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Los doce trabajos de Rufino (Especial Mitología griega 2023)

 


"Maldita pereza, sal de este cuerpo trabajador".

¿Quién no conoce los afamados trabajos de Hércules? Fueron una serie de doce hazañas que el semidiós tuvo que realizar por culpa de la pérfida Hera, mujer de Zeus. Todo eso está muy bien, pero tiene un grave problema: No las realizó él. Las hice yo, el gran Rufino.

Hércules, un envidioso de manual, se apropió de mis aventuras en un circo y las tergiversó para hacerlas suyas con muy poco gusto. Le puso nombres exóticos y extravagantes tales como "robar las manzanas doradas del jardín de las Hespérides", "expulsar a las aves del Estínfalo" o "limpiar los establos de Augías" para hacerse el interesante.

En esta vida puedes dar envidia o dar pena. Yo soy envidiado por muchos y él da más pena que trabajar un lunes de Semana Santa.

Me lo tendría que haber imaginado. A muchos, por no decir a todos, de mis valerosos antepasados les birlaron la gloria: Rufiles, protagonista absoluto de la Lobusea y la Rufilíada, Rufuleo, fundador del faro de Alejandría o mi abuela segunda, Luperca, que creó una ciudad a orillas del río Tíber junto a dos mocosos con más hambre que un perro chico.

Mi querida y zalamera hermana, Margarita, se las había vuelto a apañar para liarme con su asociación de los Pequeños Lobos Exploradores. Como es natural, me lo pidió amablemente, agitando un rodillo de amasar en la mano. Me exigía que hiciera otra vez de monitor para esa panda de criaturas infernales que se hacen llamar niños. Y que me llevara al zángano de su marido Isidrín, otro que se movía menos que la mandíbula de arriba.

Llevarlos a un recinto ferial con circo incluido, nada menos. Como no podía ser de otro modo, siendo como soy buen e implicado hermano, me negué en rotundo. Le comenté que tenía muchísimas cosas que hacer ese fin de semana: cosas chulas como asustar a la vieja de Caperucita Roja, proteger mi territorio de los intrusos, beber hasta caer desmayado —recité enumerando las tareas con los dedos de la pata—, quemar facturas pendientes, aprender a conducir tanques, tirar petardos a las gallinas, tumbarme a la bartola y un sinfín de cosas extraordinarias.

Como veía que Margarita estaba empezando a ponerse de varios colores, cual camaleón, y ese rodillo giraba cada vez más deprisa, salí corriendo para salvar mi vida. "Chica, tienes que cuidar esa alimentación, te dan muchos cambios de humor", pensé mientras de un salto me encalomaba a la pared trasera de su jardín.

Por alguna extraña razón, a todos los críos les fascina el circo. Ese espectáculo artístico itinerante en los que pueden ver a animales acróbatas, equilibristas, forzudos, hombres bala, magos, malabaristas, mimos, payasos, trapecistas y un sinfín de gente extravagante. Si quieren ahorrarse el dinero, pueden ir a una reunión de vecinos, que es lo mismo y encima gratis.

Pues a mí no me gusta el circo. Bueno, tampoco me dejan entrar desde hace años. Me lo tiene prohibido mi coach de terapia del control de la ira. Y la pasma también.

Todo por un nimio incidente. Afirman falsamente que me recorrí gritando, con una buena torrija y totalmente en cueros, todo el circo. ¡Mentiras y calumnias! ¡No iba desnudo, llevaba puestas dos gotas de Hugo Wolf! 

Aquí también mi hermana Margarita vende sus incomestibles tartas de limón, a beneficio de los huérfanos del bosque, ataviada con un floreado delantal, y repartiendo sonrisas a todos los asistentes.

Las susodichas tartas, saben a corcho y no hay animal que se las coma.

¿Qué si se lo he dicho? Pues sí, alguien se lo tenía que decir. La sinceridad en la familia es importante. Como en las películas de El Padrino y la saga de Fast & Furious

No recuerdo mucho más de ese día, ya que nada más comentárselo, sufrí un poderoso golpe en el colodrillo que hizo que me desmayara. Me levanté horas más tarde con el cuerpo magullado, como si me hubiera caído de un avión, y mi larga lengua asomándome por un extremo del morro. Al borde de la muerte. Hasta habían llamado a un sacerdote castor para que me hiciera la extremaunción. Dos atractivas lobas lloraban desconsoladas y un conejo monaguillo me daba friegas de alcohol en las muñecas. Al despertarme, les dije muy digno que no malgastaran ese valioso elixir en mis zarpas. Sólo me curaría si me lo echaban directamente al gaznate mientras me llevaban raudo a un bar y que llamaran a mis amigotes para que me acompañaran. No me gusta beber solo y no poder contar mis graciosos chascarrillos.

Las atractivas lobas, Valentina y Julieta, al verme vivo, agradecían a Santa Lóbula que un espécimen como yo no se hubiera perdido para la especie lobuna, comunidad, planeta, universo, mientras me cubrían a besos.

¿Por dónde iba? ¡Ah, ya! Yo encalomado al muro de mi hermana Margarita presto a huir. La sinceridad es importante, ya lo he dicho, pero si puede poner en riesgo tu vida, hay que huir para ser sincero otro día.

Pero el destino es cruel y la suerte esquiva con este pobre y honorable lobo. Mi hermana Margarita me enganchó de una pata y me devolvió al jardín familiar.

Me echó una bronca de escándalo. Me llamó mal lobo, sinvergüenza, me zarandeó, me golpeó contra la pared, y se agarró el pecho como si le fuera a dar un ataque al corazón llevándose una pata a la frente. Pasó por todas las etapas de su teatrillo habitual.

Yo asentía a todo, cabizbajo, ya descartadas mis exiguas opciones de batirme en retirada. Parecía que prestaba atención y todo. Muchas veces afirman que soy muy buen oyente, que inspiro confianza haciendo que la gente se abra a mí pudiendo contarme lo que sea. La verdad es que no sé lo que me cuentan. Desconecto desde el inicio. Parece que escucho con atención, pero yo estoy a otra cosa. Suelo estar pensando en cosas graciosas como un mono aporreando el agua de un charco con un palo. Cuando terminan de contarme su rollo y dejar de darme la barrila, me abrazan y me agradecen mi amistad.

Cuando Margarita se hartó de afearme mi conducta —tardó un montón bajo mi criterio—, me castigó con hacer de monitor en la visita al circo con uno de los dos grupos de infantes. Mi cuñado Isidrín, al que también había pillado huyendo y subiéndose al muro, le habían encasquetado el resto del grupo.

Llegué al circo el día señalado. Isidrín me esperaba en la entrada junto a un mogollón de criaturas del averno. Hice un justo reparto, doce para él y cinco para mí, y cada uno de nosotros se fue por un extremo del circo. Sin darme cuenta, me habían tocado los mismos de la última jornada de Lobos Exploradores: Tocinete, el conejito pasado de peso; Sabrosón, el sonrosado cerdito; Zaca, la impertinente cigüeñita, y dos críos más que no supe identificar y que tenían pinta de ser poco sabrosos, poca chicha y mucho hueso.

Intenté, en un desesperado intento por escaquearme, engañar a mis sobrinos para que se ocuparán de mi encargo, pero pasaron de mi culo. Son unos desagradecidos, con todo lo que he hecho por ellos. Anda que no he quedado con ellos veces para irnos a pescar y no he aparecido. 

En fin. Qué dura es la paternidad de los demás.

Llevaba sólo cinco minutos y ya estaba harto de todo.

Veintitrés carritos de animales bebé me habían pasado ya por encima de los pies. De hecho, en estos sitios, parece que los descargan por camiones en la puerta. Ni pasear puedes tranquilamente. Y diles algo, que si eres un borde, que si son niños y demás vainas.

Una madre gata, una histérica, me exigió que dejara de meter a sus retoños dentro de un bocata que me estaba preparando.

Por respeto a los niños que me acompañaban, y me juzgaban horrorizados, los devolví al carrito rufinorevientapiés de la madre con una palmadita en la cabeza.

Unos minutos más tarde, en el primer puesto, uno con escopetas encadenadas, peluches de equinos colgados de ganchos y al cargo de un aburrido feriante oso, les senté a mirar cómo mi amigo el Cazador disparaba a unos patos de goma encima de unos estantes. A su primer disparo, ya que no soy una fiera sin corazón, vi que tenía que apartarles diez metros para que no salieran heridos. Con el segundo tiro, mi amigo, casi se carga a Raimundo, el feriante.

Horrorizado, le cogí el trabuco a mi amigo y le eché a un lado. Soy contrario a todo tipo de violencia ajena y, por eso, yo mismo ametrallé el puesto. Para que no causáramos una desgracia ni mi amigo ni yo, Raimundo me dio todos los peluches que tenía de variopintos caballos. El Cazador, herido en su orgullo, retomó el rifle y volvió a probar suerte para desgracia del puesto y de todos los que estaban a veinte metros a la redonda.

Mientras los críos observaban el espectáculo dantesco de mi amigo, me saqué del bolsillo del peto una petaca de Wolfsmeister. Es un brebaje cuya fórmula, heredado por mi noble abuelo buscavidas, es una mezcla de hierbas endulzadas, pero con un ligero toque amargo. Le metí tres buenos lingotazos y, para limpiarme, me pasé el dorso de la pata por el morro. Esto sí era una bebida para lobos de verdad, de los de pelo en pecho. Lo intenté patentar, pero me robaron en mi cara y lo registraron como Jägermeister. Los muy fariseos le pusieron un ciervo o cierva en la etiqueta y se creyeron que con eso valía. Nada más lejos de la realidad. Su fórmula sabe a rayos y te deja el estómago hecho unos zorros. No como mi Wolfsmeister que sabe a maná del cielo.


Ordené a los niños que se mantuvieran sentados en el suelo y tomé prestado -robé- en un cercano puesto dos manzanas glaseadas para los cinco y que merendaran. 

Los niños, desde pequeños, deben aprender las ventajas del ayuno intermitente. Es una dieta que se ha puesto últimamente de moda y que consiste en pasar mucha hambre y estar mirando el reloj cada diez minutos para ver si te toca comer ya. Como en un penal. 

Yo intercambié todos los peluches por tres cachopos del tamaño de felpudos de un adosado y me los zampé. La guarnición de patatas panaderas estaba un poco correosa. Para que no se me hicieran bola (en estos sitios la comida suele ser grasienta) le metí otros dos lingotazos a la petaca. Así, sin piedad.

A las dos horas, mi cuñado me bajó de un toro mecánico, donde lo estaba dando todo, un poco perjudicado. A tiempo, porque ya me estaba desprendiendo de mi peto por una pierna. 

—Rufino, ¿y los niños a tu cargo? —me preguntó extrañado.

—¿Qué niños? —respondí un poco, bastante, muy mareado.

Miré al lugar donde les había dejado sentados al cargo de nosequién y maldije mi mala suerte. Estos niños de ahora no son ni una pizca de responsables. Les dejas dos horas solos y se pierden.

¡Ay, madre! Margarita me mata.

Ya estaba vislumbrando mi funeral. En estos eventos, para que sea interesante, tiene que llover mucho. Si no, son un rollo. El cielo lloraría lágrimas por mi pérdida. Mi funeral iba a estar de bote en bote, repletito de gente del bosque desconsolada, que tiraría rosas sobre mi tumba y con muchas botellas de vino vacías por doquier, como en una fiesta rave. Tampoco podría faltar una misteriosa figura con gabardina semi ocultándose tras un árbol. Ese personaje crearía un halo de misterio muy apetecible en mi entierro. Hace años creé una empresa en la que yo me ofrecía a hacer este servicio al futuro difunto y así los familiares del fallecido pensaban que el que había dejado de fumar había tenido una vida oculta y excitante.

También probé fortuna vendiendo un libro online que se llamaba "Cómo engañar a la gente por Internet". Por supuesto, todos los que cayeron comprando mi libro, nunca recibieron nada. Se lo tenían bien merecido por querer estafar a la buena gente. Menos mal que estoy en este mundo impartiendo justicia. Un bendito es lo que soy.

Le metí otro viaje a la petaca.

Isidrín, de una torta, me sacó de ese negrísimo futuro y me señaló un puesto a tres metros donde los niños se hallaban aburridos como ostras.

¡Qué susto!

Isidrín me dijo que me cubriría, que se haría cargo de todo el grupo, pero, a cambio, debía ocuparme de un asunto suyo.

Me intentó camelar apelando a mi orgullo, que yo era gran lobo feroz del bosque, un ser despiadado, y — un excelente amante le apunté al que se le tenía que temer por activa o pasiva, aquí y en la Cochibamba.

Hace años, fue administrador junto a Camilo, el gato con botas, de este mismo circo, pero le salió mal el negocio. Les cerraron el chiringuito por muchas razones, siendo la principal los turbios negocios del minino y que los seis trabajadores fueran una panda de vagos y maleantes. Perdón. Ahora se les llama trabajadores no implicados, tóxicos y desengañados con la empresa.

Como eso era un negocio ruinoso, se liquidó la sociedad. O dicho en castellano: Se les echó sin un duro y sin derecho a una prestación social.

El sapo se lo comió el santo de mi cuñado. El otro, el turbio gato, se fue de rositas y montó una efímera banda delictiva con tres integrantes. Los otros tres: Nemeo, un león y hermano de Rogelio, un perro con malas pulgas llamado Certero y un jabalí gordo de nombre Enrique aún seguían queriendo pegar a mi Isidrín. Al poco tiempo, un misterioso lobo, un tal Ársene Hipólito Luopin, se hizo cargo de lo que quedaba del circo. Cambió de dirección y volvió a contratar a los tres figuras mencionadas antes, pero sin que vieran ni un duro de lo que se les adeudaba. "Que fueran a reclamárselo al maestro armero", les contestó muy chulito. El grupito se cogió un cabreo del quince y juraron cobrar lo que se les adeudaba a Isidrín, aunque fuera a base de mamporros.

De hecho, rondaban cerca y buscando al zorro de mi cuñado. Los tres vestían iguales, con elegantes trajes de tres piezas de lana o tweed. Encima del traje, un abrigo de cachemir oscuro con buena solapa y donde destacaba un chaleco del mismo tejido. Eran como los Peaky Blinders, pero a lo pobre. Se veía a mil leguas que ese era el único traje que tenían y daban más pena que la muerte de Mufasa.

Me hubiera gustado ayudar a Isidrín, pero ahora me iba mal. Ya estaba dispuesto a decírselo, y escaquearme, cuando me percaté que ya se había largado con todo el grupo dejándome en medio del recinto ferial mientras tres Pobre Blinders me tocaban al hombro.

—¡Vaya, vaya, vaya! ¡Pero si es el gran Rufino! —afirmó el perro sarnoso de Certero.

—¡Seguro que tuvo algo que ver con la desgraciada muerte de mi hermano Rogelio! —continuó Nemeo. ¡Y también es, para rematar, el cuñado de esa rata almizclera de Isidrín!

—¡Menos mal que nos dijo que tú ibas a pagarnos lo adeudado! —exclamó el porcino Enrique, mientras sacaba un pequeño estilete del bolsillo envuelto en un paño y se lo mostraba, entre risas, a sus amiguitos delincuentes—. ¡Y con intereses! —dijo. 

—Te gusta mi stiletto, ¿eh? —me preguntó con aviesa voz.

—¡Eso es un estilete, los stilettos son zapatos de tacón alto, generalmente de cuatro centímetros o más! ¡So cateto! —le respondí, desarmándole con mis conocimientos de moda.

La situación no parecía muy propicia para mi arrebatadora figura. No es que fueran los facinerosos muy imponentes, pero me superaban mínimo seis a uno. Aunque era posible que viera doble. Eran como una hidra ponzoñosa con muchas cabezas.

Pero nada se ha escrito de los cobardes y mucho de los valientes. Yo siempre he sido más de relatar sus valerosas historias mientras tomaba vinitos y ellos criaban malvas.

—Llamad a una ambulancia —les dije—. ¡Pero no para mí!

Ellos se rieron agarrándose la barriga.

Era hora de coger el toro por los cuernos, de acabar con esta farsa, de darle a estos farsantes su merecido. Apuré mi licor y empezó mi recordada hazaña.

Ellos se seguían mofando, viéndose con ventaja ya que yo evidenciaba una clara falta de coordinación. 

Se empezó a hacer un círculo a nuestro alrededor. La gente venía a ver qué pasaba con gran curiosidad. Los carritos de bebé se agolpaban en primera fila como si estuvieran a punto de salir de la meta del Gran Premio de Fórmula 1 de Lóbaco. Yo hasta veía el humo de los tubos de escape. Creían que era otro espectáculo más del circo.

Nada más incierto. Lo que estaban a punto de admirar y presenciar los cotillos era una representación artística, una manifestación cultural a caballo entre la comedia, las acrobacias, un baile regional, la expresión cultural y un duelo a muerte.

La Lupoeira. No confundir con la Capoeira, la Lupoeira tiene sutiles diferencias, apreciables solo a ojos muy expertos. Es un baile, bellamente ejecutado, y que sólo es conocida por tres primos lejanos y un servidor. Parece un sindiós, pero nada más alejado. Se danza en un estado en comunión con la naturaleza, es decir, en un estado en el que tengas que estar sujetando las farolas, y sus movimientos son erráticos, imprecisos y muy extraños. Se complementa dicho baile con risa floja, inclinación a cantar, a bailoteo y ponerse besucón. Para desprestigiar esta noble representación artística, los envidiosos, en otros lares la llaman "el baile del borracho del bar". 


Con un ágil movimiento, le lancé la petaca a los dos jabalís para desarmarles. No sé la razón por la que le diera solo a un león en todos los morros y le rompiera los cuatro dientes que le quedaban. Nemeo se postró de rodillas sujetándose la boca y recogiendo los dientes. Dijo algo parecido a: "Mi cara, mi preciosa cara". Tampoco lo entendí muy bien, le faltaban todas las piezas dentales, sin duda, por una vida de excesos y mala alimentación. 

O por el vino, que es muy malo. El vino malo, quiero decir. A mí no me pasa, yo ya tengo el morro fino para que no me cuelen bebercio malo.

Uno menos. O dos. Yo qué sé.

Certero me rodeó, presto a agarrarme por detrás para que su amiguito me pudiera hacer un siete con el cuchillo. Pero le era imposible, mis movimientos eran gráciles e inesperados. Me escabullía como una anguila. 

El jabalí vino corriendo en mi dirección como una exhalación y armado con su cuchillo. Por el otro lado, el perro se aprestaba a intentar volver a cogerme. Ejecuté mi estudiado movimiento de agacharme agarrándome la naricilla con una zarpa y haciendo una especie de onda con el cuerpo y con el otro brazo en alto. A Enrique le resultó imposible frenar y se precipitó encima del perro. Se enredaron en una bola y rodaron varios metros. En esa melé, el cuchillo hizo estragos. Dejó a ambos hechos un Cristo. Parecía que venían de ser la figura central de una procesión. Nemeo, el león sin dientes, intentó lanzarme un puñetazo en el estómago. Le era imposible. Con cada intento de golpeo, yo me inclinaba con el torso hacia adelante, los brazos a mi espalda y cantando: "ey, ey, ey", y volviendo a erguirme. La célebre maniobra de Rufino, el chocolatero.

El público se lo estaba pasando pipa. Coreaban mi nombre. Yo los animaba alzando mis brazos y acercando mi zarpa a la oreja haciendo como si no los oyera bien.

Enrique, el jabalí, hecho un cromo, con múltiples cortes, se incorporó y se arrancó la camisa como si estuviera en el Pressing Catch. Se pasaba el arma de una mano a la otra. Él se pensaba que sería muy molón, pero se cortaba continuamente ya que se la pasaba por el lado del filo.

Los tres rufianes -ya sólo quedaban ellos, por lo visto los otros tres se habían largado- se miraron, asintieron y se lanzaron en grupo hacia mí.

Y realicé mi movimiento final. El movimiento más secreto de la Lupoeira...

O famoso pontapé nos focinhos —la famosa patada en todos los morros— a los tres con mis recién calzadas botas Doc Martens.

¿Qué de dónde las había sacado? ¿Qué si iba antes descalzo? ¿Eh? ¡Las tenía guardadas en un bolsillo del peto!

Pleno total. Ida y vuelta hice con un solo movimiento. Zas. Zas. Sus dentaduras parecían el piano de un loco. Esta noche al ratoncito Pérez lo habían arruinado. Tendría que buscarse otro trabajo para pagar todos los dientes, quizás vendiendo anís, chocolate y turrón como en esa canción. Aunque con el contrabando de tabaco se gana más. Lo sé por un amigo. Sí. Un amigo.

Me acerqué a un puesto de emergencia con una manguera de agua a presión. No era para beber agua. Yo no tomo agua, el agua es para los patos, pero necesitaba la manguera para rematar la faena.

Giré la boquilla y la abrí a tope. Un inmenso chorro de fría agua les golpeó de pleno arrastrándoles, como la mala hierba que eran, fuera del recinto ferial. El espectáculo había acabado.

El público estalló en aplausos y risas.

Unos extasiados patos me pusieron encima un cinturón de campeón y una bandera de los Estados Unidos de América.

La banda de música empezó a tocar mi himno: God saves the wolf Rufino, mientras el sol, rendido a mis pies, me calentaba con sus rayos. Los niños me abrazaban, rogando y suplicando ser como yo cuando fueran mayores. Les dije que estudiaran mucho, que se alejaran de las tabernas. A ver si ahora les va a dar por ir y va a haber escasez con la tontería que les había dicho.

A hombros y "coronao" me sacaron del recinto ferial.

Tan grande fue mi hazaña que un espectador llamado Hércules quiso hacer suyas mis proezas y adornándolas con chorradas varias de rebuscado nombre, que, si capturó la cierva de Cerinea, el toro de Creta, el león de Nemea, y blablablá.

Nada menos que doce trabajos míos, en total, se apropió el malandrín del griego.

¿Qué? ¿Decís que no hice ninguna? A ver si nos fijamos un poco. Que las hice todas.

¿Qué? ¿Sois muy vagos y queréis un resumen? Cualquier cosa que dure más que un video TikTok os da pereza. Madre, qué juventud. ¿Y vosotros vais a pagarme la pensión?

Vamos allá:

1. Excelente tiro al pato en el puesto (Expulsar a las aves del Estínfalo), 2. Rendición y entrega de los peluches equinos (Robar las yeguas de Diomedes), 3. Degustar mi famoso Wolfmeister (Capturar a la cierva de Cerinea), 4. Tomar prestadas las manzanas glaseadas (Robar las manzanas doradas del jardín de las Hespérides), 5. Comerme los tres cachopos con patatas panaderas (Robar el ganado de Gerión), 6. Dominar perfectamente el toro mecánico (Domar al toro de Creta), 7. Ver a mis despiadados enemigos estando yo un poquitín piripi (Matar a la hidra de Lerna), 8. Dejar sin dientes a Nemeo (Matar al león de Nemea), 9. Darle su merecido al jabalí Enrique (Capturar vivo al jabalí de Erimanto), 10. Vencer como un titán al perro Certero (Raptar al perro de Hades, Cerbero), 11. Utilizar el agua para limpiar y no para beber (Limpiar los establos de Augías) y 12. Coronación del innegable campeón (Robar el cinturón de Hipólita).

Mientras me llevaban a casa vitoreando mi nombre, esperaba que Isidrín hubiese llevado a los críos a sus respectivos hogares. De lo contrario, me iba a matar Margarita, llevara puesta la bandera de Estados Unidos o no.

Bueno, ya se ocuparía de eso el Rufino del futuro.

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Comentarios

  1. Rufino quiere agradecer a sus correctores habituales (Luis, Beto, Yoli) su esfuerzo en narrar sus aventuras. Esta vez se ha sumado también Mónica (¡gracias!). Son sus hazañas tal despliegue de emoción que requieren de cada vez más peña revisando. Pues eso, vosotros a corregir y él tumbado a la bartola.

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  2. Ese griego envidioso. Le cambia el nombre y dos cositas más, y mira lo famoso que se hizo. 😜 God saves the Wolf Rufino.🐺👑

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  3. Rufino tan gracioso como siempre. Es el mejor y punto.

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  4. Otra grandiosa historia de Rufino. Me ha encantado. Rufino tiene un estilo único y personal que engancha. 👍👍👍

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  5. ¡Hagamos un club de fans de Rufino! Aunque ya lo que le faltaba. A este tío no le hace falta abuela. ¡Pero qué leches! Se lo merece. Le envidio tanto...

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