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Amanecer extraño (Especial Halloween 2022)




    

Mariola Martínez
Colaboradora Relatos

    Abro la puerta al alba, cuando aún las aceras visten su desierta quietud. Un gato negro posa elegante en medio del jardín, bajo el fresco cobijo del limonero. Nos observamos, midiéndonos en silencio durante cinco segundos y de nuevo cierro la puerta, que deja tras de sí, esa mirada retadora.

      Tomo entre mis manos la taza de café humeante, arrastrando mis pasos perezosos hacia el patio trasero. Subo las persianas, y allí está, con su pelo alborotado y su misteriosa mirada cobriza, otro gato negro a quien no sorprendo. Pues parece llevar apostado ahí, en esa posición altiva, desde tiempos de Ramsés. Miro hacia arriba, y de nuevo un felino—¡Buenos días Azrael! —digo elevando mi taza a modo de saludo, al gato persa de mi vecino, que con movimientos sinuosos, se cuela por mi ventana, con la seguridad de quien pisa terreno propio. ¿Es casual? ¿Tres gatos en un momento?

     Me doy una ducha, con la intención de empezar un nuevo día. Mientras, a lo lejos, se pueden percibir los truenos de una incipiente tormenta que amenaza con descargar su furia contenida, tras varios días de calor abrasador. En el horizonte se empiezan a vislumbrar los primeros rayos de sol, desdibujados por la presencia espesa de unas nubes de color plomizo.

     Es hora de trabajar. Tomo asiento frente a la ventana. Esa que minutos antes Azrael ha traspasado con auténtico descaro.

      Bajo la vista al papel en blanco. ¿He dicho que soy escritor? Pero no logro concentrarme. Quizá es la posición de los bolígrafos sobre la mesa, o esas pequeñas motas de polvo en la pantalla del ordenador. Un ruido metálico me saca de repente de mis divagaciones domésticas. Asomo la cabeza por el quicio de la ventana. Otro gato, esta vez idéntico a Azrael, ha tirado una de mis macetas favoritas. “Serán hermanos”, deduzco.

     Un maullido zalamero me llega desde la puerta que tengo a mi espalda. Me giro, y observo cómo, lentamente, el gato de mi vecino se acerca balanceando su cola a derecha e izquierda, hasta tomar contacto con mis piernas. Le dejo frotarse. Me gusta su compañía. Rompe la sensación de soledad. Pero empiezo a pensar que tanta presencia felina resulta, como poco, inusual.

     —"¡POM, POM, POM!". —Tres golpes secos en la puerta. “Es raro”, pienso, a esta hora de la mañana.

     —”¡POM,POM!”. —Deslizo mis pies descalzos, sigilosamente y evitando hacer ruido, mientras desciendo por la escalera.

      —"!POM!". —Este último golpe, dado con una fuerza desmesurada, acelera mis pulsaciones y me mantiene alerta. Pego la oreja derecha a la puerta e intento captar algún sonido o voz del exterior, ante mi absurda negativa a mirar por la mirilla. Cierro los ojos, pero solo percibo el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el suelo. Decido abrir, lentamente, asomando la cabeza con cuidado a ambos lados, topándome de nuevo y por segunda vez, con la mirada firme del gato negro, que parece ser la única presencia vital.

     En un acto reflejo bajo la mirada al suelo y puedo observar cómo una tela negra reposa inerte sobre el felpudo. Me agacho y la extiendo hacia arriba con curiosidad. Parece no terminar de estirarse nunca. ¿Cuánto mide? ¿Dos metros quizá? Ante mi incredulidad compruebo que la tela es realmente una larga capa con capucha. De pronto, un impetuoso golpe de viento se cuela por su interior, inflando todos sus pliegues, dándole movimiento y un aspecto humano que me hace estremecer. Miro al gato, que encrespado, me lanza un estridente maullido, enseñándome los dientes. En un rápido movimiento, propiciado por el miedo, arrebujo la tela y me meto en casa, dando un portazo, en el preciso momento en que el gato se abalanza sobre la puerta, golpeándola con violencia.

     —!Ja, ja, ja…! —Río a carcajadas con la espalda apoyada en la puerta. “Curiosa forma de empezar el día”, me digo.

     Con el corazón a galope, abro el cubo de la basura e introduzco en él la capa que algún bromista ha dejado en mi felpudo. Y con la sonrisa nerviosa aún en mi rostro, me dirijo a la habitación con una idea para plasmar sobre el papel. Finalmente este curioso suceso me va a servir de inspiración.

     Llevo una hora escribiendo, cuando la suave lluvia da paso a un incesante aguacero acompañado de electricidad. A esta hora la luz ya debería inundar todo el cuarto y sin embargo, las sombras se ciernen sobre él como si estuviera anocheciendo. De vez en cuando un relámpago ilumina el cielo, dando paso al trueno que anuncia que la tormenta se encuentra cada vez más y más cerca.

     —El día perfecto para escribir —me digo en voz alta a la vez que me levanto para mirar por la ventana y descubrir, que ahí abajo, y en la misma posición, el gato negro del patio trasero, sigue inmóvil, empapado de agua y con sus ojos cobrizos puestos en mí, haciéndome estremecer. “Un poco de música puede ayudar”, considero, intentando buscar la forma de mantener mi mente ocupada en estos momentos de absurda agitación. Y tras poner mi CD favorito y mojarme la cara, me siento en disposición de seguir trabajando.

     Continúo relatando los acontecimientos de la mañana, empezando por el gato negro bajo el limonero. Y de pronto...

     —Uno y uno, dos —dice Azrael bajo la mesa, con mi propia voz. Siento cómo el corazón se detiene por un segundo y se me eriza la piel. Bruscamente retiro la silla poniéndome en pie a trompicones y tirando al suelo el ordenador. En un acto instintivo miro hacia la ventana, comprobando con pavor, que  alguien ataviado con la capa negra, permanece inmóvil en medio del patio interior. Al momento, Azrael se abalanza sobre mí, dejándome un arañazo profundo bajo el ojo izquierdo. Instintivamente llevo mi mano al rostro para comprobar que el ojo sigue en su sitio. Un hilo de sangre caliente desciende por mi mejilla.

     Un golpe repentino cierra la puerta de la habitación. Con el corazón en la boca la abro y bajo saltando los escalones de dos en dos. Mi primera opción es huir de allí, salir de casa. Pero por algún motivo que no llego a comprender, la curiosidad me lleva al salón. Entro muy despacio, cogiendo una figura del aparador que haga las veces de arma por si tengo que defenderme. Me acerco a la cristalera del patio y escrutando lentamente en todas direcciones, descubro cómo ahora la capa negra pende de la morera, agitándose furiosa por el viento como si quisiera escapar. Sin saber por qué, abro la puerta y salgo fuera, sintiendo el agua en mis pies descalzos. La lluvia arrecia, el cielo parece derramarse sobre mí. Miro hacia abajo y ahí están, en el fondo del charco en el que posan mis pies, las tintineantes pupilas del gato negro.

     —Uno y uno, dos.—dice el felino, sonriente. Me da un vuelco al corazón.

     La tormenta cierra flancos, y como si fuese el epicentro, concentra su furia sobre el patio. Y el viento, “soplando” las mismas palabras que el gato negro acaba de pronunciar, lanza violentamente la capa sobre mí. "Uno y uno, dos…, uno y uno, dos…". La capa se pega a mi piel, presionándome la cara. Apenas puedo respirar. De repente, el estruendo de la tormenta cesa, dando paso a un silencio total. Con la cabeza gacha, cubierta por la capucha, veo al gato negro del limonero saliendo con elegante contoneo de debajo de la capa, que ahora reposa calmada sobre mi cuerpo, cubriéndome por completo. Siento que alguien me observa desde mi habitación.

     De nuevo el viento comienza a soplar, trayendo a mis oídos susurros lejanos que repiten aquello cuyo significado no acierto a comprender "Uno y uno, dos…"

     Alguien desde dentro de casa empuja bruscamente la puerta de cristal, encerrándome en el patio. Y como saliendo de un trance, corro desesperadamente para intentar impedirlo. Pero una mano gira la llave. Despacio, voy subiendo la cabeza, no queriendo encontrarme, pero sin poder evitarlo, con quien me observa, figura en alto, tras el cristal. "Uno y uno, dos…", sopla el viento. "Uno y uno, dos…", un relámpago ilumina el momento. “Uno y uno, dos…”, un rostro conocido. "Uno y uno, dos", un arañazo profundo bajo el ojo izquierdo. 

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