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Almas perdidas en la ceniza - Parte 9 de 10 - Luis Fernández

 



Relato Nueve – La rosa

¿Cuándo fue la última que te regalaron rosas, rosas amarillas?

Rosas amarillas de verdad, no esos simulacros de flores coloreadas de un ocre chillón, perfectas en su apariencia, tristes en su esencia. Maquilladas para aparentar lo que nunca fueron ni serán. Las verdaderas, las que nacen salvajes en países exóticos como Brasil. Todo en ellas es distinto, su tacto, su olor, nada que ver con sus imitadoras. Tener una rosa amarilla, es disponer de una porción de paraíso en tu palma. Lo es todo, no hay nada igual. ¿Alguna vez?

Conocí a Pablo en el rastro madrileño. Nos tropezamos buscando flores exóticas. Estaba dispuesta a abonar por la compra de un ramo de rosas amarillas una cantidad importante, cuando él me hizo desistir de la idea con un susurro al oído. El vendedor, absorto en sacarle la piel a los desprevenidos turistas, ni se dio cuenta.

-No son auténticas, son más falsas que las mentiras. Las auténticas desprenden una fragancia mil veces más profunda. Su tacto es sedoso y su color suave como un amanecer –gesticulaba sosteniendo una rosa imaginaria en su mano-. Nada que ver, querida. Algunos colores no se dan en la naturaleza sin mediación humana, como las azules, las negras o verdes. 

Aunque reconozco que me pareció algo insolente, sí admito que me fascinó la seguridad de su afirmación.

-Entonces, no debería comprarlas, ¿verdad? –le pregunté.
-No, ¿Le gustan las flores? Me refiero, ¿De un modo especial?
-Sí, mucho, sobre todo las que no reciben por su extraña forma el calor de nadie –le respondí tajante.
-¿Le apetece contármelo, tomando un café? –sugirió Pablo.
-Es usted muy atrevido, ¿No? –le respondí riendo.
-Pues aún no le he contado que son los flavonoides, carotenoides o betalaínas -respondió el hombre con una amplia sonrisa.

Siempre me han llamado la atención los hombres decididos, y qué demonios tampoco era ya una chavalita para asustarme. No era guapo, pero sí gracioso. Me fascinaban sus amplios conocimientos de botánica, la serenidad de su rostro. Yo le decía en broma que era un listo, un listo del universo. Él se reía, y me decía que no era listo, sino que tenía buena memoria. Volvimos a quedar al domingo siguiente, hablamos de mil cosas, de la fragancia de los nardos, del tallo de los lirios, del colorido de los tulipanes y pocos meses después ya éramos inseparables. No había jardín que no conociéramos, flor que no amáramos, planta que nos fuese indiferente. Dos partes de un mismo conjunto. Nos enamoramos. Hicimos el amor la primera vez en el Jardín botánico cerca del Museo del Prado. Nos producía un extraño placer amarnos entre las flores, rodeados del polen de cientos de lugares y jamás me he arrepentido de jugarme mi posición si hubiese sido descubierta. Me decía que siempre me amaría y que mientras eso ocurriese nunca me faltaría una rosa en mi cumpleaños. Yo le respondía que la palabra "siempre" me asustaba mucho y que no prometiese cosas que no pudiese cumplir. Le reprochaba que no fuera original, que era muy fácil decir te quiero, que había infinidad de gente que lo decía sin sentirlo, por costumbre. Él se enfadaba y me recriminaba que le metiese en el mismo saco que los demás. Yo le prometí que nunca le olvidaría. Fuimos muy felices. Él partía de vez en cuando a la búsqueda de flores y fragancias nuevas y a la vuelta me obsequiaba con historias increíbles de gente que vendía su sombra al diablo en una calle del Rastro, de gente condenada a recordar a todo el mundo. Decía que algún día también sería importante, que también podría contar una historia.

Pero una noche no volvió a mi lado. Cuando llegaron las primeras noticias yo ya lo sabía. Pablo había muerto.

Un espantoso accidente de tren. Sólo murió él. Las demás personas consiguieron sobrevivir milagrosamente. Al final sí que se cumplió su sueño, ser importante para el mundo, aunque para mí ya lo fuese en muchos sentidos. Su extraña muerte en un descarrilamiento múltiple de trenes fue portada en decenas de periódicos y noticia de muchos telediarios. Esparcí sus cenizas un bosque, sin más adornos y parafernalia. Él lo hubiese querido así. Las flores crecen bellas y salvajes en el lugar en que esparcí sus cenizas.

Durante muchos meses estuve enfadada con él. Le maldije por haberme mentido, por decirme que nunca me abandonaría, por decirme que nunca me faltarían rosas para mi cumpleaños, por quedarme sola.

Caí en la más profunda de las desesperaciones. Ya nada me haría sonreír, no podría volver a confiar en nadie más. Mi vida carecía de toda ilusión. Incluso las flores dejaron de abrigar mi alma por las noches.

Ante todo, temía el día de mi cumpleaños. Sabía que el dolor de su recuerdo lo inundaría todo. La noche anterior me volví a acostar llorando aferrada a la primera flor que me regaló. Pero algo maravilloso ocurrió al despertar a la mañana siguiente. A mi lado, una hermosa rosa color fuego, me felicitaba, fresca y soberbia. La abrace con todas mis fuerzas contra mi pecho y durante un instante era como si lo volviese a abrazar a él, volviese a disfrutar de su suave pelo, volviese a sentirme protegida. El olor de la rosa y el de Pablo inundaba toda mi casa. Lloré de felicidad durante horas. La vida había vuelto a tener sentido.

Desgraciadamente una duda me consumía. ¿Y si mis amigos en un acto de compasión se preocuparon de qué no me faltase este regalo? ¿Y si yo misma inconscientemente la hubiese depositado por la noche cerca de mi cama? La gente dolida puede llegar a hacer estas cosas y luego no recordarlas. Sólo había una forma de averiguarlo.

Partí sin rumbo a lugares ignotos. Nadie fue participe de mi destino. A mis familiares y seres queridos les mantenía informada mediante postales de lugares que ya había visitado meses antes. Ya estuviese en París, Ámsterdam o Melbourne, todas las mañanas el día de mi cumpleaños, la fragancia de una rosa me despertaba en mi lecho. Delicadamente posada a un lado de mi almohada. Sin nota.

Pero sé que es de Pablo. Sé que en el lugar que esté ahora, sigue pensando en mí, comparto cada minuto de mi vida con él. No me he casado, ni nunca he vuelto a estar enamorada de nadie más. He vivido sola pero no estoy triste por no estar con él. El sexo no es importante cuando tu corazón esta hinchado de amor. Se puede vivir sin él. El placer que yo necesito me lo proporciona pasear por los lugares dónde estuvimos, recordar las caricias de sus palabras, la sinceridad de su mirada. Saberme amada es más que suficiente para mí. No hay día que las flores de todo el mundo me recuerden a él. No puedo, ni quiero olvidarle. Él cumplió su palabra y yo cumpliré la mía.

Sé que en cualquier lugar donde me encuentre, él me acompaña. Y que, dentro de algún tiempo, me dará esas rosas, que tanto me gustan, en mano. Las rosas azules son mis preferidas. Muy lejos de aquí. No me hace falta saber nada más. No le temo a la muerte, sólo temo el tiempo que deberé pasar antes de poder reunirme con él de nuevo.


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Si te ha gustado nuestra historia de amor, no olvides visitar los demás relatos de muestro especial de San Valentín bajo el siguiente enlace.

Y si te ha gustado este relato en particular, recuerda que es parte de mi proyecto Almas perdidas en la ceniza. Descubre todas las partes bajo el siguiente enlace.

¿Has descubierto las partes escondidas del puzzle? Aquí te la resumo:

Esta historia tiene lugar en el año 1966 y 1967.
  • Las rosas preferidas de nuestra protagonista son las azules. No te pierdas el último relato "La Reunión" para averiguar su significado secreto.
Booktrailer Parte 10 y final





Comentarios

  1. Buen relato. A ver si he pillado todas las pistas.

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  2. Lo dicho, tenemos que ver todos estos relatos juntos en un libro. Seguir toda la historia de cabo rabo, sin interrupciones, sin demoras. Lo exijo😄

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    Respuestas
    1. Gracias, queda un último relato y una idea para "posible" libro como guinda...

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  3. También son azules mis rosas favoritas

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