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Su último ascensor - Alberto Jiménez

Imagen de @LibretasMagicas

La presentación había sido un auténtico desastre. Por no funcionar no me funcionó ni el ordenador. Cruzando los dedos, tuve que pedir una pizarra y un rotulador para poder explicar, como si estuviéramos en el siglo pasado, toda mi teoría.

Menos mal que me sonreía mi compañera. Seguro que le gusto. Un día de estos me decidiré, vaya que sí. ¿Qué tal? ¿Tomamos un café a la salida? La tenía embobada.

Pues claro, estúpido. ¿Cómo no va a estar atenta a lo que dices? Tiene, por lo menos, quince años menos que tú, y si está ahí, mirándote con devoción, es porque aspira a que dirijas su doctorado, no porque se quiera acostar contigo.

Bueno, ahora ya todo eso no ocurrirá jamás.

Pero, aparte de Claudia (a la que tenía ganada de antemano), el resto del auditorio casi no me ha prestado atención. Estaban dormidos, desilusionados. No he sabido llegar a ellos. He fallado en todo lo que les había prometido. Primero no llegaron los manuscritos que me habían cedido desde la Universidad de Miskatonic, el ordenador se negó a funcionar, la caja fuerte con las muestras decidió bloquearse... No pude darles nada, nada de lo que había prometido. Ni unas miseras fotocopias de los hallazgos en las obras del Metro de Madrid.

Me ceden esas muestras a mí, en exclusiva y, ni la muestra en sí ha querido salir de la caja fuerte del almacén. Nunca habría pensado en mostrar el original ante el público de una conferencia, pero es que no me quedaban más recursos. Con eso pensaba que podría haber salvado el culo. Pero ni aun así. Tuve toda la tecnología en mi contra.

Cuando llegué a casa un atasco increíble. Solo me quedaban un par de minutos para dejar el coche en el garaje.

—No se puede pasar a partir de aquí —dijo el policía.

—Pero si vivo ahí —dije señalando la bajada al parking—. Solo voy a aparcar el coche.

—De acuerdo. Continúe —el policía le dio pasó al siguiente coche mientras su compañero me levantaba una cinta de plástico con el emblema de la policía local.

No pude evitar mirar. Atendido por el SAMUR, a un pobre repartidor de mensajería le estaban poniendo un collarín. Viendo la distancia entre moto y repartidor, y el estado en que había quedado la moto de reparto, el golpe había debido ser monumental.

Entré al edificio por la puerta principal para ver si tenía correo. Martín, el conserje, siempre suele estar barriendo por ahí a esas horas y me extrañó no verle.

Un ruido gutural salía de su pecera. Así es como llamábamos todos los vecinos al habitáculo del conserje: la pequeña habitación, rodeada de una cristalera, parecía exponer a Martín como un ejemplar exótico al que observar sin miedo a ser atacado.

Nunca mejor puesto aquel nombre. El hombre parecía muy enfermo, los sonidos provenían del vómito que estaba descargando sobre el suelo. La piel aparecía rojiza, con ampollas.

—No se preocupe por mí —dijo el conserje—, ya he llamado a la ambulancia. Coja ese paquete —dijo señalando a una caja de madera en el suelo, frente a la pecera—. Lo han traído para usted.

Me quedé absorto mirando la pequeña caja de madera. Todo vibraba con luces parpadeantes rojas y azules. Sé que al recogerla del suelo me pareció más liviana de lo que esperaba. Atraía todo mi ser sin que mi voluntad pudiera hacer gran cosa por evitarlo.

Gracias a unos golpes tras de mí pude despertar de mi ensoñación. La caja había capturado toda mi atención.

Las luces que saltaban por la entrada del edificio eran las de la ambulancia que el conserje había solicitado para sí mismo. Unos hombres entraron a la carrera. La mujer que iba al frente, con el indicativo de médico sobre la chaqueta, me apartó con brusquedad:

—Hágase a un lado. Déjenos trabajar.

Con mi caja bajo el brazo y la mochila con mis papeles al hombro, escapé hacia el ascensor. Atrás quedaba la sala iluminada con aquellas mareantes luces intermitentes, con las voces dándose órdenes precisas y urgentes.

Entré en el ascensor con la misma sensación de desastre sobre mi cabeza. Las luces del ascensor también parpadeaban. A esas alturas ya se me estaba gestando un buen dolor de cabeza motivado por el estrés.

Le di al botón de mi piso. El cuarto. Me aflojé el nudo de la corbata y sufrí el primero de los empellones del ascensor. Las luces se apagaron y se volvieron a encender. Puede que el problema también afectara a algo de la temperatura pues empezó a hacer un calor que me hizo quitarme la chaqueta. La caja era la responsable, parecía portar un sol en miniatura en su interior.

Me llamé a mí mismo estúpido por no haber leído el remitente al principio: Universidad de Miskatonic. ¡Así que allí estaba! Lo habían enviado a mi dirección particular. Me decidí a abrirla para descubrir su contenido. La tapa estaba claveteada por lo que no iba a ser fácil abrirla. Uno tras otro, tuve que hacer palanca con varios bolígrafos. Varios porque terminé por romper la punta de más de uno para poder abrir la condenada caja.

La caja absorbía de tal forma mi atención que no caí en la cuenta del tiempo que llevaba metido en el ascensor. No se tarda tanto en llegar a una cuarta planta. No es que el tiempo se hubiera detenido, el tiempo fluía en otra forma. Las luces seguían fallando de forma aleatoria, la temperatura como la de un horno de panadería. Si mi cuerpo respondiera sentiría que el movimiento del ascensor había dejado de ser continuo y hacia arriba; giraba, bajaba, volvía a subir o se desplazaba de forma lateral. Pero yo de eso no era capaz de darme cuenta aún, seguía absorto pasando páginas del libro prometido. De aquel libro tan esperado. De aquellas páginas que me habían traicionado. Si lo hubiera tenido en mis manos tan solo unas horas antes habría podido advertirles a todos. Habrían hecho caso a la amenaza que se cernía sobre nuestras cabezas.

Allí, allí estaban las palabras que debían ser dichas con la estrella Fomalhaut sobre el horizonte:

«PA’nglui mglw’nafh Cthugha
Formalhaut n’’gha-ghaa
¡Naf’l thagn!
¡iä! ¡Cthugha!»

Una mano invisible agarraba mi estómago volviéndolo del tamaño de una pelota de tenis, a causa del movimiento errático del ascensor. La mano soltó mis entrañas que, con efecto rebote, volvieron al tamaño de una pelota de fútbol. Un nuevo movimiento brusco de la caja del ascensor me propinó un puñetazo ascendente que envió el contenido de mi desayuno de nuevo a la garganta.

Sí. Leí lo que esperaba. La esperanza de la humanidad estaba en Cthugha: la deidad primigenia que podría aliarse con nosotros y ayudarnos con Nyarlathotep. Nadie había querido creerme y todo estaba ahí, en el libro.

Llevo toda la vida estudiando estos mitos perdidos en cajones, olvidados por la mayoría de mis colegas como algo místico y carente de todo valor académico. Me he dejado la vida y el prestigio por sacar a la luz el valor real de estas historias. Son reales. Lo son. Tienen que serlo. Si no estamos perdidos.

El ascensor vuelve a dar uno de sus bandazos. Esta vez con más violencia. Las paredes empezaron a ceder hacia el interior, como si una mano gigante aplastara lentamente aquel metal como un niño aplasta su brick de zumo. Las luces se apagaron para siempre.

Estaba tan enloquecido con la lectura que no pensé en salvarme, en gritar o en pedir ayuda. Solo quería saber más, necesitaba leerlo todo antes de que mi vida se acabara. Encendí el mechero que ofreció una luz triste y pobre sobre mi lectura.

Tres veces había que leer aquellas palabras para invocar a Cthugha. Lo hice. Una, dos, tres veces; repetí aquella letanía con el único propósito de acercarme un poco más al poder del ser primigenio que había dictado las infames letras que torturaban mis ojos.

Las puertas explotaron hacia el exterior. Había abandonado la realidad, pues la puerta del ascensor se abría a un paisaje demencial. La locura entró en mí. Es la única explicación que le pude dar a aquellos cerdos que surcaban en llamas el espacio ante mí, chillando como hicieran el día de su sacrificio. El olor trajo a mi memoria el recuerdo olfativo de las espeluznantes matanzas en el pueblo de mis padres. Ese característico olor de la piel tostada cuando les pasan el soplete para quitar restos de pelo. Era mi piel la que empezó a levantarse por el calor que emanaba de aquella nube amorfa de fuego que me miraba. Me observó con la curiosidad que un niño mira un hormiguero, tolerando con desdén mi presencia, valorando si era osadía, o negligencia, mi llamada.

Bydouzen

Cthugha. Había convocado a Cthugha. Y por algún motivo, la masa ígnea que flotaba ante mí, suspendió la lógica que dictaba mi muerte ante su presencia. A partir de entonces, su voluntad designaría mi existencia como su nuncio, trasladando su voz a los habitantes de la Tierra. La voz de una deidad cuya visión conduce a la locura y la muerte.

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Comentarios

  1. Muy bueno y muy al estilo Lovecraft. El final del ascensor me recuerda tanto al final de "El juego del Angel" de Alan Parker como a uno de los finales de "Blade Runner" de Ridley Scott.

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  2. Me encanta que hayas usado uno de mis trabajos para la portada de tu historia. Somos @LibretasMagicas en todas las redes.

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