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El cuento de navidad de Rufino (Especial Navidad) - Klaus Fernández





EL CUENTO DE NAVIDAD DE RUFINO

"En Nochebuena hay más fantasmas en mi casa que en los cementerios"

    Un hombre avaro, tacaño, solitario y egoísta llamado Ebenezer Scrooge no le da la gana celebrar la navidad. Es un invento del Corte Inglés creo que dice. En una fría y triste noche de navidad tiene una terrible pesadilla. En ella recibe la visita de unos fantasmas y es transportado a su pasado, presente y futuro, viendo que el panorama es muy poco halagüeño. Al despertarse se convierte en un hombre generoso y amable, que celebra la navidad y ayuda a quienes le rodean de corazón. Y también, porque le ha visto las orejas al lobo, qué demonios.

    Y ahí quería llegar yo.

    Esto me pasó a mí en una Nochebuena cuando iba más cocido que las gambas de una paella y se la conté a ese tal Dickens, un escritorzuelo juntaletras, que se apropió descaradamente del relato de mi noche toledana para su novela. Lo tergiversó todo con muy malas artes y mucha inquina. Una sarta de paparruchas. Si es que esto me pasa por ser más bueno que el arroz con leche y más tierno que el abrazo de una madre.

    A continuación os contaré lo que realmente pasó esa noche.

    La noche de autos estaba yo fatal. Por la mañana, había pasado por mi casa mi amigo el cazador y me había convencido para patrullar por el bosque.

    –Hay que vigilar que todo esté en su sitio –me dijo, guiñándome un ojo.

    Me levanté de un salto de la cama, en el aire me puse el peto y me fui con él. Que queréis que os diga, soy muy solícito. Tras comprobar en apenas 20 minutos que todo estaba bien en el bosque, que ningún árbol hubiera cambiado de sitio y que al cercano rebaño no le faltara ninguna de las 14, perdón 12 ovejas (jeje), nos dedicamos a empinar el codo.

    Consecuencia. A las 3 horas ya caminábamos tambaleantes, bastante perjudicados, sobre la fina frontera que separa la realidad de los recuerdos, donde nos importaba un comino el qué dirán, cantando a dúo grandes éxitos tales como Asturias Patria Querida, La copa rota versión José Feliciano, Torito guapo, La rica de la cabra; ese tipo de canciones, ya me entendéis. Antes de perder más mi (poca) dignidad y orientación, me excusé con lo que quedaba en pie de mi amigo y me fui a casa. No estaba lejos. A 10 metros.

    Me precipité encima del sillón en mi biblioteca. Levemente me acordaba que al día siguiente, en Navidad, había quedado para ir a comer a casa de mi hermana Margarita. Ahí la celebraría junto a mi cuñado Isidrín, los demonios de mis sobrinos y mi madre sin dientes. Ahora mismo me apetecía entre cero y nada. Como todos los años. No voy ninguna, la navidad no me gusta. Soy un lobo solitario. En su casa seguramente me obligarían a ponerme un jersey rojo con motivos navideños, cantar villancicos, escuchar a Mariah Carey (All I Want for Christmas Is You) y comer pavo. Este año tampoco iría. Me buscaría otra excusa. Que me habían envenenado. Tenía un cuerpo de jota de aúpa.



PARTE 1

EL FANTASMA DE LAS NAVIDADES PASADAS

    A medianoche, mientras medio dormitaba/moría en el sillón de mi casa, oí un golpeteo en la ventana. Coloridos vapores se colaban por el quicio. Menudo melocotón me había agarrado pensé riéndome. Súbitamente, la ventana se abrió y un negro cuervo entró en la habitación, dio varias vueltas y terminó posándose encima de un busto que poseo del abuelo Barbaloba. Por su vivaz mirada, el ave parecía poseer cierta inteligencia. De un escobazo le eché de mi casa mientras el feo pájaro huyendo recitaba nada más que tonterías tipo: “Nunca más", "Esta noche recibirás la visita de tres fantasmas”, "Estoy ofendido" o "Aprovecha las ofertas del Black Friday". No tenía yo el cuerpo para pajarracos. Tampoco me extrañó que supiera hablar el ave. Al volver arrastrándome a mi sillón, lo hallé ocupado por un ser espectral. Era el abuelo pirata Barbaloba. Ya iba a darle otro escobazo, cuando dijo con aburrida voz cavernosa:

    —Soy tu abuelo y el fantasma de las navidades pasadas.

    La verdad es que nunca habíamos constatado que hubiera fallecido el abuelo. Él era muy dado a simular su muerte para huir del fisco. En fin, la última vez que supimos algo de él andaba perdido por los mares, con un cuchillo entre los dientes, y se lo estaba comiendo un Kraken.

    —Vengo a enseñarte un pasaje de tu pasado para que te sirva de lección en tu futuro –Todo esto decía mientras revolvía en mi minibar en busca de fuertes licores y los tiraba por encima del hombro tras escudriñarlos unos segundos—. Qué vergüenza, aquí sólo hay brebajes para grumetes de agua dulce. Bueno, a lo que vamos, no he venido desde las profundidades del mar a cuestionar tu gusto por el bebercio... aunque debería. Aquí sólo hay vinazos. Ni una bebida espirituosa. Tres generaciones perdidas así a lo tonto...

    El comentario me ofendió en sumo grado. Soy un gran amante del vino y además buen cocinero. Suelo cocinar con vino y a veces incluso se lo agrego a la comida.

    Suaves copos de nieve empezaron a caer desde el techo. En cuestión de segundos cubrieron todo el suelo y los muebles de la habitación. Al girarme para tocar un extraño copo la habitación al completo desapareció y me hallé en el nevado exterior observando a un pequeño lobezno atrapado en un cepo. Madre, esta cogorza mía era de las buenas. No sólo veía a mi supuesto abuelo fallecido sino que también estaba en medio de un nevado bosque en lugar de en mi casa. Mira que me había cogido castañas anteriormente pero esta vez me estaba superando. Estaba peor que Las Grecas.

    —Esa criatura indefensa eres tú de pequeño —me confirmó el abuelo borrachín.

    Si era yo, no me recordaba tan pequeño. Yo que pensaba que siempre había medido un metro y medio, con el cuerpo de un titán y un pelazo al viento como si me desplazara a caballo a todas horas. Soy una tentación diaria. Soy como el chocolate, apetezco a todas horas. Pero, así de criajo, sólo se me veían dientes y orejas.

    —En esta época de tu vida te gustaba mucho la navidad. La celebrabas mucho y te pasabas todo el año esperando estas fiestas. No como ahora. Una fría navidad, al ver que nevaba tanto, creíste que Papá Noel no llegaría a tu casa, que se perdería por el camino y decidiste ir al exterior para indicarle tu casa. Pero te perdiste por el bosque y quedaste atrapado en una trampa para lobos. Lo único en lo que pensabas era que el gordinflón no iba a llegar a tu casa y que tu familia no recibiría regalos ese día. Bueno, ya has visto suficiente, debemos volver al presente. Volver a ese minibar repleto de vinagres. Anda que tener que volver de la ultratumba y encontrarme que no puedo echarme ni un grog al gaznate... Mi trabajo aquí, por hoy, ha terminado.

    —¿Pero qué trabajo? Si no has hecho nada... —repliqué indignado.

    Mi abuelo nunca destacó por ser muy trabajador, era más bien vaguete. Bueno, en realidad era más perro que Niebla. Su frase favorita era “La pereza es madre de todos los vicios, y como madre... hay que respetarla”.

    Se abrió la ventana de un golpe y el abuelo salió flotando de la habitación como un vampiro. Para no gustarle mi colección de vinos, se llevaba dos botellas bajo el brazo. La ventana se cerró tras él con estruendo y, acto seguido, con un crujido de ultratumba, se abrió la puerta. Más coloridos vapores salieron de ella. Esto parecía un show en los que salen famosos entre diferentes y vivos humos de colores. Tosiendo entró otro fantasma. Era el mapache Louis.

    —¿Qué hago aquí? —dijo con los ojos enrojecidos por los vapores. Yo no estoy ni muerto.

    Ay dios, esto no paraba de mejorar...




PARTE 2

EL FANTASMA DE LAS NAVIDADES PRESENTES

    El mapache estuvo sus buenos cinco minutos tosiendo y restregándose los ojos. Le ofrecí un vaso de agua que rechazó. Que no era un pato, dijo muy digno. Prefería, el canalla, una copa de vino. Se la di y se la ventiló de un trago. Me hizo gestos con la mano para que volviera a rellenarle la copa. Y que ahora no fuera tan cicatero con la cantidad. Tres dedos, me dijo. Se la terminó también de una tacada y se limpió los morros con un pañuelo con sus iniciales bordadas, ML (Mapache Louis). Venir de tan lejos, por lo visto, daba una sed espantosa. Volvió a preguntar la razón de su presencia ante mí.

    —Quizás la razón sea porque siempre has sido un fantasma de tomo y lomo... —le respondí muy serio.

    —Meh, en todo caso un fantasma de tomo y jamón serrano. El lomo no me gusta. A mí me han dado este arrugado papel sin más explicaciones y que siguiera al pie de la letras sus instrucciones bajo pena de horribles calamidades... —dijo el mapache apurando viciosamente las últimas gotas de mi botella "Lobos al monte", un excelente crianza de 18 meses en barrica de roble francés.

    Louis leyó la nota, rascándose la coronilla, mientras mi habitación empezaba a girar, de nuevo, de un modo vertiginoso. No me extrañó mucho la situación, no distaba mucho de una en la que me había visto peor y en compañías menos deseables en un after en Halloween. Fue todo un despiporre, me disfracé de Hombre Lobo para la ocasión. No veas qué éxito. No hay nada que provoque más terror en los corazones y almas de los débiles del Gran bosque que disfrazarse de hombre. Pues eso, todo el personal venga a invitarme a chupitos. Les hacía mucha gracia invitarme y a mí bebérmelos. Chupito por aquí, chupito por allá. Resultado. A la pista a bailar un twist. Di una master class de seducción y arte. Muchas y muchos cayeron desmayados al verme. Cuando me cansé, tiré mi último chupito al suelo y salí como un marqués de ahí. Al día siguiente, cuando ya recuperé la consciencia y vi unas fotos de la noche anterior, no me reconocí. Mientras bailaba despelucado de un modo muy poco rítmico y bastante patético, golpeaba a unos y otros en la cara, tiraba todas las botellas y como colofón final prendí fuego al garito lanzando un chupito contra una vela al lado de unas cortinas. Con tanto alcohol por m² el local tardó pocos segundos en arder. Luego hay otras instantáneas en las que se aprecia como me sacan a rastras del local en llamas como si me hubieran atropellado. Un fiestón. El año que viene repito.

    Pero volvamos al presente. Todo en la habitación daba vueltas alrededor nuestra, la cama, los cuadros, el minibar. Esto parecía una batidora. En uno de los múltiples giros, las paredes se desvanecieron y aparecimos en lo alto de un faro. A unos metros, en la colina, se divisaba una pequeña casa y dos abetos ricamente adornados de navidad.

    —Vamos a ver que sigue poniendo en esta nota... —dijo Louis—. Ah, sí. Para tu siguiente lección de vida, debes fijarte en esa casita. Pertenece a un viejo farero que había perdido completamente el espíritu de la navidad hasta que recibió una visita que le devolvió de golpe y porrazo toda la ilusión, como si le hubiera pillado un tren de mercancías. Desde entonces vive dichoso, adorna (junto a su gato Zarpitas) y enciende el abeto todos los años, el cual sirve, junto al faro de verdad, para que las personas lleguen a buen puerto. Esto es muy cursi, ¿no? Menuda chorrada.

    No me explicó nada del pequeño abeto que brillaba al lado del grande. No le hizo falta, ya me conocía la historia.

    Todo volvió a girar de nuevo y aparecimos en la puerta delantera de una humilde casa en otro paraje nevado. Se abrió la puerta y unos niños, riendo, salieron corriendo de ella dispuestos a atropellarnos. No lo hicieron. Nos atravesaron como los fantasmas que éramos. La casa desprendía un delicioso olor a café y a bizcocho de chocolate recién hecho.

    —La persona que habita esta casa, cuando era una niña pequeña, era ciega pero un milagro se produjo en navidad y recuperó la vista. Pone también que algo tuvo que ver un diablillo torpón. El mismo del abeto pequeño de antes. Su nombre está medio borrado y es bastante largo. Así mismo puedo leer que los milagros siempre se producen cuando los corazones son puros. ¿De verdad tengo que leer esto? —dijo un resignado Louis mirando al cielo.

    Una mujer abrigándose se asomó a la puerta y despidió a las salvajes niños que trotaban ya en dirección a sus casas.

    —Hay que irse ya —dijo el mapache tras repasar la nota.

    Más giros y desaparecimos de ahí. La mujer seguía agitando la mano despidiéndose. En la lejanía me pareció oírla decir, cosa extraña, “Hasta luego Rufino”. Me caí a plomo de nuevo en mi casa. Louis ya no estaba. Sólo quedaba su nota. La leí. Rezaba: “Sólo quería que supieras que a alguien le importas. A mí no, pero a alguien sí”. Vaya nochecita me estaba dando mi cogorza. Nunca mais, me dije sabiendo que era una vil mentira.



PARTE 3

EL FANTASMA DE LAS NAVIDADES FUTURAS

    Tenía curiosidad por saber quien sería el tercer espectro que me visitaría esa noche. ¿Llegaría también envuelto en vapores, volando, despistado o bebiéndose mis vinos? Tampoco estaba sacando nada en claro. Se suponía que las visitas me tendrían que aportar algún tipo de lección. Pero de momento no sé por donde iban los tiros. Ni estaba más receptivo ni tenía más abiertos los chakras, ni deseaba abrazar árboles ni gaitas en vinagres. Lo único que empezaba a tener era un hambre tremebunda. ¿Por qué razón creéis que se forran vendiendo bocatas a la salida de las discotecas? Según un estudio serio, la ingesta exagerada de alcohol hace creer al cerebro que el cuerpo se muere de hambre. Lo leí en algún sitio. En un sitio culto. Un bar.

    —Hola Rufino —dijo una voz a mi espalda.

    Hay una frase terrible que nadie quiere pronunciar cuando se está con una buena curda y yo la tuve que decir en ese momento. Y menos a un muerto.

    —Hola Papá.

    Mi padre, Ramonchu, llevaba fallecido desde que yo era un lobezno. Siempre le recordaba haciendo bromas y disfrazándose de Santa Claus en navidad. Era único. Siempre de buen humor. Recordaba con especial cariño como nos subía a sus rodillas, a Margarita y a mí, y nos decía con gran solemnidad que todo esto algún día sería nuestro. Siempre señalaba una pared y se mataba de risa. También como mi madre le regañaba mientras le pillaba a escondidas metiendo la zarpa a la tarta de chocolate. Él se defendía diciendo que le estaban reprimiendo como lobo. Negándole sus derechos básicos. Era un poco exagerado, pataleaba y se tiraba al suelo y todo. Luego nos daba un trocito a escondidas guiñándonos un ojo.
Desde que falleció, no he vuelto a celebrar la Navidad.

    —Rufi, por favor, acompáñame —dijo mi padre.
  —¿Va a volver a girar todo esto otra vez? —pregunté clavado en el sillón— Ahora mismo, no sé si podré aguantar, sin echar la raba, otra vueltecita en este particular tren de la bruja.
    —No, podemos salir por la puerta —respondió mientras se encaminaba a la puerta que se iba abriendo lentamente al acercarnos.

    Al salir de mi casa, me acompañó hacia una solitaria tumba. Allí, frente a nosotros, a dos metros de la puerta de mi casa, alguien había instalado un cementerio con una niebla baja que parecía bastante falsa. Me señaló aquella tumba rodeada de flores y velas, con mensajes en papeles que la gente había depositado sobre ella. Parecía la tumba de Jim Morrison. Era súper guay. El nombre inscrito no se apreciaba bien. Mi padre me indicó que apartara un poco las hojas secas y lo leyera. Lo hice. No era de Jim, ponía... PEPITO DE LOS PALOTES.
    —Papá, ¿Qué significa esto? —dije señalando al nombre inscrito con claridad sobre la piedra puesto que se había repasado con pintalabios rojo chorizo.
    —¡Ah! Perdona hijo, perdona —dijo mi padre avergonzado de su error—. Ven, es por aquí al lado.

    Me cogió con ternura del brazo y, con los ojos bajos, señaló a una tétrica tumba engalanada con guirnaldas de flores, sangre y con tanta casquería sobre ella que parecía que alguien había hecho un ritual vudú.
    —Papá, perdona pero ¿Quién es Nelson Smith? —con un palo retiré una guirnalda de flores que tapaba el nombre de la lápida.
    —No puede ser, no puede ser —murmuraba mi padre por lo bajo, bastante irritado y comiéndose el sombrero.

    Tras comprobar el nombre en varias tumbas de los alrededores me llevó ante una bastante sucia, fea y agrietada

    En la lápida estaba escrito un familiar nombre. RUFINO. Casi caí desmayado. Me arrodillé maldiciendo la extrema fealdad de la lápida, el poco estilo de aquella tumba y, por último, mi nefasto destino. Yo que me creía inmortal. Clamé al cielo jurando que no podrían derribarme, sobreviviría, y cuando todo hubiera pasado, nunca volvería a pasar hambre, ni yo ni ninguno de los míos. Aunque tuviera que mentir, robar, mendigar o matar, ¡a Dios pondría por testigo que jamás volvería a pasar hambre! Vale, esta frase no pega aquí, pero siempre he querido decirla. Oí a alguien acercarse. Eran unos lobos adolescentes. Los reconocí enseguida. Eran mis sobrinos. Isidrín 1 y el otro Isidrín, Margarita 1, 2 y 3.
Estaban creciditos todos, buenos lobos y lobas. Excelente porte. Habían salido a mí sin duda. Mi pobre cuñado es muy buen tío pero un poco esmirriado.
Isidrín 1 se acercó a mi tumba y depositó una botella de vino junto a un pequeño cuadro. Los otros miraban con tristeza, no me extrañó, el vino era del montón, y empezaron a cantar un villancico. Al terminar, se abrazaron, se secaron las lágrimas y se despidieron hasta el año que viene. Lamentaban que no hubiera pasado más tiempo con ellos. Me habían querido mucho aunque yo fuera un raspa del quince.

    —Todos los eventos que has presenciado esta noche, te han estado preparando para esto, Rufi —explicó mi progenitor—.Todavía puedes evitar este fatal desenlace.
    —¿Puedo ser inmortal?

    —¿Qué? ¡No... pedazo burro! ¡Puedes evitar no haber disfrutado de tu familia! ¡Aprovechar tu tiempo con ellos! ¡Lo que te han recordado los fantasmas anteriores es el espíritu de la navidad. Ya te puedes espabilar, hijo. Ya sé que desde que fallecí no deseas celebrar entre poco y nada la navidad, pero tienes una familia que te quiere. Déjate de tonterías y vete a casa de tu hermana. Llevan esperándote muchos años.

    Miré la botella, mala cosecha. Y el cuadro. Era una foto de la pared de la casa de mis padres. Por primera vez, me fijé que la pared no estaba vacía. En ella había un dibujo de mi familia hecho por mí y mi hermana. Cuando mi padre decía que todo esto sería nuestro, no se refería a una desnuda pared, era algo más importante. Se refería a nosotros.

    Lágrimas brotaron de mi ojos. Le dije a mi padre que me había entrado arena. Ya, ya, contestó él. Me abrazó un rato largo. Echaba de menos a mi padre y echaba de menos los felices días en navidad. Mi padre me soltó, me dio un beso en la frente y me dio un traje. Parecía su traje de Santa Claus.

    —Sabes lo que tienes que hacer, hijo. Yo me quedaré por aquí un rato.

    Cogí el traje, no lo recordaba tan grande y usado, y me cambié tras un árbol. No me apetecía que mi padre, aunque muerto, me viera dando saltitos intentando meterme una pata y maldiciendo en arameo. No te haces mayor cuando te sale la primera cana o cuando te cruje todo al levantarte de la cama. Nooooo. Te haces mayor cuando ya no te puedes poner un pantalón de pie, metiendo primero una pata y luego la otra, sin caerte. Cuando finalmente me lo conseguí poner, salí y ya no estaba ni mi padre, ni la tumba, ni el vino ni nada. Estaba de nuevo en mi casa y completamente sobrio. Salí como una exhalación de mi hogar y al pasar por delante de un trineo aparcado, cogí prestados varios regalos que había depositado en él. A la media hora ya estaba aporreando la puerta de la casa de Margarita con el corazón hinchado de gozo. ¡Ho Ho Ho!
    Me abrió mi sorprendida y embarazada hermana. ¿Otra vez embarazada? ¿Desde cuándo? Parecía una coneja. Bueno, da igual. Entré repartiendo regalos y riéndome como si fuera Oprah Winfrey. Mi cuñado Isidrín mientras tanto estaba intentando ponerse el traje de Santa Claus de mi padre dando saltitos. ¿Entonces de quién era el que llevaba puesto yo? Bueno, daba igual también. Todos mis sobrinos corrieron a abrazarse a mí, la más pequeña, Jacinta, se agarró a mi pata, la declaró terreno conquistado y ya no se separó de ella en toda la noche. Mi madre Ana, sentada y vestida con mi jersey de navidad en una mecedora, asentía con gran alegría a todo el espectáculo. Por cierto, me sé los nombres de todos mis sobrinos, que no soy una fiera sin corazón. A ver, cómo era esto... Ah, sí. Ernesto, Santiago, Marina, Alba y Jacinta. Y la última, que obtuvo el nombre esa última noche... Rufina.
Esa noche cambió mi destino. Recordad que en mi visión del futuro no aparecía la pequeña Rufina. Bailamos, cantamos (All I Want for Christmas Is You, Happy Xmas-War is over) y bebimos. Poco me había durado la promesa de no beber. Soy débil, ¿vale?
Desde entonces no hay navidad que no pase con el mayor tesoro que pueda tener un lobo. Su familia. Y todas las noches sentimos que un lobo nos vigila y nos guarda desde el cielo.

    ¡Ah! Cositas curiosas. La primera Navidad que me puse el traje, cierto gordo barbudo tuvo que repartir los regalos en calzoncillos. Jeje, mi padre es un fiera.

FIN.









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¡No seas un Grinch (aunque mola bastante) y dejános algún comentario! ¡Gracias!


Comentarios

  1. A mí es que me hacen mucha gracia mis aventuras

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  2. Precioso cuento navideño. Perfecto colofón a los relatos que ya hemos ido presentado durante todo el mes de Diciembre. Para mí, el mejor de todos. Deseando estoy leer, el especial San Valentín 2022 de Rufino... hehe

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  3. Me encanta Rufino. Admito que he dejado escapar varias lágrimas al final. Bien hecho Klaus, estarás orgulloso :)

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