La isla invertida - Alberto Jiménez (Especial Cthulhu 2025)
Transatlántico "Calypso Meridiana", Océano Índico. Día 7 de la travesía.
El mar estaba plano como una losa. Ni una ola, ni un poco de viento. Parecía que el Calypso Meridiana, aquel transatlántico blanco y ornamentado como un templo flotante, se deslizara sobre una superficie de vidrio negro. Era el séptimo día de travesía, y el Dr. Lionel Thorne no había dormido más de una hora seguida desde que zarparon. No porque no pudiera —la suite que le habían asignado era tan lujosa como insondablemente monótona—, sino porque dormir se había vuelto una actividad peligrosa.
Cada vez que cerraba los ojos, se encontraba de nuevo frente al árbol. No un árbol común, no. Era un coloso de ramas negras que se retorcían en espirales imposibles, creciendo desde un abismo líquido que no era mar ni cielo. Goteaba algo espeso, cálido, como sangre recién derramada.
Despertaba con la boca llena de agua salada. No era una sensación, ni el recuerdo de un sueño. Así lo atestiguaba el charco al lado de su cama y el persistente sabor a salitre. Y de vez en cuando, reptaba una palabra en los labios. Nunca la misma.
Afuera, el mar parecía inmóvil, como si algo gigantesco y dormido se hallase justo bajo la quilla.
El barco transportaba cerca de trescientos pasajeros. Académicos, filántropos, empresarios, incluso artistas excéntricos. Todos convocados al supuesto Simposio de Culturas Perdidas del Océano Índico, un evento tan exclusivo como dudoso.
Lionel fingía leer su conferencia —una disertación sin alma sobre folklore arboriforme en Madagascar— mientras su mente repetía en bucle los diagramas que había copiado, hacía años, del De Arboribus Abysii. Un libro que jamás debió abrir.
Alguien tocó a su puerta. Unos golpes de ritmo específico, como de señal pactada. Luego silencio.
—Adelante —dijo con un tono más bravo de lo que verdaderamente sentía.
Entró una mujer menuda, pelirroja, con la piel curtida por el sol. Iba descalza, con un peto vaquero raído y sucio que olía a salmuera y gasolina. Portaba una reproducción de juguete de un fusil M4 de colores brillantes.
—Doctor —dijo con una sonrisa de dientes irregulares—. El capitán quiere que vea algo.
—¿Quién es usted?
—Shazza —respondió—. Shazza O'Reilly. Soy parte del equipo de seguridad, por decirlo así.
El acento australiano era tan marcado que parecía una broma. Pero no había humor en sus ojos. Solo una calma extraña, vegetal.
Thorne se levantó con lentitud. El nombre le resultaba vagamente familiar, como un eco de otra vida.
—¿El capitán...?
—¡Oh, vamos! ¿Otra vez? —Shazza ladeó la cabeza—. Ya sabe que... quien da las órdenes ahora ha cambiado.
Entonces la luz parpadeó. Solo un instante. Un destello, como si el barco se hubiese sumergido en algo más espeso que la noche.
Cada vez que cerraba los ojos, se encontraba de nuevo frente al árbol. No un árbol común, no. Era un coloso de ramas negras que se retorcían en espirales imposibles, creciendo desde un abismo líquido que no era mar ni cielo. Goteaba algo espeso, cálido, como sangre recién derramada.
Despertaba con la boca llena de agua salada. No era una sensación, ni el recuerdo de un sueño. Así lo atestiguaba el charco al lado de su cama y el persistente sabor a salitre. Y de vez en cuando, reptaba una palabra en los labios. Nunca la misma.
Afuera, el mar parecía inmóvil, como si algo gigantesco y dormido se hallase justo bajo la quilla.
El barco transportaba cerca de trescientos pasajeros. Académicos, filántropos, empresarios, incluso artistas excéntricos. Todos convocados al supuesto Simposio de Culturas Perdidas del Océano Índico, un evento tan exclusivo como dudoso.
Lionel fingía leer su conferencia —una disertación sin alma sobre folklore arboriforme en Madagascar— mientras su mente repetía en bucle los diagramas que había copiado, hacía años, del De Arboribus Abysii. Un libro que jamás debió abrir.
Alguien tocó a su puerta. Unos golpes de ritmo específico, como de señal pactada. Luego silencio.
—Adelante —dijo con un tono más bravo de lo que verdaderamente sentía.
Entró una mujer menuda, pelirroja, con la piel curtida por el sol. Iba descalza, con un peto vaquero raído y sucio que olía a salmuera y gasolina. Portaba una reproducción de juguete de un fusil M4 de colores brillantes.
—Doctor —dijo con una sonrisa de dientes irregulares—. El capitán quiere que vea algo.
—¿Quién es usted?
—Shazza —respondió—. Shazza O'Reilly. Soy parte del equipo de seguridad, por decirlo así.
El acento australiano era tan marcado que parecía una broma. Pero no había humor en sus ojos. Solo una calma extraña, vegetal.
Thorne se levantó con lentitud. El nombre le resultaba vagamente familiar, como un eco de otra vida.
—¿El capitán...?
—¡Oh, vamos! ¿Otra vez? —Shazza ladeó la cabeza—. Ya sabe que... quien da las órdenes ahora ha cambiado.
Entonces la luz parpadeó. Solo un instante. Un destello, como si el barco se hubiese sumergido en algo más espeso que la noche.
El diario de Thorne, recuperado de su camarote días después del incidente, contenía fragmentos imposibles. No había fechas, ni orden aparente. Solo páginas manchadas de humedad, tinta corrida y palabras en espiral.
Thorne —o Van de Roe, según con quién hablara y cómo estuviera el mar esa mañana— descendía cada día a la bodega hermética donde habían construido la cámara de inmersión. Un cilindro de acero, lleno hasta el borde con una sustancia densa y translúcida, creada a partir de fórmulas alquímicas combinadas con compuestos experimentales soviéticos, filtrados a través de antiguas recetas del Codex Yemanjae.
Dentro, flotaban cuerpos. Algunos muertos. Otros... quietos. Sostenidos en una especie de sueño profundo. Ninguno envejecía.
Una mujer se agitó. Era una lingüista etíope, joven, brillante. Había disertado sobre los dialectos sumergidos del Cuerno de África dos días antes del abordaje. Ahora, sumergida, movía los labios. Los técnicos decían que murmuraba, aunque no había oxígeno en la sustancia.
—Está repitiendo algo —dijo Shazza, mirando los monitores—. No sé qué idioma es.
Thorne no necesitó escucharlo.
Era la frase. La misma que oía desde que tocó por primera vez el papel encuadernado del De Arboribus Abysii en la biblioteca restringida de Miskatonic.
Esa noche, Thorne subió solo a la cubierta. No había luna. El mar, nuevamente inmóvil, parecía no reflejar nada. Pero allí estaba: la silueta bajo el agua, gigantesca, se movía. No en líneas. No en curvas. En conceptos. Como si su mera presencia trastornara la lógica de las profundidades.
El mar respondió.
Un sonido hueco, como si alguien hubiera golpeado el casco del barco desde dentro del agua. Luego otro. Y otro. Como si cientos de nudillos líquidos golpearan a la vez. El barco entero vibró. Alguien gritó desde los niveles inferiores. Luego, nada.
Shazza apareció sin hacer ruido. Le extendió un cuaderno empapado.
—Lo encontramos en uno de los camarotes cerrados. Usted lo escribió.
—No lo recuerdo —dijo Thorne, sin abrirlo.
—Usted firma como Van de Roe.
Thorne la miró. Por un segundo, la máscara tembló.
—¿Y qué dice?
—Dice que esta noche es la correcta. Que el árbol ha florecido. Que el portal se abrirá cuando usted lo diga.
Thorne se llevó la mano al pecho. Por debajo de la piel, el corazón latía con un ritmo nuevo. No parecía suyo. No era su vida la que lo empujaba.
Era la marea.
El Calypso Meridiana ya no navegaba. Estaba anclado sobre una fosa sin nombre, no registrada en ningún mapa oceánico oficial. Desde el puente de mando, los O’Reilly mantenían el control. Los motores estaban apagados. La mayoría de los pasajeros, encerrados en los salones inferiores, no sabían siquiera que se había detenido.He dejado de ser uno. Me repito en otras voces. Martín Van de Roe ya no es mi sombra: lo veo actuar sin mí. No lo odio. Él hizo lo necesario.
La respiración líquida ha funcionado en dos sujetos. Uno de ellos aún sonríe. No respira aire, pero sigue vivo. Tal vez ve cosas. Tal vez ya está en el otro lado del árbol.
El mar tiene raíces. Las ramas crecen hacia abajo. El lenguaje humano no puede contener esta geometría, pero los cuerpos sí. Es por eso que los necesitamos.
Thorne —o Van de Roe, según con quién hablara y cómo estuviera el mar esa mañana— descendía cada día a la bodega hermética donde habían construido la cámara de inmersión. Un cilindro de acero, lleno hasta el borde con una sustancia densa y translúcida, creada a partir de fórmulas alquímicas combinadas con compuestos experimentales soviéticos, filtrados a través de antiguas recetas del Codex Yemanjae.
Dentro, flotaban cuerpos. Algunos muertos. Otros... quietos. Sostenidos en una especie de sueño profundo. Ninguno envejecía.
Una mujer se agitó. Era una lingüista etíope, joven, brillante. Había disertado sobre los dialectos sumergidos del Cuerno de África dos días antes del abordaje. Ahora, sumergida, movía los labios. Los técnicos decían que murmuraba, aunque no había oxígeno en la sustancia.
—Está repitiendo algo —dijo Shazza, mirando los monitores—. No sé qué idioma es.
Thorne no necesitó escucharlo.
Era la frase. La misma que oía desde que tocó por primera vez el papel encuadernado del De Arboribus Abysii en la biblioteca restringida de Miskatonic.
Desde entonces, soñaba. Siempre con el árbol. Negro, retorcido, suspendido en un vacío líquido, como si creciera del fondo del universo. A su alrededor, cuerpos humanos colgaban como frutos maduros, ojos abiertos, lenguas largas como raíces. Lo miraban con ternura.He venido a ver al que brota sin semilla.
Esa noche, Thorne subió solo a la cubierta. No había luna. El mar, nuevamente inmóvil, parecía no reflejar nada. Pero allí estaba: la silueta bajo el agua, gigantesca, se movía. No en líneas. No en curvas. En conceptos. Como si su mera presencia trastornara la lógica de las profundidades.
Thorne se arrodilló y tocó la madera húmeda de la cubierta. Murmuró palabras que no sabía que conocía. Una lengua vegetal. No hecha para ser oída por oídos humanos, sino por raíces.Martín Van de Roe... el nombre me vino en un sueño. No lo inventé. Me fue dado. Me necesitaba a mí como máscara. Él no puede actuar en este mundo directamente. Todavía no.
El mar respondió.
Un sonido hueco, como si alguien hubiera golpeado el casco del barco desde dentro del agua. Luego otro. Y otro. Como si cientos de nudillos líquidos golpearan a la vez. El barco entero vibró. Alguien gritó desde los niveles inferiores. Luego, nada.
Shazza apareció sin hacer ruido. Le extendió un cuaderno empapado.
—Lo encontramos en uno de los camarotes cerrados. Usted lo escribió.
—No lo recuerdo —dijo Thorne, sin abrirlo.
—Usted firma como Van de Roe.
Thorne la miró. Por un segundo, la máscara tembló.
—¿Y qué dice?
—Dice que esta noche es la correcta. Que el árbol ha florecido. Que el portal se abrirá cuando usted lo diga.
Thorne se llevó la mano al pecho. Por debajo de la piel, el corazón latía con un ritmo nuevo. No parecía suyo. No era su vida la que lo empujaba.
Era la marea.
La cámara de inmersión era un cilindro metálico, sellado por dentro con resina negra. No había ventanas. Solo un delgado tubo que permitía la entrada de la sustancia: un líquido turbio, denso, de un verde lechoso que parecía más cercano al de la podredumbre que al de cualquier cosa viva. O tal vez, precisamente por eso, era el color de la vida en su forma más primaria.
Thorne /Van de Roe se introdujo en el traje. Parecía un exoesqueleto de otro siglo: pesado, repleto de tubos internos que le llenaron los pulmones con aquella sustancia gelatinosa. Las primeras bocanadas le provocaron pánico puro. El reflejo de la respiración intentaba rechazar lo imposible: tragar líquido. Hundir la garganta en algo que no era aire.
Las costillas dolían. Las fibras del pecho temblaban, buscando desesperadas lo que no podían encontrar. Hasta que, poco a poco, la sangre aceptó. Entre convulsiones, la agonía se transformó en algo más frío. Más antiguo. Más... correcto.
Shazza lo ayudó a sellar las válvulas.
—Cuando esté abajo —dijo, evitando mirarlo a los ojos—, no escuches. No respondas. No mires si te llaman por tu nombre verdadero.
Thorne no respondió. Sabía que ya no había “arriba” ni “abajo” en lo que estaba por cruzar.
El portal estaba exactamente donde lo indicaban los diagramas: a 78 metros bajo la línea de flotación, sobre la grieta de un volcán extinto. No se veía a simple vista. No era una cueva, ni un agujero físico. Era un pliegue. Una arruga en la realidad submarina. Una fractura que ondulaba, apenas perceptible, como el reflejo de un espejo mal formado.
Cuando la grúa soltó el traje en el agua, la primera sensación fue de ingravidez absoluta. No flotaba. No caía. Solo se deslizaba, como si el mar lo aceptara no como un cuerpo extraño, sino como algo largamente esperado.
Avanzó. No era su voluntad la que lo acercaba, la grieta tiraba de él.
Con cada braza, las formas del entorno se deformaban. Lo que parecían ser formaciones rocosas se convertían en columnas. Luego en raíces. Luego en estructuras que desafiaban cualquier lógica arquitectónica. Geometrías que no podían sostenerse en ningún modelo físico, pero que allí, bajo la presión aplastante del abismo, eran sólidas.
Y entonces lo vio.
El Árbol.
No crecía sobre el suelo. Tampoco colgaba del cielo. Simplemente... estaba. Negro. Cicatrizado. Sus ramas eran arterias. Sus raíces, cordones umbilicales que palpitaban hacia lo más profundo de la grieta. A su alrededor, se desplegaba el trabajo del matrimonio O´Reilly: los cuerpos de la mayoría del pasaje e incluso buena parte de piratas prescindibles. No muertos. No vivos. Suspendidos. Algunos tenían bocas donde debían estar los ojos. Otros se habían fusionado en conjuntos grotescos, formando algo que parecía coral y carne al mismo tiempo.
El tronco del árbol se abrió.
No con un movimiento. No con un crujido. Sino como si la percepción de la realidad simplemente decidiera que allí había ahora una puerta.
Van de Roe se deslizó hacia el umbral.
Al otro lado, no había agua. No había aire. Solo una presión infinita que no era física, sino conceptual. Un espacio hecho de pensamientos minerales, memorias fosilizadas. Todo tenía la textura de algo sumergido no en el océano, sino en el tiempo anterior al tiempo.
Y allí estaba.
La Presencia.
Un ojo que no era un ojo. Una conciencia que no tenía forma, pero que proyectaba tentáculos de intención, de hambre, de conocimiento. A su alrededor, el Árbol se replicaba infinitamente. Cada raíz brotaba de otra raíz. Cada rama sostenía otro Árbol. Una red infinita de geometrías imposibles, extendiéndose a través de grietas, simas, sueños y dimensiones. Algunos árboles brotaban en mundos líquidos. Otros en desiertos. Algunos, en cerebros humanos.
Y antes de que la conciencia se fundiera por completo, una última comprensión se incrustó como una astilla final:
Thorne /Van de Roe se introdujo en el traje. Parecía un exoesqueleto de otro siglo: pesado, repleto de tubos internos que le llenaron los pulmones con aquella sustancia gelatinosa. Las primeras bocanadas le provocaron pánico puro. El reflejo de la respiración intentaba rechazar lo imposible: tragar líquido. Hundir la garganta en algo que no era aire.
Las costillas dolían. Las fibras del pecho temblaban, buscando desesperadas lo que no podían encontrar. Hasta que, poco a poco, la sangre aceptó. Entre convulsiones, la agonía se transformó en algo más frío. Más antiguo. Más... correcto.
Shazza lo ayudó a sellar las válvulas.
—Cuando esté abajo —dijo, evitando mirarlo a los ojos—, no escuches. No respondas. No mires si te llaman por tu nombre verdadero.
Thorne no respondió. Sabía que ya no había “arriba” ni “abajo” en lo que estaba por cruzar.
El portal estaba exactamente donde lo indicaban los diagramas: a 78 metros bajo la línea de flotación, sobre la grieta de un volcán extinto. No se veía a simple vista. No era una cueva, ni un agujero físico. Era un pliegue. Una arruga en la realidad submarina. Una fractura que ondulaba, apenas perceptible, como el reflejo de un espejo mal formado.
Cuando la grúa soltó el traje en el agua, la primera sensación fue de ingravidez absoluta. No flotaba. No caía. Solo se deslizaba, como si el mar lo aceptara no como un cuerpo extraño, sino como algo largamente esperado.
Avanzó. No era su voluntad la que lo acercaba, la grieta tiraba de él.
Con cada braza, las formas del entorno se deformaban. Lo que parecían ser formaciones rocosas se convertían en columnas. Luego en raíces. Luego en estructuras que desafiaban cualquier lógica arquitectónica. Geometrías que no podían sostenerse en ningún modelo físico, pero que allí, bajo la presión aplastante del abismo, eran sólidas.
Y entonces lo vio.
El Árbol.
No crecía sobre el suelo. Tampoco colgaba del cielo. Simplemente... estaba. Negro. Cicatrizado. Sus ramas eran arterias. Sus raíces, cordones umbilicales que palpitaban hacia lo más profundo de la grieta. A su alrededor, se desplegaba el trabajo del matrimonio O´Reilly: los cuerpos de la mayoría del pasaje e incluso buena parte de piratas prescindibles. No muertos. No vivos. Suspendidos. Algunos tenían bocas donde debían estar los ojos. Otros se habían fusionado en conjuntos grotescos, formando algo que parecía coral y carne al mismo tiempo.
La voz no llegó por los oídos. No llegó por ningún canal físico. Vibró directamente en la sangre. «¿Sangre? Quizá ahora fuese más correcto llamarlo savia». No era una voz única. Era el eco de muchas lenguas superpuestas. Algunas humanas. Otras... nunca fueron habladas en la superficie.Bienvenido.
El tronco del árbol se abrió.
No con un movimiento. No con un crujido. Sino como si la percepción de la realidad simplemente decidiera que allí había ahora una puerta.
Van de Roe se deslizó hacia el umbral.
Al otro lado, no había agua. No había aire. Solo una presión infinita que no era física, sino conceptual. Un espacio hecho de pensamientos minerales, memorias fosilizadas. Todo tenía la textura de algo sumergido no en el océano, sino en el tiempo anterior al tiempo.
Y allí estaba.
La Presencia.
Un ojo que no era un ojo. Una conciencia que no tenía forma, pero que proyectaba tentáculos de intención, de hambre, de conocimiento. A su alrededor, el Árbol se replicaba infinitamente. Cada raíz brotaba de otra raíz. Cada rama sostenía otro Árbol. Una red infinita de geometrías imposibles, extendiéndose a través de grietas, simas, sueños y dimensiones. Algunos árboles brotaban en mundos líquidos. Otros en desiertos. Algunos, en cerebros humanos.
El traje se desintegraba. La carne se abría. Las membranas pulmonares absorbían no sólo el líquido, sino el concepto de lo líquido. El yo se desgarraba. Las nociones de Lionel Thorne y Martín Van de Roe se disolvían. Solo quedaba aquello que siempre había estado destinado a ser: un nodo más en el sistema radicular del que nunca se puede salir.He cumplido.
Soy el fruto. Soy la simiente.
Y antes de que la conciencia se fundiera por completo, una última comprensión se incrustó como una astilla final:
Después, solo silencio. Un silencio que se escurría.El árbol no crece en la tierra, ni en el agua. Crece en la grieta entre ambas sustancias. Lo que ha brotado esta vez... no tiene raíces que podamos cortar.
Buen relato, muy onírico. Un gran torrente de ideas fascinantes. Enhorabuena.
ResponderEliminarMe halaga ud.
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