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El Lobo Maltés (Parte 1 de 2) - Klaus Fernández



EL LOBO MALTÉS
(PARTE 1 DE 2)


“Me llamo Rufino Wolff. Soy detective privado y mi negocio es descubrir lo que otras personas desconocen”.

    Mi hermana Margarita por fin dio a luz a mi sobrina Rufina tras 60 días de gestación. Eternos se me hicieron, y más a mi cuñado Isidrín por el mal humor que se le puso a la amiga. Que si no me vas a tocar más, que yo te mato y esas cosas tan bonitas que dicen las mujeres que van a ser madres a sus maridos. Al día siguiente de nacer Rufina fui a conocer a mi nueva sobrina. Me agencié unas flores en un jardín y me presenté de esmoquin en casa de mi cuñado. La primera impresión es importante. Rufina no debería quedarse con la imagen de que su tito favorito va siempre con un peto desteñido y mugriento, aunque sea cierto. Voy cómodo y de casual. No estoy atado a los criterios rígidos de elegancia de la sociedad, ni estoy preocupado por lograr un aspecto de seriedad. Cuando llegué a casa de mi hermana, Isidrín había salido hacía poco a comerse unas pizzas con el resto de sus hijos. De hecho le vi pasar corriendo perseguido por una jauría de lobos. Eran mis sobrinos. Entré sin llamar y vi a Margarita tumbada dulcemente en el sofá, dormida con Rufina en su pecho. Llevaba puesto un pequeño lazo rosa en la cabeza. Rufina, no Margarita. La ocasión la pintan calva y de colores.
  Arrimé una silla al sofá, cogí a Rufina en brazos y la toqué la naricilla amorosamente. Abrió los ojos de repente, desperezándose, y parecía que iba a romper a llorar. No. No. No. El horror. Mi hermana me mata y me entierra por piezas en el jardín trasero.
  Había que evitarlo, hacer algo, lo que sea para evitar el Apocalipsis. Contarle alguna hazaña de las de su tío para calmarla. Sí, era un buen plan. Vislumbré una botella de whisky junto a un estatuilla en una mesita. Al alcance de un puntapié bien dado. Golpee un extremo de la mesita sin soltar a Rufina, agarré en el aire la botella con la otra mano, la abrí con mis dientes y la metí un viaje (a la botella, no a la niña, que no soy un salvaje) y empecé a relatarle...

UNO
Un trabajo inesperado

Una destartalada oficina en San Francisco, 1930 

    Las luces parpadeantes de neón de un letrero me alumbraban sentado en mi lúgubre mesa de despacho. Un músico de jazz tocaba lánguidamente en la calle. Con lo mal que tocaba era normal que esta ciudad nunca durmiera. Abrí un poco la ventana y le lancé una bota. No acerté. El conejo jazzista era un hueso duro, inflexible al desaliento y rápido de reflejos. Apuraba una botella de whisky cuando ella entró. Sin llamar, así lo hacen las mujeres que te van a crear problemas. Muchos problemas. Desprendía perfume caro y fatalidad. Una loba de cabellera platino, tacones altos, guantes hasta el codo y los morros pintados de rojo emergencia; un color prohibido por la Convención de Ginebra. Escondí la botella ya vacía en el cajón, junto a múltiples cartas de Último Aviso para pagar a mis acreedores, mientras me recostaba en la silla haciéndome el interesante. Ella deseaba contratar soluciones, yo evitar problemas.
—¿Sr. Rufino? —preguntó con su melodiosa voz.
—Depende —dije— de quién pregunte. Si es una acreedora, el Sr. Rufino murió hace unos días, algo fulminante. Paludismo creo. Yo me llamo Isidrín. 
—Pues se parece bastante al de la foto de la pared donde pone Rufino, ganador del 2º concurso de comer tartas de frambuesas.
    Valentina Julieta, así se llamaba la muy loba, se sentó en un extremo de la mesa cruzando las piernas, sacó un fino cigarrillo del bolso y se quedó esperando a que se lo encendiera. Ni caso la hice. Aburrida, y con cierta contrariedad, volteó los ojos, soltó un bufido y se lo prendió ella misma. No iba a caer en tan burda trampa. Nena, tengo muchos tiros dados y algunas partes de mi cuerpo, peladas. Le quité el pitillo, le di tres caladas y se lo devolví (andaba fatal de tabaco).
—Señora, tengo mucho trabajo, se me acumulan los casos —en realidad no tenía ninguno—. Vaya al grano. ¿Qué quiere? Todavía tengo que ir a cobrar todos estos cheques al banco (la verdad es que sostenía en la mano unas facturas) y tengo prisa.
—Sr. Rufino deseo contratarle para que encuentre a mi hermano desaparecido —me enseñó la foto de un conejo con una sola oreja. Evidentemente debían ser adoptados. Ella no estaba mal después de todo, sin embargo, el hermano conejo era feo como un demonio. En una esquina ponía su nombre: Rabbit Marlowe—. No le voy a engañar, ahora mismo es el principal sospechoso del asesinato del mapache millonario Louis y del robo de una afamada estatuilla. La figura de un lobo, con piedras preciosas incrustadas, de la que era celoso propietario. Ciertamente usted no era mi primera opción, el despacho de al lado, con un detective serio, parece cerrado a cal y canto y a mí se me acaba el tiempo...
En ese instante llamaron a la puerta. Era otro cerdito cobrador retorciendo nerviosamente su sombrero con ambas manos. Cuando estaba a punto de abrir la bocaza, me levanté de un salto y me encaminé a su encuentro.
—Ya no estás contratado —le dije—. Con cinco colaboradores me basta. No me sirves. Necesito a gente más viva, más rápida de mente y de reflejos. Y tú no pareces muy espabilado. Lo siento.
Le di un abrazo y le cerré la puerta en las narices. Le pillé también los dedos y me quedé con su reloj de pulsera y la cartera. Esta pesaba poco, no debía tener mucho. La gente, que no le paga las deudas y esas cosas.
—Sr. Rufino, estoy desesperada. Si la corrupta policía de la ciudad le encontrara antes, no sé lo que le harían... —hizo un simulacro de desmayo, cayéndose al suelo y dándose un buen trompazo. 
Creo que estaba esperando que la cogiera en el último instante pero estaba demasiado ocupado revisando la cartera robada al cobrador.
—Sr. Rufino —continuó sacudiéndose el polvo—, le pagaré lo que quiera. Tenga este cheque y ponga la cantidad que desee en la línea. No tengo problemas de dinero. Disfruto de una acaudalada posición gracias a que ya soy viuda de tres maridos. Esposos que murieron en extrañas circunstancias dejándome sola en este mundo cruel.
—En tal caso, le haré un hueco en mi apretada agenda —le respondí tirando del cheque.
—Gracias. Tenemos un trato. Ya me pondré en contacto con el ganador del 2º concurso de comer tartas de frambuesas.
Valentina se marchó cojeando y agarrándose la cadera. No me extraña con el golpe que se había metido. Creo que hasta se dejó piezas dentales en el parqué.
Cogí el cheque y sonreí. Al final me había engañado la muy loba. En la línea continua sólo cabían 2 dígitos. Me las apañé para meter tres.
    
    Rufina parecía que se iba quedando frita.
 
  Club de jazz Cotton Cat

    Todas las ciudades del mundo poseen locales donde se consigue buena información sobre casi todo. Y no, no son las bibliotecas. En San Francisco era el Cotton Cat. Regentado por un gato vestido con un abrigo de piel horroroso y unos botines. Camilo LeNoir, alias Cotton Cat se hacía llamar, aunque de francés no tenía nada. Más bien de origen gallego, se decía en los mentideros.
Entré por la puerta trasera del callejón aprovechando que salían los cocineros a tirar la basura. Hace unos años tuve un encontronazo con el gato de marras, le quité unos botines y alguna que otra chica, y me prohibieron la entrada. Desde entonces voy por allí más que nunca.
Pasé por la cocina y entré en la sala principal. La canción de "Sultans of Swing" me recibió bien tocada por unos músicos de verdad, unos lobos. Se llamaban "Los lobos cantores de Hispalis", bajaron del escenario entre aplausos. Tomaron su relevo un burro, un perro, un gato y un gallo. Iban a tocar sólo temas suyos. Lucio, el burro, inició el repertorio y eso fue un atentado en toda regla. Una ardilla cayó fulminada sobre la mesa. Pero yo no estaba ahí para que me sangraran los oídos. Venía a por información y en la barra me la darían. Un pato con badana en la cabeza limpiaba con parsimonia un vaso, soplando de vez en cuando en su interior.
—Ronald, ponme lo de siempre. El whisky de la botella que tienes bajo el mostrador, la que pone "Sólo para Camilo" y apúntalo a mi cuenta.
—¿Qué cuenta? ¡Si no tienes! ¡Tú aquí no tienes más que deudas!—replicó enojado el ganso.
—Cierto —contesté apurando de un trago el vaso—, apúntaselo al gato ése enano.
—¿Qué sabes sobre el tema ése del asesinato del mapache Louis y el posterior robo del Lobo Maltés? —pregunté arrimándole con el dedo un billete de 20.
—¿Sabes que eso es un posavasos de cartón, verdad? —respondió el ofendido pato.
—¿Qué? ¿Cómo? —repliqué, porque el ofendido era yo—. Vamos Ronald, cuéntame algo. Tú siempre sabes cosas. Aquí te lo cascan todo entre copa y copa. Eres un pato soplón, digo molón.
—Rufino, no te voy a contar nada. No soy un pato estúpido ni soplón, me metería en problemas y de los gordos —respondió Ronald muy chulito inclinándose sobre mí y bajando la voz—. Es un asunto muy feo. Al mapache ricachón lo mataron en su mansión, hace casi una semana, para hacerse presumiblemente con la dichosa figurilla. Vale un pastizal y algunos dicen que está maldita. La figura de marras no aparece por ningún sitio. Al principio sospechaban de su ahora viuda Valentina pero, al tener una buena coartada, enseguida pensaron en el mayordomo desaparecido. Este habría mandado al otro barrio al mapache y robado la estatuilla. ¿Te he dicho que casualmente el mayordomo es el hermano adoptado de la "alegre-y-no-tan-compungida" viuda? La baza del mayordomo asesino es un clásico. Dedicarse al "mayordomeo" es un trabajo de asesinos potenciales. Con ese trabajo tan horrible de servir y atender a los ricos no sé cómo queda alguno vivo —comentaba el pato mientras servía y atendía a un cliente. La policía le busca por todos los sitios, algunos dicen que se oculta en los muelles. Otros que está dentro del río con unos zapatos de cemento... Y no insistas, no te voy a contar nada. Soy un pato inteligente —zanjó la conversación Ronald cruzándose de brazos.
—Tienes razón Ronald, no quiero meterte en líos. Gracias por la copa. Quédate con las vueltas —respondí levantándome del taburete y volviéndole a arrimar el posavasos y cuatro botones que llevaba sueltos en el bolsillo.
  Vaya, vaya con la viuda. El patito tontorrón me lo había soltado todo. El soborno siempre funcionaba con él. Tenía una pista del mayordomo desaparecido y, por ende, del paradero del Lobo Maltés. Salí por la puerta trasera mirando a ambos lados del sucio callejón (los acreedores son muy cansinos y nunca se sabe). Había comenzado a llover, por lo que me subí el cuello de la gabardina y me calé el sombrero. Una musiquilla de jazz me acompañaba. El músico de jazz tocaba en lo alto del edificio recortado contra la luna sin importarle la lluvia torrencial. No me gusta el jazz. Ojalá se coja un resfriado del quince. Le haría un favor a esta ciudad. Le tiré una bota y no fui capaz de alcanzarle. La lluvia golpeteaba sobre las tapas de los cubos de la basura mientras me encendía un cigarrillo del paquete de tabaco de Valentina. En todas las historias de detectives hay que fumar mal y mucho. Puede que no se resuelva el caso pero hay que fumarse por lo menos tres paquetes de tabaco negro y sin boquilla.
    Volvamos a Valentina. ¡Menuda loba! Tenía muchas cosas que aclarar y por las que responder. ¿Por qué razón me habría ocultado su parentesco con el mayordomo? Salí a la calle principal con media sonrisa aún pensando en el catarro que se cogería el jazzista o en la estúpida imagen del saxo lleno de agua haciendo pompas.
Estaba buscando la bota lanzada, sufriendo con mi calcetín mojado, cuando un Bentley me pasó por encima. Lo conducía Valentina.
Motel cochambroso Bates

    Me hallaba tirado en una cama mientras Valentina me pasaba un paño por la frente. Repetía sin cesar que lo lamentaba, que no me había visto, que iba en busca mía para contarme algo sumamente importante. Alternaba las pasadas del paño con encendidos besos en mi rostro. Tantas marcas de sus morros rojos tenía en mi cara que parecía que estuviera pasando el sarampión. Evidentemente estaba intentando ligar conmigo. Echarme los perros como dirían en algunos sitios. O en mi jerga, echarme los lobos. Yo me estaba haciendo el dormido, llevaba ya un rato despierto.
—Rufino, estás en peligro mortal —dijo la loba mientras me apretaba otro beso—. Mi familia te quiere matar —otro beso—. No es de fiar, te quieren cargar con el mochuelo. Muac. Debes huir de esta ciudad, yo podría ayudarte. Muac. Muac. Fugarnos los dos y tener muchos lobitos. Muac. Muac. Decenas de Rufinitos.
    Abrí exageradamente los ojos.

    Rufina aún más. Parecía estar sumamente interesada en esta parte de la historia. Mi hermana no tanto ya que roncaba con la boca muy abierta. Juraría que podía ver hasta lo que había cenado ayer.

    Eso ya no. Hasta ahí podríamos llegar. Yo a esta señora no la conozco de nada. Ella no me vio abrir los ojos, ya que, en ese instante se había girado y levantado para dirigirse a escurrir el trapo en un barreño del estropeado lavabo. Me levanté por el otro extremo de la cama sigilosamente. Sólo llevaba puesta una camiseta de tirantes, los calzoncillos largos y los calcetines. Sigilosamente agarré, doblado encima de una silla, el resto de mi atuendo habitual. Los pantalones a rayas, los zapatos con puntera blanca, chaqueta y sombrero. De puntillas salí por la ventana. Tenía práctica. No era la primera vez que huía así de una damisela ni que salía de un motel por la ventana. Eché un último vistazo al interior, Valentina ya no parecía cojear y tenía todos los dientes. Salté sobre el techo del Bentley aparcado debajo de la ventana y forcé la puerta. También tenía práctica de mi estancia en la prisión de Sing Sing. Arranqué el coche sin problemas y salí quemando ruedas de allí. Me pareció ver a Valentina asomarse a la ventana puño en alto maldiciendo en arameo. Algo de mi madre. Me daba igual, la mía es lavable. Cuando llevaba ya recorridas cuatro manzanas a toda mecha, dejando un tapacubos en cada una de ellas, me percaté que no sabía la razón por la que había salido escopetado. Supongo que es la bonita costumbre que tengo de largarme sin pagar cuando amanezco en un motel y para evitar a algún que otro marido despechado. Total, la loba era mi cliente y la que supuestamente me iba a pagar las facturas. 
    Me terminé de vestir cuando llegué al bloque de mi oficina. Antes de subir a la primera planta, donde se hallaba mi despacho, revisé el buzón. Cogí todas las facturas y se las metí en el cajetín a mi vecino. Sólo me quedé con una extraña carta. Una vecina cabra vestida con una bata y con rulos salió al descansillo y dijo que yo era un desvergonzado por estar medio en pelotas y encima un mal vecino. La llamé loca y me metí en mi despacho.
Abrí la carta con los dientes destrozando el sobre. No tengo dinero para uno de esos elegantes abrecartas con los que asesinan en las películas a los maridos. Sorpresa. Era del ricachón Louis y fechada hacía una semana. Me invitaba a pasar un fin de semana en su mansión, la mansión Baker, y la fecha era para el día siguiente. También en la carta me relataba que temía por su vida y que si descubría quien le deseaba el mal (media ciudad, por mis cálculos así a bote pronto) me pagaría con un excepcional y valiosísimo regalo: El Lobo Maltés.
    De entrada yo llegaba como una semana tarde pero me presentaría igual en la mansión. Estaba pelado.

DOS
El juego del Lobluedo

Mansión Baker

    La lujosa, aislada y algo tétrica mansión Baker se halla en las afueras de la ciudad situada en lo alto de una colina. Se accede a ella tras atravesar un lago por un destartalado puente y un largo camino polvoriento de una comarcal. Para llegar se atraviesa también un parque de atracciones abandonado, unas ruinas persas, un jardín de cactus, un zoológico con las jaulas vacías, un manicomio, una central nuclear y lo que antes se consideraba un jardín es un laberinto de zarzas (con unas moras buenísimas, todo hay que decirlo). Llegué casi de noche con mi Bentley recién adquirido. Pité con el claxon del coche para que Valentina se apartara del camino ya que venía andando derrengada con los tacones en la mano. Estos ricos de pacotilla son todo fachada. No tienen ni para un coche. A las puertas de la mansión se hallaba de pie esperando un aburrido mayordomo. Digo yo que sería uno nuevo y no el que buscaba, si no el caso se acabaría pronto. Aparqué derrapando con el coche, llevándome por delante dos voluminosas macetas, y le lancé las llaves, perdón el destornillador-arranca-coches. Entré como un Dios griego a la mansión. Rogelio, el perplejo jardinero león, no entendía nada. Siguió a lo suyo que era recortar unos arbustos. Los anteriores se parecían mucho a enemigos míos: unos cerditos, un mapache, unas cabras... ahora estaba tallando uno nuevo cuya silueta aún no estaba definida.
    En el interior se hallaba un buen plantel de gente extraña. Eran todos lobos. Uno vestido de cazador con salacot y monóculo, que respondía al nombre de Coronel Pimienta, bebía apoyado contra la chimenea. Un predicador, el padre Pardo, hablaba distendidamente con una loba bióloga de rasgos asiáticos, la Dra. Orquídea Salvaje. Otro lobo vestido elegantemente como un profesor universitario, el Prof. Wolfstein, asaltaba la bandeja de canapés. Y por último, Valentina, que acababa de llegar hasta arriba de barro, hecha unos zorros tras caerse a una zanja, y que me miraba con cierto odio. No me fiaba de ninguno de ellos. Lupus est lupus lupum (El lobo es un lobo para el lobo), o algo así me dijo una vez el filósofo inglés del siglo XVIII Thomas Hobbes.

Hice una pausa dramática y aproveché para intentar meterle otro lingotazo a la botella. Rufina me lo impidió colocando su pequeña zarpita en mi mano. La miré y me pareció que negaba con la cabeza. ¿Sería posible que me estuviera diciendo algo? En fin, volví a dejar contrariado el whisky en la mesita sin catarlo y continué con mi relato. Rufina pareció asentir complacida.

—Ya estamos todos los invitados— dijo el zorro y nuevo mayordomo. Como todos ustedes sabrán, el mapache Louis temía por su vida desde hace tiempo. Cosa inexplicable siendo tan filántropo, buen mapache y un referente para la sociedad. Exceptuando cuando hizo derruir aquel orfanato para construir un bingo, o talar el bosque centenario para su campo de golf al que no fue nunca. Y bueno, luego está también lo de la fabricación ilegal, transporte, importación, exportación y la venta de alcohol durante la ley seca. Pero, en definitiva, era un modelo a seguir. —todos nos reímos bastante, al Coronel Pimienta hasta se le cayó el salacot—. Sabiendo que era objeto de la envidias, del mal y diana de las miserias de los que le deseaban el mal ajeno, decidió que debía averiguar quien deseaba asesinarle. Vosotros, debíais hacerlo, pero llegáis tarde, para variar. Como una semana tarde. Él ya no está aquí —el zorro mayordomo señaló una estatua de mármol de un mapache con alitas tocando delicadamente un arpa mientras unas lágrimas se le asomaban al zorro por los ojillos—. Pero no pasa nada, lo podéis hacer de forma póstuma. Yo tengo ordenes de entregarle al que lo descubra, como pago, lo más valioso que tenía. ¡El lobo Maltés! El mapachicida, deleznable y ladrón, robó una copia que se estaba haciendo en escayola. Yo tengo la original a buen recaudo, en la caja fuerte y daré su combinación a quién averigüe la identidad de su despreciable asesino —tras decir esto, hizo una pausa dramática—. Si es que consiguen sobrevivir un fin de semana en... la ¡Mansión maldita! —el sonido de unas teclas de piano nos sobresaltó. Sólo era Rogelio pasando un paño por el instrumento musical.
    Para hacer aún más sobrecogedora la escena, nos dimos cuenta de que la silueta del contorno con tiza blanca del malogrado Louis aún se hallaba en el suelo del comedor. Bien y bastante pisoteada, ya que, como buenos y futuros investigadores, la habíamos estropeado todos sin darnos cuenta.
    Anochecía y el zorro nos invitó a que nos retiráramos a nuestros aposentos. Le preguntamos por la cena y nos contestó que aquello no era un hotel y que el desayuno se serviría puntualmente a las 8 de la mañana mediante el sonido de una delicada campanilla.
   Subimos malhumorados y, lo que es peor, con hambre a las habitaciones. Ningún caso se ha resuelto nunca con la panza vacía. A ver si se entera el marisabidillo del mayordomo. Ya bajaría luego por la noche a asaltar la cocina. ¡Já!
    Antes de subir a mi habitación, en la planta superior, no pude dejar de observar un fastuoso y extraño cuadro pintado de nuestro anfitrión. Lo particular del retrato es que le representaba en el centro rodeado con dos figuras a cada lado, la parte izquierda del lienzo se hallaba arrancada, la otra era Valentina. Un pequeño cartelito inferior indicaba tres letras. J.L.V.
    Al pasar por un ventanal, vi en el exterior la figura del arbusto terminada de Rogelio. Era un lobo. Él se hallaba de pie mirando fijamente a la mansión. Un escalofrío recorrió mi cuerpo con lo que decidí cerrar la ventana. Menuda corriente hace aquí, leñe. 
    En la habitación, me guardé todos los jabones y metí las toallas en una bolsa. A continuación me fumé un pitillo tumbado en la cama mirando al techo. Por cierto, aquí hacía mucho calor, demasiado. Sudaba copiosamente. Vale que fuera verano, pero era un calor abrasador. Me levanté de un salto, mi cama ardía en llamas. Tenía que dejar de fumar en la piltra, no era la primera vez que me pasaba.
    Abrí la ventana para tirar la colilla. Valentina estaba en la entrada de la mansión con un precioso vestido azul y parecía que acabara de llegar. Seguro que había cenado, no como yo, con más hambre que un maestro de escuela. Me saludó lanzándome un beso de amor. Rápidamente cerré la ventana. Por poco me alcanza el ósculo.
    Decidí bajar a investigar un poco. Bueno, no. A intentar comerme algo. Seguramente algo podría lechucear en la cocina. Mientras bajaba por las escaleras, vislumbré una sombra hablando por el teléfono de pared.

—¡Debes venir de inmediato, te has llevado una copia! ¡No se te puede encargar nada! ¡Nos ocupábamos del mapache y tú del robo! —recriminaba la voz tapando el auricular. 

    Intenté agudizar mis bellas y grandes orejas, pero la sombra se percató de mi presencia, colgó y desapareció. Cuando llegué al teléfono, deslizándome por la barandilla, el pájaro había volado, ahí ya no había nadie. Contrariado y disgustado, fui a la cocina. Que desastre de cocina, sólo unas galletas correosas, escondidas a medio morder tras un tarro de café y un bote de mostaza. Lo combiné todo junto y me lo zampé aburridamente. Se me pasó algo el disgusto de no haber podido ver a la sombra hablando. Vaaale, tampoco tenía tanto disgusto.
    Sentado en una silla de la cocina hice un esquema mental del caso.

    Rufina me indicó con la mirada que ya era hora. Que me había pasado todo el relato soltando chascarrillos y fumando. Que fuera a la chicha. Que así no pagaría nunca las facturas y sería un perdedor. Os parecerá mentira pero una mirada puede decir todo eso. Las lobeznas son muy expresivas. Os lo puedo asegurar.

    Para empezar, todos los invitados eran unos farsantes. Si Louis hubiera querido descubrir a su futuro asesino, habría mandado la invitación a detectives, policías, investigadores y no a un grupo de cazadores, botánicos, profesores y hasta a un sacerdote. Ninguno era de fiar. Y ninguno estaba ahí para resolver nada. Eran unos fantoches, unos intrusos jugando a policías y ladrones, quitándome el pan de mis hijos. Que igual los tengo, pero nadie ha venido a reclamar una pensión.  
El cuadro con una parte medio arrancada evidentemente era una pista. Debía ser la imagen del asesino. Lo había visto en muchas películas y me lo habían leído de muchos libros. Sí, sí, me lo habían leído, soy muy perezoso para leer. A mí que me lo cuenten y ver Netflix. Podría preguntar al mayordomo que había representado en ese cuadro, pero casualmente era el desaparecido y el nuevo me diría que ya se lo encontró así. El móvil tampoco estaba claro. Si fuera por caer mal y ser un sinvergüenza, media ciudad me quería muerto a mí también. Y lo más extraño de todo, ¿por qué estamos sin cenar? ¿Qué somos? ¿Animales?
    Subí de nuevo a mi habitación y me eché a dormir. Me costó dormirme, me sonaba mucho la tripa del hambre y seguía oyendo una musiquilla de jazz de fondo. Tiré una bota por la ventana, por si acaso.
  Unos horribles gritos me despertaron por la mañana. Sonaban en la planta inferior. Pensé que había que cambiar ese sonido de la campanilla para desayunar, sonaba muy tétrico. Bajé tranquilamente. Los gritos seguían y provenían de la cocina. Todos los demás invitados hacían un círculo alrededor de un cuerpo. El conejo jazzista yacía tieso en el suelo. Le habían dado matarile.
  Me acordé de la bota que había tirado por la ventana y salí cojeando con mi único zapato, dispuesto a encontrar antes que nadie el arma homicida. El mundo está lleno de malas casualidades. Respiré aliviado cuando encontré que el zapato lanzado solo le había cortado la cabeza del arbusto con un siniestro lobo.
  De vuelta al lugar del crimen observé que el conejo solo poseía una oreja y un saxofón destrozado. Vaya, vaya con el hermano desaparecido. Saxofonista y mayordomo perdido. Este ya no tocaría más jazz. Respiré aliviado y la ciudad, que queréis que os diga, también. Y yo pensando que estaba dentro del río con unos zapatos de cemento. El destrozado saxofón era, presumiblemente, el arma del crimen. Al ser lo que le provocó la muerte, no por tocar mal jazz con él. Todos se miraban entre ellos de forma sospechosa.
    Había que hacer algo de modo inmediato.
    Por supuesto.
    Desayunar.
    Nos dirigimos todos de nuevo al comedor. Menuda algarabía. Ahí no había nadie triste ni afligido. Todos riéndose, hablando y corriendo para coger mejor asiento en la mesa. Esto es como cuando vas a un entierro y todos parece que están en el circo. ¡Qué poco respeto por el fallecido cerdito! ¡Tenía familia y sentimientos! ¡El cerdito era músico, uno malo pero un artista! Perdón, la marmota, esto la ardilla, maldita sea ¡el conejo! 
    Una vez sentados en la mesa, todos miraban entre sí de modo inquisidor. Todos me parecían sospechosos. Si quieres descubrir unos asesinos, fíjate en el modo en que comen. Con la boca abierta, untándose la mantequilla, echándose el zumo, comiéndose las tostadas. ¡Estaban todos desmayados de hambre! El pobre Rogelio y Filipo, el zorro mayordomo, no daban abasto reponiendo los víveres y sudaban copiosamente. Yo no comía desaforadamente como lo demás, yo los analizaba. Creaba sus perfiles delictivos. Tras terminar mi tercer café, mi cuarta tostada, dos zumos y un croissant, ya tenía claro muchas cosas. Ya sabía quién era el asesino en base a cuatro deducciones.
    La primera: Aquí había mucha hambre. Una hambre lobuna. Más vale que Rogelio se acercara al pueblo a por más comida, si no acabaría junto el zorro en el menú.
    La segunda: El conejo estaba muerto, al igual que el mapache.
    La tercera: Sigue sin gustarme el jazz y tengo un zapato sucio que lo demuestra.
    La cuarta: Realmente no tenía ni idea quien era el asesino.

CONCLUIRÁ...


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Comentarios

  1. Todos los inspiradores booktrailers de nuestros relatos son obra de Luis Fernández. ¡Mil gracias! Rufino approves!

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  2. Este Rufino es un crack. Está a todas. Otro divertídisimo relato de Rufino que no os podéis perder. ¡Quiero más! Siempre quiero más de mi lobo favorito, de mi Rufino.

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  3. Rufino cumplirá con tus deseos previo pago de pasta. Estoy pasando una mala época en mis finanzas.

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  4. Cada relato de Rufino es mejor que el anterior, enganchadisima me hayo. Rufino for president.
    😍😍😍

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  5. Esta vez, Rufino, a parte de darnos buenos momentos de humor nos intriga con un crimen sin resolver. Seguimos comiéndonos las uñas hasta llegar al hueso por ver qué pasa.

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    1. La verdad es que estoy deseando saber cómo acaba todo. No podría soportar que le pasara algo a ese lobo tan resultón y guapete.

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