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Misa del gallo (Especial Navidad 2022)


Mi propuesta para escuchar mientras lees.

La pobreza de Amadeo le hacía leer prensa atrasada ante un vaso de agua y una taza de chocolate que estiraba durante horas sentado en la taberna. Estaba hojeando un ejemplar antiguo de Las provincias, del que había eliminado la portada con la ceremonia de coronación del pipiolo Alfonso XIII. No quería que nadie le reconociese leyendo periódicos recogidos de la calle.

Allí se encontró con un curioso obituario. El artículo narraba sucesos muy anteriores al propio periódico. Ponían como ejemplo de crímenes sin resolver el de un tal Baldomero Sierpes. Aquí, en el apellido del difunto, estaba la chispa que movió su curiosidad, ya que este nada común patronímico era compartido por un sobrino suyo. El muchacho ahora se encontraba recluido en un orfanato.

Baldomero Sierpes llegó a ser el antiguo vicario de la iglesia de Alfilejo, como tal había muerto de manera violenta alrededor de un siglo antes, quizá asesinado por alguien. El caso que quedó sin esclarecer. La cuestión es que, el periódico, se había hecho eco de aquella antigua noticia por la aparición de una caja jamás abierta desde 1834.

Unas obras en dicha iglesia habían sacado a la luz la caja. Ésta le fue entregada sin abrir a su hermana Consolación, que aún vivía en la localidad de Alfilejo. El periódico, que encontraba en la noticia un jugoso misterio con el que alimentar a sus lectores, trataba de poner en entredicho la voluntad de la vieja solterona por esclarecer la verdadera causa de la muerte del vicario. Aludían a que nadie se haría cargo de las últimas voluntades que podrían estar en la caja. Por la importancia de la figura del vicario, esos documentos podrían afectar al propio templo e incluso al ayuntamiento. Por tanto, no solo podría haber papeles privados sino otros que afectaran al ámbito público. Incluso insinuaban la implicación de la muerte de su hermano en el empeño de ocultar el contenido.

Amadeo, un ilustrado, fue aguijoneado por una avaricia tan pobre en fundamento como sus arcas. Sacó dos conclusiones: que algún plumilla quería vender más artículos y que, en las últimas voluntades, podría estar su sobrino. La caja era la herencia de un hombre sin descendencia conocida. «¡Claro que su hermana no quiere abrir la caja! Pero no porque estuviera implicada en su muerte. Sino porque en ella está la seguridad económica de esa vieja bruja». A buen seguro, habría dejado una buena cantidad de dinero tras su fallecimiento.

En su momento le postularon como tutor de aquel niño. Eludió la responsabilidad de tenerlo bajo su custodia alegando a sí mismo una justificada falta de fondos para mantenerlo. Lo cierto es que nunca llegó a realizar el rechazo formal. Las autoridades habían tenido que actuar de oficio ante la incomparecencia del tutor designado. También era cierto que no albergaba ningún afecto por un sobrino lejano al que apenas había visto.

Eso, y que nadie le esperaba por Navidad, le hizo tomar la determinación de viajar a aquel pueblo. La llegada al lugar no pudo ser más desagradable. Algunas de las casas se veían derruidas, sin embargo, se sorprendió al comprobar que aún estaban habitadas por familias al completo que entraban y salían de lo que a él solo le parecían escombros. Un perro muerto yacía destripado sobre la calle sin que nadie se hiciera cargo de él. El arriero del carruaje en el que viajaba ni siquiera trató de esquivarlo. El sonido de la rueda sobre el cadáver del animal se le hizo tan insoportable que apuñaló sus vacías tripas.

Con la tartana que le había traído al pueblo se iba el último vestigio de civilización de aquel sitio. Amadeo sintió una gran soledad. La sensación de haber desembarcado en un país extranjero frío, estéril e inhóspito. Las miradas de los pocos vecinos que deambulaban por la calle a esa hora eran de desconfianza hostil. Unos niños jugaban a lanzarse piedras sin que ningún adulto les pusiera freno. Todos estaban sucios y mostraban cardenales y chichones de pedradas recibidas en batallas anteriores. Le llamó la atención que uno de ellos solo llevase un zapato. El resto iban descalzos.

Las dos primeras personas con las que intentó hablar hicieron como si no existiera. Cuando consiguió hacer hablar a un individuo apenas comprendió sus palabras. Se convenció de que aquellas gentes no hablaban su misma lengua.

El acento le resultaba confuso, cortaban las palabras al terminar, tenían significados ocultos que él supuso localismos y, lo peor era lo parcos que resultaban en la conversación. Todo ello no contribuyó a facilitarle la tarea de localizar el hogar de la mujer que custodiaba la caja. Por fin tropezó con un hombre que supo orientar sus pasos. Le entregó unas monedas a cambio de la información. El hombre mostró a las claras con su mirada que aquel pago era una ofensa. No obstante, se guardó el dinero y se dio la vuelta, dándole la espalda de inmediato.

Amadeo se arrepintió de haberse desprendido de aquellas monedas, pues podía haber deducido por lógica que la casa donde vivía la hermana del antiguo vicario estaba adosada a la iglesia. El edificio tenía un visible abandono. Era más el teatro de batalla de la eterna contienda entre ratas y gatos que un lugar habitable.

Un criado le hizo pasar hasta el salón donde le esperaba la hermana solterona. Una mujer de edad indeterminada que quizá fue hermosa en el pasado. Ahora se encontraba enferma y postrada. Una suntuosa chimenea era el manantial de todo el frío que vagaba por la casa. Mientras, la mujer ocultaba la mitad de su cuerpo bajo una mesa camilla. La viva imagen de la decadencia que no gasta ni para abrigarse en invierno.

Lo que él preveía iba a ser un duro encontronazo dialéctico se resolvió en una breve discusión con Consolación. La hermana, le confirmó que no tenía otro medio de subsistencia que las rentas del puesto de su hermano. La propiedad de aquella casa era de la Iglesia y los sirvientes trabajaban por comida y techo. Tenía miedo de que al abrir la caja su situación cambiara a peor. «Ante la duda, mejor no tocar nada». En opinión de Amadeo, cambiar a peor, era difícil. La diferencia de aquel hogar con los que había visto a la entrada de la población era que éste aún se encontraba en pie. El documento en el que se le requería como tutor de su sobrino bastó para justificar ser un miembro de la familia. «Esto es muy irregular. Lo suyo sería ponerlo en manos de abogados». La sutil y educada amenaza de acciones legales fue suficiente para tener acceso a la misteriosa caja.

Como ninguno de los dos se fiaba del otro, el momento de abrir la caja dio paso a una maratoniana sesión de vigilancia y lectura conjunta. Tras ordenar los diversos documentos de su interior, ambos concretaron el siguiente hilo de acontecimientos:

Baldomero Sierpes llegó a Alfilejo en el año 1820 junto a su hermana, y pronto pasó a ocupar el puesto que desempeñaría hasta el final de su vida después de que el cardenal Sampietro, su antecesor, muriera, tras varias semanas de agonía, al romperse varios huesos tras caerse por las escaleras del campanario de dicha iglesia.

Después de tres años como vicario, Baldomero decide, por fin, utilizar el escaño reservado para él en los oficios de la iglesia. Descubre que ese banco está tallado de una sola pieza alrededor del 1700 por un tal Jean Baptiste Rigaud. La cabeza de un jabalí corona el respaldo y los reposabrazos son dos lagartos estirados. Los colmillos de jabalí sobresalen de la pieza por lo que no puede recostarse. Los lagartos tienen una aleta dorsal y espinosa sobre el lomo. El asiento parece configurado para evitar el descanso de quien lo utilice.


Sin embargo, escribe que un día, tras varias horas de trabajo, encontró la postura para dormitar en su asiento. El vicario rozó la escultura del lagarto y siente el tacto queratinoso de las escamas, flexible, y un rápido movimiento, como si la criatura se estuviera girando para morderle.

Lagartos, sierpes o dragones, no son extraños en las iglesias católicas. La serpiente representa al mal. San Jorge matando al dragón es una representación muy común en cualquier lugar sagrado. Igualmente muchos de los pueblos españoles tienen alguna leyenda que cuenta con algún tipo de reptil que se lleva a los niños.

En el caso de Alfilejo, una leyenda cuenta una historia similar, una mezcla de todas ellas.

La hija de un caballero que se queda encerrada en una torre, castigada por los desmanes del padre que mató a su señor para quedarse con un título que no le correspondía. Desapariciones de niños, de mujeres que van a por agua y no vuelven, labradores perdidos tras una dura jornada de trabajo. Y las muertes y desapariciones se asocian a una mujer, mitad humana, mitad reptil, que puebla las noches más frías y oscuras del lugar. En este caso, sitúan a la criatura escondida en alguna cripta, bajo la iglesia.

El jabalí no tenía, en cambio, ningún sentido si no era por alguna historia local que el vicario desconocía.

Después de poner en orden y leer distintos manuscritos durante la noche, al codicioso Amadeo no le quedó más remedio que admitir que, si el muchacho del orfanato era su sobrino, Consolación, era algo así como una tía lejana. Por ello concedió celebrar la Nochebuena juntos.

A la mañana siguiente ambos se encontraron en el salón, dispuestos a continuar con la labor de poner orden en aquellos papeles. La propia Consolación admitía que desconocía la mayoría de los pormenores de aquellos diarios, cartas e informes. Hallazgos tan inquietantes como lo siguiente:

En uno de los armarios destinados a guardar los objetos de la liturgia hizo un hallazgo sorprendente. El vicario encontró la enorme cabeza de un jabalí albino. La cabeza había sido tratada y confeccionada para ser usada como un casco ceremonial. Tenía incluso unos engarces para unirse a una capa. Aquel elemento pagano en las dependencias de su predecesor mantuvo su cabeza llena de preocupaciones durante días. Ya que, además, encontró libros y documentos que ligaban la cabeza con oraciones y ritos de los que abominó de inmediato. Algunos de ellos estaban escritos por el mismo artesano francés que había tallado el escaño de vicario.

Semanas más tarde documenta que, movido por la curiosidad, colocó sobre su cabeza la del jabalí. Se contempló en un espejo y, a causa de esto, luchó con algún tipo de brote psicótico o perturbación mental que le llevó a estar más de un mes postrado en la cama, sufriendo vómitos y unas fiebres muy altas.

Consolación le confirmó esto último, ya que estuvo cuidando de su hermano durante ese tiempo. Aportó también que hablaba en sueños en un lenguaje desconocido. Y que cuando se le entendía solo decía desvaríos. Concluyó diciendo que no había que tener en cuenta nada de lo que hubiese escrito a partir de esa fecha, al igual que ella no pudo más que admitir con la mejor de las voluntades que su hermano había perdido la cabeza. Pocas cosas de las que dijo a partir de entonces tenían mucho sentido.

Después de esto, Consolación quiso excusarse diciendo que debía dar indicaciones al servicio para la cena de Nochebuena. Amadeo, viendo las ojeras de Consolación, se ofreció para supervisar los preparativos. Rememorar aquellos sucesos tan dolorosos la estaban dejando exhausta. Ésta, dándole las gracias, le ofreció el resto de documentos para que los revisara. Dejó en su mano recomponer lo que faltaba de la historia.

Cuando Amadeo volvió la vista atrás en la puerta para despedirse de la que ahora sabía era su tía lejana, la mujer ya se había dormido. Los documentos que quedaban por revisar eran notas inconexas, de una caligrafía débil y errática. Solo eran síntoma de una mente atormentada:

En las navidades del año de los acontecimientos que le llevaron a estar enfermo, anota en su diario, que el 1 de enero, escucha mientras duerme en su habitación una voz que le dice: «déjame desearte un Feliz Año Nuevo». En febrero, anota que alguien llama a su puerta y pregunta «¿Por qué no vuelve a leernos desde el escaño?» Pensando que es uno de sus feligreses, el religioso le responde que sí, pero al volver la cabeza no encuentra a nadie, ni a su alrededor ni en el pasillo. Señala que no dejaba de sentir presencias a su alrededor.

Cuando su amigo Sebastián le visita, le explica que su compañía es grata, pero que no aguanta la agitación que hay en la casa, especialmente que las sirvientas salgan a pasear por los pasillos después de medianoche, que oye cosas arrastrarse tras las paredes y los techos. También le confiesa que se arrepiente de haber pronunciado las letanías de aquellos libros impíos.

Tras dar las últimas indicaciones para la cena, uno de los sirvientes, que había suavizado el acento de la zona en el trato con la señora, le contó que el vicario ya no se repuso después de la enfermedad que le tuvo en cama tanto tiempo. Tras la convalecencia, en una noche de tormenta, él mismo encontró muerto al Vicario D. Baldomero. La causa oficial de la muerte fue un accidente provocado por la arruga de una alfombra que le hizo caer por las escaleras. Sin embargo, confesaba el sirviente, su cara estaba completamente desfigurada después de haber sido arañada con violencia.

—Todo debe estar listo para que hayamos terminado antes de medianoche, para asistir a misa —Amadeo quiso aclarar al ver que el sirviente empalidecía—. La misa vespertina de la vigilia de Navidad.

—Entiendo que el señor desconoce que la iglesia está desacralizada —quiso aclarar el hombre.

—¿Qué significa que está desacralizada?

—El lugar sagrado más cercano es la Ermita de Nuestra Señora de la Consolación —el sirviente dibujó una mueca por lo paradójico de la situación—, en el cerro, a las afueras del pueblo. La señora Consolación no puede desplazarse hasta esa ermita debido a sus dolencias. Hace años que no asiste a misa. La casa, al ser la residencia del vicario, siempre ha tenido acceso directo a la iglesia. Antes, la señora podía pasar directamente al templo pero, en su estado, y desde que aquí ya no se celebran oficios, no ha vuelto a asistir a uno.

Amadeo, turbado, no supo qué añadir a esa información. Dio unas pocas indicaciones más sobre la cena y se aseguró de que todo estaría listo para la hora indicada. De vuelta al salón encontró a su anfitriona, ya repuesta, ordenando algunos de los documentos que quedaban por organizar y anotando algo en los márgenes de un papel.

La mujer emitió una especie de gruñido a modo de saludo. Empujó hacia él dos libros de cuentas encuadernados.

—Echa un vistazo a esto mi querido sobrino —Consolación miró hacia otro lado como si tuviera que explicarse con otra persona—. ¡Ah! No creo que pueda acostumbrarme a llamarle así.

De inmediato, Amadeo revisó los libros de cuentas. Sus ojos se iluminaron con el brillo del oro cuando comenzó a realizar cuentas mentalmente. Allí estaban las listas de propiedades que se administraban desde la vicaría, las tierras que se arrendaban, los impuestos que se gestionaban por su mediación. Lo primero que se le pasó por la cabeza al llegar a este lugar era un pequeño tesoro compuesto de candelabros y alguna pátina de plata que tendría que vender a estraperlistas por un precio inferior a su valor real. Contaba con expoliar las joyas de alguna imagen donadas por cualquier difunta beata del pueblo.

De seguro que aquellas no eran unas cuentas fiables pero era algo mejor, muchísimo mejor, que lo que esperaba encontrar.

—¿Por qué me enseña esto ahora? —preguntó Amadeo suspicaz.

—Alguien ha de retomar el legado de mi hermano y nadie mejor que alguien de la familia para hacerlo, ¿no? Sus creencias lo estropearon todo.

—¿A qué se refiere? —Amadeo prefirió no especular, sospechaba que algo más le ocultaban.

—Ya has visto como está este lugar, sin la mano de un hombre todo se desmorona a mi alrededor. La casa, la misma iglesia. Una vez muerto mi hermano, la gente dejó de venir. Se perdieron los feligreses. Sus posesiones, su legado, sus libros… Todo quedará para ti y ese sobrino tuyo al que todavía no conozco pero al que ya quiero. Eso es lo que necesito, un niño corriendo por estas habitaciones. Algo de alegría que compense el polvo y la decadencia de la que sé que yo misma soy parte.

»Eso es lo único que te pido a cambio de guiarte sobre dónde se encuentran las riquezas que se han ido acumulando con los años. Este pueblo y esta iglesia yacen olvidados por el resto del mundo. Solo te pido eso, que vengáis ambos a vivir aquí. Ponte al cargo de los servicios. Volverá a entrar el dinero, mandarán a algún cura al que será fácil manipular para que se centre en los temas religiosos. Necesito volver a sentir algo de vida a mi alrededor o me consumiré aún más del estado en el que ya me ves.

Amadeo contempló la posibilidad. Evaluó que a la señora no le quedaban muchos años de vida según el estado en que se encontraba. Una vez muerta no se sentiría obligado a continuar en aquel lugar. Sería una vida acomodada durante unos pocos años en aquel lóbrego sitio y, después, recogería las ganancias. Vendería todo y viviría a lo grande en su propia ciudad. Pensando a largo plazo sería el negocio de su vida.

Ese breve monólogo volvió a consumir la poca energía que le restaba a Consolación. Pareció aletargarse tras aquellas palabras. Sin embargo, rescató fuerzas de reserva para agarrar las notas que había tomado y llevárselas al pecho.

—Júralo. Jura que te harás cargo de todo —su mirada penetrante paralizó a Amadeo— y que risas infantiles volverán a llenar el eco de estas paredes. Tienes que traer al muchacho con su familia.

—Lo juro —dijo Amadeo convencido, pues su mente ya había sido infectada por fantasías de grandeza o, al menos, de mayor comodidad en su vida.

—Has jurado —los ojos se le abrieron con una mezcla de sorpresa y esperanza—. Toma las llaves. Llega entonces hasta el facistol frente al escaño del vicario. Allí se encuentra el libro con las instrucciones que has de seguir para conseguir la riqueza que se oculta en lo más profundo.

La vieja Consolación se desmayó por el esfuerzo y la emoción. La cabeza quedó colgando y, de no ser por el pequeño vaivén de la respiración, se diría que había muerto en ese mismo momento. De hecho, Amadeo sintió un escalofrío al recoger los papeles arrugados que la mujer sostenía contra su pecho. El calor había abandonado su cuerpo. La mano que sostenía las indicaciones de la fortuna era toda huesos, estaba fría y húmeda como el fondo de un pozo, y sus afiladas uñas habían penetrado el papel.

Amadeo alisó los papeles arrugados. Siguió las indicaciones que había dibujado sobre el papel, sabiendo que ella no podría acompañarle hasta la iglesia, postrada como estaba en aquel sillón, bajo las mantas que la cubrían y que no eran capaces de calentar ese cuerpo tan yermo, seco y encogido como el paisaje que le había traído hasta esta población.

Atravesó pasillos desiertos y un patio donde agonizaban varios árboles. Sus ramas desnudas eran la única sombra de una fuente con agua estancada de lluvia. Supuso que ésta alimentaba las zarzas que, como única vegetación, sujetaba sus paredes.

A la luz del patio confirmó lo que su reciente tía le había dicho. Hasta que no se designara un nuevo vicario, los herederos del antiguo, tenían potestad de administrar las propiedades y bienes de todo tipo que la Iglesia tuviera adjudicados. Viendo el listado se sintió como un gran potentado.

La siguiente puerta ya le dio acceso a la iglesia. Parte de la cúpula central se había caído y había quebrado los bancos de madera. Allá donde mirase, los frescos pintados sobre el yeso se desmoronaban.

Localizó un suntuoso coro de escaños tallados en una madera oscura en la mitad del templo. El conjunto se encontraba cerrado por unas rejas que una de las llaves abrió sin problemas. En medio de los escaños estaba el asiento destinado al vicario. Aquel relatado en los documentos, con las mismas figuras talladas que había descrito: el jabalí central y los lagartos como reposabrazos. Llegó hasta el facistol que sostenía el enorme libro. Un mueble excesivo, que servía como atril de los misales, era el que sostenía el libro con las instrucciones que debía leer.

Para Amadeo era una locura. Había vuelto a leer los documentos que había casi arrancado de las manos de una mujer moribunda. Las riquezas materiales de la iglesia que estarían a su disposición eran considerables. Sin embargo, todo ello estaba sujeto a representar un papel ridículo.

El pie del facistol servía como un pequeño armario bajo el atril. Allí estaba la cabeza del jabalí albino. La sacó de su tabernáculo, y la dejó sobre el libro de ritos, mirándola con curiosidad.

—Adelante. Ponte la cabeza del jabalí y pronuncia las palabras.

Las palabras, dichas en la quietud del templo, sobresaltaron a Amadeo que se protegió por instinto detrás del mueble.

—¿Quién es? ¿Quién está ahí? —Amadeo trató de sonar firme sin conseguirlo—. ¿Es usted, doña Consolación?

Escuchó como algo se arrastraba alrededor del espacio destinado a los asientos. Una sombra se deslizó por el rabillo del ojo.

—Amadeo, hazlo. Asume la responsabilidad. Lee las palabras.

La voz podía venir de cualquier parte. Amadeo miró incluso hacia el techo y entre las rejas que le separaban de la nave central donde una criatura se arrastraba y le llamaba por su nombre. Miró las llaves que aún pendían de la cerradura de la reja, corrió hasta la puerta y se encerró dentro.

—¡Socorro! —elevó ya la voz Amadeo— ¿Hay alguien?

Pensó que nadie sabía que estaba en el interior de la iglesia. Solo Doña Consolación al entregarle las llaves. La mujer a la que había dejado medio inconsciente y fría… Como muerta. «No. Todavía respiraba cuando la dejé». Ningún sirviente le había visto salir de la casa por esos pasillos que ya nadie usaba. La presencia que se arrastraba a su alrededor no dejaba de acecharle.

—No tienes que temer nada de mí —dijo la voz, esta vez claramente de mujer.

—¿Quién es? ¿Doña Consolación?

—Casi —una figura femenina se protegía tras una columna—, soy su hija.

—¿Su hija? Pensé que no había nadie más… en la familia.

—Escúchame —la hija de Consolación seguía oculta tras la columna y las sombras—. Tienes que usar el casco ceremonial, recitar las palabras y todo volverá a ser como antes.

—Pero, el vicario, tu tío… Él se volvió loco cuando usó este instrumento.

—Porque él era estúpido. Porque sus ideas religiosas le impidieron ver el poder que se estaba poniendo en sus manos. Era un hombre débil, atormentado por sus pecados. Era quien se desterró a este erial, avergonzado de sí mismo. Además de mi tío, era mi padre.

»Tú no eres él —continuó ella aprovechando el silencio conmocionado de Amadeo—. Esta noche, mientras dormías, hemos podido ver dentro de ti. Eres egoísta, despiadado, ambicioso, la misericordia no frenará tus actos. Tú eres la persona indicada para subir al púlpito, leer las palabras y volver a enraizarnos con ellas.

Amadeo, hipnotizado por aquella terrible confesión, cogió la cabeza de jabalí valorando si debía hacer caso a la misteriosa voz. «¿Tendré escrúpulos en tratar con esta gente? ¿Hombres de fe que yacen con sus hermanas? ¿Libros impíos? ¿No estará manchada con sus pecados cualquier moneda que roce mis manos?»

Pero él ya sabía la respuesta a estas preguntas. No había ido allí para encontrarse con la familia a la que no conocía, no fue a buscar justicia o un futuro a su sobrino. La mujer tras la columna, aunque le costara reconocerlo tenía razón. Había ido allí movido por la codicia y buscando su propio provecho. Estaba harto de la vergüenza de tener que acudir a comedores solidarios, a que le persiguiera el casero por sus continuos retrasos en el pago del alquiler, harto de las negativas a una colocación o un trabajo. Si lo único que tenía que hacer era colocarse un ridículo casco ceremonial y pronunciar unas cuantas frases… Entonces, ya tenían a su hombre.

Se sentó en el escaño destinado al vicario. Sintió la presión de los colmillos del jabalí en su espalda. Al ponerse el casco ceremonial sobre la cabeza algo brilló ante él. El interior del enrejado que protegía el coro en el que estaba sentado estaba plagado de salmos. Había decenas de palabras y frases que se iluminaban ante su visión. Estaba seguro que nadie más podía verlas.

Leyó en voz alta la frase que se sostenía sobre la puerta, firmada por el tal Rigaud en 1699: «Cum essem in silva sanguineo lavi. Nunc sum in ecclesia» ⸺Cuando me encontraba en el bosque en sangre fui bañado. Ahora estoy en la Iglesia⸺. Al decir estas palabras, cuyo significado en latín desconocía, las campanas del templo repicaron a misa. No le sorprendió porque tuvo la inequívoca sensación de que él mismo había provocado su tañido.

Las puertas de la nave central se abrieron. Momento que aprovechó la figura tras la columna para deslizarse entre las sombras y desaparecer. Por el rabillo del ojo le pareció que se arrastraba a una velocidad asombrosa.

Tímidamente la gente comenzó a entrar en la nave. El pueblo había acudido a la llamada de la iglesia. Volviendo a un ritual olvidado durante años ocuparon toda la nave central. Al igual que doña Consolación que apareció, visiblemente mejorada, en un balcón que daba al interior de la iglesia. Como si de un palco se tratara, aplaudía para sí misma como una niña pequeña viendo el lleno de la platea.

Porque aquello era mitad teatro, mitad liturgia. Una Misa del Gallo impía que no debería tener lugar. Amadeo, seguía recitando las frases que bailaban brillantes ante sus ojos, alternando con pasajes del libro situado ante él. La muchedumbre que, en principio había entrado de forma pacífica en la iglesia, ahora se agolpaba contra las rejas que lo rodeaban. La gente, en su fervor, se golpeaba para obtener los mejores sitios. Algunos se encaramaban a las rejas subidos sobre sus vecinos.

Sin embargo, Amadeo continuaba con la homilía como si fuese algo que hubiera hecho toda la vida. Con la santidad que parecía otorgarle la cabeza de jabalí, fue bendiciendo a unos pocos elegidos tocando sus frentes, otros trataban de tocarle alargando las manos a través de las rejas. Al final se dirigió a todos ellos:

⸺Id a vuestras casas. Allí os esperan vuestros muertos. Ellos hablarán por mí. Ellos hablan por esta iglesia. Contárselo a todos los que se crucen en vuestro camino. ¡Que la antigua fe ha vuelto y que esta iglesia siempre velará por vosotros!

Pesarosos y lentos, las gentes de aquel pueblo abandonaron la iglesia. Cuando las puertas se cerraron, él abrió la reja que le habían protegido del violento fervor de sus feligreses. Doña Consolación también se retiró del palco.

El pastor, antes un hombre corriente, sonreía satisfecho. Vislumbraba un futuro de opulencia y poder sobre aquellas mentes simples. Preveía que harían todo cuanto él quisiera, exprimiría hasta el último gramo de oro que escondiesen bajo las baldosas.

Quiso quitarse el casco ceremonial y no pudo. Sintió un tirón en la espalda. Palpó con la mano y notó con horror que éste se había anclado a su piel. Lo que él creía eran cierres para una capa se habían extendido, taladrando su carne.

⸺Bien hecho, bien hecho ⸺escuchó la voz de doña Consolación frente a él mientras intentaba sin éxito arrancarse la cabeza del jabalí⸺. Se ha quedado contigo y no te soltará. Aún no quieres admitirlo, pero siempre has sido el candidato perfecto para ella.

Levantó los ojos y vio a las dos mujeres dirigirse hacia él. La madre y la hija. Dos seres, mitad mujer, mitad serpiente que se arrastraban hasta él. Hacia el catalizador que, con sus palabras, había permitido que el horror siguiera perviviendo en aquel pueblo.

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Comentarios

  1. Un relato muy al estilo de Lovecraft. Me fascina el tema del heredero que vuelve a un pueblo para descubrir un secreto familiar. ¡chapeau! Lo demás sería hacerte la sal gorda, y tal cómo está FB… me bloquean. 😬

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  2. Me recuerda mucho a Stephen King pasado por el tamiz de Lovecraft. Condenado Beto. Soy un adicto a sus historias.

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  3. Jo, qué chulo! Lo acabo de leer. Me ha encantado. Enhorabuena

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