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Pokémons a Go Gó (Especial Halloween 2022) Basado en un relato de Alberto Jiménez



    Víctor y Berto eran buenos amigos.

    Vivían en un pueblo llamado La Caudilla. Uno de esos pueblos rodeados de un insoportable secarral que sus padres insistían en llamar campo. Con un calor insoportable que rozaba todos los días los 45º. Y a la sombra.

    Casi a la fuerza eran grandes amigos. Y nunca mejor dicho. Hasta que no se brearon a base de bien con unos garrotes, imitando el famoso cuadro de Goya, no pararon.

    Cómo eran los únicos chicos de 11 años de todo el pueblo se hicieron amigos. A ver, a la fuerza ahorcan. Bueno, realmente tampoco tenían 11 años, unos pocos más. Casi 10 más. Pero mentalmente, según sus padres, se habían quedao estancaos en los once.

    Pero si había algo que les gustara más que saltarse los dientes era su afición a Pokémon Go. La realidad aumentada del juego situaba los personajes del videojuego por toda la geografía del planeta. Sí, había más vida fuera de la sartén donde vivían.

    En teoría, los dibujitos de las pelotas podían aparecer en la imagen real de la pantalla, interactuando con objetos reales. Se pasaban todo el día juntos tratando de encontrar alguno de esos en las inmediaciones de aquel páramo en el que vivían. Sin embargo, los creadores del juego, maldita sea su estampa, hijos de mil chacales, parecían haber olvidado su lugar de residencia.

    Antes de los excepcionales y horrorosos sucesos de aquella tarde, que ya os contaré ahora, so ansiosos, ya estaban hablando de irse a llenar el buche cada uno a su respectiva casa. Tenían el mal hábito, entre otros, de comer mucho, con la boca abierta y llegar tarde a la cena.

    Tampoco era anormal. Ninguno de ellos poseía reloj y se basaban para saber la hora en un sistema muy fiable que era cuando dejaban de verle las pelotas al burro Lucio.

    El mejor sitio para coger la pobre señal de internet que llegaba a la localidad era sobre el campo de cebollas del padre de Berto. O ir hasta la biblioteca. Lo que pasa es que había que registrarse con una clave y eso ya era mucho para sus conocimientos. También corría la leyenda entre los del pueblo que si te acercabas mucho al conocimiento, un libro por ejemplo, te salían verrugas.

    Además el padre de Berto, Fulgencio, decía que esa señal no era buena, que sólo te descargabas porno sin querer. Quese te metía los videos cochinos en el móvil como el frío por las noches. O al menos eso le dijo a su madre cuando le pilló viendo fotos picantes subiditas de tono. Un mes estuvo el padre durmiendo con el perro en el pajar. Sin manta y sin wifi.

    Total, sentados sobre una incómoda piedra, al borde de un terraplén miraban como el astro rey se perdía en el horizonte. Vamos, un rollo macabeo. Para distraerse, aparte de tirarle unas piedras a los despistados conejos, se pasaban las horas muertas viendo partidas de otros jugadores, repasando de memoria la interminable lista de personajes que nunca capturarían con sus bolas Pokémon.

    Víctor, aburrido, alternaba su partida con video de gatos que se asustaban por la presencia de un pepino.

    Frente a ellos solo estaba el campo de cebollas que se extendía hasta la carretera comarcal. Una de esas que como fueras un poco deprisa conduciendo, te dejabas los bajos con el coche y los dientes en el volante. Al otro lado se erguía un pequeño bosque de famélicos robles quemados en la última trastada, no confesada, de los chiquillos, flanqueando las paredes del viejo cementerio.

    El camposanto tenía una historia curiosa. En su centro se hallaba la tumba de una noble, una condesa, que por mal de amores y despechada se había ahorcado en un árbol cercano. Realmente, se había ahorcado en otro, pero el exagerado peso de la paisana, cosas que pasan por comer todos los días marisco y comida ultraprocesada, lo había reventado y tuvo que tirar la soga en otro. Casi lo arranca de cuajo al pobre roble pero aguanto como un campeón.

    El objeto de sus anhelos, Casimero, un vivaracho muchacho y pastor, no le duró mucho la pena y se fugó con el dinero de la noble y con Pepita, la cigarrera.

    Cogieron el Rolls Royce de la condesa y a toda mecha marcharon por la carretera en pos de exóticos lugares para hacerse el amor y fundirse la fortuna de la noble.

    ¿Os he dicho ya que la carretera era mala de solemnidad? Pues eso, la rueda del coche se metió en un bache y salieron los dos disparados por el parabrisas.

    Ella falleció al instante y él aguantó un poco más, lo justo para que se le apareciera el ánima de la oronda condesa y se lo llevara al infierno. O eso dice el cura, Don Tomás.

    Víctor enfocó su móvil hacia el campo como hábito inútil. Para su sorpresa, un Yamask, un Pokémon fantasma, cruzó la pantalla.

—Mira, me cagüen en tó. El ánima de la condesa o del Casimiro. Ahí está.

La cara de Víctor era un poema épico digno de Lord Byron.

    —Ahora sí que está claro que te has vuelto loco. No puede ser —dijo Berto tratando de aparecer descreído.

    No obstante, manteniendo su cara de póquer, encendió la cámara para buscarlo él también.

    Víctor movía frenéticamente la cámara barriendo todo el campo que había ante él. Sudó pensando que había sido una imaginación suya. Esa tensión hizo que le sangrara la nariz. Ambos se miraron entre sí con una de esas sonrisas tan amplias que te hacen cerrar los ojos: allí estaba el Yamask. El Casimiro. Sin duda alguna. O la condesa. O la cigarrera. ¡Yo qué se! Nah, era el Casimiro.

    Los dos lo tenían en sus pantallas. Se lanzaron a por su objetivo atravesando los surcos de aquel campo sin poner miramientos de donde pisaban. Es curioso que cuando vas corriendo por el campo sin mirar, de cada tres pasos, pises tres boñigas. Según fueron avanzando, otros Pokémon fantasma, tipo Drifloon, Litwick y Phantump; aparecieron entre ellos. O sea, entre otros, aparecieron la condesa, la pobre cigarrera, el fantasma de la ITV no pasada del Rolls Royce, sus ganas de estudiar y un sinfín de chorradas.

    Se pusieron a capturar aquellos Pokémon con envidiable destreza. Al tiempo que destrozaban el campo de cebollas, sin mirar donde pisaban.

    Víctor atrapaba tantos Pokémon fantasmas como ratas que surgían con profusión.

    —¿Cuántos llevas?  —le preguntó Berto.

    —54 Pokémon, 11 ratas y casi todo un batallón de la guerra civil de la batalla del Ebro —respondió Víctor deslizando frenético el dedo por la pantalla.

    —¿Un batallón? ¡Yo he capturado a un grupo entero de carlistas renegados del siglo XIX! ¡Y los conejos no cuentan, tonto del haba!

    Allí, al lado del bosquecillo, estaba la tapia del cementerio. Surgiendo del suelo, un cuerpo pugnaba por escapar de su cárcel de tierra. Arrastrándose surgió la figura de un hombre. ¿Era Jacinto, el mendigo oficial, y borrachín, del pueblo? Meh, era un zombie corriente. Una chaquetilla azul, una gorra roja y blanca… Volvieron a mirarse entre ellos con cara de extrañeza. Con la complicidad que da haberse partido la cara varias veces entre ellos, sabían perfectamente que era el famoso entrenador Pokémon Ash. Saliendo de la tumba ante sus ojos. ¡Qué fuerte, machu pichu!

    La figura no se distinguía bien a causa de la penumbra que se estaba apoderando del paraje. Las sombras envolvían la figura que se acercó hasta la mitad de la carretera. Con movimientos erráticos volvió hacia la pared. Estaba como desorientado preguntando si seguía en Japón o en una Pokeparada. ¿Seguro que no era Jacinto?


    Aquello no era algo que pudieran dejar pasar. Podía ser la puerta para conseguir todos los personajes con un golpe maestro. El juego se había vuelto loco y, una inmerecida sequía, había dado paso a una inesperada lluvia que regalaba sus terminales con infinitas posibilidades.

    Se acercaron con precaución porque debían cruzar la carretera y vieron otra cosa que no esperaban. El Yamask Casimiro, aquel Pokémon fantasma que fue el primero que cruzó la pantalla de Víctor, estaba hablando con el Ash flaco y sucio que había salido de la tierra. Ash estaba hecho un cromo. Sin dientes, con la gorra caída, con cuatro pelos a los lados y hecho un Jacinto. Es lo que tiene llevar una vida de excesos. Seguro que era por culpa del vino. Los borrachos por el vil líquido rojo tenían la misma mirada perdida. Eso también decía el cura Tomás mientras les sermoneaba con la mirada perdida.

    Los dos personajes del juego les estaban mirando, hablando sobre ellos. «¿Eso era posible?» Les estaban esperando al otro lado de la carretera, sin tratar de huir como conejos. Era como si quisieran ser capturados. Aquel decrépito Maestro Pokémon bajó los ojos a lo que parecía su terminal e intentó escribir algo. Tarea difícil ya que se le iban rompiendo los dedos putrefactos al hacerlo.

    —Víctor, machote— el mensaje del Maestro apareció en el terminal de Víctor —nadie ha conseguido nunca un Yamask. ¿Quieres ser tú el primero? ¿O eres un cobarde, gallina, capitán de las sardinas?

    Víctor miró la espalda de su amigo que lanzaba continuamente la bola capturando sin parar a más fantasmas. Un poeta, dos doncellas, el alma de un perro cojo… Estaba desatado.

    —Claro que quiero —respondió Víctor en su móvil —¿Qué hay que hacer?

    Ash asintió mostrando el destrozo que tenía por boca.

    Víctor, sin mediar palabra, golpeó a su amigo con una piedra en la cabeza.

    Al pobre Berto sólo le dio tiempo a decir algo parecido a “Epáaaaaa, mis muertos, me cago en tu estampa, qué haces gilipollas”.

    Y así estuvo maldiciendo 10 minutos antes de caer muerto con el móvil en la mano. La verdad es que tardó bastante en fenecer el muy desconsiderado.

    Berto mientras tanto se pelaba una naranja sentado en una piedra.

    Tras exhalar su último aliento su amigo del alma, le levantó la camiseta y grabó el nombre de Yamask con la navaja en la carne de la espalda. Una navaja que siempre portaba consigo para mutilar árboles con su nombre y sus horribles dibujos.

    —Eso es —dijo Ash. Esa es la única forma de conseguir a éste Pokémon. Lo has conseguido Víctor. Bien hecho.

    Víctor estaba contento. Había grabado la partida. La subiría a YouTube, a Instagram y a OnlyFans y tendría miles, quizá cientos de miles de visitas.

    —Ven —le invitó acercarse Ash con la mano. ¿Quieres que te enseñe otros truquitos?

    Víctor se acercó hasta donde estaba el Maestro Pokémon y mendigo desarropado por excelencia: Ash. La mirada de éste era torcida. También le faltaba un ojo.

    Seguía con la mano extendida hacía él. Un rumor creciente inundaba su oído izquierdo. Miró su propio móvil en la mano, apuntando al suelo. El rumor tornó en un chirrido que se acercaba a él. Pero no miró, lo que observó es que el Maestro no estaba en la pantalla, estaba frente a él. Volvió la vista para ver el cuerpo de su amigo y se encontró con un coche que conducía demasiado rápido en aquella carretera sin luces. Sí, esa, la de los baches.

    —¡Que me mato, jodeeeeeeer!

Licencia de Creative Commons
Pokémons a Go Gó by Klaus Fernández is licensed under a Creative Commons Reconocimiento 4.0 Internacional License.

Gracias especiales a Beto por prestarme su relato para hacer mi versión. Espera un momento... todavía no lo sabe.😁

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Comentarios

  1. Recomiendo leerse el excelente relato en el que basa mi parodia/homenaje/fusilamiento del amigo Alberto. Sólo así podrás apreciar los excelentes matices del mío. 😁

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  2. ¡Me he reído muchísimo! ¡No hay mayor honor que Klaus te fusile un relato! :) Seguro que lo hace pelándose una naranja sentado en una piedra.

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