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En el valle de la locura - Luis Fernández (Mes antológico Cthulhu)



Correspondencia de Carter, diagramas y fotos de Harry Burton
Foto de Martin Norris Travel Photography 2 / Alamy

Hace apenas una semana que mi padre, el arqueólogo Howard Carter, murió a los 64 años en su casa de Londres, olvidado por la sociedad científica a la que tantos años de su vida había entregado.

En la mañana del 3 de marzo de 1939, al entrar en su habitación, lo encontré hundido en su cama, con el rostro desencajado. Había muerto con los ojos abiertos de par en par y en terrible agonía. A los pies de su lecho, unas pisadas marcadas en montículos de arena. Agarrado a un diario cuya existencia desconocía. Era quizás este diario lo único de valor que nos quedaba y siendo pobres como ratas, y que el Altísimo me perdone, pensé que el diario quizás pudiera aportar algún ingreso futuro y antes de que viniese un médico para certificar la defunción, le rompí los dedos para hacerme con él.

A pesar de ser artífice del maravilloso descubrimiento de la tumba de Tutankamón, y verse salpicado de títulos honoríficos desde diversas partes del mundo, mi padre no recibió ningún honor real o académico en el Reino Unido, y fue constantemente rechazado por sus colegas en los círculos egiptológicos.

Tras años catalogando todos los artefactos de la tumba, mi progenitor se retiró de la arqueología. Continuó viviendo en una casa cerca de Luxor en invierno y mantuvo su residencia en Londres. 

Pero a medida que el interés en Tutankamón se apagaba, sus amigos le fueron dando la espalda.

Recluido en su casa londinense, demacrado por incontables y constantes fiebres, una fatiga persistente que le impedía abandonar la cama y unos extraños bultos que recubrían la totalidad de su cuerpo; hacía mucho tiempo que a mi padre nadie le visitaba. Su comportamiento, cada vez más errático y estrambótico, junto a la insistencia de que la casa permaneciese a oscuras a todas horas; había terminado por espantar a los pocos amigos que le quedaban, entre ellos al persistente Sir Arthur Conan Doyle.

A su entierro, en el cementerio de Putney Vale, al oeste de Londres, sólo asistimos nueve personas, entre ellas, mi odiada madre Evelyn Carnarvon.

Oficialmente, mi padre no tuvo descendencia. La mía se ocultó a ojos de la puritana sociedad inglesa de principios de siglo. Máxime cuando era el hijo bastardo de la hija de Lord Carnarvon, amigo y mecenas de mi padre. Mi madre jamás mostró ningún interés en criarme y siendo un caballero como soy, omitiré, de aquí en adelantemis sentimientos hacía ella.

En su testamento, redactado muchos años atrás, mi padre exigió que cinceláramos en el epitafio de su tumba, junto a su amor por Tebas, la extraña frase: «Oh, noche, extiende sobre mí tus alas, como las estrellas imperecederas»​.

Ahora, a solas en la casa y en una noche oscura, oscuridad que tanto parecía adorar mi padre, me he armado de valor para leer el diario que mi padre con sumo celo me ocultó durante tantos años.


Uno de los muchos sellos agrietados de la tumba de Tutankamón
Foto de Harry Burton / Alamy

Al borde de la merecida muerte que me espera, me veo en la necesidad de confesar los acontecimientos que me ayudaron a descubrir la tumba de Tutankamón y del impío trato que me vi obligado a cumplir a principios de noviembre de 1922.

Mi vida se ha visto marcada por una infame decisión tomada una noche por la más pura de las frustraciones y, para qué negarlo, por el incondicional amor y devoción que le profesaba a mi amigo George Herbert, conde de Carnarvon.

He arrancado cada una de las páginas de mi diario anteriores a los hechos relacionados directamente con el descubrimiento de la tumba. No estimo que sean importantes al ser una acumulación de largos años de fracasos. Mi anodina vida anterior estaba exenta de valor alguno.

Caído en desgracia por un desgraciado incidente con unos turistas franceses cerca de la pirámide escalonada de Zozer, tuve que renunciar a mi puesto de inspector de antigüedades del Alto Egipto y me vi obligado a vender acuarelas baratas a los turistas que tanto odiaba para subsistir. Despojado de toda dignidad hasta la aparición de George Herbert. Yo seguía anhelando noche tras noche encontrar la tumba del niño faraón.

Fue Lord Carnarvon el único que creyó en mi ciega fe cuando todos los demás arqueólogos serios se reían de mí, tachándome de demente. Aprovechando la marcha del anterior propietario de la concesión para excavar en el Valle de los Reyes, un enfermo Theodore M. Davis, Lord Carnarvon se hizo con los codiciados derechos y financió durante quince largos años mi irreductible fe en encontrar la tumba de Tutankamón.

Yo, un hombre de origen humilde, sin estudios académicos, de naturaleza enfermiza, de modales encorsetados e inclinaciones sentimentales poco aceptadas, había encontrado en la figura de Lord Carnarvon, un mecenas, un amigo y un amante.

Transcurrieron los años y la frustración por encontrar la tumba año tras año fue en aumento. Harto de esperar resultados, Lord Carnarvon, acabada su paciencia, me lanzaría un ultimátum a principios de octubre del año 1922. O le daba resultados en cuestión de dos meses, o retiraba la financiación. Al igual que su paciencia, nuestra relación sentimental prohibida también había llegado a su fin.

Desesperado y abatido por mi continua incompetencia en hallar el templo, mis visitas, esporádicas al principio y más frecuentes más adelante, al fumadero de opio del árabe Abdullah Alhubu era mi única salida para escapar del empapado sudario de mi frustrante realidad. Entre sus paredes pasaba noches enteras ajeno a toda realidad.

En uno de mis viajes oníricos, soñaba que cerca de una ciudad de torres infinitas sepultada por el desierto cerraba un pacto con una criatura repugnante, ataviada con una raída túnica polvorienta y de nauseabundo olor. Un pacto impío. Me entregaba entre gorjeos la opción de hallar el templo de Tutankamón a cambio de un precio. Ocho almas condenadas, entregadas y vendidas a servir a su señor hasta el advenimiento de Nyarlathotep, el caos reptante, siendo mi alma la última que se cobrase en el momento que decidiese su señor.

Embriagado por el opio, accedí entre risotadas. No pensé que la propuesta fuese real. Nada lo parecía bajo la sofocante sombra de aquellas kilométricas torres ciclópeas que ocultaban el sol. El espantoso ser demandó que escribiese únicamente el primer nombre de las siete almas que iba a sacrificar en un papel. El resto de los condenados podría escribirlos a posteriori. Accedí y redacté el nombre que jamás pensé que fuera a escribir a cambio del éxito. Caí tras el pacto en un sopor intranquilo. Al despertar estaba bañado en sudor.

A la mañana siguiente, el 4 de noviembre, un aguador de doce años llamado Hussein Abdel-Rassoul, tropezaría con un escalón enterrado en la arena de la tumba enterrado bajo las arenas.


Hussein Abdel-Rassoul
Foto de Harry Burton / Alamy

Excavé los escalones como un poseso hasta hallar una puerta de barro adornada con sellos y jeroglíficos. Una vez frente a la puerta, demandé ocultar la escalera de nuevo y mandé un telegrama a Carnarvon con la buena nueva.

Dos semanas y media después, Lord Carnarvon llegaría desde Inglaterra acompañado de su hija Evelyn.

El 24 de noviembre de 1922 terminamos de excavar la escalera en su totalidad. Dos días más tarde, carcomido por la curiosidad, Lord Carnarvon, su hija Evelyn junto al ayudante Arthur Callender realizamos una pequeña abertura en la esquina superior izquierda. Acerqué la luz de una vela para vislumbrar el interior de la estancia.

Fue en ese momento, cuando horrorizado me di cuenta de que el pacto que había soñado y cerrado con aquel repugnante ser días atrás, era muy real.

Desde el interior de aquel sepulcro aquel ser del averno soñado me estaba esperando y observaba curioso.

Carnarvon me preguntaba sin cesar que qué era lo que veía. Tras disiparse el fétido flujo de aire caliente, le respondí con la mentira morando en mis labios "¡Cosas maravillosas!" cuando era el vivo ojo del ser repugnante del pacto el que me devolvía la mirada desde el interior.

A pesar de que las autoridades egipcias nos habían prohibido entrar e inspeccionar el sepulcro, aquella misma noche al amparo de la oscuridad, rompí el sello y me adentré a solas en el sepulcro. Necesitaba saber.

El ghul me estaba esperando agazapado entre los maravillosos objetos de marfil y oro, cofres, tronos, altares y estatuas del joven faraón y me recordó con su torturada voz que su señor había cumplido con su parte del pacto y que ahora debía entregar las almas que había prometido. Con sus manos ponzoñosas y cubiertas de llagas me entrego el papel con los nombres escritos con mi puño y letra. Tras leerlos aterrorizado, volví a sellar torpemente el sepulcro y salí huyendo con el único abrigo de las malvadas sonrisas tras mía. El ghul se encargaría de acabar con los nombres de la lista con la única excepción del primer nombre que debía morir por mi mano.

Unos días más tarde, la tumba se abriría oficialmente en presencia de varios dignatarios invitados y oficiales egipcios.​ Habíamos descubierto la antecámara de la tumba y encontrar el sarcófago del faraón sólo era cuestión de tiempo.

Finalmente, el 16 de febrero de 1923, conseguimos acceder al sarcófago de Tutankamón, tras derruir una pared falsa de la antecámara.

A finales de febrero de 1923, Carnarvon, durante una discusión, interrumpió la excavación. Envalentonado por el éxito y expuesto a la opinión pública, no deseaba que nuestra relación sentimental se diera a conocer. Es cierto que Evelyn se había encaprichado conmigo, pero todas las atenciones amorosas que pudiera tener con ella eran fruto del egoísmo de querer seguir estando cerca de mi amado Herbert.

Una carta en mi habitación, cerca de mi lecho, me confirmaría el peor de mis temores.

"Mi querido Carter, me he sentido muy desgraciado hoy... No sabía qué pensar ni qué hacer, y cuando he visto a Eve, me lo ha contado todo. No me cabe duda de que he hecho muchas idioteces y lo siento mucho... pero solo hay una cosa que quiero decirle y que espero que siempre recuerde... cualesquiera que sean sus sentimientos hacia mí, ahora o en el futuro, mis sentimientos hacia usted nunca cambiarán".

Enfadado, sumamente dolido por el hecho de no haber sido más que un capricho para Lord Carnarvon, le deseé la peor de las muertes.

Cegado por el dolor, y sabiendo que Herbert era delicado de salud y propenso a las infecciones pulmonares, introduje un mosquito infectado con erisipela en su habitación del hotel Savoy de El Cairo, mientras cenaba con su nuevo amante, Alan Gardiner.

Lord Carnarvon fallecería el 5 de abril de ese año a causa de la picadura entre terribles dolores. Taché el primer nombre de mi lista.

Todas las luces de El Cairo se apagaron la noche que murió.


Evelyn Herbert, Lord Carnarvon, Howard Carter y Arthur Callander
en la entrada de la tumba de Tutankamón, noviembre de 1922
Foto de Harry Burton / Alamy

Los restantes seis nombres los fui escribiendo a medida que transcurrían los días. 

Meses después, en septiembre de 1923, volvería a tachar otro nombre de mi lista, al medio hermano de Lord Carnarvon, el coronel Aubrey Herbert. Murió oficialmente a causa de las complicaciones de una operación.

Se uniría su muerte, un año después, las del radiólogo Sir Douglas Reid, encargado de estudiar la momia, que enfermó gravemente en Egipto y Arthur Mace, el hombre que tantas veces me había llamado degenerado durante los primeros años de la excavación y el encargado de dar el último golpe al muro para entrar en la cámara real.

También incluí en mi lista a mi odiada secretaria que moriría de un ataque al corazón, a su adorado padre que se suicidaría poco después y a un profesor canadiense que murió de un ataque cerebral y que osó poner en duda mi meticulosidad de trabajo antes del descubrimiento.

Postrado en mi cama, llevo más de quince años esperando la visita del gul para llevarme con su señor. No deseo volver a ver su espantoso rostro y he ordenado que tapen todo resquicio de luz de la casa. Deseo que cuando se presente, lo haga al amparo de la oscuridad. Sé que esta noche me visitará.  

He cerrado los ojos y empiezo a recordar la magnificencia de la tumba del faraón mientras oigo el crujir de unas pisadas fuera de la habitación como si pisaran arena del desierto.

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El tesoro, adyacente a la cámara funeraria
Foto de Harry Burton / Alamy


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Comentarios

  1. Buenísimo relato. Me ha gustado mucho.

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  2. Como todos tus relatos, me ha encantado. Una gran historia realmente narrada con gran maestría. Un gran trabajo, misterio en el viejo Egipto.

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  3. Muy buen relato, sin duda. Enhorabuena Luis por tus explicaciones sobre los sucesos que envolvieron aquel descubrimiento. Igual has dado en el clavo 😁

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  4. Me gustó tu relato y sinceramente me supo a poco.
    😘😘

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  5. Un relato magnífico. Enhorabuena, Luis.

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