La migración de los adrar (Especial Mitología griega 2023)
Imagen propia creada con Midjourney
Quien quiera luchar contra el destino es un necio. Da igual que la necedad se lleve a cabo bajo las aguas de Kilpin13 o en el desierto de la mítica Tierra. También da igual la fecha, pero baste decir que la historia que les cuento sucedió en la constelación Iagostene, sobre las extensas praderas de Deméter, donde pacen los adrar nacidos en las cuevas del satélite Hassi Darah.
Hay quien sostiene que fuimos parásitos en la Tierra, los causantes de que se convirtiera en un erial del que salir huyendo. Y, como parásitos del adrar, medró una nueva civilización de la humanidad en Iagostene. Gracias a las capacidades de los adrar, la forma de viajar por el espacio sufrió La Gran Revolución.
Iagostene se componía de una serie de pedruscos por los que, al principio, nadie daría ni una moneda. Dos familias fueron las pioneras en ocupar sus principales mundos: Carvallo y Cifuentes, rivales desde hacía siglos, una enemistad visceral que se trasladaba al resto de la población. Las otras casas nobles basculaban igualmente en sus apoyos a una u otra familia. No se admitía el término medio.
Una profecía, de la que nadie tenía claro el origen, anunciaba: "Una augusta familia sufrirá una terrible caída cuando, como el jinete en su caballo, la moralidad de Cifuentes triunfe sobre la inmortalidad de Carvallo".
Los Carvallo controlaban Hassi Darah, los Cifuentes, Deméter. Unos desde su satélite, otros desde su planeta; ambos estaban condenados a levantar la cabeza al cielo y contemplar las posesiones de sus antagonistas. Los adrar eran la forma de vida dominante hasta nuestra llegada, una suerte de moluscos gigantes con la capacidad de viajar por el espacio. Los adrar nacían en las profundidades del satélite Hassi Darah y, al igual que los salmones en la Tierra, migraban en un complejo periplo de tangencias que aprovechaban corrientes solares y la gravedad de los distintos mundos para recalar en Deméter. Deméter era un mundo pródigo en el kris. Las praderas de kris alfombraban casi toda su superficie. Eran el forraje perfecto para que los adrar crecieran y alcanzaran la madurez.
Los pioneros que cabalgaron adrar en viajes por el espacio dependían de sus propios trajes autónomos. La evolución llegó cuando se descubrió que tenían una jibia interior, como pudiera tenerla una sepia. Con las debidas modificaciones, la jibia de un adrar podía albergar a una persona y algunos kilos de carga adicional. La estimulación de las terminaciones nerviosas desde el interior del molusco permitía manipular la dirección y el movimiento de estas enormes criaturas.
Pronto, este método de transporte se impuso en el sistema. Caravanas de adrar remolcando cargas, impensables hasta entonces, surcaban Iagostene en todas direcciones. Con el tiempo se extendió a otros sistemas. Naturalmente aparecieron nuevas manadas o cuadras de cría para los otros sistemas, pero los adrar originales de Hassi Darah seguían siendo los más valiosos y buscados del mercado.
Dos familias rivales en los negocios y el poder, sin embargo fueron condenadas a entenderse debido a las leyes que impuso el Gobierno tras las primeras Guerras Iagostelanas. Unos controlaban la cría y otros los campos donde pastaban. Ya se sabe que los vecinos más inmediatos son los peores enemigos. El sistema feudal, vitalicio y hereditario, que se imponía a las nuevas colonizaciones no ayudaba a superar viejos agravios, ya que estos se transmitían de generación en generación.
Para los Cifuentes, menos acaudalados, con menos influencia y más jóvenes en el juego de las casas nobles, la profecía parecía entrañar el triunfo final de la casa más poderosa. Para los más débiles siempre es como ese trago amargo que se resiste a bajar por la garganta.
Héctor III, conde de Carvallo que, a las alturas de esta narración, era conocido por ser un insoportable viejo que estaba en las últimas, se encontraba siempre despotricando acerca de sus rivales, interponiendo demandas, acusando de traiciones, trampas y fraudes sin aportar prueba alguna. Sus conocidos y allegados lo rehuían en las reuniones de sociedad por lo aburrido y agrio de su conversación: la familia rival. Sus mil y una dolencias no le impedían montar a sus adrar a diario y salir de caza.
Federico, barón de Cifuentes, en cambio, acababa de entrar en la mayoría de edad. Sus padres, el ministro Tewa García, y su madre, la matriarca Cifuentes de su generación, habían muerto en accidente el año anterior. En los días de esta historia Federico contaba con dieciséis años. Para la administración, era una persona responsable a efectos legales; para un niño que había sido malcriado primero por sus padres y después por tutores, en la soledad de aquel vasto imperio heredado, el resultado era ser un títere de sí mismo. No era más que un joven al que habían dejado un juguete demasiado caro en sus manos. El dolor en la familia por la temprana pérdida de sus padres, la familia descabezada en su dirección empresarial o bien, un capricho en el ciclo de cría de los adrar; había hecho disminuir el número de reses en sus establos y por tanto los ingresos para la Casa Cifuentes.
Incluso en ese momento delicado, o precisamente por ello, el comportamiento del joven distaba mucho de ser ejemplar. Como muchos habían predicho en secreto, lejos de ponerse al frente de los problemas, el joven príncipe se alejó de la responsabilidad y las buenas formas. Se sucedieron las orgías de todo tipo. Era usual encontrarlo de rodillas vomitando todos sus excesos en los jardines. En una ocasión, hombres y mujeres se pasearon desnudos por su palacio con el salvoconducto del heredero. Dilapidó una fortuna en juegos de azar. En otra ocasión destrozó una planta entera de un hotel porque no le llevaron a tiempo la comida que había pedido. El hotel le demandó. Compró el hotel.
Con estos antecedentes, el estallido de un incendio en las cuadras del castillo de Carvallo le fue adjudicado de inmediato. La velada opinión, tanto de aliados como de detractores, era que esta acción había sido la culminación de sus delitos y su deriva autodestructiva.
Fue llamado a consultas por el Gobernador. Atendiendo a la importancia del imputado, cabeza de una de las familias más importantes de Iagostene, la vista se celebró en la Sala de Plenos del Gobierno. El edificio, construido con piedra de la Luna, traída expresamente por su familia, era un bello ejemplo de la arquitectura Krentina del primer período, una construcción con cientos de años sobre sus anchos muros. Fueron sus hombres los que se encargaron de dar las explicaciones necesarias en el interrogatorio, ya que el joven aristócrata estaba en silencio, ensimismado, mirando los frescos del techo.
La sala se rodeaba de ricos aunque ajados tapices de colores desvaídos por el tiempo, en los que aún se reconocían sus relatos, las sombras de mil ilustres antepasados: en un lado sacerdotes con mantos, al otro los autócratas surgidos tras las luchas intestinas. Unidos, alternándose en el poder, Carvallos y Cifuentes, sentados familiarmente juntos a la mesa, aunque siempre con un ojo puesto en la silla vecina. Otras imágenes representaban bronceadas figuras de guerreros, montados en robustos adrar de guerra con armadura que pisoteaban al enemigo caído. En contraste, la palidez de las damas que parecían flotar en irreales danzas sobre salones de baile llenos de conspiradores, tramas de traiciones, mentiras y luego, la paz. Una paz quizá más falsa y peligrosa que la propia guerra.
El barón se aburría, y creía escuchar una triste canción cuya letra tenía frases como “volver a la guerra”, “muertos” o “compensaciones de sangre”; como fondo musical se escuchaba el rumor de un creciente tumulto en las calles al otro lado de los sacrosantos muros que eran el eje de su civilización. En la contemplación del tapiz, sus ojos se encontraron con la imagen de un enorme adrar salvaje, un ejemplar primigenio montado por un hombre con el traje autónomo. La escena representaba la Primera Guerra Iagostelana. Cuatro jinetes y sus monturas representaban a los cuatro patriarcas de la familia Carvallo de aquella época: Abaste, Aetón, Meteo y Nonio. Los nombres de las negras monturas aparecían al pie de cada una de las pinturas. En el fondo de la escena de Abaste, la bestia aparecía inmóvil y su derribado jinete perecía bajo el puñal de un Cifuentes.
Una diabólica sonrisa se había dibujado en su rostro. Veía la escena de manera inconsciente, miraba sin mirar. Aun mirando así, un significado oculto trataba de introducirse en su mente. Por más que se cerrara a ello, la pintura absorbía la atención que él le negaba. Al fin el ojo le atrapó en su influjo. La mirada de Abaste, enfurecida, le estaba mirando a él. Juraría que aquella criatura antes miraba en otra dirección.
Temeroso de la fascinación que el cuadro había anclado en su alma, se levantó de su asiento en dirección a los ventanales por donde llegaba el ruido del tumulto, y desde donde se proyectaban las rojizas luces del incendio.
Aquello no le libró en absoluto de la sensación de estar siendo juzgado por una imagen. Volviendo la vista atrás se encontró de nuevo con el ojo de Abaste mirándolo con rencor. Habría dicho que antes la montura se inclinaba con compasión hacia su jinete caído. Ahora, con los reflejos del incendio, se volvía hacia él con su ojo resplandeciendo como si el fuego brotara de su interior.
Con la sensación de temor en su rostro, el aristócrata se encaminó a la puerta lateral, avergonzado de sus emociones. La abrió y quedó enmarcado por el destello danzante de una luz roja, fruto de las llamas que devoraban las cuadras de cría de Carvallo. Volviendo la vista atrás, hacia el tapiz, contempló con horror como su sombra encajaba con la de su antepasado empuñando la daga del asesino.
El barón corrió al aire libre para calmar la tensión de esos negros mensajes que los tapices parecían querer lanzarle pero que él no entendía. «¿Qué queréis de mí?» le gritó a la noche. Y la oscuridad le contestó con la llegada de tres de sus palafreneros que traían un adrar tan negro como la noche. Era tal su oscuridad que tuvo que deducir su existencia por la presencia de los hombres que trataban de apaciguar, aun a riesgo de sus vidas, los convulsivos saltos del animal.
—¿De quién es este adrar? ¿De dónde lo traéis? —exigió el joven, con un tono tan cargado de temor como de ira, al darse cuenta de que el furioso animal era una réplica exacta al del tapiz.
—Creemos que es suyo, señor —repuso uno de los escuderos—. Nadie lo reclama. Lo hemos cogido cuando huía, echando humo y espuma de rabia. Venía en dirección contraria a las cuadras de cría incendiadas del conde de Carvallo. Hemos pensado que era un adrar comprado en el extranjero por el conde. Está sin mecanizar.
El hombre le señaló el vientre de la criatura. Este aparecía en su estado salvaje. No le habían anclado arneses a la jibia interna.
—Quisimos devolverlo a los hombres del conde pero niegan que sea suyo. No le encuentro la lógica, señor. Venía de esa dirección y está claro que escapó por muy poco de morir abrasado —El hombre, tras decir esto, limpió trozos de piel que se desprendían por el calor—. Además, fíjese que tiene una H en la frente. Entendimos que era por el señor Héctor Carvallo.
—Sí, es muy extraño —secundó el joven barón—. Pero no es esta la marca de sus cuadras. No sé de dónde es. Aun así, nos lo quedaremos. Meterlo en nuestras instalaciones, parece una montura notable —el adrar volvió a revolverse, amenazando con arrastrar a los hombres que lo traían sujeto—. Es un auténtico diablo que ha escapado del infierno de Carvallo, pero un Cifuentes lo domará.
Uno de los funcionarios del Gobierno llegó corriendo desde la sala de audiencias, se puso a su lado y le susurró al oído la noticia:
—Señor, el conde de Carvallo, el cazador, ha muerto —el informador se permitió una sonrisa cómplice.
—¡Cómo! —La noticia impresionó a Cifuentes— ¿Cómo ha sido?
—Ha muerto en el incendio, señor —dijo el hombre, tragando saliva y borrando su sonrisa—. Estaba ayudando a sofocar el incendio, tratando de salvar a las monturas que habían quedado atrapadas por las llamas. Esperaba que la muerte de una persona con ese apellido fuera motivo de alegría en su Casa.
—¿Cómo se atreve? Lárguese, desaparezca de mi lado —Cifuentes no quería nada de aquello sobre su conciencia.
El hombre se volvió, lo más rápido que su dignidad le permitía, al interior de la Sala de Plenos. Los palafreneros, que habían intentado oír algo de aquella conversación, se quedaron con las ganas y agradecieron tener un motivo para irse de su lado. Viendo a la encolerizada montura alejarse por la avenida que conducía a sus propias cuadras, el joven heredero pensó en el nombre de Alastor para aquel demonio negro.
Desde aquel día, la conducta del disoluto barón de Cifuentes cambió de forma radical. Si algunos en su círculo habían albergado alguna pretensión de casarlo para reconducir su disoluta carrera, decepcionó a todos ellos. No atendía a visitas de casamenteros, ni acudía a las fiestas y tampoco a las reuniones de negocio. Atendía todos sus asuntos desde su palacio en Deméter. Dentro de sus dominios, parecía andar siempre sin ningún amigo alrededor que no fuera el indómito Alastor. En las horas crepusculares y en la noche parecía que el barón fuera un fantasma que brincaba descontrolado a un lado y a otro. La negrura de Alastor era un pozo donde se vertía toda la luz como un pozo de oscuridad. El barón montaba una sombra. Solo su figura, con los nudillos blancos aferrando las riendas, era visible surcando las praderas a varios metros del suelo.
Durante algún tiempo, llegaron las invitaciones de afectos y nobles vinculados a la Casa Cifuentes. Todas se respondían en los mismos términos: “Cifuentes se ausentará de la reunión”, “Cifuentes no asistirá a la partida de caza”, “Cifuentes no ocupará el palco”... Aquellos repetidos desplantes no se perdonaban ni siquiera entre sus más allegados, que ya empezaban a hablar de inhabilitación de la cabeza del clan. La viuda de Carvallo se permitía difundir rumores y acusaciones veladas porque sabía que no obtendría réplica. «Si no sale de sus aposentos es porque le remuerde la culpa. Está claro que si prefiere la compañía de esas bestias a la de sus iguales es porque ya no aguanta la presencia humana. Se ha convertido en un demonio igual que el que monta».
Los más caritativos, sin embargo, atribuían su retraimiento a la natural tristeza de un joven que había perdido a sus padres, a la enorme carga que se había depositado sobre unos hombros tan jóvenes y poco dispuestos. Los médicos lo achacaban a una melancolía típica del satélite natal. Los nacidos en Hassi Darah vienen al mundo en la profundidad de sus cavernas, ya que la superficie es hostil para los humanos. Igual que los adrar, cuyas hembras depositan los huevos en las grietas de la estéril superficie que los machos luego fecundan. En el cálido interior, se desarrollan los embriones que luego reptan hacia la superficie y migran por el espacio buscando pastos. Así, los pioneros de Hassi Darah nacían, vivían y morían en las grutas del satélite sin ver nunca la luz natural. Esa vida tan austera y que tan lucrativa resultaba a la Casa Cifuentes, generaba ese carácter particular, esa tristeza y melancolía de los que nacen y viven sin luz natural. Los que aún le querían justificaban así la (esperaban que transitoria) misantropía del joven barón Cifuentes.
Lo que unos disculpaban como una exageración del carácter, otros lo tomaban como un exceso de altanería. No se le disculpaba el hecho conocido de que pasaba la mayor parte del tiempo con Alastor. Y que, cuanto más belicoso y trastornado era el comportamiento de la montura, más obstinado estaba Cifuentes en montarlo y apaciguarlo a base de horas de monta. Subido sobre la fiera criatura, ambos no parecían tomar en cuenta el calor, la lluvia, la noche o el día.
Tienen los adrar unas aletas membranosas que nacen en la cabeza y se mantienen pegadas a lo largo de su cuerpo durante todo su ciclo de crecimiento. Solo las despliegan a modo de advertencia cuando están irritados. Las utilizan a modo de velas solares para desplazarse en sus migraciones por el espacio. Aun así son tan pacíficos que prefieren rehuir la pelea. Lo que unos llamarían nobleza en su comportamiento es mera adaptación para no sufrir ningún daño.
Alastor estaba decidido a contradecir todas las características de su especie. Pues en su terquedad y diabólica conducta trataba de deshacerse de su jinete de manera continua, bien con carreras desaforadas, brincando de costado o abriendo de forma ostentosa sus aletas. Cuando aparecía alguien que no fuera su jinete desplegaba sus aletas amenazante, aun a riesgo de dañarlas con el edificio que constituía su refugio. Su cuerpo empezaba a cimbrearse golpeando las paredes con el riesgo de derribarlas.
Un día se escucharon golpes, bramidos y el quebrarse de la madera. Todas las monturas de las cuadras personales de Cifuentes escapaban despavoridas. En su mayoría hembras, por ser más dóciles, huyeron de Alastor hacia el interior del palacio. Crearon estragos hasta que muchas de ellas llegaron huyendo a los sótanos. Necesitaron traer hombres de otros lugares para reconducir, primero a un enloquecido Alastor y después al resto de la asustada manada.
Por ello, al final, Cifuentes claudicó instalando a Alastor en unas cuadras separadas del resto. Solo su amo osaba penetrar allí para acercarse y dar de comer a la bestia. Si ya había conseguido deshacerse de los criados que temían el comportamiento del animal, los familiares y amigos se sentían horrorizados ante la sola presencia de la montura, incluso observándolo a decenas de metros. Muchos se martirizaban, viendo que su Casa había caído en desgracia, al contemplar desde lejos que el joven barón hablaba y discutía con su montura.
Dicen que, en una noche febril, sin sueño, vieron a Cifuentes, devastados los nervios con una teoría que creía cierta, con poco más que una camisa, portando los arreos y riendas para montar sobre Alastor.
—Alastor, demonio, confiesa que has venido a por mí —le gritaba a su montura—. Doblégate ante mí o dime qué es lo que quieres de este mortal.
Alastor contestaba con sus brincos, tratando de derribar al jinete que tenía subido sobre las espaldas.
—Habla, maldito —seguía Cifuentes en su locura—. Eres ese mismo demonio inmortal que montaban los Carvallo hace siglos. Lo sé, nada ha cambiado. Un pacto con Hades, señor del inframundo, es el que les dio el poder. Ahora yo te poseo a ti y harás que la suerte de mi Casa cambie.
Alastor desplegó sus velas solares elevándose varios metros sobre el suelo.
—No podrás huir de mí —Cifuentes ya solo gritaba para oírse a sí mismo por encima del sonido del viento—. Antes te reventaré cabalgando. ¿Me oyes?
Después de decir esto último, sacó de entre sus ropas una pistola remachadora con la que sujetó su ropa a la piel de la bestia. Con cada clavo que se introducía en su cuerpo, el adrar bufaba y saltaba aún más alto con las velas desplegadas. Por encima de su palacio, Cifuentes seguía clavando su camisa a la piel de su montura. En su frenesí se atravesó la mano y la pistola cayó al vacío.
—Ahora ya no podrás separarte de mí —siguió a su sentencia una risa de demente—. Tendría que haberlo imaginado al ver la H en tu frente. Perteneces a las cuadras de Hades, al propio infierno.
Probablemente no pudo oír el estruendo de los muros que se derribaban bajo él. No vio las grietas que competían por llegar las primeras al cielo del edificio. No fue consciente de los incendios que se propagaban en sus dominios. Ya no le importaba que una miríada de pequeños adrar nacidos en los sótanos de su palacio hubieran quebrado los cimientos haciendo que todo se viniera abajo.
Ya no le importaba porque una voz resonaba en su cabeza, quizá suya, quizá la del demonio Alastor, destinado a castigar los delitos de una familia sobre otra.
—«¿Cuándo llegamos a ser dos familias? Quizá fuimos una sola desde el principio. La historia, nuestra historia, se pierde en el tiempo y ya no la recuerda nadie. Los agravios fueron de hermano contra hermano. Y los asesinos de los padres, sus propios hijos.
Una augusta familia, la Cifuentes-Carvallo, una única familia que podría haberlo tenido todo. Podríamos haber sido emperadores en nuestros mundos y, sin embargo, nos dedicamos a que se vertiera la misma sangre en ambos bandos. La moralidad de Cifuentes es la de todos, la falta de moralidad en toda la familia es la que ha acabado con el sueño de la Inmortalidad».
Alastor, epíteto de Zeus. Un brazo más de su divinidad, el brazo de la venganza de los delitos en la familia, cabalgaba con su jinete a través de las nubes de la fértil Deméter. Desde allí, negro como el vacío del espacio que pronto le rodeó, remontaba en dirección al satélite de Hassi Darah para cumplir con el ciclo de la reproducción. En su lomo portaba un jinete congelado. En su rostro se dibujaba el terror.
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La migración de los adrar (Text and first image) by Alberto Jiménez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional License.
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Alberto no es para todos los públicos. Eso está claro. Alberto nos presenta (otra vez y van ya muchas) otro muy buen relato dónde nos demuestra que no solo sabe tocar todos los palos, es que además lo hace bien. ¿Se quedará este relato en una sola historia? ¿O estaremos asistiendo al principio de un universo propio estilo Brandon Sanderson? Ahí lo dejo :)
ResponderEliminarPS: En su rostro se dibujaba el terror. Genial.
Un relato que da para mucho. Quizá demasiado ambicioso.
ResponderEliminarCiencia ficción elegante al estilo Dune o Fundación. La historia da para más. Bien por Beto.
ResponderEliminarQué pasada! Me encanta tu capacidad de crear
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