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La isla del tesoro de Rufino (2ª parte)

 


Resumen 1ª parte:

No te la voy a hacer, léelo cacho vago/a. Que estar tres horas con el móvil no te cuesta.

"He estado informándome y en todas las religiones me voy al infierno"

SEGUNDA PARTE

"El descubrimiento del tesoro y regreso a casa"


¡Ay, ay! ¿Qué tipo de malas personas pueden desear acabar con un espécimen tan agradable a la vista como un servidor? ¡Un lobo entre los lobos! ¡Y quedarse tan panchos! ¡De la peor calaña, de los que sólo se merecen la muerte más horrible!

¿Que qué pasa con los demás? ¿Quiénes? ¿Los demás tripulantes? ¿Que si no me importaban los demás marineros que me iban a acompañar en tan terrible destino?
Pues mira, no.

Malamente podría yo sosegarme, y mucho menos dormir, lo que restaba de noche pensando en cómo podría salir indemne de este embrollo y salvar el pellejo. Noche toledana se avecinaba, sin pegar ojo, comido a preocupaciones. 

A la mañana siguiente, tras haber dormido mis buenas diez horas a pierna suelta, y después de asearme la cara en el único barril de agua dulce del barco, sumergiendo la cabeza y echándola varias veces para atrás mojando toda la cocina, al más puro estilo de Instagram, decidí lo único que era plausible.
Comerme todos los torreznos de la cocina.
Como un ansias. No sé qué me pasa con los torreznos, estoy como hechizado, pero me entra así, como un ansia viva.
Dicen que nunca tomes ninguna decisión en caliente o enfadado, he comprobado que está frase es falsa. La afirmación correcta es que nunca, y es nunca, tomes ninguna decisión con el estómago vacío. Ahí le has dao. Los rugidos de la barriga te impedirán pensar con claridad.
Y con hambre, lo más seguro es que veas a todos los paisanos con cara de torrezno segoviano andantes.
 
Salí a la cubierta sacudiéndome las migas y me percaté, con mi perspicacia innata, que había muy mal rollo entre la tripulación. 
Hasta ese momento simulaban obedecer las órdenes y se mostraban de buen humor, pero hoy, de pronto, tenían una expresión adusta, seguían las órdenes del capitán a regañadientes, con desgana y a destiempo. Todos sentían que algo estaba por suceder. Lo achaqué a que algo deberían olerse de su nefasto destino. Seguro que se habían enterado de todo el percal, los muy cotillos, arrimando un vaso a la pared y escuchando conversaciones ajenas. ¡No soporto a los chismosos!
No se les veía limpiando, arreglando los aparejos o realizando las que fueran las típicas tareas de un barco pirata ilegal. Entre nosotros, yo tampoco es que supiera muy bien cuales eran dichas tareas, ya que, según el resto del pasaje, no había hecho ni el huevo desde mi llegada. Unos envidiosos. Encima estando, como estaba, totalmente derrengado por la mala noche que me habían hecho pasar.

El castor pirata, desde lo alto del mástil, divisó tierra y pareció que los ánimos se tornaban alegres. Todos los piratas se empezaron a preparar para desembarcar y realizar una excursión por tierra firme. Reían charlaban alegremente sobre cómo se iban a repartir el tesoro una vez que lo hubieran hallado. 
Las caras del loro, la loba y de Billy Bones eran un poema. En el barco todo Perry sabía de la existencia del tesoro de marras. ¡Vaya bucaneros de pacotilla! ¡Ya no sabemos ni mentir a la tripulación!¡Qué falta de profesionalidad! ¡Les había durado en secreto el plan medio día!
La alegre tripulación iba echando a un bote lo más imprescindible para la búsqueda del tesoro, entre otras cosas: cuatro palas, tres azadas, dos sombrillas de playa, una barbacoa de gas de tres fuegos Napoleón, tres neumáticos de camión, un cortacésped y varios cofres vacíos.

Para cuando se dieron cuenta que el excesivo peso del bote había hecho que estuviera hundiéndose, yo ya me hallaba lejos con el segundo y último de ellos viajando en dirección a la isla, rumbo a mi merecidísima riqueza. ¡Honor y gloria!
«¡Qué alguien haga algo!», chillaba desesperado el loro comiéndose el sombrero. Todos iban como pollos sin cabeza.
Y yo a lo mío, remando con el corazón henchido con la esperanza de ser más rico que las Kardashian hacia la isla. El mar se empeñaba en salpicar mi atlético cuerpo en mi trayecto hacia la costa.
Eché la vista atrás y vi a Mary Red, desde la popa del barco, muy enamorada, lanzarme encendidos besos de amor que eran el motivo, indudablemente, de esa conmoción en la mar. Las malas y envidiosas lenguas dirán que no eran ósculos de pasión sino mortíferos disparos de mosquete de la enfurecida y despechada loba pirata.

El golfo del loro, de pura rabia, salió volando raudo en mi dirección para hacerme el mal y cuando ya estaba a punto de alcanzarme, le metí un viaje con el remo.
Como si jugara al beisbol. 
Me coloqué la zarpa encima de la frente para que me hiciera de visera y ver su viaje de regreso al barco. Parecía uno de los Angry Birds, el pequeñajo, el que es de color amarillo.
El pequeño cuerpo del pajarraco realizó un arco y terminó rebotando contra el mástil principal del galeón, soltando un montón de plumas de colores como confeti. Hasta me pareció escuchar maullar a un gato. 
Incluso sus descendientes se acordarían de aquel magnífico Home Run Rufinesco.
Rematé la acción mandándole un beso y guiñándole pícaramente un ojo a la loba.
Esta, supongo de honesta pasión, pasaba por todos los colores del arco iris.
El oso capitán la agarraba ya que parecía que iba a lanzarse al agua loca de amor. 
«Tranquila, pichón, este lobo es mucho lobo para ti. Mucho arroz para tan poco pollo».

Di unas cuantas brazadas más con el remo y encallé el bote en la playa. De un grácil salto, pisé arena internándome jubiloso a por el tesoro del que no tenía ni pajolera idea dónde se hallaba.

Empecé a recorrer la isla por mi cuenta.
El sol brillaba sin piedad sobre mi cabeza, y las aves costeras volaban y pescaban a mi alrededor.
«Pero, chico, qué calor hace aquí, ¿no?», pensé mientras me vertía sofocado todo el agua dulce que había arramblado del galeón encima de mi testa.
Tras vaciar casi al completo el agua de la cantimplora robada al capitán oso, derramé el resto del líquido para limpiarme las botas. 

Deambulé unas horas por la isla hasta darme cuenta de que estaba deshabitada, los demás piratas tardarían en llegar, no sé la razón, y que a mi alrededor no había ni un alma viva, salvo las de los pájaros, animales mudos y mogollón de cocos.
Un rollo de isla. Más aburrida que escuchar una partida de ajedrez por la radio.

La verdad es que desierta, lo que se dice desierta, no estaba.
En mi exploración, me encontré en lo alto de una colina, con un hombre de aspecto salvaje, comido a malaria, que me hizo señas. Se hacía llamar Ben Gunn y vivía solo desde hacía muchos años en la isla. Poseía otro mapa del tesoro (¿Qué pasa con los mapas aquí?, ¿los regalan con las tapas de los yogures?) y compartiría tan fastuosa riqueza, si le ayudaba a salir de ahí.
Le dije que mi Papá no estaba en casa y que tenía permanencia con mi compañía telefónica.
Le dejé vociferando. Tanto tiempo solo le habría hecho enloquecer. No me gusta la gente que grita, ni los locos, ni los enfermos, ni lo pobres. En general, ahora me doy cuenta, no me gusta la gente.
A las locas por mis huesitos sí las tolero un rato, más no, que luego se ponen muy pesaditas. Te quieren atar, ¿sabes? ¡Y yo soy libre, LIBRE, como el viento de la sierra de Cazorla!

Volviendo a lo que nos interesa, tenía más posibilidades yendo a mi rollo buscando un tesoro sin tener ni idea de buscar ni de nada. Estuve un rato buscándolo con un palo de esos de zahorí, pero me di cuenta que era para buscar manantiales subterráneos y no tesoros.
Así soy yo. Improvisando.

Di otro voltio de diez minutos y me cansé. Aquí no hay nada más que cocoteros.

Quizás no sería mala idea, regresar al barco y hacerme con un plano del tesoro.
Y como era muy joven y alocado, esa idea me pareció la más plausible de entre todas mis pocas opciones.
Además, tenía mucha hambre y los cocos no me gustaban nada. 
Se habla mucho de las bondades de esta fruta que, si es deliciosa y nutritiva, amigable con el medio ambiente, muy beneficiosa para el cuerpo y apenas tiene contraindicaciones, pero son chorradas. Todo mucho bla, bla, bla y poco ñam, ñam, ñam.
Lo que no te dicen de los cocos, es que son muy laxantes. 
Y yo, después de comerme media docena, ya tenía el culo como un mandril.

Mi aventura así no podía continuar. Tocaba reconquistar el barco, y de paso hacerme con un plano del tesoro. Quedaba descartado ayudar al loco ese de la colina, al que hacía un rato tuve que volver a lanzarle unas piedras y hacerle aspavientos con los brazos (¡fus, fus!) para que me dejara en paz.
Iría al abrigo de la noche, ahora estaba muy ocupado tras una palmera con los pantalones bajados.

***

Cuando un manto de estrellas cayó sobre la isla y una providencial niebla sobre la mar, se me ofreció la protección necesaria para llegar sin mayores contratiempos a la Hispaniola. 
En el barco, dos vigías borrachos, peleaban y discutían entre sí. Algo acerca de la falta de agua dulce. 
La gente se embarca en viajes y no se prepara mínimamente. Lo que digo yo siempre, unos principiantes.

Por el otro extremo de la embarcación, pude vislumbrar, que el remendado bote se dirigía a la isla cargadito de piratas. Parecía la atracción del Parque Warner del aserradero del Viejo Oeste. Hasta los topes iban.
¡Qué miserables! ¡Pretendían pillarme a contrapié! El capitán oso indicaba la dirección apoyando un pie en la cubierta y con un sable desenvainado. 
¿A dónde irían a estas horas?
Trepé por el ancla a la enorme embarcación a pulso, bueno realmente fue de un modo menos heroico. Apoyándome con las patas y dando mordiscos con el hocico, las manos las tenía ocupadas sosteniendo unos sables de abordaje.

Cuando alcancé la borda, ambos piratas miraban curiosos como mi pequeño bote estaba siendo engullido y destruido por la popa del barco. Mi aparición en cubierta, por el lado contrario, facilitó que unos pequeños giros de mi trasero, como si perreara, golpearan los suyos para que se precipitaran a una nefasta muerte. 

He exagerado un poco. Cayeron al agua y se fueron nadando a la isla.

Había reconquistado el barco a base de sangre, sudor y tras una ardua batalla por mi vida.
Ese soy yo, un lobo valiente y audaz. Haciendo lo que mejor se me daba.
Actos heroicos.

Descolgué la bandera negra e icé la mía. Me la había cosido mi madre hace años y se me veía con una cara un poco tontorrona, pero me valía.
Me fumé un pitillo satisfecho.



Mientras apuraba el piti me percaté que tenía un problemón encima. Estaba peor que antes.
Sin bote.
Sin mapa.
Sin tripulación para manejar el barco.
Lo único que tenía era hambre.
Y tampoco sé nadar. Vaaale, sí sé nadar, pero lo hago mal. Cosa extraña, ya que todo lo que realizo roza la excelencia.
Me da mucha impresión el agua helada y me meto como una garza con las patas levantadas.
Y tampoco hay que ser el primero en lanzarse al agua para, por ejemplo, rescatar a alguien, si lo puede hacer otro antes y mejor.
El cementerio está plagadito de valientes y mojados cadáveres.
¡Qué mala suerte tengo! Es como cuando como Roscón de Reyes y siempre me corresponde pagar al tocarme el haba. Es posible que algo tenga que ver que me zampo casi todo el bollo yo solito.

Sopesando mis opciones, recorriendo el barco —buscando algo que meterme al buche—, vi unas botas sobresaliendo tras unos barriles. 
Con horror descubrí que la botas estaban todavía unidas a las piernas y al cuerpo de un marinero.
Era el castor. El que se hacía llamar Calico Castor. 
Sí, estaba tieso, ¿qué pensabas, que estaba durmiendo la mona con el panorama que yo tenía encima?
¿Estaba sorprendido? No.
¿Era la primera vez que veía a un muerto? No. 
Estaba acostumbrado a ver a muertos, de hecho, en mi posada, todas las noches sacábamos tres bolsas de basura y media docena de muertos del establecimiento.

En el pecho del castor se hallaba enterrado un puñal con una nota enrollada.
«Que muerte más horrible e indigna. Este marinero se merece respeto», pensé mientras cambiaba sus botas nuevas por las mías llenas de barro y ajadas, y rebuscaba entre sus bolsillos del pantalón.

En la nota venía plasmado «Rufino». Y como no conozco a nadie que responda a ese nombre tan elegante nada más que este servidor, la leí con interés.
También miré suspicaz a todos los lados, por si hubiera algún otro Rufino en esta historia y resultara que no era para mí el papelito. Aunque la hubiera leído igual.

«Rufino, si estás leyendo esto estaré muerto...»
Es broma, no ponía eso.
«Rufino, he estado velando por ti desde que subiste a bordo. Protegiéndote por la deuda de honor que tenía con tu abuelo, el afamado pirata Barbaloba, y con tu madre, Anna Bonny. Llevaba varios días observándote en la posada, pero tu temeridad y audacia precipitaron los acontecimientos, teniendo que intervenir en no pocas ocasiones a bordo del barco, sin que fueras consciente de ello, para salvarte el pellejo. Ahora nos dirigimos el resto de los que quedan vivos en la busca del tesoro. Contaba con que leyeras la nota, eres muy terco, como tu madre. Te ruego no nos sigas en pos de un tesoro tan fabuloso que te haría rico y famoso ya que no te podré proteger más.
PS. Sí, he matado yo al castor».

Releí dos veces más la nota por si se me había escapado algún detalle.
Nada, ni rastro de dónde había algo para comer o beber. Un timo de nota.
Me asomé a la borda y vi las luces de las antorchas de los piratas danzar en lo profundo del bosque. Y yo aquí, empobrecido por las circunstancias, pero nunca vencido.

De súbito tuve una "rufinada". Una rufinada pueden ser dos cosas: una frase brillante o una idea muy buena, audaz y con pocas posibilidades de éxito. Una epifanía pero no de nivel dios sino de nivel Rufino, algo superior. Me miré en un pequeño espejo clavado en un mástil, me reafirmé en mi idea sabiendo que el único que ha ganado dinero yendo para atrás había sido Michael Jackson y puse en marcha mi idea.
Subí el ancla, desenrollé las velas y até al castor al timón. El viento y la firme dirección del muerto llevarían el galeón directo a la costa. Yo saltaría un poco antes de que se estrellara y apañado. Ni las patas me mojaría.
Esta idea me la copió posteriormente Bram Stoker para la célebre llegada de Drácula a Inglaterra en su novela homónima.

Dicho y hecho. Un poquito antes de que se estampara el barco contra las rocas, yo ya saltaba a unas palmeras grácil como una mariposa, ayudado por una pértiga de casi tres metros.
De cómo volvería a la civilización sin barco, es una cuestión que ahora mismo no me interesaba contar, ni a ti tampoco escucharla, so cotillo.
Seguí las titilantes luces del fuego hasta que oí unas discusiones muy encendidas.

Vaya, vaya, va a resultar que no se llevaban tan bien los piratas. ¿Ya no nos parece tan divertido ir a buscar un tesorito? ¿Eh? ¡EEEEHHHH!

Es lo normal en gentuza de esta calaña, dedicándose a esto de robar y esas cosas moralmente reprochables.
En un claro del bosque, junto a un árbol podrido, descansaba un esqueleto recién desenterrado de su fosa.
Alrededor de los huesos, y de un cofre rebosante de monedas y barras de oro, tres piratas se apuntaban con mosquetes en un improvisado duelo mejicano.



Para los que no sepáis lo que es: se trata de una situación en la que, confrontados los tres oponentes, véase piratas, ninguno encuentra una clara ventaja en ser el que ataque primero.
Sólo quedaban con vida tres criminales, los demás bucaneros estaban tocando el arpa en el cielo o la mandolina en el infierno. Eran el mal cocinero y peor pirata Billy Bones, la bella y pérfida Mary Red y el sanguinario loro Jack Parrot.

Aunque os parezca que soy un desalmado y una criatura vil, no lo soy.
No deseo mal, a conciencia, a nadie. Al menos, y si lo hago, lo hago sin que me vean.
Era una situación muy tensa para mis nervios. Debía de permanecer en completo silencio para no provocar un baño de sangre.
Sí, en completo silencio. SILENCIO. Shhhhh.

Carraspeé un poco, bastante en verdad, y tosí muy fuerte oculto tras un árbol. También rompí unas ramas. Pisé dos ranas azules. Me rugió el estómago. Toqué la gaita.
El trio ya no pudo aguantar más esa situación y se desató el infierno disparándose entre ellos. Yo, por si acaso, me tiré tras unos setos.
Al disiparse el humo de los cuatro disparos, a los pocos segundos, todos yacían fiambres en el suelo.
Bueno, al loro, le habían disparado tres veces. Y una de ellas, yo mismo.

Encogí los hombros, la fortuna sonríe a los valientes, y cogí el cofre ganado merecidamente con el sudor de mi frente. Pesaba un quintal el muy canalla.
Ahora tocaba retirarse con el dinero. Como el cofre pesaba más que un collar de melones, al ver aparecer a Gunn, le ofrecí que lo cargara él hasta el bote encallado de los piratas y le daría una parte justa, un 5%. Y ya me pareció mucho por no hacer nada y venir a mesa puesta.
Lo habría cargado yo mismo, me habría ahorrado el dinero, pero tenía los riñones fatal, al jerez diría yo.
Le permití el inmenso honor de ser él quien remara durante todo el transcurso de la travesía hasta casa. Él remaba fatigosamente, y cada hora que pasaba lo hacía peor, como si se cansara.
Yo, dentro de mi infinita generosidad, le deleitaba con un extenso repertorio de canciones tocadas delicadamente con mi gaita y comiendo pistachos. De vez en cuando me descolgaba dando ánimos con frases tipo: «Uno, dos, uno, dos» o «Vamos, un poquito de brío, que se te suben los caracoles», «¿Queda mucho, pichón?» o «Mamá, me estoy mareando».

Tres días más tarde, finalmente divisé la costa de mi hogar. Y lo digo en singular, ya que el sinvergüenza de Gunn había tenido a mal, fallecer el día anterior. 
Toqué otra canción con mi gaita y le eché al mar. El sepulcro de los marineros. 
Con tan mala suerte, que el canalla tenía agarrado por un asa el cofre, y al precipitarse al agua se llevó a la tumba mi precioso tesoro. Al intentar evitarlo, en un descuido, mi amada gaita se fue también al fondo del océano.
De mi aventura, sólo me quedaron unas pocas monedas en una vieja bolsa.
¿Si me dolió lo de la gaita? Bah, tampoco la tocaba tan bien. 

***

Meses más tarde, de vuelta a mi triste rutina, mientras lanzaba por la puerta a un escritorzuelo de tres al cuarto, que se apellidaba Stevenson, vi alguien sospechoso al fondo de la taberna.

A mí siempre me han han parecido un poco pedantes estas personajes que tienen dos nombre, Robert Louis Stevenson, como que se las dan de cultos y refinados. Yo me llamo Rufino Andrés y no lo voy pregonando por ahí. 

Este juntaletras escocés, con la promesa de escribir la gran epopeya rufinesca, llevaba varias semanas apuntando en una libreta todas mis andanzas, se estaba bebiendo hasta el agua de los floreros. 

Mientras volaba por los aires, argumentaba que era un afamado escritor, responsable de grandes éxitos literarios como El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, El diablo en la botella y La flecha negra

Un tieso es lo que era, un fantoche, un muerto de hambre.

Aparte que llevaba, el amiguito juntaletras, irritándome toda la tarde, sacando pegas a mi historia: que si el mapa perdido, que si de dónde había sacado los sables al subir al barco esa noche, la pértiga de tres metros, la pistola para disparar al loro, que el número de disparos no cuadraba con los realizados y ese tipo de cosas.

O sea que le agarré de la pechera y le lancé por la puerta, luego me sacudí las zarpas sólo para darme de bruces al girar con mi madre y su largo desaparecida hermana.
Mi tía.
Mary Red.

La verdad es que, visto así, se parecía bastante a mi madre. Pero, chico, las mujeres se maquillan tanto que luego no hay lobo que las reconozca.

«Estimo saldada mi deuda contigo y con padre», dijo la loba. «He protegido al zote de mi sobrino sin que se diera cuenta hasta el final, aunque me dejara por muerta en aquella isla. Au revoir, Rufino!».

Y se marchó. 
Al menos podía haberme dado un beso de despedida en los morros, la rencorosa.

La historia de cómo tuvimos que vender la taberna por no sé qué falta de pagos y algún que otra demanda sanitaria de un tal Conejo Chicote y nos mudamos al gran Bosque, es muy larga y la contaré en otro momento.

Pero aún hoy, algunas veces, recordando mis aventuras en aquella isla, me despierto empapado en sudor y gritando: «¡Loro! ¡Loro!».


Forrest Gump - Feather Theme (Piano Version) 

Notas:
Dentro del imaginario de Rufino existen varias licencias. 
Robert Louis Stevenson (1850-1894) fue un novelista, cuentista, poeta y ensayista británico. Su primera obra fue la novela de aventuras "La isla del tesoro", con lo que no casa muy bien que le dijera a Rufino en un momento dado que era el autor de las otras, y no mencionara la primera. Rufino afirma que le copiaron todo.
Sí, era un borrachín y no se conoce que fuera mal pagador. Pero, claro, dentro de la cabeza loca de Rufino todo es posible.

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Comentarios

  1. 👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻, Rufino y sus aventuras. Me ha encantado, y esperando la siguiente de sus locas vivencias. 💜🐺

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  2. Rufino es simplemente el mejor. Ya está dicho. Rufino no defrauda y es sumamente adictivo. Exijo una entrada mensual en el blog suya. No me conformaré con menos.

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  3. Suscribo cada palabra de Valentin@. Rufino es adictivo y sus tronchantes aventuras son un no parar de reír. ¿Qué nos depara el futuro Klaus, perdón Rufino Andrés? 😄

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  4. y yo suscribo las palabras de Luis, que suscriben las de Valentin@. Altamente recomendables las vivencias sin par de Rufino.

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  5. Y yo suscribo las palabras de todos los anteriores. Rufino Andrés debe aparecer por aquí más a menudo. Qué bien sienta echarse unas risas con las aventuras del más descarado y desvergonzado de los lobos. MARIOLA

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  6. Como siempre, me encantó este lobo pícaro. Es un personaje fresco, único.

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