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El Lobo de Montecristo (Acto Cuatro y Cinco) - Klaus Fernández

 

EL LOBO DE MONTECRISTO

“La venganza es un plato que se sirve frío”


ACTO CUATRO

Todos contra el buen Rufino

«Mientras tanto, en una de las  cuatro torres del mismo Lobatraz, se estaba llevando a cabo una importante reunión...

La copiosa lluvia del exterior daba un aspecto tétrico a los ahí congregados. Estaban ataviados con túnicas negras y al amparo de la oscuridad sólo podían verse cuando los intermitentes relámpagos iluminaban el salón, ya que las escasas velas de la gran mesa alumbraban entre poco y nada. Los individuos eran muy malvados y aún más tacaños. ¿Qué les costaba encender la lámpara de araña que pendía apagada sobre ellos? Nada. Pero así se las daban de misteriosos. Encima de la también apagada chimenea colgaba un retrato mío. Sinceramente estoy mejor en otras fotos. Sin ir más lejos, en una que había en mi Instagram, en la que estoy sonriente enseñando una paella mixta. En fin. A los amigos hay que tenerlos cerca y a los enemigos aún más, decían. Mi bello rostro les recordaba constantemente sus fracasos y mis victorias. Pomposamente se hacían llamar “La sociedad maligna del Mal Eterno”. Y su meta era dominar el mundo, empezarían por el gran Bosque y luego, por qué no, el mundo entero. También hacían declaraciones de la renta.

Louis, el mapache, era el Gran Maese y presidía la mesa. También era el alcaide de Lobatraz, un puesto que había conseguido por méritos propios según él y en una tómbola según todos los demás. Tenía en la mano derecha, en la que no se había reventado los dedos con la mirilla, muchos anillos. Con tantos anillos parecía que se hubiera casado tres veces. Louis tamborileaba nerviosamente los dedos sobre la mesa. Uno de los restantes miembros de la Sociedad era Lucio, el burro músico. De su grupo musical ya no quedaba nadie, los otros tres integrantes del grupo se habían separado de él. El burro era sin duda el que menos talento tenía del cuarteto. Para rematar, en un viaje a Nepal, el asno se había vuelto místico. Deseaba experimentar música con un instrumento de viento Hiti Manga. Los restantes le mandaron a freír monas nada más llegar de viaje. La culpa evidentemente era mía. Luego estaba Camilo, el gato sin botines, vilipendiado por todos y afónico. Me guardaba mucho rencor por el estrés de estar metido en un feo saco de harina y ser desposeído de su título de marqués de Carabás. Eso le había afectado muchísimo. La voz se le iba y se le venía, así que sin botines y sin voz, parecía un gato del montón. Paulina, la Mamá Cabra, llevaba ya tiempo muy enfadada. Sobre todo tras el incidente en que sus hijas se quedaran negras como el corcho quemado. Todo el bosque los confundía con machos cabríos y corrían tras ellos para sacrificarlos. Desde entonces vivían a salto de mata y huyendo. Dos cerditos, Tito y Tato, tenían un cuadro de ansiedad morrocotudo. Tras el incidente de sus casas, estaban fuertemente medicados y temerosos. Siempre pensando que me los comería al girar la esquina. El tercer cerdito, Tete, cumplía condena por un asunto de contrabando maderero en Brasil. Estaba desaparecido. El mapache Louis también tenía un pasado común conmigo. Había intentado inútilmente sacrificarme sin éxito tiempo atrás, muy obnubilado por un bebedizo mío, en un centro social. Lo único que sacó en limpio fue una patada en los bajos que aún hoy le duelen y le hacen andar como si viniera de montar a caballo. Después de eso, intentó vengarse invocando a un ser demoníaco que le salió rana. No se le apareció tal ser sino otra cosa. El supuesto diablillo no hizo nada, le engañó y desplumó. Como un político cualquiera. El mapache les confirmó mi captura. Se había acabado mi reinado del terror. Todos rieron y lo celebraron brindando con unas jarras compradas en un chino. Lucio se ofreció a tocar algo en su Hiti Manga. Le dijeron que no, que mejor otro día. Louis le relató cómo había conseguido atraparme. Con el pretexto de la supuesta boda de Caperucita Roja había conseguido darme un cachiporrazo tras un árbol, atraparme y meterme en un saco grande 100% reciclable. Hay que ser ecológico. Me trasladó con mucho esfuerzo a Lobatraz. Pero, aunque estuviera preso, no se podían fiar de mí. Era muy peligroso, peligrosísimo de hecho. Todos asintieron. Muy peligroso, recitaron los cobardes mientras Mamá Cabra tricotaba una bufanda. Me tenían mucho miedo. Había que acabar con mi vida. Empezaron a recitar mil maneras de acabar conmigo. A cada cual más sádica. Pero no tenían presupuesto para ninguna. Hay que entenderlos, los primeros años de una sociedad son los peores y estás comido a impuestos. A partir del tercer año ya es otra cosa. Un fusilamiento al alba dentro de unos días, más o menos, les cuadraba. Poca inversión y un resultado aceptable. Podrían cobrar entrada, poner un palco VIP, algunos puestos de comida rápida, música en vivo (no contaban con Lucio, no tenía talento), todo para rentabilizar el espectáculo. Estuvieron de acuerdo y Louis se rió exageradamente. Un potente trueno junto a una fuerte corriente de aire abrieron de par en par unos ventanales dejando entrar la lluvia. Ni hecho a posta. Su malvada risa había tenido el acompañamiento perfecto. Había que cerrar mejor las ventanas con este tiempo, que nos meten cada susto, pensó Louis.»

—¿Y qué pasó entonces, Sr. Rufino? ¿Y cómo se pudo escapar? ¿Cómo lo hizo? ¿Y...? —preguntaban pisándose la palabra unos a otros. La peor, mi hermana Margarita, que había vuelto hacía un rato, gritaba más que ninguno y venía desde atrás de los críos apartándoles como bolos. Yo me hacía el interesante. Los tenía hechizados con mi oratoria. Sí es que me pones una sábana anudada a un hombro y pasaría sin problemas por un orador clásico como Loblicles, Lobistóteles o Lobatón. Todos grandes lobos de la oratoria. Tenía a mi público completamente entregado y a mi hermana la primera. Sí es que soy su ojito derecho. Va de dura y siesa pero la tengo calada. Mira que intento ser normal pero no puedo evitarlo. Es algo que me sale solo, atraigo a las masas. Tengo madera de líder.

—Bueno, si insistís, pero es que me encuentro bastante cansado y hambriento... No sé si podré... —Hice una pausa dramática, me encanta hacerlas-. En fin, miraré a ver...

«El intrincado sistema de túneles de la marmota no valía para nada, no llevaba a ningún sitio fuera de Lobatraz y además era muy estrecho para que me sirviera de algo. Lo único para lo que valía era como excepcional conductor del sonido por el penal. Se oía todo y así nos enteramos de los funestos planes que tenía preparado, la Sociedad, para mí dentro de unos días. Estaba difícil la cosa. Le pregunté a Rufo si tenía más planes de fuga. Me dijo que tenía un montón, de hecho en su anterior vida delictiva, era el que se encargaba de hacer los butrones. Que era un artista, un genio, el Houdini del escapismo. Claaaaro, claaaaro y por eso, el amigo, seguía aquí. Un pasadizo oculto descubierto hace poco en mi celda, de cuando era un convento, llevaba hasta la parte superior de una de las torres. Allí se encontraba un artilugio en el que llevaba trabajando un tiempo y que, quizás, me podría valer para huir de aquí. Raudos subimos ahí. No había tiempo que perder. Tras atravesar una trampilla llegamos a la azotea. Seguía lloviendo abundantemente. Cuatro palos mal atornillados a sendos trapos me aguardaban. Según Rufo era una máquina voladora basada en los diseños de Leonardo da Vinci. El maestro florentino, no la tortuga ninja. Con eso me iba a matar incluso antes de utilizarla. Ya empezaba a sospechar que la marmota era un poquito vaga y avanzaba poco en sus inventos y mapas. Rufo, trabajando, tenía demasiado ritmo caribeño. En la azotea también se encontraba un gran foco en unas condiciones aceptables. Lo utilizaba algunas noches para alumbrar la lejana orilla y asustar a los conejos. La encendí y apagué varias veces. Dio un chisporroteo y se apagó. Otra cosa inútil. Bajamos cabizbajos de la azotea.

Los siguientes días intentamos elucubrar algo pero sin éxito. Estábamos bloqueados. No avanzábamos nada. Lo que sí iba a buen ritmo era el montaje de los puestos del espectáculo. La noche anterior a la ejecución subí de nuevo a la azotea. Deseaba despedirme de este cruel mundo, fumarme un piti y aullarle un poco a mi luna llena. Subí solo, Rufo llevaba todo el día sin aparecer. La máquina voladora no estaba y había un papel pegado al inútil foco. Era de Rufo. Se había escapado con su invento, sólo era para una persona. Afortunadamente. Que le perdonara y, así mismo, me legó su detallado mapa del tesoro de Montecristo. Rufo ya no lo quería. Vi unas lonas y unos maderos flotando en el agua. Supongo que no llegó muy lejos. Pobre Rufo.

Al día siguiente, esperé a los guardias con serenidad. La suerte estaba echada. Me cogieron por debajo de los brazos y me llevaron al patíbulo. Todo estaba preparado. No había apenas gente. Esto estaba muy mal organizado. Se veía a leguas que todo era muy cutre. Los puestos estaban vacíos. A los clientes no les gusta la cutrez, es de primer curso de Económicas. En un extremo del patio se había instalado un palco para que los malvados VIP no perdieran ningún ápice de detalle de la ejecución. Sólo estaban ellos, no habían conseguido vender más entradas, ni poniéndolas al 50% con copa gratis.

Me pusieron delante de un muro y atado a un poste, me ofrecieron una venda para los ojos. La rechacé. Iba a morir como un señor Lobo. Mi muro trasero era difícilmente escalable, eran casi 7 metros, así calculado a ojo de buen cubero. También me dijeron que pronunciara mi última voluntad. Les dije que quería que apuntaran al palco. Los guardias se rieron nerviosamente y más los del palco.

El patio estaba inundado de olores. Olor a salchichas, cerveza, vino. Y pino silvestre. Una sonrisa se asomó a mis labios. Los guardias se dispusieron en fila con las armas cargadas. El mapache dio la señal dejando caer un pañuelo como si fuera una justa, el muy tontorrón. Por supuesto, nadie oyó su caída y tuvo que chistarles a los guardias. Estos se giraron con las armas cargadas hacia el palco lo que provocó un momento de gran tensión con los allí congregados. Se volvieron a girar y tras una voz de Louis, dispararon.

¡Blam! ¡Blam! ¡Pof! ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! Una nube de polvo se levantó con los disparos. Silencio sepulcral. No se veía nada. Cuando se posó el polvo, tras unos segundos, en el patio sólo se divisaron los guardias y los del palco. Los malvados se levantaron de sus asientos sorprendidos. Yo ya no estaba ahí. Me había fugado.»


ACTO CINCO

La venganza de Rufino (I)

La isla de Montecristo es un islote deshabitado, agreste y antigua sede de piratas. Con una cumbre sempiternamente coronada con nubes. Ahí me encaminé de noche, una vez fondeado en la playa, con un candil para ir en busca de mi tesoro. Podría haber ido de día, pero en estas cosas siempre hay que ir de noche, para tropezarme bien con todo, no fuera que pudiera ver algo y me resultara todo más fácil. Es una máxima que debe cumplirse siempre, como ya se puede observar en todas las películas de miedo.

    Revisé mi mapa. En él se veían unas palmeras cruzadas y una “x”. Levanté la vista y a escasos 100 metros ahí estaban las palmeras, y justo debajo una piedra con una gran “x” roja pintada. Yo estaba encima de unos tablones donde ponía “Usted está aquí”. El mapa de Rufo estaba excepcionalmente bien detallado. Troté hasta las palmeras balanceando mi candil. Una vez ahí, aparté la piedra, excavé un poco en la tierra, estaba un pelín  ansioso la verdad, y ahí estaba un cofre de madera y cuero ricamente adornado. Con la misma piedra de antes le metí un buen meneo que hizo estallar su pequeño candado. Lo abrí. Lo cerré. Miré a todos lados. Lo abrí de nuevo. Me eché una risa nerviosa. Estaba vacío. Bueno, vacío del todo, no. Estaba lleno de raíces, semillas y bayas. Un tesoro para cualquier marmota. Rufo nunca me dijo que hubiera dinero. 

Giré el cofre boca abajo para vaciarlo. El cofre valía un pastizal. Era de madera noble y cuero, con piedras preciosas engarzadas en su exterior. Así a bote pronto yo le estimaba una antigüedad de entre 50 y 2000 años.»   

—Pero, pero Sr. Rufino... ¿cómo logró escapar de Lobatraz? —preguntaba mi entregado público.

—Eso, eso. —inquirió también una voz detrás de unos árboles.

—Tranquilidad pueblo, ya llegaremos a esa parte. A su tiempo, a su tiempo. No me he olvidado pero ahora toca hablar de otras cosas.

Me encanta hacerme el interesante. Sí señor. Que me pregunten y yo a lo mío. Pues eso. Tocaba el truco del buen narrador.

—Tito Rufino... ¿Dónde está Mercedes, el amor del protagonista? ¿Cómo fue su reencuentro? —preguntaba cándidamente una de mis sobrinas de la cual ahora no recuerdo su nombre.

—Aquí esa tal Mercedes no existe. Rufino es un lobo solitario, un alma libre, un verso suelto, es libre como un pájaro del Amazonas. No está atado a nimiedades como el amor. Además el amor ya lo poseo. Lo veo todos los días... cuando pasa por delante de un espejo. 

Mi sobrina se quedó un poco descolocada y cabizbaja. Ella no lo entendía. ¿Por dios qué le enseñan a estas criaturas en el colegio? ¿No saben que el amor está sobrevalorado? Y, sobre todo, lo más perturbador, ¿por qué conoce el relato original?

Decidí continuar no fuera que siguiera haciendo preguntas incómodas...

«Con el cofre bajo el brazo regresé a la costa. Una barca fondeada me aguardaba en la playa. Hace años que la poseo, la tengo oculta bajo una lona cerca de mi casa. Me la dejó en herencia mi abuelo el honesto pirata que siempre me dijo que algún día me haría falta. ¡Qué sabio era el abuelo Barbaloba! La barca tenía dos remos pero yo le puse un potente motor en cuanto pude. Me fatiga mucho remar. Me duró poco la alegría, ya que tras tantos años sin utilizar el motor, se había gripado y tuve que hacer la última parte del trayecto a remo hinchándoseme el pecho descubierto como un gallo de corral.

Mientras me alejaba de Montecristo, sudando como un pollo, fui perfilando mi plan. No sé cuanto dinero me darían por el cofre. Ni si con eso me alcanzaría para mis nobles propósitos. Llegué a la conclusión de que no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita. Yo necesitaba bien poco. Sólo una pequeña cosa: la total humillación y absoluta venganza sobre mis enemigos. Poca cosa para empezar el día.

Unos días más tarde, mira que se tarda en recorrer distancias remando a brazo, una ardilla anticuaria amiga mía, en su tienda de antigüedades, me ofreció una cantidad irrisoria por el cofre. Me ofendí mucho. Unos cientos de monedas. Apenas me servirían para mis propósitos. Le sugerí amablemente que alzara la mano y me diera más. No hubo manera. Se plantó en sus trece. Tampoco ayudaba que en un momento dado le agarrara de la pechera a la ardilla. Me fui con el dinero del principio. Pero antes le quemé la tienda. La ardilla tenía mucho carácter para poseer una tienda tan inflamable y gastar tan poco dinero en asegurarla.

Mi venganza se llevaría a cabo por partes. Evidentemente no podía atacarlos a todos al mismo tiempo. Debía ir poco a poco. El último sería el vil mapache. Que fuera viendo como sus peones caían antes que él. Y luego... ¡jaque mate! O para que lo entendáis mejor. Que se fuera cocinando en sus jugos.

Una semana después, llamaron a la puerta de la casa del burro Lucio. Se hallaba ensayando en su interior con su instrumento Hiti Manga para desgracia de sus vecinos. Estos eran unos ignorantes musicales, solían golpear su puerta a las 3 de la mañana. Invocando que  no eran horas, cuando él estaba tranquilamente tocando su instrumento con la ventana abierta. La que llamaba ahora a su puerta era la Sociedad General de Autores Musicales. Esta sociedad gestiona todos los derechos de autor y es más temida que la Inquisición Española. Le habían dado un chivatazo. Lucio llevaba años sin abonar nada por tocar música, o algo parecido, según su público. También se había llevado ilegalmente un instrumento musical de Nepal. Lucio se excusó diciendo que todo eso lo llevaba su representante y que él era un burro inculto. Que no colaba, le dijeron. Que esa excusa era más vieja que las sandalias de un faraón. Lucio dio cuatro coces intentando escapar pero le atraparon sin miramientos. Le pusieron a caer de un burro. Juicio rápido y a la trena. Corrían malos tiempos para la lírica. Uno menos.

A los pocos días empecé a esparcir el rumor de que un rico lobo noble había llegado al bosque proveniente de la lejana tierra de Italia. De alta cuna y muy buena presencia. Capaz de múltiples e increíbles hazañas, tales como vencer a un oso con las manos desnudas, recitar con su melodiosa voz las más bellas poesías haciendo que cayeran desnucadas, de pura emoción, las damiselas y cantar como los ángeles. Poseedor de una frecuencia de voz tan bella que hacía que las vajillas se rompieran en mil pedazos. Pero sólo las buenas, las de la región italiana de Murano. También decía que estaba emparentado con el gran y famoso cantante Lobinelli. Mis duetos con él habían roto no pocas vajillas y matrimonios. Que era tan hermoso que tenía que ocultar media cara bajo una máscara para darle algo de ventaja a los demás. La envidia es muy mala. Y para rematar, asimismo, era capaz de comerme 45 cachopos de los grandes con patatas en media hora. En esto último me quedé corto. Me hacía llamar Rufo de Milo, el Lobo de Montecristo. Daba unas fiestas que eran legendarias y el dinero corría como liebres en ellas. Más que en el palco del Bernabéu. Así fui distribuyendo el rumor, disfrazado algunas veces de mendigo, obispo, pirata o borrachuzo local por todas las tabernas y lugares de bien. Según me iba alicatando hasta el techo en cada posada o parada, iba variando mis hazañas, con lo que al final no sé si recitaba poesías a un oso hasta desnucarle o era capaz de comerme 45 damiselas de una sentada.

No tardó en llegar mi supuesta fama a oídos de la Sociedad. Esos estaban ansiosos por añadir tal exótico y adinerado personaje a sus filas. Estaban más tiesos que un lagarto enyesado. Niños, un consejo gratis del tito Rufi, hacer el mal no arroja ganancias. La famosa frase es mía.

Para completar mi engaño, unos días más tarde le hice llegar una preciosa carta sellada y perfumada al mapache para invitarles en unos días a mi próximo “sarao”. Le recogería mi ayudante de cámara. La carta sólo era para él, los demás no irían. Antes me habría encargado de ellos.

En una sala de juegos, me hice el encontradizo con el gato Camilo. Estos sitios suelen estar muy oscuros a propósito para que los jugadores ni vean como se arruinan ni se vean la cara de pánfilos entre ellos. Mejor, así no me reconocería. Y menos con mi media máscara blanca. El gato tenía más vicio que una garrota, circunstancia que aproveché para retarle a unas partidas al mus. Por supuesto, tras unas manos, le acusé de hacer trampas, cosa por la que Camilo era sobradamente conocido. Él se hizo el digno y ofendido, que era una vergüenza, que si esto no se podía quedar así, que yo era un lobo sin honor, que quería una satisfacción, que alguien le recogiera las cartas que se le habían caído de la manga, que si la abuela fuma. Bla, bla, bla. Tampoco le entendía mucho, la voz la tenía fatal y venía y se iba como una lejana sirena. Me dijo muy chulito que hoy mismo nos viéramos las caras y me cruzó la misma con un guante. O eso creyó él ya que estaba todo tan oscuro que realmente se la cruzó a un pobre camarero que portaba unos gin-tonics en una bandeja.

A media tarde, tras una iglesia derruida se iba a producir el duelo a muerte. El gato Camilo venía muy emperifollado, riéndose y repartiendo besos al aire. ¿A quién? No sé, ahí no había nadie. Muy seguro iba el minino. De testigos traía a Tito y Tato, los dos cerditos restantes y palmeros suyos. El tercero, Tete, seguía en la cárcel. Venían disfrazados, no vestidos, ya que iban haciendo el ridículo, de raperos con chándal, cadenas de oro y gorras Pig Life del revés. Mi testigo era mi cuñado Isidrín debidamente engalanado para la ocasión con su peluca especial de rulos de los grandes eventos. Un conejo notario portaba dos cajas de madera en los brazos. Como buen caballero y buen lobo le ofrecí que él escogiera en primer lugar el arma. Camilo raudo y ansioso escogió la espada de una caja y empezó a hacer fintas en el aire con ella. Chis. Chas. El gato empezó a calentar haciendo mil cabriolas, saltito para atrás, saltito para adelante, uno lateral. Se marcó hasta un moonwalk agarrándose el ala del sombrero para delicia de sus testigos que le iban riendo todas las gracias, asintiendo con la cabeza y los brazos cruzados. Yo observaba impertérrito todo con las manos en los bolsillos. No había nacido gato que me impresionara con esas tontadas. De vez en cuando Isidrín y yo nos mirábamos y suspirábamos. Ya no teníamos cuerpo para tantas chorradas y bailecitos. Supongo que nos hacíamos viejos.

Llegó mi turno. Yo escogí un pequeño mosquete de llave de chispa. En ese momento el gato se dio cuenta de su error al escoger, miró a sus compinches aterrorizados y del miedo se le cayó el sombrero y los pantalones hasta los tobillos. Ya no se reía tanto. Ni él ni sus palmeros.

Mañana es el entierro de Camilo.»

    —Así no pasó, es demasiado feo para nuestras inocentes criaturas —dijo Margarita.

    —¿Entonces ha muerto el gracioso gatito, Sr. Rufino? —preguntaba entristecido Sabrosón mientras seguía dándome masajes en mis cansados pies. Miré a mi publico, Margarita negaba con la cabeza. Ay, dios lo que hay que hacer por la familia.

    —Bueeeeno, vaaaaale, realmente no pasó así. Sólo le dí en una patita. Se lo llevaron a un hospital muy bueeeeno que también posee un servicio de peluquería y donde ahora mismo se está recuperando rodeado de amor y de globos con forma de corazón. Le acompañan los dos cerditos que le agarran la zarpita mientras le hacen las curas. Y le cantan, sana, sanita, culito de ranita... hay muchas risas, todos son muy buenos y están muy arrepentidos. Se han dado cuenta de que con el bueno y valiente Rufino no se mete nadie —les dije para satisfacción de mi hermana que asentía, ya que esa versión le cuadraba mucho más.

El funeral sigue siendo mañana.

 Continuará...

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¡No te pierdas, la primera parte y la segunda parte de esta historia, pulsando los enlaces!





 

Comentarios

  1. Es simplemente buenísimo. El final es tremendo. Que hartada de reir... Más!

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