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El Bueno, el Feo y el Lobo. 2ª parte El Feo (Especial Salvaje Oeste)

 


 "Morir es demasiado piadoso para ellos"

Primera parte bajo el siguiente enlace

SEGUNDA PARTE: EL FEO

Penitencia Hill, ya no me parece tan bonito el pueblo y está hasta mal comunicado.

    ¡Ay madre! Ninguna decisión importante debe tomarse con el estómago vacío. Tenía que descansar, comer y beber algo. Bueno, mejor comer y beber. Realmente solo quería beber. Despaché con las manos a William y con un sonoro "Fus, fus". De regalo le tiré una piedra. Y dos tiros. Él se marchó perjurando algo en arameo y no sé qué de una valla.

    Revisé el monedero del cerdo del tren. Por algún motivo lo llevaba también en mi bolsillo. Fatal. La gente sale de casa sin dinero y el cochino iba más pelado que un cacahuete. ¡Qué vergüenza!

    Cerca de la entrada del saloon, el viejo zorro Johnson, se acicalaba con medio cuerpo metido en el abrevadero. Llevaba uno de esos calzoncillos de cuerpo entero. Creo que una de mis supuestas tareas era sacarle de ahí. No me acuerdo muy bien. El zorro viejales me dio pena y le deje que siguiera con lo suyo. Que le den morcilla al patriarcado. No sé que tiene que ver eso con mis tareas y el zorro pero está de moda mencionarlo cada diez minutos y yo lo digo y punto. Más tarde, dos caballos al querer beber agua, le mordieron y casi le matan, pero eso no era mi problema. 

    Una alegre música de piano me saludó al entrar en el saloon. La tocaba, con bastante buena ejecución, un perezoso con una chistera. Tanto arte tenía, que incluso cuando se levantaba a rellenar su jarra de cerveza, el piano seguía tocando solo. ¡Espera! ¿Qué?

    Aparté un perro tumbado detrás de las peculiares puertas. Eran de madera y se abrían en ambos sentidos. El perro se desperezó y se volvió a tumbar dos metros más allá.

   Con mi entrada se hizo el silencio. Unos jugadores de póquer, sentados enfrente, me miraron con cara de pocos amigos. El tahúr, un feo conejo desharrapado, se levantó de un salto tirando la mesa. Estaba bien crecidito el conejo, midiendo casi un metro de alto. Me recordaba a cuando me ponía el disfraz de conejo de Pascua y repartía huevos con una cesta por las casas en mi bosque. Realmente no llevaba nada y me ponía violento con las personas si no me daban alcohol o tabaco, pero es una historia que no viene a cuento y no sé porqué la he mencionado.

    Total, el tahúr sabía a lo que yo venía. Quiso descargar su revólver pero, antes de poder hacerlo, le disparé cuatro veces. El primer disparo a las cartas ‒llevaba muy mala mano y hasta le hice un favor‒, el segundo al revólver ‒saltando por los aires como una piñata y dándole en los morros a otro jugador, el tercero al bombín que salió disparado como si hubieran abierto la puerta de un avión en vuelo y haciéndole de paso la raya en el pelo y al cuarto, le perdí la pista. 

    No me gustan las armas pero eso no significa que se me dé mal escupir plomo. Con el ardiente cañón, aún humeante, me encendí el puro habano. Me acerqué a la barra, encajé el tacón de la bota en el hierro reposapiés y el burro cantinero me puso sin rechistar un vaso de whisky de malta de 12 años. Observé, por el espejo destrozado por un tiro la gente no sabe disparar detrás de las botellas, como el tahúr salía huyendo con el rabo entre las piernas del salón.

   Bromas las justitas en mi pueblo. No tengo tiempo para tontadas y además tenía que pintar todavía una valla. Apuré el vaso de un trago y luego escupí el puro en él.

   Debido a mi don de gentes y a mi savoir faire, a la media hora, ya me había hecho con toda la parroquia del saloon. 

   Es muy sencillo, invitas a dos rondas a los cuatro borrachos y luego todo son abrazos júbilo y congas agarrados levantando las patas. Lo siguiente ya es disparar al pianista cerca de los pies para que baile un buen zapateado para nuestra diversión. ¡Cómo nos lo pasamos!

    Como soy así de divertido, buen bailarín y “enrollao”, las gatas del salón me llevaban haciendo ojitos desde hacía ya un rato largo. Sobre todo una llamada Flora. La tenía hechizada. Con los ojos abiertos de par en par. Más vale que se echara luego colirio para esa sequedad de ojos. Pero yo ni caso, a lo mío, disparar al pianista a los pies y beber chupitos de una sentada. El pobre cantinero no daba abasto a servirme licores y cobrárselos a los demás.

    Bien pasada la tarde, cuando ya empezaban a difuminarse la cara a los paisanos y las paredes empezaban a moverse, escuché una voz que me llamaba desde la calle.

    ¿Dónde estás, Sheriff? gritaba iracundo el conejo tahúr. ¡Sal a la calle si tienes lo que hay que tener! ¡Este duelo es a muerte! ¡Solos! ¡Tú y yo!

    Se hizo el silencio. Tampoco es que hubiera mucho jaleo, estaban ya todos desmayados en el suelo. Tambaleándome, asomé el morrete por la puerta. El conejo era un tramposo redomado. No estaba solo. Había otro igual que él a su lado y vestido del mismo modo. Ambos se movían al unísono. La verdad es que estaba ya un poco mareado. Así que mi morrete se metió para dentro del local. Decidí que atendería peticiones de duelo cuando a mí me diera la gana. Me acerque haciendo eses a la barra y apuré un chupito ajeno de Jägermeister.

    Recogí el revólver de la barra y lo revisé abriendo el cargador. Sólo me quedaba una bala. Munición insuficiente para los dos conejos que había en la calle.

   ¡Bah! Cogí el rifle de debajo de la barra del cantinero, rompí el cristal de una ventana podría haber utilizado una ya con el cristal roto pero que más da y les disparé tres veces. Así, sin más. Al bulto. Por tramposos y por no saber contar. Y por no llevar bombín.

    Ambos conejos chillaron de dolor. Se agarraban las patas mientras pegaban saltos. Les había dado en las patitas y suplicaron clemencia aparte de mentar a mi santa madre.

    Resguardado desde la ventana, les dije que podían irse en paz, les perdonaba la vida si antes pintaban la valla de la madre de William.

    Asintieron y se fueron corriendo.

    ¡Madre mía, que ardor de estómago llevaba encima!

    El conejo saltó encima de un caballo pero con mala fortuna. Tenía una patita lastimada y se quedó enganchado a un estribo. El caballo relinchó y arrancó al galope. La liebre fue arrastrada toda la calle abajo, entre penosos gritos, pasando por encima de todas las piedras. El caballo dio una coz y le descargó delante de una tienda. Más le valdría que fuera una de pinturas y brochas. De lo contrario, mi ira sería terrible.

    El cantinero se asomó tras la barra como un guiñol.

    ¡Ay Dios, Sr. Rufino, ha firmado su sentencia de muerte! Acaba de humillar al hermano del temido asesino, roba bancos y asalta diligencias, el Dr. Penitencia.

    ¿Pero no estaba ya ahí fuera con él? pregunté cándidamente.

    ¡Pero si estaba solo! respondió el asno.  

Ay madre.

CONTINUARÁ...


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Comentarios

  1. Es muy divertido y de obligada lectura. Yo me río mucho... ¿Usted no? Debería hacérselo mirar...

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  2. A Rufino le agrada su comentario.��

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  3. Rufino es como un Roger Rabbit pero más de nuestra época.

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  4. Desde luego Rufino ha llegado para no pasar desapercibido. Jajaja

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