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Regreso a Eguidazu - Una historia de Almas perdidas en la ceniza (Especial Doppelgänger 2023)

 


    Olaya estuvo sentada en un cercano banco viendo el antiguo sanatorio mental Eguidazu hasta que cayó el sol.

    Fue Eguidazu un enorme complejo inaugurado a principios del sigo XX, para albergar y tratar a pacientes tuberculosos. Hacia la década de 1950, con los avances de la medicina y el hallazgo de tratamientos farmacológicos más eficaces, la incidencia y mortalidad de la tuberculosis comenzaron a disminuir y el sanatorio se transformó en una institución mental para gente adinerada.

    Pero los altos costes de mantenimiento hicieron que entrara en decadencia alrededor de 1980. Su puntilla final fue el pavoroso y aún extraño incendio, que sufrió a finales de siglo, en el que perecieron la mayoría de los pacientes.

    Actualmente está abandonado, medio vallado y es víctima continua del tiempo, de los grafiteros y urbexers de nombres estrambóticos como Happy Panda o Thoradin90.

    No hay respeto para sus derruidas instalaciones y sus calcinadas paredes sufren la plaga de supuestos mensajes filosóficos, de amor junto a numerosos dibujos vulgares.

    Y hay algo más que deberías saber.

    En Eguidazu anida la tristeza.

    Sólo hay dos normas no escritas aquí. Todos en el cercano pueblo costero de Arizate las conocen y así se las hacen saber a los ocasionales visitantes. Nadie entra en la celda de aislamiento de la torre norte. Nunca. Por ningún motivo. Nadie se queda cerca de Eguidazu al caer el sol. No quieras saber la razón.

    Olaya se levantó del banco, se subió el cuello del anorak y se dispuso a marcharse. Estaba incómoda, ya que había comenzado a hacer frío. La niebla descendía lentamente, casi arrastrándose, desde el cementerio de la cima de la montaña hasta el valle.

    A los pocos minutos, el sanatorio quedó completamente oculto por la bruma. La niebla abrazaba cada rincón de Eguidazu, como la duda al moribundo, envolviendo todo con su blanco manto. A excepción de la torre norte. La torre fue lo único que resistió el pasto del fuego aquella noche fatídica desafiando tanto al cielo como al infierno. Y, al igual que todas las noches, con la llegada de la oscuridad empezaron los llantos y los aullidos.

    A Olaya esto no le inquietaba, había mil explicaciones para esos ruidos. Animales salvajes bajando de la montaña en busca de alimento, corrientes de aire al pasar por algunos recodos del sanatorio, su propia imaginación... Pero para lo que no estaba preparada era para lo que vio en la lejana ventana de la torre norte. Una pálida cara de facciones espectrales mirándola fijamente y moviendo sus labios. Ese semblante recitaba una inaudible frase que la brisa se encargó hacer llegar a sus oídos: "Olaya, cierra el círculo". 

    Los lazos que vinculaban a Olaya con el sanatorio se remontaban a su niñez. Concretamente desde que su padre, Mikel, provocara intencionadamente el fatal incendio que acabó con las vidas de todos los pacientes y de la mayoría del personal sanitario.

    Una noche de invierno de abundante nieve, cuando todo permanecía en silencio, armado con una lata de gasolina, prendió fuego a Eguidazu. Había cerrado con llave todas las salidas. Nunca se pudo demostrar que fuera él el causante, pero todos en el pueblo lo sabían.
Vaya si lo sabían. Los bomberos llegaron junto a la Ertzaintza. La policía hizo cuatro preguntas, apuntó otras cuatro y se fueron por donde habían venido con sus estruendosas sirenas. Los bomberos se limitaron a apagar el fuego. Estuvieron toda la noche. Eguidazu había ardido completamente hasta los cimientos. Sin embargo, la torre norte, milagrosamente presentaba muy pocos daños. Era un oasis en medio de tanta destrucción. Desde el incendio, la situación en el pequeño pueblo del acantilado se fue haciendo cada vez más insostenible. Durante unos años, con el nacimiento de Olaya, existió una pequeña tregua no escrita de no agresión pero se rompió en el segundo aniversario del incendio. Mikel junto a su familia, su esposa Maite y su hija Olaya, tuvieron que huir de las miradas acusadoras, de los velados reproches y de los silencios incómodos.

    Una situación que le pasó factura a Mikel. Él ya había sufrido episodios de enajenación mental pero cada vez eran más frecuentes y su deterioro era evidente con cada año que pasaba. El Alzheimer también entró en escena. 

    Tras unos años mudándose por diferentes localidades se instalaron en otra comunidad y Mikel fue ingresado en la residencia del prestigioso Dr. Zarrabeitia. Bajo indicaciones de médico y para ocultar su vergonzoso pasado, fue registrado con su segundo nombre: Zacarías.

    Allí se marchitó muriendo al cabo de un año.

    Ni Maite ni Olaya fueron a verle nunca. Se enteraron de su muerte por una desapasionada voz al otro lado de la línea del teléfono. Al recoger sus pertenencias, Mikel sólo poseía un viejo diario y un llavero tintineante de dimensiones colosales. El interior del libro guardaba una nota arrugada manchada de café a la que le había tocado la triste función de hacer de marcapáginas.

    El diario, anudado con una tira de cuerda, era un despropósito de historias inventadas y reales. En él relataba su participación en el incendio de Eguidazu y que, aquello, había destruido tanto el edificio como su mente al completo. Hecho que, como poco, fue un poco exagerado. También que había conocido, en aquel lugar, tanto a Dios como la negación de su propia familia. Particular y extraño era el mensaje de la arrugada nota que rezaba: "Olaya, cierra el círculo". 


    Regresaba Olaya desde hacía años, como la polilla que se queda atrapada por la luz de una farola, unos días antes de su fatídico aniversario, el 1 de noviembre, a Eguidazu. Intentando entender lo que pasó en la humedad de sus ruinas, tratando de leer la verdad que contaban esas piedras calcinadas y, en definitiva, volver a escuchar la voz de su padre que descifrara el críptico mensaje.

    Pasó a través de un agujero en la valla y se encaminó al hostal del pueblo. Estaba hospedada, por supuesto con un falso nombre, Ainara Vital. No durmió bien esa noche, raras veces lo hacía, y tuvo sueños intranquilos con esa faz espectral. Tampoco ayudaron a su descanso los aullidos de los lobos.

    A la mañana siguiente, día 31, nada más desayunar, y como era rutina también hacía años, subió hasta el cementerio abandonado de la cima de la montaña. La extraña ubicación del camposanto, en lo alto de la montaña, era otro de los misterios de Arizate.

    El camposanto estaba delimitado por un pequeño muro de piedra y rematado por todo tipo de pináculos decorados con cruces. Una figura representando un ángel con los brazos extendidos y los ojos cerrados, flanqueaba la entrada, el "Ángel Exterminador".  Todos los residentes fallecidos de Eguidazu se enterraron aquí, alejados del cementerio principal. Nadie quería la locura, la mala suerte enterrada al lado de sus seres queridos y tampoco nadie reclamó los cuerpos.

    El cementerio estaba tan derruido como muertos sus inquilinos. Un antiguo celador de Eguidazu, Natxo, se encargaba de su frágil mantenimiento desde hacía ya unos buenos veinte años. Era este un tipo grandón de mejillas encendidas, afable, conversador y algo melancólico. Olaya le apreciaba ya que había entablado con él cierta amistad. Le gustaban sus paseos con él por el cementerio, escuchar sus historias, limpiar de flores y hojas secas aquellas tumbas castigadas con la indiferencia.

    Natxo sabía perfectamente quien era Olaya, lo supo al verla, y nunca hubo un reproche. La locura mata, pero más mata el rencor. En una ocasión, Olaya le preguntó de cómo supo quién era ella. Él, mirándola fijamente, apoyado en una oxidada pala, le respondió que "ellos" se lo habían dicho hace años.

    «Hay otros mundos en este, y sólo aquellos que son especiales pueden verlos. Transitar entre ellos. La locura, a veces no es una maldición, es un don. Te permite ver más allá de lo mundano, de la realidad. Todas estas personas, las que llaman "locas", en cierto modo, son especiales. Es un rasgo distintivo. El residente de la celda de la torre lo era. No sé lo que protegía, era algo valioso, sin duda. ¿Qué era? Ellos aún no me lo han querido decir. No te culpo por ser hija de Mikel. Los errores de nuestros padres no son nuestros. Ellos deberán rendir cuentas en el lugar donde vayan, ya sea el Cielo o el Infierno», recitaba Natxo mientras retiraba amorosamente las flores marchitas de una de las tumbas.

 
    Entre sus relatos había también cabida para las historias de brujas, de cuevas encantadas o viajeros en el tiempo. Quizás la historia más extraña era la que hacía referencia a la escultura que se hallaba en el propio cementerio. El ángel exterminador. Su desconocido creador se rumoreaba que también estaba enterrado por aquí. En algún sitio.

    Afirmaba Natxo, que todas las noches del 31 de octubre, el ángel abría los ojos y miraba desconsolado en dirección a Eguidazu. Olaya se reía de sus ocurrencias y le daba codazos en broma a Natxo. El antiguo celador sonreía apesadumbrado.

    Hoy mientras paseaba con él retirando, aquí y allá, hojas secas, se fijó en el majestuoso ángel. Tenía los ojos abiertos.

    "Olaya, cierra el círculo". 

    Natxo también lo vio y con gesto compungido, abrazando a Olaya, le dijo:

    «Hoy, esta noche, es el momento. Esta noche se cerrará el círculo. Tú eres la que debe hacerlo por los lazos que te unen por tu padre a este sitio. Tu padre causó un gran dolor aquí, sólo tú puedes cerrar esa lacerante herida. Esta noche, ellos vendrán».

    Olaya lo sabía, no sabe cómo, pero lo sabía. Esta noche, tras tantos años, se cerraba el circulo al fin.

    Al atardecer, Olaya se sentó de nuevo en el banco de la entrada de Eguidazu observando la cima. Una gran mancha blanca comenzó de nuevo a descender desde el cementerio hasta Eguidazu. Pero esta noche no era niebla. Eran centenares de almas. Las de los residentes fallecidos recorriendo el trayecto para encontrar su anhelada paz.

    Había llegado el momento.

    Olaya se encaminó hasta la torre norte. Las almas en pena se posicionaron en fila tras ella y en silencio.  Olaya les guio hasta la celda. Aquella celda que era un portal para dirigir las almas hasta su destino final. Esa celda que permaneció cerrada con llave en el incendio e impidió que pudieran marcharse de este mundo.

    Olaya llegó a la puerta, metió la mano en sus bolsillo y sacó el llavero. El de su padre, el que perteneció a Natxo. El que abría la celda. Una gruesa llave marcada con el número 465 encajaba perfectamente y al girarla, la puerta se abrió con suavidad.

    En la pequeña celda, de apenas 3 metros de ancho por 3 de largo y paredes acolchadas, se hallaba en el centro una grieta atemporal de vivos colores que se contraía cíclicamente. Olaya entendió que la apertura atrapaba a las almas y las llevaba a su última parada, ya fuera el infierno o el cielo. Las ánimas pasaron a través de Olaya dejándola una sensación de gratitud. A diferencia de lo que cree la gente, los fantasmas no quieren venganza, quieren descanso. Ir con sus seres queridos fallecidos tiempo atrás. Cuando la última ánima atravesó la grieta, esta se cerró de fuera para dentro.

    La celda quedó a oscuras y Olaya, tras muchos años, quedó sumida en un estado de paz y redención. Había cerrado el círculo.

    "Gracias Olaya".

    No se ha vuelto a reportar ningún fenómeno extraño en Eguidazu.

Eternamente agradecido a Luis por hacerme participe de sus personajes e historia.

Música para escuchar mientras lees el relato.


¡No te pierdas las anteriores partes de "Almas perdidas en la ceniza" bajo el enlace y el resto de relatos del proyecto Doppelgänger 2023, dónde diferentes autores reinterpretan los personajes de otros autores!

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Comentarios

  1. Muchas gracias Luis por dejarme visitar tu mundo de Almas perdidas en la ceniza. He disfrutado mucho.

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  2. Colofón extraordinario y perfecto a "Almas perdidas en la ceniza". Me ha gustado tanto que estoy pensando incluirlo en el libro en versiones futuras.

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  3. Bah. En lugar de incluir aquello que me aconteció en ese pueblo maldito junto a Max. Espera. ¿No lo he contado aún? ¿Dónde está el vago de mi escriba que se hace llamar Klaus? Próximamente...

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  4. Enganchada me hayo con el libro, y ahora encima más, esto es un din vivir. Genial final para uno de los mejores relatos de Almas perdidas en las cenizas.

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