?
—Todo y nada. Mi oído ya no es lo que era. Solo he salido para coger la escopeta. Empujé la puerta para que pensarais que me había ido, pero la dejé abierta. Me he perdido la primera parte y he seguido escuchando todo el rato desde lo alto de la escalera.
»Supongo que ella —dijo señalando a Calypso— no tiene malas intenciones. Sé juzgar a la gente. No he hecho otra cosa en mi vida. Nada más que cuidar de mi marido y meterme en la vida de otros, esa es toda mi experiencia vital. Mi intuición me dice que se puede confiar en el pez. La entiendo: a mi me casaron con un hombre al que no conocía de nada, me trajeron a este pueblo y siempre tuve en mi mente volver a casa, a mis raíces. Pero pasó el tiempo, y aquí me quedé.

Clavó los ojos en la criatura que parecía mirarla con algo parecido a la compasión. De alguna manera, el ser de otro mundo sabía generar empatía hacia sí misma.
—¿Y ahora qué? —quiso saber Paquito—.  ¿Cómo podemos hacer que esto funcione?
—Lo que he sentido —siguió Calypso— es que estábamos muy lejos de conseguirlo. Es la forma, pero nos falta mucho aún. Necesitamos más energía.
—¿Y ese chisme funciona con el deseo? —preguntó la señora Marisa.
—Sí, eso parece.
—Así que lo que necesitas es mucha gente. Gente que desee tener el cacharro... ¿para alimentar el viaje? —dudó la señora Marisa.
—Sí, esa es la idea —confirmó Calypso—. Pero no sé de dónde vamos a sacar personas que quieran algo de lo que no han oído hablar en la vida.
—Y al juego ese vuestro ¿juega mucha gente? —preguntó la señora Marisa y, tanto Paquito como Calypso, se miraron sorprendidos— ¿Por qué no hacer que todos deseen poseer el objeto? ¿Podría servir?

Paquito aprovechó su truco para generar ingresos dentro del Lord of Evil para introducir un nuevo objeto en el juego: el Curventoris. El Curventoris pasó a ser, dentro de la comunidad del juego en línea, un objeto necesario para poder llegar al gran evento de la desolación de Ingelbarh. Introducir un nuevo objeto en la programación del juego era una proeza, que éste permita saltarse las reglas era algo épico, pero no conocían ningún atajo para que los jugadores conocieran su existencia. Un objeto de deseo tiene que estar a tu alcance, difícil de conseguir pero no tanto como para desanimarte. Sus conocimientos de matemáticas no iban a ayudarles a crear la necesidad de unos Manolos para su objeto.

—Creo que yo puedo ayudar con eso —dijo la señora Marisa.
Paquito y Calypso la miraron como si hubiera hablado un gato.
—¿Cómo se supone que va a hacerlo? —bromeó Paquito—. ¿En la cola de la panadería?
—Anda, quita —la señora Marisa apartó de la silla a Paquito y se sentó frente a las pantallas de ordenador—. Hoy en día todo está en las redes sociales. Si te quieres enterar de algo no hay nada mejor que bichear en sus perfiles de Instagram, Facebook, Linkedin… —mientras hablaba se iban abriendo perfiles de mujeres y hombres en distintas redes sociales con un desmedido gusto por el gimnasio y las operaciones de estética—. No os hagáis los sorprendidos. ¿Quién va a hablar con una vieja? Todo el mundo miente, yo también. Como ya he dicho, a mí me gusta enterarme de todo y a estos se lo cuentan todo. Tengo miles de seguidores en todas las cuentas. Muchos quieren ser como yo. Estúpidos con la gorra para atrás. Niñatas con la falda muy corta… ¿Por qué todos estos no van a querer jugar a vuestro juego estúpido? ¡Vamos, no os quedéis ahí! Intentarlo de nuevo —dijo la mujer señalando al tanque de agua—. Estoy haciendo mi magia.

Paquito y Calypso volvieron a sumergirse. El curventoris, una vez que tocó el agua, comenzó a evolucionar de la manera esperada. A través del cristal pudieron ver la imagen del curventoris rodeado de corazoncitos, de caritas sonrientes y junto a vídeos de gatos. La velocidad de sus componentes internos era tal que eran invisibles al ojo humano. La luz que emitía el objeto tardó poco en tragar sus cuerpos por entero. Dentro, en aquella burbuja de energía, sintieron sus cuerpos plegarse en un origami que aleteaba como una pajarita muy elaborada, fluctuando con la cantidad de seguidores que la señora Marisa conseguía tener conectados al mismo tiempo, pendientes de un artilugio que no entendían pero que querían tener a toda costa.

La burbuja de energía pareció quedar estable, sin que fueran a conseguir ir a ningún sitio. Pero la señora Marisa tenía un as en la manga.
—Querida comunidad, solo para vosotr@s, los 1000 primeros que consigan traer a un amigui a esta conversación, entrarán en un sorteo para conseguir el curventoris original.
Subió una foto del dispositivo original que estaba todavía encima del mostrador.
Primero se sintió una ligera vibración por la sala. El globo de energía implosionó. Desapareció en su centro, llevándose todo lo que había en su interior. Una ola de agua rellenó el hueco y un ligero estampido dejó una grieta en el grueso cristal del tanque de agua.

La señora Marisa se quedó mirando al agua revuelta, con las burbujas subiendo a la superficie. Volvió la vista hacia las pantallas y se limpió las gafas. Después volvió a teclear:
—Gracias por vuestra masiva respuesta. El resultado, la semana que viene.
»Nueva pregunta para la Comunidad ¿Alguien sabe cómo deshacerse de un cadáver?

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 Imágenes: Freepik

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Comentarios

  1. Muy, muy bueno. Genial final y con un punto divertido que me ha gustado muchísimo. Proceda, señor Alberto! ¡Quítese la etiqueta de autor serio! ... Usted sabe cómo hacerlo :)

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  2. Gran historia del amigo Beto. Y gran descubrimiento de que puede ser muy gracioso también escribiendo. 👍👍👍

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  3. Me gustó la historia, metiendo " vieja del visillo" en el cuento. 👏👏👏

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  4. Muy bien entretenido curioso gracioso y sumamente imaginativo realmente es bueno y por supuesto esa atmósfera muy aló lovecraft es buena y realmente Pues sí sí me ha gustado.. de favor en cuanto tengas algo similar o Mejor aún házmelo llegar porfa.. qué me he pasado una hora leyendolo imaginandolo increíble.. Gracias por considerarme..

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    1. Soy Isaac Martínez Ahí te encargo gracias

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  5. Excelente relato, me ha dejado con ganas de seguir leyendo más. Felicidades 👍

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