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Almas perdidas en la ceniza - Parte 1 de 10 - Luis Fernández




Relato 1 - El vagabundo

Esta es la historia, como a mí me la contaron una fría noche de febrero. Y tal como recordó haberla escuchado, en una oscura taberna, un amigo mío hace muchísimos años de labios de un vagabundo, el cual desaparecería esa misma noche sin dejar rastro alguno de su paradero.

Se encontraba mi amigo de paso por Galicia invitado a una boda. Era ya tarde, y celebraba éste la desgracia del novio en una taberna local rodeado de gente, humo y vino. Gran observador y amigo de los detalles, no tardó en darse cuenta de que, en uno de los innumerables recodos de aquel local, encastrado en la mismísima roca, refunfuñaba un viejo vagabundo de mal aspecto y peor aliento. Tenía la cara curtida a hachazos, unos ojos presos de una tristeza infinita y ambos pies vendados. El humo y la oscuridad reinante lo enredaban, pero ejercía el hombre, dentro de su decadencia, una atracción irresistible. Y, como este conocido mío, era muy amigo de las historias ajenas y de otros vicios, tras unos minutos de cautela, se sentó junto a él ofreciéndole conversación y vino por igual, deseoso de indagar más en su misteriosa vida.

Carlos gozaba de una buena vida. No le faltaba de nada y su trabajo le procuraba un sueldo más que digno, aunque sin hacer aspavientos económicos. Su hermano Pedro, algo más joven, vivía aún junto a él en las afueras de un minúsculo pueblo, en un antiguo establo reformado como casa. La intención de Carlos era casarse con su novia de toda la vida, Maite, dentro de algunos años. Su hermano Pedro era un ser excepcional, disfrutaba de cada momento como si fuera el último, se ilusionaba con cualquier cosa pequeña y le daba a la vida su justo valor. El valor de ser un precioso regalo el estar vivo, poder respirar, vivir, amar y ser amado. Carlos, en cambio, era muy distinto: taciturno y reservado. En el interior de Carlos crecía, desde hacía tiempo, un lobo oscuro que iba ganando terreno día tras día, un lobo que se nutría del tormento y del infortunio de las personas. Llegó un buen día sin anunciarse, sin hacer ruido y se acomodó en él. A Carlos le obsesionaba todo. Todo era profundamente analizado, estudiado, girado y aumentado. Si Maite le comentaba que estaba guapo, Carlos se preguntaba si ella se lo había dicho de verdad o, por el contrario, ese día estaba desaliñado y ella se burlaba de él. El lobo se alimentaba de esas dudas, y fue creciendo con el transcurrir de los años, hasta tal punto, que Carlos vivía en una duda continua. Lo que le causaba no poca infelicidad. No confiaba en nada y en nadie. Todo le parecía subjetivo, banal, falso. Vivía amargado, si a eso se lo podía llamar vivir. Era escueto de palabra, apenas reía y se convirtió en una sombra, en un simulacro de persona, en uno más de esos millones de personas que no le importan a nadie y no aportan nada al mundo. El lobo se relamía de gusto. Carlos desconfiaba hasta de sus propios pensamientos. Se despertaba empapado de sudor por la noche, cuestionando la vida misma y a dónde nos conducían sus enrevesados hilos. Ni él mismo encontraba satisfacción en sus pensamientos y los desterraba a los oscuros silos de su alma. Convertido en una sombra, inmolado a cambio de nada, era profundamente infeliz. Su lobo interior estaba satisfecho. Pedro y Maite intentaron ayudarle, pero él los rechazó.

- ¿Qué te pasa, Carlos? Ya no hablas apenas, ya no ríes, siempre estás triste -le aseveraba Maite.
- Nada, cosas mías.
- ¿Es que ya no me quieres, te he hecho daño de algún modo? -le preguntaba suplicante Maite.
- Siempre estáis con lo mismo, no me pasa nada. La gente cambia, las cosas ya no son tan fáciles como antes. No lo acabáis de entender, no se puede estar siempre en las nubes, la vida pasa y nos morimos sin que haya merecido nada la pena, sin que hayamos entendido nuestro papel en toda esta venganza de Dios contra nosotros -sentenciaba él malhumorado.
- Pero nosotros tenemos valor y somos importantes por nosotros mismos, no nos hace falta saber nada más ni serlo para otros.
- No entiendes una mierda -zanjaba Carlos.

Ella callaba. Maite se consumía, incapaz de entender tanta complejidad. Ella entendía el mundo de un modo mucho más sencillo y puro. La serena belleza de Maite se veía sobrepasada por el silencio de su amado.
Infelices, no se dan cuenta de cómo funciona la vida, de los auténticos problemas que arrastro, vosotros seguid durmiendo despreocupados, a pierna suelta, que ya veréis cuando todo se derrumbe. No tenéis ni idea de lo que siento, de lo mucho que sufro -se lamentaba Carlos.

No hay peor ciego, que el que no quiere ver. Igual que existen personas que con su vitalidad nos embriagan, existen otras como agujeros negros que en su hondo penar arrastran a otros a la tristeza. El lobo estaba en su plenitud, y ya era capaz de contaminar a las personas cercanas como un negro aceite. Provocaba la desesperación entre hermanos, discusiones entre enamorados, accidentes fatales, el llanto de los niños, el encapotamiento de los cielos y el morir del día.

Un buen día Carlos, harto de todos y de sí mismo, sin previo aviso, decidió marcharse. El lobo se quedó, tenía mucho por hacer. Ciento cincuenta y tres personas murieron en el incendio que se originó coincidiendo con la marcha de Carlos.

Pasaron los días, las semanas, los años. Nada se supo en el pueblo de él. El calendario se fue lánguidamente desplumando, y éste fue sustituido por otro, y éste por otro. Al cabo de diecisiete años volvió. Casi proponérselo, día a día, noche tras noche, fue recortando, sin ser consciente, la distancia que le separaba de casa. Poco a poco, tierra tras tierra, país tras país, palmo a palmo, el terreno se rindió a sus espaldas hasta que finalmente el triste tañido de las campanas de la iglesia le dio la bienvenida. Dónde antes se erguían orgullosas casas, yacían ahora éstas negras, derrumbadas, vencidas por el tiempo. Como una terrible maldición, los campos y las mentes del pueblo se abonaron de ponzoña. La decadencia de las casas empezó la noche posterior al mortal incendio. El pueblo enfermó de desesperación y muerte. Los años posteriores terminaron de sepultarlo. La gente fue abandonando sus casas, ante la imposibilidad de ser feliz, las cosechas se perdieron, los animales morían sin causa aparente y las calles se entristecieron hasta finalmente perecer en plazas vacías de esperanza y gente. Las plazas revueltas y sucias amurallaban las casas. Las rotas ventanas eran oscuras cuencas vacías hastiadas de ver. El último estertor del pueblo pasó desapercibido, ya no quedaban personas a las que le importara.

En la noche de la llegada de Carlos llovió incesantemente y la desgarradora visión del pueblo le embotó la mente. Sus saladas lágrimas se mezclaron con la negra lluvia. ¿Qué he hecho? Se preguntó. En su interior creía que él había sido el desencadenante de todo aquello. Empezaba a anochecer y el hombre decidió cobijarse en la decrépita iglesia. Era ya tarde y las puertas del edificio religioso, a pesar de estar abombadas, no se le resistieron mucho. Hacía un frío terrible. Como en todas las iglesias -refunfuño.

Cuán triste es contemplar una iglesia vacía, saqueada por completo debido al tiempo. Nada quedaba en pie y los bancos se apilaban en el extremo más alejado de la puerta, a la espera de servir al fuego.


- ¿Así que has vuelto? -le interrogó una voz desde la escalera de caracol que daba al púlpito.
- ¿Quién eres?
- ¿Acaso no me reconoces? -le volvió a preguntar la sombra.
- No. -respondió Carlos, entrecerrando los ojos.
- ¿Y ahora? -acercándose la esquelética figura a la luz de una escuálida vela.
- Maite... mi amada Maite.
- Siempre supe que un día volverías... te veo bien, ya no tienes el lobo en tu interior, lo has derrotado.
- Yo también te veo bien -mintió Carlos.
- El paso de los años no te ha enseñado a mentir.

El aspecto de Maite distaba mucho de ser ideal. El pelo largo moreno se había tornado canoso y sin brillo, los ojos hundidos se habían perdido en su rostro. El antaño cuerpo menudo de mujer se había secado a tiras de piel sobre hueso. El semblante cadavérico era el reflejo de las caricias de la cercana muerte. Los amplios ropajes negros que portaba para disimular su decrepitud no servían para engañar su triste figura.

-¿Y Pedro? ¿Está en casa? -Pedro murió hace tiempo, dos años hace ya tras recibir una visita, Carlos. Hace ya muchos años que la pena le carcomió, dejó de hablar, de reír, y se recluyó en casa. En definitiva, se convirtió en un fiel reflejo tuyo, hasta que una mañana ya no volvió a levantarse de la cama. No pude enterrarlo. La pena se le comió entero, sólo nos quedó el recuerdo de aquellos que le quisimos. Nunca entendió tu marcha, que no le dijeras nada, que no le llevaras contigo.
-No es verdad, Pedro no puede estar muerto. Debe seguir vivo. No puede ser verdad -sollozaba Carlos, sabedor de que era cierto.
-Murió hace tiempo. Como tenía que estarlo yo, sólo la esperanza de que algún día volvieras me mantuvo viva. Todas las noches he doblado las campanas para sustituir el silencio de mi corazón con su tañido. Esperando que oyeses su sonido, su llamada y mi súplica. Que la misma luna que vieras por la noche te recordara a tu casa. A los momentos felices junto a nosotros. Las astillas de mi roto corazón me han desangrado día a día, Carlos. Cuanto dolor dejaste aquí.
-Yo no sabía, yo no... -suplicaba Carlos, acogiendo el pálido rostro de Maite entre sus manos.
- Te fuiste sin una sola explicación, amor mío. El amor se termina, eso lo podíamos entender. Pero necesitábamos una explicación, Carlos. Tan solo una simple explicación. Una que nos sirviera para poder mirarnos a la cara sin el miedo del inexplicable fracaso, del motivo por el que no pudimos hacerte feliz. Nos abandonaste como ropa vieja. Elegiste vivir como querías, pero nos dejaste tus dudas, tus miedos, tu más profunda infelicidad y ésta ha pesado como una losa sobre nosotros. Nos dejaste a tu lobo. Y él nos fue royendo poco a poco hasta los huesos.
- No tuve el valor de quedarme, de enfrentarme a los problemas, a mi enfermedad, al hambriento lobo que se había apoderado completamente de mí -musitaba Carlos.
- No basta con huir y abandonarlo todo. Es lo más sencillo y cobarde. El camino fácil. No se puede huir de todo y de todos. Y menos de uno mismo ya que siempre irá contigo. Necesitabas de nosotros como nosotros necesitábamos de ti. Pero ahora soy feliz, al fin has vuelto con nosotros y tu mirada ya no desprende fuego como antes. Tu lobo ha muerto. Ahora puedo morir en paz.
- No, Maite, por favor. Te quiero tanto, y no te lo supe decir... Carlos agarraba su débil cuerpo entre sus brazos, intentando retener la vida que Maite ya no poseía y se escapaba como agua entre los dedos.
- Adiós, amor mío. Sabes que nunca he dejado de amarte.

Fueron las últimas palabras de Maite, se recostó a un lado de la escalera y murió. Murió bellísima, recuperando la antigua belleza y con la tranquilidad en esos ojos verdes que tantas veces le habían besado en silencio.

Desesperado por los años perdidos en la fútil búsqueda de sí mismo, Carlos enloquecía por momentos. Debía redimir todo el daño que había causado a sus seres queridos. En los años de vagabundeo por las cuatro esquinas del mundo, había oído que existía gente capaz de cambiar las cosas. De retorcer el tiempo, de viajar al pasado. En las estepas rusas oyó rumores de la bruja Baba Yagá. En Alemania se hablaba en voz baja de los hechizos de la anciana nigromante de la selva negra. En Gran Bretaña, entre los caminos en niebla, de los poderes reparadores de los Druidas. En los lluviosos bosques de Galicia, de los brebajes de las Meigas... Tenía que encontrar a estos seres, pagarles el precio que sin duda exigirán. Volver, regresar, aunque sólo fuera para decirle a Pedro en vida lo mucho que le quería. Volvió a huir del pueblo aquella misma noche, por segunda vez. No paró de vagabundear y preguntar durante años por aquellos seres mágicos. Recorrió todos los países, todos los mares, más ninguna de estas criaturas hizo acto de presencia.

Una noche, en una ciénaga, a punto de abandonarle las fuerzas y caer rendido al cansancio, ésta enmudeció. Y entonces apareció. La casa danzante de Baba Yagá. No paraba de moverse con sus patas de pollo. Arriba, abajo, a un lado, a otro, arriba, abajo... y, de repente, se posó y dejó de moverse. Tras abandonar sus miedos, llamó tímidamente con los nudillos a la puerta. Nada. Otra vez. Nada. Y otra vez. La puerta se hallaba medio abierta. La abrió del todo tras un buen rato. Una vieja tan anciana como el mar, desagradable como la peste y aún más desvencijada que la puerta se encontraba en su interior.

-Vengo a por... -susurró Carlos.
- No insultes a Baba Yagá con tus balbuceos. No eres el primero ni serás el último que llega aquí con el alma en cenizas. Ella sabe a qué has venido. Lo sabe desde el principio -gruñó la vieja envuelta en sus sucios harapos, esgrimiendo una escoba plateada en su sucia garra - Pasa.

Nada más atravesar la puerta, ésta se cerró de un portazo tras él. El retroceso del aire pareció succionarle el alma. El aire viciado y mugriento de la casa golpeó a Carlos haciéndole perder el equilibrio. Nada era real, todo estaba envuelto en brumas. Parecía todo torcido. El habitáculo desprendía terror, soledad, desesperación a partes iguales. Todo estaba perfectamente desorganizado. Los libros de alquimia se amontonaban en armarios derrotados por el peso, las cacerolas, probetas, vasijas y demás envases, formaban precarias torres tanto en el suelo como en otras estanterías. Faraónicas velas, hartas de llorar, alimentaban la pobre iluminación. Un enorme caldero burbujeaba hasta la ebullición al fondo de la estancia. Removía la huesuda Baba Yagá, sin cesar el caldero con una pata de lobo, sorbiendo su contenido cada cierto tiempo con un cuenco aún más viejo y sucio que ella. Observaba desde la puerta del fondo a un gato negro. Oscuro como el miedo, feo como el hambre y muerto como la madera seca. Su único ojo seguía desprendiendo odio. El otro se lo debió comer una alimaña o quizás la misma bruja, tiempo atrás. Pasaron más de cuatro horas cuando finalmente Baba Yagá decidió volver a dirigir la palabra a Carlos.

- Ya casi Baba Yagá ha terminado, un poquito más de morro de lagartija, algo de pata de rana viuda, una pizca de ojo de gato tuerto molido. Je, je. No te asustara el color, ¿verdad? -sonreía al cucharón la bruja con su dentadura de acero, sin esperar respuesta. Esto es una locura. ¿Qué estoy haciendo aquí? -susurraba Carlos sin cesar.
-¡Silencio, vil mortal! Y escucha a Baba Yagá atentamente. Solo tendrás cinco lunas para llegar a tu pueblo. Deberás llegar con el anochecer, no tendrás don de palabra excepto con una sola persona, la persona que elijas esta noche, y no serás reconocido. ¿A quién elegirás? ¿A Pedro o a Maite?
-A mi hermano, a Pedro -contestó sin titubear Carlos.
-¡Ah! Se me olvidaba una nimiedad… si por cualquier razón, te viese alguien diferente a Pedro, el embrujo se hará añicos y nunca más encontrarás a Baba Yagá.
-Pero… pero eso no es justo. He tardado años enteros en encontrarte. No podré llegar nunca a tiempo. No haces más que poner condiciones, no puedes jugar conmigo, no puedes...
-¿Qué no es justo, que no Baba Yagá no puede? ¿Hablas de justicia cuándo tú decidiste vivir a tu antojo? ¿Hablas de poder, cuando no existe en este mundo poder mayor que la confianza, la honestidad o el amor? Escucha a Baba Yagá, insignificante mortal. Baba Yagá nunca pide nada, le suplican ayuda. El tiempo se acuesta a su lado todas las noches, la luz le pide permiso para asomarse por las mañanas. Si la has encontrado es porque ella lo ha querido así. No olvides que la oportunidad de redimirte te la brinda Baba Yagá, ningún otro ser te la ofrecería nunca. No ensucies tus labios y sus oídos hablando de cosas que tardaste años en comprender. Ella dicta aquí las normas. Baba Yagá te ofrece tu única y última esperanza de redimirte, gusano. El tiempo no debe preocuparte… por supuesto que llegarás a tiempo. Ya lo creo. En tu recorrido te acompañarán corriendo incansablemente el sol, la luna, el dolor y algo más. Pero llegarás. El tañido de unas campanas te servirá de guía para tu destino. Pagarás un pequeño precio. No te confundas, ella nunca regala nada. ¡Nada! ¡Todo debe pagarse! Precio que sabrás a su debido tiempo. No antes. Baba Yagá necesita algo que sólo tú podrás darle. ¿Y bien, aceptas el precio de Baba Yagá?
-Sí, acepto tus condiciones, acepto que me acompañen en mi viaje lágrimas, sangre y dolor. 
-Corre pues, y acuérdate de tu deuda con Baba Yagá. Y Carlos empezó a correr, a correr sin descanso sol tras sol, luna tras luna, a huir de las personas ya por tercera vez en su vida. Las horas, antaño amigas, ahora eran sus acérrimas enemigas. El viento le desgarró la cara, las noches le helaron el alma, los días abrasaron su cuerpo. Sus lágrimas se mezclaron con la sangre de sus heridas, pero no dejó de correr ni un solo momento. Al anochecer del cuarto día sus pies estallaron en llamas. Carlos corría hacia delante y el tiempo lo hacía hacia atrás. Un gran lobo negro le acompañaba en su viaje.

Tal como predijo la Bruja, Carlos llegó al anochecer del quinto día. El pueblo ya había adoptado su postura fetal. Pocos edificios quedaban en pie. El ayuntamiento, el viejo molino, la abandonada torre de la iglesia. Incluso la vieja Residencia Mental, alejada del pueblo, habían sucumbido al fuego y al olvido. Dejaron como único recuerdo, algunas piedras negras rodeadas por una gran mancha oscura. El doblar de las campanas de la iglesia, el sonido que le había servido de guía, le sobresaltó con su grave tañido. En ese instante el lobo desapareció. Maite, amor mío, pensó fugazmente. Pero ya había elegido a la persona que debía ver aquella noche. Y no era Maite. La débil luz de las estrellas mal iluminaba las calles cegadas. Su antigua casa no quedaba lejos de ahí, tal vez unos veinte minutos más. Las llagas de sus pies no le impidieron avanzar a buen trote, hasta vislumbrar la chimenea del antiguo establo entre los pinos del bosque. Cubría todo el sendero a su hogar una alfombra de hojarasca seca. La amplia reja que cubría la entrada había desaparecido tiempo atrás por obra de algún chatarrero avispado. La casa estaba desierta, la puerta atrancada con un madero feo y astillado, las ventanas tuertas a pedradas. Nada indicaba que aún pudiese vivir alguien en su interior. Carlos recordaba una segunda puerta por la parte trasera y se encaminó a ella sin más dilación. Matojos y maleza descuidada cubrían los laterales de la casa, impidiendo la entrada al jardín. El corazón de Carlos se estremeció al vislumbrar detrás de la maleza el alegre chisporrotear del fuego. Cauto se escondió detrás de un arbusto. Sentado junto al fuego, ajeno al mundo, mirando las estrellas, envuelto en una manta de cuadros raída, un muchacho caído de hombros esperaba al amanecer.

- No te escondas, extranjero. Nadie te va a hacer daño en mi casa.
- ¿Cómo has sabido, que estaba aquí? -preguntó Carlos, saliendo de entre los arbustos.
- Lo he sabido desde que llegaste, tengo buen oído -afirmó sin inmutarse Pedro.
- ¿No tienes miedo?
- No, ya me habrías hecho daño, sí es que esas fueran tus intenciones. Confío en ti, no me preguntes cómo ni por qué. La confianza en las personas es como un libro, sólo es especial una vez. Una vez que pierdes la confianza en una persona, una parte de ti se rompe, se pierde para siempre. Como ese plato que se cae y se parte. Aunque intentes arreglarlo, no quedará nunca igual y mostrará las consecuencias de su caída. Es saber el final del libro antes de leerlo, saber que ya nunca más te emocionará su desenlace. Dime extranjero, ¿qué te trae tan lejos de tu casa y tan cerca de la mía?
- Conocí hace tiempo a tu hermano, me hizo prometerle que pasaría a verte y que te dijera...
- No sé en qué lugar llegaste a conocer a mi hermano, ni qué relación tuviste con él. Envidio todos los momentos que hayas pasado con él. Pero si realmente mi hermano hubiese querido saber de mí, habría venido personalmente, habría empeñado su alma por venir. Pero no lo ha hecho tiempo atrás, ni lo hará nunca. No mancilles su recuerdo diciéndome que él te mandó venir a verme. Nobles son tus intenciones, pero no puedo creerte. Ve con Dios, extranjero, lamento que hayas hecho tan largo viaje en balde.
- Nadie me ha enviado, Pedro. Soy yo, Carlos, tu hermano. No me he atrevido a decirte que era yo, por miedo que no quisieras verme. Tenía tanto miedo de que no me reconocieras, de que me repudiaras.
- Te ruego extranjero, que no insistas. Por mucho que lo intentes, no reconozco a Carlos en ti y él jamás hablaría como tú.
- ¿Acaso no me reconoces? ¿No reconoces mis ojos, mis manos, estos brazos, estos mismos que te abrazaron tan fuerte antes? ¡Mírame! Mírame, mírame... por favor.
- Aunque quisiera, extranjero no podría hacerlo. Mis ojos se apagaron la noche del incendio que asoló este pueblo y no he vuelto a necesitar de ellos desde entonces. Fue como un regalo divino. Así, Dios, me permite ver, recordar las cosas como antes, como a mí me gustaba verlas. Si supieras lo feliz que soy cuando paseo en mis sueños, cuando puedo verlo todo como antes. Volver a ver a mi hermano, a Maite, al pueblo, tan llenos de vida ellos, tan rebosantes de alegría. Sentir el fresco viento acariciándome por las mañanas, el calor del sol saludándome al despertar, la suave brisa de la noche sonriéndome en compañía de mi gente. Cuando todo era más fácil. Y no ver su actual estado decrépito y desolado.
- Por favor, Pedro, te lo ruego, siente, acaricia mi rostro, cerciórate que no te miento. Las finas manos de Pedro recorrieron, milímetro a milímetro, palmo a palmo el rostro de su hermano, deteniéndose en sus ojos llenos de tristeza, en su espesa barba, en cada uno de los profundos surcos que el dolor había impreso con tanta violencia en su rostro.
- Al acariciar tu rostro, siento paz en ti, pero no son las facciones de mi hermano, ni el tacto de su pelo, ni su olor. Tu rostro está mucho más curtido, como si lo hubiese sajado la desesperación. Antaño fuiste bello y también soberbio. Siento tu mirada suplicando redención, pero yo no puedo dártela. Tú no eres mi hermano. Yo, sin duda lo sabría.
- No, no por favor, no dejes que todo termine así, que todo esto no haya valido para nada, que mi dolor, mi pena haya sido en vano.
- Abandona este lugar atormentado, extranjero. Está maldito, aún queda vida en ti para que la malgastes aquí. Márchate, y no vuelvas jamás. Vete. Ahora. Antes de que las primeras flechas del sol te descubran aquí. Déjame recibir el día solo, como lo he hecho tantas veces antes en mi soledad. Carlos se marchó destrozado. Tanto esfuerzo y dolor no habían servido para nada. Pedro le siguió unos instantes con su vacía mirada para luego regresar triste al fuego. Fue la última vez que Carlos vio a su hermano con vida. 

En medio de una muda ciénaga Baba Yagá rio en el interior de su casa danzante, Carlos con su inmenso dolor y tristeza había pagado parte de su deuda. Él también lo supo en ese instante. El resto de la deuda a pagar sólo lo sabría muchos años después. Dicen que jamás faltaron flores en la tumba de su hermano y de Maite. Las más hermosas de mil lugares distintos y que siempre para sus cumpleaños, al callar el día y caer la noche, un extraño de pies vendados depositaba en sus tumbas. Al igual que nunca faltaron las más bellas flores en la tumba de Pedro tampoco dejaron de sonar las campanas de la torre de la iglesia por las noches sin que hubiera nadie que las tocara. Recordando con su triste doblar el sentir de unos corazones que solo se encontrarían en la muerte.

Código de registro: 2106148091578 SafeCreative

Continua con la segunda parte (La expedición) pulsando el enlace

Booktrailer de la segunda parte



Comentarios

  1. Genial relato, deseando leer más.

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  2. Respuestas
    1. Sin vuestras correcciones, la historia no valdría ni para publicarse por entregas en el ¡Hola!

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  3. Me ha gustado mucho, quiero mas😀

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    1. Cada mes, un relato inédito, deseando estoy de que podáis juntar todas las piezas del puzzle...

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  4. Triste, pero maravilloso.El marqués

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