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Laberinto de espejos (Especial Halloween 2022)

 


 

    La mirada vacía de Patricia es repuesta suficiente. Está muerta. La han asesinado con un objeto contundente tras la cabeza. Su bello rostro bajo la capa de maquillaje ya no le volverá a mirar, a sonreírle más. El corrillo, que se ha formado con los integrantes del circo, está atónito.

    El forzudo la recoge con delicadeza del suelo, tira al recogerla las cajas de palomitas que el asesino ha depositado con tanta vehemencia de pie, marcando la silueta de la fallecida. Al levantar Hans a la taquillera, mechones sueltos de su pelo junto a masa encefálica quedan pegadas a la alfombra que simula ser un verdoso césped. Nadie dice nada. Nadie llora, como si su muerte ya se hubiese anunciado hace días. El payaso deja a un lado el bombín que lleva estrangulando hace un rato y cubre el cadáver en brazos del forzudo con una manta raída y eleva un débil suspiro.
 
    Sin más palabrería la llevan a la cabaña cerrada del Laberinto de espejos. Tras la taquilla, oculto tras unas cajas, el maestro de pista descubre un mazo de los que utilizamos para anclar la carpa principal del circo. Me mira, pero no me dice nada y vuelve esconder el mazo bajo un trapo. Soy muy consciente de mi enfermedad, pero no soy un asesino. Me gustaba Patricia… era divertida e inocente. Siempre risueña. Soñaba con besarla. Hacerla mía.

    El resto del personal circense abandona el corrillo y vuelve silencioso a sus cometidos. Serafín ordena al payaso Pepo que atienda la taquilla en la función de esta tarde y que esta vez no se guarde nada en sus holgados bolsillos. Asiente y se va dando bocinazos con los pies. La trapecista recoge las palomitas salpicadas de negra sangre, echa un cubo de agua jabonosa encima y empieza a fregar con ganas. Como si no hubiese pasado nada. No entiendo como el resto del personal circense puede estar tan tranquilo. ¡Acaban de matar a uno de los nuestros!

    —Recogedlo todo, el espectáculo debe continuar. Aquí no ha pasado nada —exclama el maestro de pistas, mientras ordena al resto de los curiosos que se empiezan a amontonar para que se vayan a sus tareas.

    Sin dar crédito a mis ojos, me retiro indignado a mis tareas. Hablaré con el jefe de pistas tras la función. No debí aceptar el trabajo hace algunos meses. Todo mi instinto me gritaba que algo raro se cocía bajo la carpa. Incluso al cerrar mi contrato con un apretón de manos, mi ser me seguía implorando que debía irme. Huir. ¿Pero a dónde?

    —Sufro de amnesia temporal. No recuerdo nada con una antigüedad mayor de una semana. Mi cuerpo recuerda necesidades básicas; hambre, orinar, dormir. O habilidades tales como conducir, hablar, pero no recuerda hechos… nada, como si mi vida empezara, se reseteará de nuevo cada lunes. Estoy al tanto de que estoy enfermo, por la nota que guardo en mi monedero. Fui honesto con el maestro de ceremonias.

    —Estoy enfermo, no recuerdo nada de mi vida. Pero soy una buena persona. Sólo quiero ser útil, trabajar, un techo bajo mi cabeza y una cama caliente por la noches. 

    —Aquí todos estamos enfermos —confiesa el Serafín. —Eres uno de los nuestros. Estás descarriado, pero aquí es donde perteneces. La mayor atracción de nuestro circo Broncalli es Gloria, la trapecista y su show sin red. Es anoréxica desde los 12 años. Pepo, nuestro payaso sin gracia alguna, es cleptómano. A Hans, el forzudo calvo, tiene ataques de ira, rompe cosas y es un mentiroso compulsivo. ¿Yo? Tengo un muy serio problema con las bebidas blancas. Los demás integrantes tienen sus defectos igualmente pero no te los voy a enumerar el primer día. Eres bienvenido. Cumple con tu trabajo, no dejes que tu demonio interior te someta y aquí tendrás la vida que te mereces. O lo más parecido posible.

    Y así fue hasta el desgraciado día de hoy. Montábamos el circo para el fin de semana con el escaso éxito habitual, desmontábamos el lunes y nos dirigíamos al siguiente pueblo. Nadie viene a vernos. No me extraña. Las atracciones son aburridas, las instalaciones viejas, la publicidad inexistente y la entrada prohibitiva. Algunas veces pienso que el circo está maldito. Que una barrera invisible impide que nos visiten. Ubicarlo a las afueras del pueblo, de difícil acceso, es una falta de visión comercial terrible. ¿Quién nos iba a visitar estando tan alejados?

    —¡Tonterías! —me repite Serafín una y otra vez —El que realmente quiere venir, dónde estemos o el aspecto le será indiferente. El atractivo del circo Broncalli no es de este mundo.

    Yo estaba encargado de ayudar con las tareas de montaje de la carpa principal. El resto de las atracciones se montaban tal cual como estaban en los camiones, entre ellas el laberinto de espejos, una atracción que nunca llegue a ver abierta al público. Me siento extrañamente seducido por el laberinto. No lo acabo de entender, máxime cuando mi propio cuerpo me asquea tantísimo.

    La disposición del resto de las atracciones era siempre la misma. En el centro, la pista principal, a la derecha, la atracción del Laberinto de espejos. A la izquierda el puesto de horrendos peluches y baratijas. Algo más abajo, más cercanos, dos cabañas, la atracción de reptiles y el puesto de tiro a algo parecido a un pato. En la parte superior estaban los vagones del personal.

    Tras la función, que ha sido un desastre descomunal sin visitantes de nuevo, me dirijo al vagón de Serafín en busca de respuestas.


    Llamo a la puerta y sin esperar respuesta, entro en el vagón del Maestro de ceremonias como un ciclón. El habitáculo está en penumbra y solo la exigua luz rojiza alumbra la estancia. Una habitación desordenada, llena de botellas vacías y libros amontonados en idiomas olvidados en vencidas estanterías. Toda la estancia desprende un olor amargo leñoso que me provoca arcadas. Abatido, caído de espaldas está Serafín Gallardo. Viste una raída amarillenta camiseta sin mangas salpicada de manchas de sudor. Su chaqueta cuidadosamente doblada encima de una butaca a su diestra parece respirar. Acompaña al jefe de pistas, una botella de Vodka a medio terminar sobre la mesa. Sin mostrar sorpresa alguna, alza la vista y esgrime una media sonrisa. Parece agotado, como si soportara todo el peso del universo sobre sus espaldas. Baja la vista desinteresado, se termina de un sorbo su vaso y me empuja con dos dedos un vaso.

    —Quieres saber lo que esconde el laberinto de espejos... lo sé. Pero no tengo una respuesta que te valga. Si quieres saber sus secretos, debes ir, pero te arrepentirás, Samuel. Nadie de nosotros entra si no es absolutamente necesario. —termina su bebida —Olvídalo. Te estoy dando un buen consejo. Ahí sólo reside el dolor.

    —¿Qué escondéis dentro que tanto te asusta? —le interrogo autoritario. Rechazo su vaso. Lo recoge y se lo bebe de un trago.

    —Espejos. Algunos solo son eso... espejos. En cambios, otros muestran tu verdadero ser. Algunos tan sólo deforman tu figura y la ridiculizan. Otros se atreven con el futuro. Algunos confiesan tu pasado. Cada vez es distinto. El laberinto está vivo.

    —¿Por qué habéis llevado el cadáver de Patricia dentro?

    —Ella vive ahí ahora, es donde tiene que estar. Vete, quédate o entra... me da igual. Te he advertido, pero nunca has sido de escuchar, así que haz lo que te dé la gana.

    Enrabietado golpeo la mesa, y me marcho dando un portazo. Maldito viejo insolente. Entraré en el laberinto de espejos. Lo tengo decidido. Necesito saber. Me giro sobre mis pasos para maldecir al anciano. Le veo recortado de pie a la puerta de su vagón, aferrado a la botella como si se tratase del último salvavidas a la cordura. La iluminación rojiza del interior arroja una sombra a mis pies que no es humana. Ha empezado a llover.

    Los apenas cincuenta metros que separan el vagón del jefe de pistas del laberinto de espejos se hacen eternos. La fuerte lluvia azota mi cara. Cada paso es una agonía, mi estómago amaga con vomitar a cada paso que me acerco, pero estoy decidido a desentrañar los secretos de este circo. La puerta cerrada de madera de la cabaña con la cara de un demonio de fauces abiertas cede sorprendentemente tras un fuente empujón y cae como una lápida al suelo. La cara partida y desfigurada del demonio me mira intrigado. Estoy dentro.

    Tras un estrecho pasillo, una sala en penumbra llena de espejos me espera desafiante. Truenos cada vez más cercanos retumban como cañonazos en la sala y el eco los duplica repetidas veces por el habitáculo. Los espejos parecen inquietos y moverse. Un relámpago ilumina el espejo frente mía y lo que acontece en su interior me hiela la sangre.

    Encadenado a un poste, un ser deforme es azotado con un látigo por un ángel de amplias alas negras. Las risotadas estruendosas del verdugo ocultan los ensordecedores gritos de la víctima. Unas alas arrancadas de plumas ensangrentadas yacen en el suelo. En la lejanía, una torre de marfil se recorta en un lago de llamas. Aplauden cada latigazo una multitud de diablos enloquecidos que se empujan y muerden unos a otros. Conozco a la víctima, pero no consigo reconocer su rostro. Desvío asqueado la mirada del espejo. Un espejo algo más pequeño, pero ampliamente adornado atrapa de nuevo mi atención.

    Otro ser alado en cuclillas acaba de huir por una especie de portal. Se levanta lentamente, se despoja de su armadura dorada y me muestra su rostro. Doy un paso atrás. Es el mío. No entiendo nada. ¿Qué está pasando? Las yemas de mis dedos ansían acariciar la superficie acuosa del espejo. Extiendo mi mano y una voz tras mía, la voz del maestro de pista interrumpe mi incontenible deseo.

    —Ahora ya sabes quién eres en realidad, Samuel, ¿o debería llamarte por tu verdadero nombre, Shamsiel, hermano mío?

    Una sonrisa asoma a mis labios al oír mi verdadero nombre. Mi verdadero ser emerge y engulle la personalidad de mi carcasa de carne, la que protegía mi secreto, la que ocultaba mi ser. Me giro y afirmo con orgullo que soy el ángel Shamsiel. Ahora lo recuerdo todo. Mi llegada tras el portal tras la expulsión de los cielos por el ángel Miguel, la misión que me fue encomendada y que aún no he podido cumplir. Recuerdo tantas cosas... pero no recuerdo haber asesinado a Patricia.

    La voz de Patricia junto al maestro de pista me confirma el engaño, cubriendo la única salida de la sala junto a los miembros más notorios del circo Broncalli. El llamado núcleo duro... el gordo forzudo calvo, el payaso sin gracia y a la enclenque trapecista. Como una bofetada, reconozco su repugnante olor de repente… el olor a la planta angelica archangelica, el olor de los ángeles descrito por la maldita Santa Teresa de Ávila. Que estúpido fui al no reconocerlo en el habitáculo de Serafín Gallardo.

    —Os hemos estado cazando, Shamsiel. A ti y los otros díscolos. Ya quedáis pocos de los expulsados. Nos hemos estado desplazando por este mundo de simios calvos bajo el engaño de un circo ambulante. Ya quedáis pocos libres. Arakiel fue cazado en Berlín, Tamiel en Sao Paulo, Yekun escondido en una cueva de la India. Tu soberbia y tu curiosidad inmortal te ha hecho entrar en el laberinto. Mi simulada muerte fue solo una parte de la trampa para servir de acicate y despertar tu curiosidad. Te preguntarás por qué no te hemos detenido antes… La respuesta es simple. No podíamos. Aún siendo todo el circo una prisión en forma de pentagrama, debías entrar por voluntad propia en el círculo sagrado de contención que se encuentra delineado bajo el laberinto. Y no podemos retenerte a no ser que admitieras tu verdadero nombre ante los tuyos. Sabes que no podemos matarte, tampoco pudimos hacerlo en el pasado. A los ángeles no se nos permite matarnos entre nuestros. Es la ley de Dios. No nuestro cometido nunca fue mataros sino llevaros de vuelta al infierno. Con los demás indignos por apartarse de la luz de nuestro señor. A pesar de las señales que tu ser no paraba de enviarte, tu rebeldía ha sido nuevamente tu debilidad. Serafín fue muy inteligente al alimentar tu curiosidad. Ahora paga el precio de tu osadía, el de tus pecados, hermano y regresa con tu verdadero amo.

    Los ángeles levantan al unísono el brazo y una fuerte corriente me empuja hacia el portal tras mía y lo atravieso de espaldas. Cuando me incorporo, en las ardientes arenas del infierno, veo cerrarse el portal frente mía con un destello. El calor es insoportable. Me giro dirección a la torre y veo una andanada de deformes diablos con cuernos acercarse a mí agitando unas cadenas de acero.

    El espejo que tanto me aterrorizó antes, mostraba el futuro… el mío.

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Gustave Doré - Miguel expulsa a los ángeles caídos


Enigma - Amen


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Comentarios

  1. Muy chulo, porque además me aterran los espejos. Shamsiel despierta mi curiosidad. Buen personaje para ser protagonista de una historia más larga.

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    1. ¡Gracias Mariola! Estoy deseando leer el tuyo que será (sin duda alguna) espectacular :)

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