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Rufino en "Menos lobos, Caperucita". Intro y primer capítulo.

 



MENOS LOBOS, CAPERUCITA

“Expresión utilizada para referirse a una persona que exagera de manera clara, llegando incluso a mentir. También si esta persona se intenta dar una importancia que no es real, o no le corresponde”


EN LA ACTUALIDAD...

Me veo en la obligación de relatar el auténtico testimonio de mi vida mientras me llevan injustamente preso. Los lobos tenemos una muy mala fama completamente inmerecida.

Yo soy el que posee la peor de todas. Nosotros, en general, salimos mal parados en todos los cuentos y fábulas. Estos supuestos relatos están repletos de falsedades provenientes de zonas agrestes y rurales, relatados por campesinos y pastores. Asustados hombrecillos que se entretienen contando historias y desperdigando mentiras usando como diana a este pobre cánido.

Me utilizan como moraleja, para insuflar miedo a sus retoños siendo yo el peor de sus enemigos. Cuando la mayoría de los ataques a su ganado no los realizamos los lobos, sino que son perpetrados por perros asilvestrados. Esto está científicamente comprobado.

Represento el mal por antonomasia. Un charlatán, un embaucador. Al seductor definitivo de los inocentes, de los incautos. Hasta me atribuyen carga erótica. ¿Erótica? Pues deberíais verme por las mañanas nada más levantarme y rascándome las orejas por turnos con las patas traseras.

Todo mentira. Patrañas.

Se me representa con mirada fiera, nariz negra y alargada, desgarbado, rabo peludo. Grandes orejas para oír mejor y gran dentadura. Me describen vistiendo un remendado peto mugroso con un tirante caído y una chistera. Siempre agazapado tras un árbol. Espiando. Siempre espiando.

Falso. Una falacia.

Incluso se ha llegado a decir que me bebo los botellines de cerveza a morro y fumo tabaco negro sin boquilla. Bueno, esto sí es verdad. Soy un animal pacífico que anda erguido y gusta de ayudar a sus amigos. Amigo de mis amigos y muy enemigo de mis enemigos.

No me llamo simplemente el malvado lobo feroz. Aunque tengo un nombre que quizás, por su sonoridad y fuerza, si pudiera inspirar terror en las almas de los débiles.

Como Rufino. Así me llaman.

Me paso la mayor parte del día echando una mano a media jornada a mi amigo el cazador. Él tiene un serio problema con la bebida. Se pimpla por lo menos dos botellas de vino al día. Yo creo que empina bastante el codo. Pero, cuando se lo insinúo, se pone violento, en posición de boxeo, dando saltitos, agitando los puños. Tras caerse varias veces, le tengo que ayudar a levantarse y ya no se acuerda de nada.

Normalmente trabaja para la comunidad del gran bosque y tiene que ajustarse a cazar un determinado número de piezas de animales peligrosos para ella. Valga decir que nunca llega al cupo de finales de mes y nos toca correr. Todo son prisas. Él dice que la cosa está muy mal, pero yo creo que su estado perjudicado es el responsable. No atina ni a un elefante en un pasillo.

Más de una vez, apuntando a las fieras del bosque, empieza a disparar a lo loco y tengo que tirarme tras unos setos para que no me alcance. Y mira que lo tiene difícil estando a su lado.

Como no llega a este cupo, le ve las orejas al lobo (las mías desde luego que no), y me toca a mí cazar a sus presas. Luego la bestia inmunda sedienta de sangre soy yo. El lobo malo. El que sirve de moraleja para asustar a los niños. El seductor. El cazador compagina su trabajo con el oficio de leñador. Trabajo que tampoco desempeña bien, ya que se fatiga mucho por el estado lamentable en el que se encuentra casi siempre. Pero, ojo, no es por la ingesta de alcohol, sino por su artritis. ¡Já!

Yo soy más normal. Poseo un pequeño tocón en el bosque, al lado de una encrucijada, donde me gusta sentarme a merendar y silbar. Me encanta silbar. A otros no tanto. Cuando lo hago, curiosamente, los pájaros caen muertos a plomo de las ramas de los árboles y del cielo.

Me achacan un apetito voraz, un hambre de lobo. Son viles exageraciones. Calumnias. Sólo me suelo comer, al día, una oveja de un bocado (con collar y todo) como mucho. Y a veces la acompaño con pan y dos perros de pastoreo. Siempre como con las dos manos. Hay que tener estilo. Y con una pequeña servilleta (regalada por mi madre) anudada al cuello. Cuando termino, la sacudo, la doblo cuidadosamente y la meto en un bolsillo de mi peto (¡Ups!).

En el gran bosque son todos unos falsos, unos estupendos. Los peores son los altivos de los tres cerditos, las viciosas siete cabritillas y la niña esa de rojo.

Sí.

Esa.

Caperucita.

¡Menuda lagarta!

 1

LOS TRES CERDITOS

“En cuestiones de casetas, con los cerdos no te metas”

A cualquier persona que haya estudiado un poquitín y tenga algo de cultura, le deben chirriar, como poco, los cuentos en los que se me hace mención.

Empecemos por el de los tres cerditos. Básicamente, el cuento relata que estos gorrinos deciden independizarse y se van de casa en comandita. Cada uno de ellos se construye una casita con diferentes materiales. El primero, el más vago, con paja. El segundo, menos gandul y un poquito más trabajador, con madera. El tercero, más decidido y el menos zángano de los tres, con piedras.

Llego yo y se las tiro soplando. Según voy tirando las casas salen huyendo despavoridos, de una a otra, hasta que llegan a la de piedra. La casa está construida con más paciencia y buenos materiales.

Intento soplar, pero sin resultado. Me desfondo soplando sin éxito. La vivienda está bien edificada. Salto al techo, me descuelgo por la chimenea y me caigo en una olla puesta al fuego. Salgo escopeteado, medio ardiendo, con media espalda abrasada y dejo en paz a los tres cochinos para siempre.

Para nada es así como sucedió.

Empezando porque los tres hermanos para nada son unos inocentones. Son unos constructores de lo más abyectos. Con varios juicios pendientes. Había conseguido un trabajo, en periodo de prueba, para revisar obras. Me habían dado una chapa con mi nombre y foto. Con cara de asustado. Foto hecha a traición, de carné, no de esas guapas posando para Instagram.

En mi primer día tuve que ir a ver la casa del primer gorrino. El muy cerdo estaba a la puerta de la casa con un casco de obrero puesto y bebiendo de un botijo. La obra era un espanto. Ahí no se respetaba ninguna medida de seguridad. No existían permisos de nada. Todo estaba desperdigado por los suelos. Azadas, palas, ruedas de coche. Todo se mezclaba a su libre albedrío.

El muy canalla, al verme, se colocó correctamente el casco, lo llevaba puesto como una montera, y se acercó a mí. Le dije que me enseñara algún tipo de permiso o papel. Él iba muy chulo con esos andares jamoneros. Al alzar la vista, me reconoció. Mientras lo hacía, su casa de paja se desplomaba tras él.

Dijo algo de que le iba a comer vivo, que era muy malvado y salió corriendo, pegando berridos a cuatro patas. Ya no era tan chulito.

¿A dónde fue? A casa del segundo hermano. Estaba a escasos doscientos metros. Me encaminé hacia allí. La casa estaba un poco mejor construida. Al menos parecía tener luz y agua. Eso sí. Enganchada de manera ilegal de la vía pública. Los dos lechones se asomaron a la ventana.

Me dijeron algo de que me fuera. Que eran menores de edad, que su papá no estaba. 

No colaba.

—A ver, papeles —les dije. Me pareció oír que uno de ellos lloraba.

Se levantó un poco de brisa dándome un aspecto muy a lo Clint Eastwood cuando actuaba de vaquero.

La casa empezó a chirriar y se desplomó al igual que la anterior. Mal construida. Malos materiales. Los dos cerditos salieron corriendo por la puerta de detrás, lo que quedaba de ella, a cuatro patas.

Era un día caluroso y mientras corrían campo a través, el sol les daba en los lomos y se desprendía de ellos un delicioso olor a beicon.

A un kilómetro, en lo alto de una colina, se alzaba la mansión perteneciente al tercer guarrillo. Llamé al timbre de la verja. Esta se encontraba adornada con un enorme blasón de hierro forjado. Representaba a un cerdo de pie con una chistera señalando al cielo en postura heroica. Me contestó el tercer cerdito. Que qué quería, preguntaba inocentemente el lechón. Los permisos y los papeles de la finca, le respondí. Creo que esto es terreno rústico y aquí hay un casoplón construido ilegalmente.

El portón de la casa se abrió en la lejanía. De ella salió el tercer guarro con chistera y monóculo. Parecía una versión porcina del señor del Monopoly. Agitaba unos billetes y decía algo de que todo se podía arreglar con voluntad. Hacía aspavientos con los billetes como si estuviera repartiendo cartas al tute. Le respondí que de eso nada. Que me debía al oficio, aunque sólo llevara medio día. Que le diera precio. Que no, dije. Que no sabía quién era él. Que tenía abogados. Y de los buenos. Le quise dejar una notificación en el buzón, pero ahí no había nada parecido a eso. Las facturas se apelotonaban en el suelo junto a los habituales folletos de comida rápida.

Me parece que no era buen pagador tampoco este cochinillo. Observé que las ramas de un árbol centenario pasaban por encima del muro. Con un salto me encaramé al árbol, de ahí a las ramas y, después, por detrás del muro.

El puerco de la chistera, al verme, chilló como un cerdo (naturalmente) y se metió corriendo en la casa. Que me comen, que me comen, decía. A los otros se les veían las orejas por los ventanales. Qué ricas por dios. Así frititas y con pan. Estaba salivando.

La puerta estaba cerrada. Tenía que dejarles la notificación y se me ocurrió subir al tejado y colarla por la chimenea. Dicho y hecho. Mientras soltaba la nota por el conducto de la chimenea, me pareció oír que un cerdito cargaba una escopeta mientras se le caían varias veces los cartuchos. Los otros cochinillos temblaban como dados en el interior de un cubilete.

De un salto me bajé del tejado y ya me disponía a irme, cuando el tercer cerdito salió abriendo el portón con estruendo y portando una escopeta. Empezó a disparar. Disparaba muy nervioso y sudaba copiosamente como si estuviera cerca de Segovia. La escopeta era muy grande para él. Mucho arroz para tan poco pollo. Le atinó a un jarrón Ming, el jarrón hizo Plang. Total, se quedó sin él.

También le disparó dentro de su casa a un cuadro de unas salchichas (donde rezaba retrato de los abuelos) y a un hermano en una pata.

Yo me marché de ahí sin un rasguño.

Luego los tres sinvergüenzas dijeron que había entrado a la fuerza en sus casas, destruido propiedad privada y consiguieron que me echaran del trabajo a los pocos días.

El último cerdo resultó que sí tenía buenos abogados.


Comentarios

  1. Rufino es simplemente el mejor. Ya está todo dicho.

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  2. Rufino aprueba tu comentario y te invitará a unas birras que pagarás tú.

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    1. Jajaja. Este cuento sí me lo creo. Hay muchos detalles veraces. Si donde hay dinero... Pobre Rufino, y ahora sin curro. A seguir con su ajado peto (upps)

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