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Almas perdidas en la ceniza - Parte 7 de 10 - Luis Fernández

 


Relato Siete – El adicto

Me llamo Lucas Afolabi, soy la persona más egoísta que jamás conocerás y un adicto al dolor.

No recuerdo apenas a mis padres, murieron junto a tres de mis hermanos en el camión que nos trajo a escondidas a Europa. Después de una interminable travesía por mar en contenedor desde Nigeria, nuestro benefactor nos recomendó hacer los últimos kilómetros a la capital en camión, entre material de obra. Hacinados como sacos. Sin comida, sin luz, sin nada más que la entrecortada respiración de decenas de personas esperanzadas de una vida mejor, lejos de las miserias de nuestro país. Vestidos como mendigos. Pocos sobrevivimos al viaje. De mi familia, sólo sobrevivieron mi hermano menor y una hermana. El camionero se deshizo de los cadáveres en un descampado, mientras mirábamos aterrorizados. No lloré, no hubiese servido de nada. Tampoco haber salido corriendo. ¿A dónde? Era feliz de haber sobrevivido, no quería que mi último traje fuese de madera. Eso me pesaba más que la familia perdida. Los muertos pertenecen al pasado.

Nada de lo que nos habían prometido en la capital se cumplió. Abrieron las puertas del camión y nos abandonaron a nuestra suerte. Tenía 17 años. Tocaba buscarse la vida. Pequeños hurtos junto a mis hermanos. Dormir al raso o, con suerte, en el interior de un banco que dispusiera de un cajero abierto las 24 horas. Durante un tiempo ejercí la prostitución entre viejas damas burguesas deseosas de experiencias nuevas. Dinero fácil. Nunca me arrepentí de ello. Al resto de mi familia los fui dando de lado en cuanto me fue posible. ¡Qué se las arreglaran solos, como lo había hecho yo! Demasiado lastre. No volví a saber de ellos.

No soy estúpido, y tenía muy claro que no quería acabar en la cárcel o muerto en un callejón. Una de las viejas, que se había encaprichado de mí, me ayudó con los papeles necesarios para quedarme de forma legal en el país y me consiguió un trabajo de repartidor de publicidad. Al cabo de algunos meses, reuní un poco de dinero, y me saqué el carné de conducir. Más o menos por aquel entonces, cerca de los veinte años, descubriría por primera vez mi adicción. Un accidente de tráfico y la extraña y mórbida fascinación que me produjo ver una mujer llorando cerca de un hombre cubierto con una manta isotérmica. No podía dejar de mirar.

Sentía una inexplicable atracción al dolor. No infringirlo si no rodearme de él. Necesitaba de las personas solitarias, enfermas, derrumbadas y tristes para sentirme completo. Tan sólo arropado de esta gente, impregnada por la desgracia, mi vida alcanzaba cuotas de plenitud. Su más profunda infelicidad me hacía sentirme poderoso, calmaba mi adicción. El dolor de sus corazones, sus cálidas y furiosas lágrimas empapando mi ancho pecho, el temblor de sus frágiles cuerpos era el único opiáceo que necesitaba. Mi vida se justificaba dentro del marco del dolor de otros. Una vez desaparecía su dolor, gracias a su recuperada autoestima o gracias a que, el ser humano, consigue sepultar el dolor tras un tiempo, o al menos aprende a vivir con él; mi interés en estar cerca de estas personas languidecía hasta finalmente desaparecer. La ruptura no tardaría en llegar, ahora que el dolor ya no estaba presente, ya no necesitaba de ellos. Era precisamente el dolor lo que yo ansiaba. Les engañaba diciendo que necesitaba más tiempo para mí y, que lo nuestro, en el caso de relaciones sentimentales, fue muy bonito, pero se había acabado.

No os podéis ni imaginar la cantidad de personas acostumbradas al sufrimiento. Es muy fácil encontrarlas. La necesidad de sentirse desgraciado, la necesidad de sentirse compadecido por otra gente igual de infeliz. Es una forma de vivir muy cómoda. Todo el mundo es culpable de sus desgracias. De alguna manera se sienten que nada es culpa suya. Una vez que uno se habitúa al sufrimiento es casi imposible deshacerse de su presencia. Yo me nutría de ese dolor. Empecé a trabajar en una línea de ayuda al duelo. Me alimentaba escuchar las voces entrecortadas de los dolientes, el sentimiento de culpabilidad de las personas, el inmenso dolor residual de los supervivientes. Les exigía que me contasen todo en detalle. Mi encargado alababa mi dedicación cuando, en realidad, trabajaba en mi propio interés al intentar mantenerles el máximo de tiempo en la línea.

Pero mi adicción nunca se daba por satisfecha, necesitaba más. Empezaba por las mañanas leyendo el periódico, buscando las esquelas, o las últimas despedidas familiares de un tanatorio. Me presentaba como una atención más del servicio funerario de apoyo a la familia, un pariente lejano o un compañero de trabajo que quería presentar sus últimos respetos. ¿No es irónico la cantidad de risas que se echan los familiares en estos actos? La cantidad de veces que se repiten frases como “¡A ver si nos vemos más!” o “¡Qué grandes están tus hijos!”. Yo era el único honesto ahí. Me empapaba del dolor y me marchaba a las pocas horas, cuando los familiares empezaban a hacerse preguntas sobre qué pintaba un moreno de casi un metro noventa en un funeral.

Empecé a transitar los peores barrios de la ciudad en busca de dolor gratuito para calmar mi adicción. Buscaba el enfrentamiento, deseaba la aflicción. Que me pegaran una paliza. Desplegué todo mi repertorio de insultos racistas y homófobos en busca de ese ansiado dolor. Que maravillosa sensación ser golpeado hasta caer inconsciente y desconocer si habría un mañana. Que liberador. Despertar con un ojo morado, descubrir mis hematomas, mis medallas purpuras por todo el cuerpo. ¡Sentirse vivo dentro del dolor! ¿Lo podéis llegar a entender? Poco después, ya no eran suficiente las peleas ocasionales, la gente sabía de mí y me rehuía. No entraban en mi juego, en mis provocaciones. Al poco tiempo, empecé a frecuentar locales de peleas ilegales. Mi intención nunca fue ganar, tampoco perder, pero sí recibir una paliza. Qué se desahogarán conmigo. Merecía cada puñetazo, patada o cabezazo. Recibir mi ansiado dolor era una forma de expiación por haber sobrevivido durante todos estos años, mi necesario pago a esta realidad. Sentir como algo se partía dentro de mí, el sabor ferroso de la sangre en mi boca. No sé sí existe el cielo, pero para mí era lo más cercano a estar cerca de Dios. Caer para poder resurgir como un ave fénix después.

Pero mi alegría no duraría mucho. Empecé a ser etiquetado en este sórdido mundo de placeres y me empezaron a negar la entrada. Nunca fue mi intención pagar por sentir dolor, no desprecio el sadomasoquismo, pero mi dolor debe ser proporcionado sin miramientos, sin contratos, debe ser espontáneo y sólo de ese modo, el dolor tiene la ansiada capacidad nutritiva para mí.

La vida es una mala puta, y de la forma más inesperada conocí a Inés, mi fuente más preciada de dolor y el amor de mi vida.

Inés fue sin duda la única persona que he amado en toda mi vida. Era toda ella un ser extraordinario, mágico, una princesa de relato de hadas, una musa en este jardín de mediocridad. Sus anteriores relaciones habían navegado por el dolor y el rechazo. La consolé durante meses, e intenté encontrar junto a ella, por primera vez, el sentido a esta bola de barro. Ella, más optimista en esencia que yo, se estaba recuperando y cada día era más fácil verla mostrar una sonrisa en su bello rostro. Al mismo tiempo que mi corazón se alegraba por su mejoría, mi alma se entristecía. Sabía que nuestra relación tocaba a su fin y que necesitaba dejarla. Ella había dejado de ser la fuente que calmara mi sed.

Antes de que me pudiese abandonar, dejé de llamarla y quedar con ella. Durante un tiempo siguió insistiendo, desconcertada ante mi drástico cambio de actitud. Nunca le confesé la verdad. Ya no la necesitaba. La insultaba diciendo que ya no quería ser su premio exótico de color… su caprichito, su negrito. Que yo no podría ser jamás feliz a su lado. Soltar aquellas mentiras me hacía sentir miserable produciendo un inefable placer en mi interior. Yo sabía que la única manera de continuar junto a ella sería discutir a todas horas, y así satisfacer mi adicción. No quise eso para Inés, me importaba demasiado. Le mostré una salida, una vía para ser feliz. El único acto honesto del que fui capaz. Ella no entendía nada. Me suplicaba una oportunidad. No se la di. El dolor que le generaba podría haberme hecho yonki de aquella ruptura.

El día de nuestra despedida, cayó una de esas lluvias que arrastran polvo en suspensión del Sáhara. Aquel barro tibio de la llovizna, en un día cálido, pronto dibujó sobre mi oscura piel, los trazos del monstruo que podría ser. El reflejo de la mirada de horror en los ojos de Inés fue suficiente deleite para calmar el ansia de mi adicción una semana entera. Las calles se cubrieron por completo de barro borrando las marcas de la carretera, así como la misma imagen de Inés. El sonido de una radio de una casa lejana, narrando el extraño asesinato de un afable revisor de tren a manos de un vagabundo, me acompañó camino a casa. No he vuelto a saber de ella.

La ausencia de Inés es tan grande que me cubre como un manto día tras día, horas tras hora y satisface mi adicción sin tener que buscar otros elementos.

Ahora vivo retirado con mis recuerdos en un pequeño pueblo costero. Formo parte de la tripulación de un pequeño barco pesquero y nadie me pregunta nada nunca. Una fotografía robada de Inés en blanco y negro de dos por uno adorna una pared de mi única habitación.

Muchas veces, cuando anochece y las olas golpean con más fuerza las rocas, me encamino al acantilado. Durante horas contemplo desnudo la mar desde un risco. Lo más alejado posible de las débiles luces del pueblo, arropado tan sólo por una raída manta de cuadros anchos verdinegros. Cuando la oscuridad lo es todo y la soledad me devora, me regodeo en mi dolor. Pataleo, chillo, lloro. Puñales blancos incandescentes se hunden en mi pecho. Alejado de todo y todos es cuando me siento vivo de nuevo. Otras noches, al morir el día, pego mi rostro al sucio cristal de mi ventana, aquella que aún hoy reza hacía mi antiguo hogar y la echo de menos. Recuerdo su nuca, el olor de su cabello, su fina piel. Aquella misma fina blanca piel que con tanta facilidad se estremecía bajo mis manos. Las horas pasan, las calles enmudecen y yo sigo de pie. Como una estatua más del jardín. Igual de frío.

Y a la mañana siguiente cuando el cansancio finalmente me vence, me tumbo en mi eterna cama deshecha y me acuesto pensando en ella, confiando en que ahora sea feliz al lado de otra persona, y entonces el dolor vuelve a aparecer. Y sonrío. Mi amado dolor no me ha abandonado ni me abandonará nunca. Es mi única constante.

No existe dolor más puro y amor más verdadero que aquel que te rompe el corazón todas las noches.


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No te pierdas la siguiente parte o las partes anteriores de Almas perdidas en la ceniza, pulsando los enlaces a continuación:
¿Has descubierto la parte escondida del puzzle? Aquí te la cuento:

Esta historia empieza en el 1987 y termina en 1990.
  • Se desvela el destino final de Viktor von Schloßbaum (del relato La expedición), ajusticiado por Carlos (del relato El vagabundo) también conocido como el Lobo negro.
Booktrailer de "El bombardeo" - Parte 8 de "Almas perdidas en la ceniza"





Comentarios

  1. Genial relato. Ahonda una vez más en las miserias del hombre. Deseando verlo publicado.

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  2. Estamos trabajando en ello. Para que salga a la luz este y otros muchos.

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    1. Solo nos hace falta un coche con maletero grande para entre ahí el autor.

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  3. Buen relato, estoy de acuerdo en que hay que publicarlo en papel, deja ya de resistirte����

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