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El Lobo de Montecristo (Acto Seis, Siete y Epílogo) - Klaus Fernández

 

EL LOBO DE MONTECRISTO

“La venganza es un plato que se sirve frío”


ACTO SEIS

La venganza de Rufino (II)

«Alquilé un pequeño palacete por unos días para mis nobles propósitos. No me daba para más el dinero sacado por el cofre de Rufo. Los alquileres están carísimos. Esto es un escándalo, una burbuja que algún día estallará, os lo digo yo. Y luego tocará llorar. Realmente saqué un poco más pero me lo gasté en vino y en adornar la falsa fama de este cuerpo hecho para el pecado por las tabernas.

Paulina, la mamá cabra, y sus siete cabritillas ocupaban ilegalmente una villa italiana a las afueras del gran bosque. Tenía claro, conociéndolas, que no tardaría en llegarme una invitación suya para conocerme. Poco tardaron. Al día siguiente, en la calurosa mañana, una de sus hijas llamó a la puerta para hacerme entrega de una invitación. Salí muy chulo, en cueros, únicamente vestido con mi batín, gafas de sol, pañuelo al cuello y copa de brandy en la mano. La cabritilla me recorrió con su mirada de arriba a abajo, abrió súbitamente mucho los ojos, me dio la carta mirando al suelo y salió corriendo. Seguramente se quedaría extasiada al verme. Le pasa a muchas y a muchos. Es por la percha, no están preparados para ver porte tan regio. Yo pensaba que daba glamour al barrio, la cabritilla pensaba que daba vergüenza ajena.

En la carta me invitaban al día siguiente a su villa, a la boda de una de las cabritillas. Estaban deseando conocerme. Cosa normal. Yo molo mucho. En ese momento me percaté que, al salir de casa, había salido sin el cinturón del batín al encuentro de la cabritilla y llevaba la prenda totalmente abierta. 

Al día siguiente, me puse mis mejores galas, llamé a Isidrín con su carruaje  cogido prestado del trabajo para que me acercara a la villa italiana. Llegó puntual, me senté dentro, saqué una zarpa por la ventanilla indicando con una señal que arrancara y le chisté, ¡vamos chaval! Recorrimos 5 metros y me dejó en la puerta de la casa de las cabritillas. Su villa estaba al lado de la mía, cruzando la calle. Isidrín me comentó la imposibilidad de poder quedarse más tiempo. Tenía que llevar a sus hijas a clases de baile moderno y a sus hijos al fútbol. O al revés, ya no me acuerdo. Mucho llevarles a todos los sitios y luego los críos no te agradecen nada.

Una negra cabritilla me abrió la verja. Estaba un poco descolorida. Las demás que pude ver tampoco estaban mejor. Desde el incidente de la explosión todas se habían quedado renegridas. Poseían varios tonos de color negro. Como cuando se te acaba el tóner de la impresora y cada vez imprimes peor. De fondo, una cabritilla revisionaba horriblemente, con una mandolina, una tarantella napolitana. Era como escuchar a un gato maullando a la luna. Un espanto. Todos los pelos de punta. Eso era un sacrilegio a la altura de ponerle piña a la pizza. Toda la villa estaba impregnada de un peculiar olor. Ese olor que es tan parecido al que se huele en los servicios de los institutos macarras o en casa de mi vecino castor por la noche mientras se ríe como un psicópata. Las restantes cabritillas andaban por ahí como a cámara lenta, digo yo que sería por el ambiente.

Una cabritilla negra, Emilia, me acompañó hasta el interior de la cocina. Paulina, "la mamma", ataviada con un vestido rojo floreado muy colorido, estaba amasando la masa de unas pizzas mientras atizaba con un rodillo a otra cabritilla, Beta, que intentaba meter mano a la comida. 

Según la tradición, las visitas amigas se reciben en la cocina, donde se come y se tratan las cosas importantes. Si te reciben en otra instancia, mal rollo. Paulina al verme se limpió las manos de harina en el vestido y nos encaminamos al salón. Ahí nos sentamos uno en cada extremo de una gran mesa de madera noble. Una vela metida en una “bottiglia” de vino malo adornaba la mesa junto a un cesto con naranjas. Ella se sentó bajo un gran cuadro familiar de toda su prole. Dos de ellas se posicionaron a cada lado, flanqueándola con los brazos cruzados. En el retrato también estaba el patriarca, papá cabra. Era el único que estaba sonriente y tenía cara de buen tío aunque tuviera esos ojos amarillos que me daban mucho repeluco. ¿Qué yo también los tengo amarillos? ¿En serio vais a comparar mis ojos color miel de azahar con los suyos amarillos satánicos de pupila negra horizontal? Las demás cabritillas estaban retratadas con cara de pocas amigas y avinagradas. Tenía mucho mérito papá cabra salir con esa sonrisa con la familia que le había caído encima. Detrás de ella, muchos cuadros de la familia. Bailando en un círculo, subidas a un risco o haciendo akelarres.

—¿Qué le parece mi humilde villa, conde Rufo di Milo? —preguntó zalamera Paulina con marcado acento italiano.

—No está tan mal, podría igualarse con un minúsculo establo que poseo en el lago di Garda —contesté un poco sobrado. Pero a los ricos eso les gusta, que les falten al respeto. Cuanto más faltón seas, mejor. 

—Ya veo, vienes a mi casa, a la boda de mi hija y me faltas el respeto. No vienes como “amico”, vienes buscando el mal de mi “famiglia”. No reconoces mi autoridad y no te dignas ni siquiera en llamarme “La Mamma”.

Las cabras no eran para nada italianas, cambiaban de nacionalidad todos los meses para despistar a sus perseguidores y/o acreedores. Y más bien lo último.

Un mes eran jamaicanas, al otro italianas y al siguiente rusas. Daba igual todo. Lo único que permanecía igual era sus colocones del quince chupando cigarrillos de la risa. Tras tantos años expuesto a estos peculiares olores me extrañaba bastante que todavía pudieran hablar con cierta coherencia.  

—¿Pero qué boda ni qué gaitas? —repliqué levantándome haciéndome el indignado. La amiga, creo yo, se había metido un buen atracón a series de mafiosos. Que daño ha hecho Netflix y Amazon Video.

—Basta de “shiocchezzas”, esto se acaba aquí, conde Rufo di Milo. ¿Acaso no crees que sé quién eres desde el “inizio”? ¿Desde que pusiste un  pie en la “mia casa”? ¿O debería llamarte Rufino? 

Paulina pegó un golpe (un poco sobreactuada, la verdad) en la mesa y la botella rodó al suelo. Ya había una cabritilla presta a recoger los trozos con un pequeño recogedor. Se conoce que eso lo hacía con frecuencia. No ganaban para botellas con vela. Todas las cabras se rieron en italiano con ganas. Reírse en italiano es diferente que en otro idioma. Es algo más armónico, como si cantaran una aria (allegre ma non troppo). Dos de ellas, Alicia y Mila, me sujetaron de los hombros y me volvieron a sentar en la silla.

Mi elaborado plan de tres días se había ido al garete. Me habían descubierto. “Porca miseria”. Tocaba improvisar. 

—Eres muy ilusa al pensar que he venido sin un plan, Paulina. ¿Crees que soy acaso “imbecille” y no lo tengo todo pensado? —dije aparentando una falsa tranquilidad mientras cogía distraídamente una naranja de la mesa. 

Un punto rojo de una mira telescópica se posó encima del plato de naranjas. Luego rápidamente pasó a posarse en el cuadro de detrás de Paulina. La mira se desplazó haciendo eses por el retrato, pasando de una cabra a otra para detenerse finalmente en el padre. Se oyó un zumbido y un pequeño punto negro humeante apareció en la frente del patriarca. A Paulina de la impresión le rebotó la mandíbula en la mesa. No se lo podía creer. Estaba lívida de terror.

—Tengo un asesino francotirador de élite apuntando a tu familia —dije muy sosegado. No falla nunca. Curtido en mil misiones, las medallas de guerra se las traen por palets americanos, no europeos. Los palets americanos son más grandes. Se ha cargado familias enteras con un disparo. Me has deshonrado y también a la “mia famiglia” con tu ignorancia, has creído que podías amenazarme en mi propio bosque, al Padrino lobuno, al Don Lupo y salir impune. De tus amiguitos el burro Lucio y el gato Camilo ya me encargué en días pasados y me hicieron menos afrenta que tú. ¡Esto exige “vendetta”!

Paulina se echó al suelo con manos suplicantes mientras me besaba repetidamente un anillo que no sé de dónde saqué. Que no sabía quién era yo realmente, que creía que era un vulgar lobo y no “Il Lupo”. Que la perdonara mil veces. Que perdonara a sus hijas.

—Esto es lo que vas a hacer. Te irás hoy mismo del gran bosque con tu prole —dije mientras pelaba, mostrando falso aburrimiento, una naranja. No volverás nunca más. Vivirás sabiendo que soy un lobo magnánimo, misericordioso y guapetón. Sólo me interesa el mapache.

Mira que me estaba dando juego “El Manual de Italiano para mafiosos principiantes para impresionar a las féminas, tercera edición” que había recogido tirado al lado de unos cubos de basura. Me estaba viniendo de fábula para mi discurso.

Antes de que terminara la frase ya estaban todas las cabras haciendo las maletas. Paulina aceptaba todas mis condiciones mientras chillaba a sus hijas en italiano y juntaba las puntas de los dedos formando una piña apuntando al cielo. Las cabritillas según iban saliendo del comedor me iban haciendo reverencias descoyuntándose como si fueran bisagras.

Yo estaba satisfecho. Mi plan había salido según lo planeado. Bueno, más o menos. Mi amigo el cazador llevaba toda la tarde escondido en lo alto de una colina tras un arbusto con un rifle y dándole al alpiste. Mi débil plan era que tenía que apuntar, en un momento dado, sólo a algo inofensivo como por ejemplo a una botella con una vela. Pero llevaba un rato largo ya empinando el codo y no conseguía fijar la mira en la botella por lo que pasaba de un objetivo a otro. No tenía que disparar a nadie. Si es que no estaba en condiciones. Finalmente disparó a lo que le dio la gana. Menos mal que fue al cuadro familiar que con la suerte que tengo me podía haber dado a mí.»

—No me creo nada, te lo estás inventando todo, eres un mentiroso, nada de lo que dices es cierto —dijo muy chulita la cigüeña Zacarías cruzando los brazos.

Respiré hondo, conté hasta diez y recordé la única regla. No comerte a tus alumnos. ¡Uff! Podía hacerlo, soy un lobo con mucha fuerza de voluntad. 

A Margarita le costó bastante que soltara mis garras del cuello de Zaca. Le zarandeaba del largo cuello como si estuviera tocando el badajo de una campana.

Estoy yendo a terapia, ¿vale?

ACTO SIETE

La venganza de Rufino (III)

«Ahora tocaba el premio gordo, la guinda del pastel, ése que parecía el boliche de la petanca. Pero antes no podía olvidarme de Caperucita. Sí, sí. Esa lagarta seguro que tuvo algo que ver en mi secuestro. ¿Quién si no supo donde estaba yo esa noche infame? Ella estaba metida en el ajo, seguro. Mi venganza con ella fue fácil. ¿Qué es lo más horrible que le podía pasar? Exacto. Estáis pensando lo mismo que yo. ¿Qué? ¿Comérmela por fin? ¿Pero quién creéis que soy? ¿Una fiera desbocada?

Algo mucho mejor, le arruiné la boda.

Sustituí disfrazado a última hora a su fotógrafo nupcial y le saqué las peores fotos de su vida. La muy tonta posaba y hacía posturitas pensando que la iba a sacar divina. Yo le decía cosas como que jugara con su pelo, pusiera morritos, enamorara a la cámara mientras la fotografiaba. La saqué fea, gorda, y despeinada como un simio desdentado. Hecha una fregona. También eché mi famoso brebaje a todas las bebidas que me encontré. Qué risa, tía Felisa. Cómo lo pasamos.  Bueno, tachad pasamos y poned pasé. Se fue hecha un Cristo al viaje de novios que, por supuesto, también sabotee. Le cambié los billetes por otros. En lugar de una solitaria y preciosa playa paradisíaca de la Polinesia Francesa ahora está en una de las playas más feas y atestadas de gente del mundo. Repleta de algas, alquitrán y neumáticos usados. En una república bananera que acaba de sufrir otro golpe de estado. Creo recordar que se van alterando los golpes de estado con violentos huracanes. Tardaré en volver a verla. Que dulce es la venganza. Y más la mía.

Ciertamente yo seguía sin saber quién era el tal mapache Louis. Le encargué a mi cuñado Isidrín que se currara un dossier completo sobre él.  A los pocos días tenía encima de la mesa un informe completo. Recopilado por él con abundantes, valiosos y detallados datos. Datos certeros, contrastados desprendidos de lo escuchado en los pasillos de los juzgados, agachado limpiando los baños de su instituto femenino, escondido tras un árbol y preguntado a cuatro amigotes de ojos vidriosos. Por lo visto, el amigo, era un trilero de tres pares de narices. Poseía una modesta fortuna a base de engaños. Pedía préstamos a los bancos que no podía pagar. Engañaba a los seguros. Mentía en sus currículums. Engatusaba a las ancianas para quedarse con su dinero haciéndose pasar por un príncipe nigeriano. Pedía en los restaurantes siempre el vino más caro y luego se escapaba sin pagar por la ventana del servicio. Metía a inocentes lobitos en la cárcel. Se comía los flanes de un sorbo. Le encantaba vivir por encima de sus posibilidades. Poco estiloso al vestir, lo hace con prendas muy coloridas, se parece a un coro rociero al completo. Se las da de cultureta. Por eso asiste frecuentemente a obras de teatro y representaciones de ópera. Ahí sí va muy elegante de smoking con su libreto, sus anteojos y sus pequeños prismáticos. Unos más grandes quedaban descartados ya que, si por lo que fuera, tuviera una desgracia y se cayera a un río, se vería arrastrado al fondo por ellos y se ahogaría con su peso. El de los prismáticos y el suyo. Ya que está gordo como un gato capado. Era, para rematar, un orgulloso, un rencoroso y un tacaño. Según él, nadie se hace rico invitando. 

También es muy canijo.

Como es muy entendido, siempre se queda dormido roncando en las representaciones teatrales con la cabeza y los brazos echados para atrás y la boca abierta. Luego cuando finaliza la obra se levanta asustado y se harta a aplaudir. Más de una vez lo ha hecho a destiempo causando chanzas y sonrojos por igual en la platea.

Ahora sí, con todo ese perfil, invité al mapache a la ópera. Todo pagado, faltaría más, por el conde de Montecristo, Rufo di Milo. Iba a ver con un pase vip, en un palco privado, la premiere de una famosísima obra de recién estreno. Ahí me encontraría con él y nos presentaríamos adecuadamente en un entorno de lujo y opulencia. Por supuesto, él iría sólo, sus demás compinches habían ido cayendo fuera del tablero de juego sin que él ni siquiera se diera cuenta. Si es que una sociedad así no puede funcionar si no cuidamos a los socios y sólo los vemos como números para que nos den “likes” en el Facebook. Nos creemos que ¡hala!, montamos una sociedad con cuatro duros, pasamos cuotas y lo tenemos todo arreglado. No hombre, no. Ya no hay un compromiso como antes, antes se cuidaban mucho más esos detalles. Pero, claro, no venimos preparados, nos arruinamos y luego con decir, amargados, a los cuatro vientos que la culpa es del gobierno, lo tenemos todo apañado. Es un mundo cruel y despiadado.  Un mundo de lobos.

En la noche señalada, Louis llegó antes de tiempo y se acomodó en su palco. Estaba como un gato con botas nuevas. Por cierto, hacía tiempo que no veía al desastre de Camilo. Ni a los demás de su cuadrilla del Mal. ¡Meh! Eran unos sin sangre y unos pobretones. Lo importante era que iba a conocer al gran Rufo di Milo. Y hacer negocios con él. Y si me dejaba, me engañaría también sin dilación proponiéndome un negocio ruinoso. Louis se relamía. Ya se veía sentado en una gran montaña de oro tirándose las monedas por encima de la cabeza.

Se apagaron las luces. Iba a dar comienzo la obra “El Lobo de la ópera”, y yo aún no había hecho acto de presencia, hecho que sólo hacía que el mapache se impacientara aún más mirando nerviosamente a todos los sitios como un aspersor. Le había dejado un folleto en el asiento de su palco explicando de lo que iba la obra. La historia versaba acerca de un lobo misterioso enmascarado que con su fascinante y hermosa música aterrorizaba la Ópera para atraer la atención de un mapache que odiaba profundamente. Louis empezaba a tener la frente perlada de sudor y unos goterones se le iban cayendo de la cabeza. Parecía que estuviera participando en el Ice Bucket Challenge. Él creía que iba a presenciar otra obra, la de Lobunzel. Una obra menor sobre una loba con pelo rubio y largo que está atrapada en una torre y dejan calva a base de tirarla del pelo para rescatarla. 

Se abrió el telón, se levantó un enorme candelabro caído en el escenario y al compás de la música, apareció el famosísimo y seductor “Lobo de la ópera”, o sea yo. Entre vapores, música de violines y gaitas, eso siempre queda bien. Entoné cuatro sílabas y me quité la media máscara dejándola caer graciosamente sobre el escenario. Una niña chilló de terror al contemplar mi rostro verdadero. Perdón. Era el mapache.

Oculté mi cuerpo serrano con mi capa y con una explosión de humo me deslicé tras las cortinas. En ese momento fui sustituido por mi doble de obra, Isidrín, con mucho menos talento vocal pero imperceptible si no se tienen unas nociones básicas de “bel canto” como las mías. Raudo corrí hacia el palco para enfrentarme al mapache. Pero había puesto los pies en polvorosa. Aprovechó el humo y huyó otra vez por la ventana del servicio de señoras. Maldije mi suerte y salí al exterior. Le vi corriendo en la lejanía. Se dirigía a Lobatraz. Naturalmente. Ahí era donde se acabaría toda esta farsa.  

Y no, no me fui corriendo tras él. Eso sólo queda bien en las películas y en los cuentos malos. ¿Por qué ir corriendo tras él si podía ir en mi moto? Cogí mi burra escondida tras unos barriles y fui tras él. ¡Brrrum, brrrum brrrum! La verdad es que no le alcancé puesto que me quedé adornándome, derrapando un poco y saltando por encima de cuatro autobuses en llamas.

En ese intervalo, el malvado mapache había alcanzado la orilla del lago, se había metido en una barca y se había puesto a remar como un frenético en dirección a Lobatraz. Alternaba un remo con otro ¡Si es que no le llegaban las manitas! Yo llegué derrapando hasta lo más alto de un risco. Si pudiera coger bastante velocidad, quizás podría sobrevolar los doscientos metros del lago y aterrizar en el patio del penal. Pues claro, era posible. ¿A qué hemos venido? ¡A jugar! Pues ya está. Retrocedí dando marcha atrás con la moto, pisé el acelerador varias veces, realizando cuatro o cinco círculos quemando rueda con una pata estirada, metiendo mucho ruido, mucho “brrrum” y luego aceleré a fondo. El final del risco se acercaba peligrosamente, yo ya tenía mucha cara de velocidad, a lo mejor había calculado mal, 200 metros son muchos metros. ¡Bah! Nada se ha escrito de los cobardes y los cementerios están llenos de valientes. Esto último me hizo torcer un poco el morro pero, qué demonios, ¡A jugaaaaaar! Mientras sobrevolaba el lago directo a mi merecida venganza, con mis zarpas agarradas firmemente en el manillar y mis patas levantándose lentamente de los pedales, inmensos cocodrilos salían del agua dando dentelladas buscando bocado fácil...»

—Pero, pero tío Rufino, ¿no eran tiburones lo que había en el lago? —preguntó uno de mis sobrinos.

—¿Eh? ¿Cómo dices? ¡Ah, sí! ¡Claro, claro! ¡Tiburones, tiburones enormes! —rectifiqué de mala manera.

El ser que estaba detrás del árbol ya no podía más de la risa. Decía que parara, por dios, que le iba a dar algo.

«Mientras volaba hacia mi glorioso destino, la gravedad hizo de las suyas y la moto cayó como una piedra al fondo del lago. Yo aguantaba el tipo volando como un ángel. La moto me daba igual, era robada. El mapache me miraba desde abajo asustado, mientras yo me colaba por una ventana cayendo encima de una cama comodísima poseedora de un colchón 100% plumón de oca salvaje. Así, a la primera, sin sudar. Así lo hago todo yo. Me levanté de un salto. Había que terminar con esto. Louis seguramente ya habría llegado y me aguardaba en la parte superior de su torre del mal. Casualmente había aterrizado en su dormitorio y encima de su cama. Una pequeña escalera de caracol llevaba hasta allí. Antes de dejar su habitación le puse las patas manchadas de grasa de moto por todo el edredón y le escribí en la pared “Rufino was here!”. Ascendí, dando muchas voces como un poseso y arañando con las uñas la pared, para que se fuera achantando. Lo había visto en una película y me moría de ganas de hacerlo. Llegué a la puerta de las reuniones de la Sociedad. La abrí de una patada innecesaria a todas luces ya que estaba entornada, pero, a estas alturas de la película, me daba ya igual todo.

Un sillón orejero me daba la espalda al entrar. El mapache probablemente estaría sentado en él. Mientras me acercaba al sillón, éste se giró y pude ver a Louis sosteniendo una pequeña pistola antigua de bolsillo, una Derringer de monotiro. También vi una caja vacía de naranjas a los pies del sillón que le había servido al mapache para subirse a él.

—Te estaba esperando, Rufino. ¿Quién se ríe ahora, eehhhhhh? ¿Esto no te lo esperabas tú, eh, Rufino? Estás completamente a mi merced. No me voy a andar con chiquitas. Hoy criarás malvas y esta noche cenaré lobo estofado —dijo el muy canalla de Louis mientras disparaba al techo para reforzar sus malignas palabras y tratando de meterme miedo.

Una fina nube de polvo cayó sobre el zorro manglero y a los pocos segundos, un trozo de yeso del techo se precipitaba a mis pies. Estas fortalezas están muy mal acabadas. El mapache me apuntó al corazón guiñando un ojo, sacando la puntita de la lengua y apretó el gatillo. Era muy asesino.

¡Puf!

A lo lejos unos cuervos asustados salieron volando de la copa de un árbol. Luego, el absoluto silencio.»

Los tenía a todos boquiabiertos y expectantes. Se había hecho muy tarde ya. Hora de irse a dormir. Yo respeto mucho mis horas para irme a la piltra. Tengo que dormir mis 12 horas seguidas, de lo contrario mi cutis sufre, se me agría el carácter y tengo ataques violentos. Tocaba ya finalizar mis hazañas.

«—¿Sabes que esas pistolas sólo tienen un disparo, verdad? —le dije muy tranquilo al mapache. En efecto no había pasado nada. Ya no quedaban más balas en ese arma. El mapache miró el arma sorprendido, le dio repetidos golpes a la culata con el apoyabrazos del sillón, lo arrimó a sus orejas apretando varias veces el gatillo intentando oír algún fallo del mecanismo, sopló al percutor, miró por el cañón. Nada. Louis me miró y se rió nerviosamente rompiendo a sudar como un pollo en un precocinados. Desesperado, el mamífero me lanzó el arma en un intento fútil de alcanzarme. No llegó muy lejos tal arma de destrucción masiva cayéndole en todo el pie. Pegó unos cuantos saltitos chillando agarrándose el pie mientras yo me acomodaba en su sillón. Crucé las piernas y me descorché tranquilamente una botella de vino tinto “Tierra de muy lobos” mientras Louis arrimaba fatigosamente la caja de naranjas del sillón a una ventana de la torre. El mapache tendría muchos defectos pero tenía el morro fino para el buen vino. Muy rico el caldo. Quizás un poco fuera de temperatura. Con buena tonalidad, taninos suaves, matices de regaliz y grava húmeda.

—Nada podrás hacer para poder impedir que me escape otra vez de tus malvadas garras, pero me vengaré, no te quepa duda. Tú quédate ahí sentado tranquilamente aguardando mi terrible revancha. 

No tenía ninguna intención de moverme, estaba paladeando el vino y disfrutando de las chorradas que decía el amigo.

—Ahora saltaré por esta ventana orientada al lago, donde me espera mi barca y pronto tendrás noticias mías. Au revoir, monsieur Rufino! Nos volveremos a ver pronto —gritó, y acto seguido se lanzó por la ventana.

Dudo que lo volviera a ver. Se acababa de tirar por la ventana que daba al patio interior. Apuré mi copa y me asomé por la ventana. Se conoce que el mapache gustaba de dejar siluetas en los sitios. Una con su forma se veía en el suelo. Suspiré. Si es que no me duran nada los villanos de mis cuentos. “La sociedad maligna del Mal Eterno”, como tantas otras no había llegado al año de vida. Aquí ya estaba todo hecho. Cogí la botella del cuello y antes de irme, revisé todas las celdas por si quedaba alguien. No era el caso. Todo el tinglado de Lobatraz era muy deficitario costando un fortunón al bosque para mantenerlo sin tener inquilinos. El penal estaba en muy mal estado, agujereado hasta los cimientos, cortesía del malogrado Rufo. Era más barato tirarlo todo abajo que arreglarlo. No era mi problema. Me monté en la barca y me marché a mi casa. Ya estaba bien por hoy. Mañana tal vez me levantaría temprano, visitaría a mi amigo el Cazador y que me invitara a desayunar chocolate con porras.»

Los niños rompieron a aplaudir. Margarita se levantó del suelo y les dijo a las criaturas que ya era tardísimo. Refunfuñaron un poco pero se fueron todos a dormir a sus tiendas de campaña. Antes le dí una colleja a Zaca, por listo y “party-breaker”. Mi hermana se quedó la última mientras yo apagaba el fuego a patadas. ¿Podría haberlo hecho con el cubo de agua que tenía a mi lado? Sí, pero así, dando saltitos, quedaba yo más machote. Margarita me dio un beso de buenas noches en la frente y se fue a dormir. Antes me reconoció que le había gustado mucho la historia aun sabiendo que me lo había inventado todo. Me hice el ofendido y me fui a recoger las 12 latas de Miau que me había bebido y tirado al bosque. La última lata estaba tras un árbol.

—Rufino, me mato de risa contigo. ¿Por qué no les has contado cómo te rescaté? —preguntó el ex diablillo Max.

Max era mi amigo. Desde que me rescató del cepo siendo yo pequeño, éramos inseparables. Siempre que podíamos, sacábamos un rato y quedábamos para charlar.

—Amigo mío, no todo puede contarse. Tengo una fama que mantener de lobo enigmático. Recuerda que soy la gran amenaza de este bosque.

La última vez que nos vimos fue cuando me rescató, otra vez, del fusilamiento transportándonos en el último segundo. Él ya andaba con la mosca tras la oreja cuando Louis le invocó para acabar conmigo, cosa que evidentemente no hizo, y terminó de cerciorarse que mi vida corría peligro desde que le hice la señal con el foco de la torre.

Así que nos sentamos alrededor del fuego. Max lo encendió con su aliento, comimos, reímos, nos abrazamos y nos estuvimos contando secretos y alguna que otra mentirijilla hasta altas horas de la madrugada. Y si alguien se hubiera  despertado y nos hubiera visto desde la distancia, habría esbozado una gran sonrisa. Eran dos grandes amigos haciendo figuras con los brazos en el aire imitando explosiones, conduciendo motos, subiendo a un cohete o siendo perseguidos por la gente. 

Y en eso es lo que consiste la verdadera amistad, en alegrarse de verse y que parezca que no haya pasado ni un solo día desde la anterior vez que nos viéramos. Como si el tiempo transcurrido sin vernos no importara nada. ¿Qué si era verdad todo lo que conté? Bueno, puede ser o no. ¿De verdad es lo más relevante?

EPÍLOGO

Pocos días después, unos pescadores sacaron una moto del lago junto a un maltrecho mapache mojado. Lo llevaron a una clínica veterinaria donde le ingresaron al lado de un gato llamado Camilo el cual se estaba recuperando de sus heridas. Había estado a punto de palmarla otra vez. De las siete vidas, por su mala cabeza, ya sólo le quedaban dos. Unos cerditos le acompañaban. Se miraron reconociéndose y susurraron mi nombre con terror en sus corazones. Acordaron ahí mismo que el gran bosque era territorio vetado para ellos y que nadie era rival para el gran Rufino. Era mucho lobo para ellos. El lobo también conocido como Rufo de Milo, El lobo con botas, El lobo de Montecristo, Il Lupo y en el gran bosque como...

Rufino, el lobo feroz.

¡No te pierdas la primera, segunda y tercera parte pulsando los enlaces!

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Comentarios

  1. Fastuoso final. Rufino se ha ganado nuestros corazones. Yo quiero más. Soy un adicto… ¿qué hay de malo en eso? Soy un adicto al humor y al buen rollo que me transmite Rufino … y he llorado con el final. ¿Qué hay de malo en eso?

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  2. Es un privilegio poder leer a Rufino en "abierto", la calidad de su humor debería pagarse en oro.

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  3. Como guinda final, en unos días, publicaré una banda sonora para todos los relatos de Rufino. Así podéis ponerle música a vuestro lobo favorito.

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