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Almas perdidas en la ceniza - Parte 8 de 10 - Luis Fernández

 




Relato Ocho – El bombardeo

Es como una tormenta que viene y va. Como hace mil años en casa. Observábamos desde las ventanas como, afuera, la tormenta se alejaba. Solo que el trueno que oyes puede ser lo último que escuches en tu vida. El terrible estruendo de una bomba al explosionar retumba los cimientos del refugio.

En la tierra
El fino polvo del techo nos ensucia y nos otorga un aspecto ceniciento, mortecino. Como si nos estuvieran embalsamando para la muerte. No sabes si la siguiente bomba alcanzará el refugio, si tu casa seguirá en pie, si alguno de tus familiares morirá esta noche. Abrazo a Konrad fuerte contra mi pecho. Sus cálidas lágrimas humedecen mi único vestido. "Tengo miedo, Tía Kerstin. No quiero morir". Le acaricio el pelo y le digo que nadie va a morir. Que fuera tan solo está lloviendo con fuerza y que, después de la tormenta, saldremos a jugar. Que le daré algo de chocolate, que le contaré historias bonitas de diablillos torpones y árboles de Navidad que brillan más que los faros. El pequeño Konrad asume mis explicaciones y termina durmiéndose entre mis brazos. Mis rudas manos apenas saben acariciar ya a nadie. Le beso en su revoltoso pelo zanahoria. Todavía huele a humo y a inocencia. Tan sólo le quedo yo. Observábamos desde las ventanas como, afuera, la tormenta se alejaba. Solo que el trueno que oyes es otra explosión, esta vez algo más lejana. ¿Cómo puede haber gente que impunemente suelte bombas sobre las ciudades? Deben insensibilizarse, deben hacerse la idea de que nada es real, de que aquí abajo no vive nadie. Y tienen razón, aquí ya no vive nadie, aquí tan solo sobrevivimos algunos y morimos la mayoría. Nos refugiamos como ratas en oscuros sótanos a la llamada de sirenas estruendosas, anunciando la llegada de los ángeles exterminadores del Apocalipsis. No existe el día, tan solo la noche. Acostarte con la esperanza de vivir un puñado de horas más y esperar que esta maldita guerra termine algún día. Algunos amigos entran encebollados con sus mejores ropas y apresuradas maletas en el sótano. Temerosos de que al volver no quede casa a la que retornar. Sus enseres más valiosos, reunidos en una maleta. Todo aquello que quizás sea un pasaporte a una vida algo más digna en el futuro. Algunos algunos entran ensangrentados, algunos conocidos, otros de otras barriadas sorprendidos por la aviación. Corren hacia la débil protección que ofrecen nuestras madrigueras. Casi no hay luz aquí abajo. Con cada nueva bomba, nuestra solitaria bombilla amaga no volver a encenderse. Muchas noches la oscuridad es tan profunda que deseas no volver a despertar nunca más.

En el cielo
Ben intenta no pensar cuando prepara las bombas que se abalanzarán algo después sobre la negra tierra. Fija su mirada en el panel, en la luz, y cuando esta le guiña cómplice, suelta la palanca. Decenas de kilotones se vomitan sobre Berlín. Ahora solo piensa en volver una noche más a casa. Se autoconvence de que hace lo correcto, de que su país ganará la guerra, que la libertad y la paz exigen muchas veces matar a gente y arrasar países. “Es como una rutina, como ir a trabajar a la ciudad, sales de casa por la mañana y vuelves a la tarde”. Aprieta fuerte una pequeña fotografía de su novia contra su pecho. El vestido rojo que le compró con lunares blancos le queda de fábula. Pronto nos casaremos y todo esto no será más que un mal sueño. Sueña con acariciar su sedoso pelo rubio y hacerle amor en el cobertizo. Fuera, el ensordecedor ruido de los motores no le permite oír las explosiones. Nunca mira hacia abajo. Tan solo existe la oscuridad. Se convence de que tampoco vería nada aunque quisiera. Hace frío, siempre hace frío. Ben se abrocha la chaqueta con cuello de borreguillo hasta arriba y se frota fuerte sus morenas manos. Luz verde. Vuelve a tirar de la palanca. Las bombas se desperezan y se deslizan silbando a la negritud de la noche. A cientos de metros del Bombardero, la tierra se ilumina como en navidad. Ben no puede dejar de pensar que es como apretar tornillos. Una rutina.

En la tierra
Apenas quedan edificios en pie. Las sirenas nos contemplan mudas desde los derruidos edificios que aún mantienen a duras penas la posición vertical. La calle desierta les abre sus puertas y justifica su presencia con puñados de escombros y casas en llamas. Los pocos árboles calvos y esqueléticos que quedan en pie observan intrigados a los topos que comienzan a asomarse desde los refugios. Alguien ha cubierto los agujeros más pequeños con precarios tablones de madera. Tablones que morirán esa misma noche pasto del fuego. El viento agita algunos papeles curiosos, desperdigándoles entre los amplios escombros. Unos metros más adelante, una bicicleta junto a su viajero pasajero, está deshecha en un agujero. Algunos hombres ya han comenzado a llevarse los zapatos y lo poco de valor que tuviera el desgraciado. Un niño se adorna con el manillar de la bicicleta cual si fuera un reno salvaje. La casa de Andrea ha desaparecido. Con ella todo lo que les quedaba de valor. Tantos recuerdos. Piensa en lo mucho que le gustaba su casa. La cantidad de veces que se juntaban en ella sus hermanos para tomar café y hablar del futuro. Un futuro que ya nunca llegará.

—¿Con qué voy a dar de comer a Konrad? No me queda nada. Tan solo una pequeña cadena con un crucifijo de plata, regalo de mi difunto padre. Es el único recuerdo que me queda —reflexiona desesperada Andrea, mientras busca con la mirada al pequeñuelo.

Konrad juega con otros niños entre los escombros a soldado triunfador de mil batallas. Andrea les grita que tengan cuidado. El muchacho responde con una enorme sonrisa tuerta de oreja a oreja. Los niños se conforman con poco. Su capacidad de sufrimiento no tiene igual. Pierden la inocencia, pero sobreviven. Andrea aprieta con fuerza la cadena de plata y se la quita muy despacio. No hay elección posible.

Por la noche cenan un algo de pan y un trozo de carne dura. Dios está en nosotros y no en las imágenes ni en las cosas. Al acostarse se sorprende llorando. Mañana será otro día.

Londres
La cena es deliciosa. Y Patty esta espléndida. El padre me mira de modo inquisidor, pero no me dice nada. Tomando un whisky, al fin me dirige la palabra.

—Patty me ha dicho que estás destinado en la base, en un bombardero. Eso está bien. Estamos muy orgullosos de lo que haces por tu país, hijo —me asevera el padre—. ¿Qué haces exactamente allí arriba, hijo?
Soy enterrador, sepulto a la gente. Les tiramos tantas bombas encima que los pocos que sobreviven a ellas, apenas reconocen sus vidas. Destruimos sus casas, arrasamos sus tiendas, matamos a sus familias —le respondo.
—La guerra siempre es terrible, pero justa y necesaria. Debemos demostrarles a los fascistas que no son dueños del mundo. Que aún queda algo de lógica y buen sentido en este globo apestado por el fascismo. Y si eso pasa por bombardearles hasta los cimientos, es lo que Dios quiere y así se hará.
—No creo que la solución pase por imponer la razón basándose en bombas, Señor. Ni por nuestra parte. Ni por la de ellos. Matamos a gente que no conocemos, gente que no entiende ni de guerras, ni de política. Ninguna guerra puede ser justa y esta tampoco lo es.
—¿No estarás insinuando que te dan pena, verdad, hijo? ¿No me estarás diciendo que es mejor que mueran nuestros chicos en lugar de esos animales, ¿verdad? Porque si es eso, lo que quieres decir, maldito negro cobarde, deberías meterte tu compasión en tu puto culo, y dejarle tu puesto a un auténtico hombre como mi chico mayor —afirma acaloradamente el loable Señor Shaw puesto de pie, agitándose cual espantapájaros en tormenta de verano y señalando la foto del heredero vestido de soldado de amplia sonrisa blanca.
—No podemos volver a permitirnos que nuestra gente pase las noches en las escaleras mecánicas de los metros, o que reduzcan a cenizas nuestras casas con sus V2. No, no podemos, hay que acabar con ellos, con todos ellos. Son ratas. Hay que matarlas a todas. ¿Lo entiendes, maldita sea, lo entiendes?
—Señor, creo que es hora de irme a casa.

Tengo ganas de estrellarle la botella de whisky en sus racista cara pero, sin embargo, felicito a la madre de Patty por el estupendo asado y con una débil abrazo me despido de su marido. Patty me reprocha con la mirada la muerte de todos los apóstoles. Recojo mi chaqueta y cierro la puerta despacio tras de mí. Enciendo un cigarrillo en el porche y me termino de poner la chaqueta. La luna me observa intrigada. Mi novia sale a la puerta.

—¿Se puede saber que pretendes, Ben? —me recrimina una cariacontecida Patty, cruzada de brazos.

No contesto. No pretendo nada.

—¿Acaso te parece normal, excitar de ese modo a mi padre? ¿Qué tipo de soldado eres tú, Ben? ¿Te preocupan más esas bestias, esas ratas, que los nuestros? Dime, Benjamín, ¿Qué tipo de soldado eres tú?

Le pido disculpas, y le digo que no estoy bien y que ya se me pasará. Que todo esto me está afectando demasiado. Me despido de ella. De camino a casa tiro el cigarrillo a un charco. Un vago chisporroteo termina con la existencia de un clavo más de mi particular ataúd. Me reflejo en el charco entre el humo del cigarrillo. Me doy asco.

En la tierra
El ulular de las sirenas me sorprende por la noche. La vieja Señora Brems se incorpora lentamente de su cama. Me indica con la mirada que me marche a un lugar más seguro, que ella se queda. No saldrá de su casa y que nadie le va a echar de su casa. Agarro a Konrad debajo del brazo y me abalanzo escaleras abajo. La madera se queja amargamente. Me quito los zapatos y comenzamos a correr sin sentido alguno a la calle. No recuerdo exactamente el próximo refugio, pero el trasiego de otras almas no induce duda alguna. Una mujer algo mayor se desploma apenas tres metros más adelante. No puedo entretenerme a mirar si sigue con vida, sería arriesgar la nuestra en vano. Podría estar muerta.

Levantamos a la mujer entre Konrad y yo. Tiene el rostro destrozado por el golpe. Antaño tuvo que ser bella. La agarramos y la arrastramos hacia el refugio atestado de gente. Arriba en el cielo, aviones portadores de la muerte se empeñan en convertir nuestras casas en papel de fumar.

Una bomba revienta la casa de la Señora Brems y el edificio entero se deshace como un pastel arrojado contra la pared. De modo irónico pienso que a la señora Brems al final si la han echado de sus casa. Un chico intenta saltar desde una ventana. El edificio en agonía se lo come.  No encuentro el refugio entre el humo y la desesperanza de la gente. Un hombre joven de rostro curtido y de mirada anciana como el tiempo me agarra del brazo y me indica la entrada. Me fijo en su flequillo y en su cuello. Sus ojos se entretienen en los míos y me sonríe. Konrad me tira de la manga y me espeta a entrar. Nos acurrucamos en la parte del fondo. No hay luz dentro. Sigo observando al hombre ofreciendo auxilio a los más torpes, a los más asustados a la poca luz que ofrece el exterior. Después cuando cierran las puertas y todos permanecemos en silencio, me pregunta en susurros por mi nombre.

—Andrea Kirsten —le respondo asustada.

Me lamo las manos e intento asear mi cara. Solo después de un rato me doy cuenta de que, a ciegas, él no puede ver mi rostro. Me desenmaraño el pelo y le pregunto avergonzada el suyo.

—Mi nombre no importa, es un nombre vulgar  —me responde y me coge de la mano. Su dedo pulgar me acaricia delicadamente. Huele a bosque y a fruta silvestre. Ya no tengo miedo. Fuera, nuestra tormenta sigue descargando sus relámpagos contra nosotros.



En el cielo
Volvemos a descargar nuestra furia sobre la tierra. Las explosiones suenan hoy más fuertes. Alguien desaparece debajo de su casa para no volver a ver el sol nunca más. Una sirena ulula sus últimos minutos de vida y expira. Observó las gélidas bombas, algunas pintadas caprichosamente por los artificieros con palabras obscenas y dibujos de mujeres desnudas. Me armó de valor y entro en la cabina. El comandante no parece de este mundo. Ajeno a todos. Un complicado entramado de cables y palancas sirven de panel de mando. Algunas luces brillantes de local de putas no dejan de guiñarle compañía. El mundo parece detenerse. Fuera esta tronando y la lluvia golpea con fuerza contra el cristal. Tan solo un ocasional relámpago parece confirmar que el tiempo no se ha detenido.

—¿Permiso para preguntar, Señor? —El comandante asiente. Hubiese formulado la pregunta con o sin su consentimiento.
—¿No piensa nunca en lo que hacemos? ¿En que cada bomba que lanzamos mata a gente, gente inocente muchas veces, gente que no conocemos?
—Abajo no vive nadie, cabo. ¿Usted se preocupa dónde va lo que tira por el cuarto de baño? Pues lo mismo. Haga su trabajo y no piense. Es más fácil —responde el comandante sin girarse—. Vuelva inmediatamente a su puesto.

El comandante dejó de sentir algo parecido a la compasión cuando su compañero de vuelo se deshizo entre las nubes como un juguete viejo derribado por los antiaéreos alemanes. Antes podía pensar con claridad. Antes todo era distinto. Pero ya no lo es. Hará un agujero tan grande que toda Alemania podrá esconderse en él, una vez que los Aliados ganen la guerra. Despellejaría la piel con los dientes a los monos si hiciera falta. Pero no dejará un solo edificio en pie, no dejará una sola piedra encima de otra. Le pide a su copiloto que fije un nuevo rumbo para descargar algo más de muerte.

En la tierra
Las calles están desiertas. Algunas almas divagan sin rumbo fijo por entre la maleza pétrea buscando algo de valor para poder venderlo. Una niña calva con una muñeca quemada en la mano espera a su madre a la puerta de una antigua panadería. Andrea ha oído que al final de la Nollendorfplatz reparten algo de ropa y que por la noche dan de cenar sopa a los más pequeños en un refugio. Todavía no es de noche y algunos niños siguen jugando ajenos al caos. Ella siempre sonríe. Más tarde, cargada con una vieja manta, se encaminan al refugio. Él ya está ahí. Dónde quiera que pasen la noche él siempre está ahí. Siempre. Charla distendidamente con un señor mayor aquejado de una voraz tos.

—Deben conocerse de antes —piensa Andrea.

Se fija en sus manos. No lleva anillo por lo que no debe estar casado. Él la sorprende mirándole. No se atreve a sostenerle por más tiempo la mirada e intenta hacerse la interesante rehuyendo su presencia hacia un lugar donde pueda seguir mirándole sin que él lo sepa. Andrea se ha arreglado un poco y vuelve a fijarse en sus manos largas y huesudas, como de pianista. Fantasea con ellas acariciándole el pelo mientras ella descansa sobre su pecho. El hombre de negro ya la ha visto y la saluda por su nombre. La muchacha no se acaba de creer que recuerde su nombre y le responde con un sí demasiado efusivo. El hombre ha traído algo para Konrad. Un camioncillo rojo de hojalata. Se lo deja a un lado para no despertarlo. Ella le da las gracias por el niño y decide no esperar a otra ocasión.

—¿A qué te dedicas, misterioso hombre sin nombre? —pregunta Andrea intrigada.

El hombre, de constitución atlética, rehuía cualquier estimación de su verdadera edad. Algunas veces aparentaba no más de treinta años y otras veces parecía soportar en sus hombros el principio de los tiempos.

—Viajo mucho. Hago tratos con la gente, por todas partes. Le ofrezco algo y ellos me dan otra cosa a cambio. Nada especial.
—¿Una especie de mercader, de usurero?
—No, no que va. Mis habilidades mercantiles no son tan extensas. Tengo cierta experiencia, he conocido a bastante gente. Pero no llego a tanto. No engaño a nadie que no quiera ser engañado.
—¿En todos tus viajes te has encontrado alguna vez con Dios? —le interrumpe de pronto Konrad.
—Sí, claro. Soy amigo suyo —responde divertido el hombre.

Andrea le observa cómplice desde la penumbra. Amaga una sonrisa olvidada hace mucho tiempo y se permite reír en voz bajita. Piensa que el misterioso extranjero se ha metido en un buen lío. Aún no sabe con quién está hablando, el pequeño tiene el camino abonado.

—¿Y cómo es? ¿Dónde vive? ¿Es muy viejo? ¿Habla alemán? —le acribilla Konrad sin piedad.
—Bueno, en realidad no vive en ningún lugar en particular. Está con nosotros ahora, siempre lo está. Aunque muchas veces pensemos que no nos escucha. Una parte de él vive dentro de nosotros.
—¿Y ahora está con nosotros? —continua el curioso muchacho pelirrojo.
—Sí —asevera el hombre.
—¿Y con los hombres malos, los que nos quitan las casas?
—También.
—Pero… ¿Cómo puede estar con ellos y con nosotros? Nosotros somos los buenos ¿No? Y a ellos, él los castiga con la muerte y el infierno, ¿no? —replica un indignado Konrad.
—No es una pregunta fácil, Konrad, y por lo tanto la respuesta tampoco lo puede ser. Hay cosas que aún no debes saber. Confórmate con saber que nada es nunca lo que parece, y que en el fondo de nuestro corazón no hay ni buenos ni malos, sino tan solo personas más o menos confundidas. De todas maneras, preguntas mucho para ser tan joven, ¿no?

El muchacho responde con un bufido y falto de respuestas interesantes se acopla entre los brazos de su tía. Revolotea un poco más hasta que finalmente se rinde al sueño. Andrea le mira con todo el amor que le queda y le arropa con un resto de manta de cuadros azules anchos. Cuando finalmente vuelve la mirada al extranjero, este ya se encuentra en la puerta listo para marcharse. La luz del día reclama el triste habitáculo para sí y fuera, el silencio, empieza a adueñarse de las calles. Ella no le dice nada. Él la mira con sus ojos azabaches y le responde sin palabras que se volverán a encontrar. Es solo cuestión de tiempo. Al fondo un hombre tose exageradamente y después se calla. El hombre misterioso ya se ha marchado. La muchacha le busca con la mirada, ansía levantarse, pero su orgullo se lo impide. El hombre de la tos ha muerto.

Andrea no deja de pensar en lo injusta de esta vida, y no le confiesa a nadie que en el fondo de su corazón, desea con toda su alma, que otro odiado bombardeo les vuelva a juntar en un triste sótano.

En el cielo
Otra noche, otro avión, otro comandante. La noche es silenciosa y el hipnótico ronroneo de los motores aletarga a Ben. Las chanzas de sus compañeros sobre las excelencias de las chicas del número diecisiete de Ellen Road apenas le despiertan de su letargo. Sueña con el bombardero, con los kilotones de muerte que suministra a los pacientes todas las semanas. Ben ya no carga bombas en las ojivas, sino cadáveres, cadáveres putrefactos, de cráneos aplastados y piernas retorcidas. No dejan de mirarle, despeinados, suplicantes, y la vez tan humanos. Sigue apretando tornillo. Tirando de la palanca sin apartar la vista. Caen de espaldas con los brazos alzados y mientras Ben los observa, cada vez se vuelven más y más pequeños. El comandante le confirma luz verde. Vuelve a soltar la palanca. Uno de ellos intenta aferrarse a la vida amarrándole de la manga, balbucea con el único trozo de lengua que le queda algo ininteligible y sus dientes se desprenden. Huele a tierra mojada y las pocas fuerzas que le quedan se desvanecen en su último intento de aferrarse a la vida. Cae de frente y se deshace en llamas cientos de metros más abajo.

En la tierra
Cada vez son más incesantes los rumores de que Alemania no va a ganar la guerra. Que estupidez. ¿A quién le importa? Ya lo hemos perdido todo. No tenemos casa, ni familia, ni país. ¿Qué más podemos perder? Nos hemos dejado arrastrar por un loco a esta guerra sin sentido que ha acabado con toda nuestra ilusión. ¿Qué le futuro le depara a Konrad? ¿Qué le puedo contar para que el odio no le consuma como a los otros? ¿Qué nos confundimos, que se merece pasar hambre, que se merece ser señalado como uno de los perdedores? No, no se lo puedo decir. Debo ser fuerte y darle lo mejor que me queda para que él al menos sí tenga futuro.

Hoy he vuelto a ver a mi hombre misterioso. Es guapísimo. Debe tener montones de muchachas rondándole. Quizás yo le guste. ¿Cómo se va a fijar mí? No tengo nada, tan sólo un chavalillo a mi cargo y mucha hambre. Esta noche cuando nos volvamos a encontrar, le preguntaré si le apetece dar un paseo, si le apetece contarme alguna de sus historias. Me pondré guapa y... ¿A quién pretendo engañar? Nunca se va a fijar en mí. Me dirá que no, que tiene cosas más importantes que hacer que perder el tiempo con una paleta como yo, que nunca ha estado en ningún sitio. Bueno, en realidad me da igual. No importa. Todavía soy joven y alguien se puede fijar en mí alguna vez. Arreglada valgo bastante. Y con el vestido, que me regalado la Señora Daum de su difunta hija Christine, estoy bastante bien. Sueño con sus manos y que me confiese entre susurros que no puede dejar de pensar en mí, que me diga tantas cosas bonitas, que no pueda soportarlo y tenga ganas de huir. Hoy le veré. Estoy segura de ello. Tengo miedo de no volver a verle nunca más. Pero al final siempre le veo. Le preguntaré si me ayuda a recoger agua mañana. Eso es. Seguro que viene.

—Una guerra por muy dura que sea no puede acabar con todo. ¿No es verdad, Konrad?
—Sí, Tía, nadie puede con los Kirsten.

Eso es. La esperanza nunca se pierde. Es lo único que no nos pueden quitar. Podremos perderlo todo, pero sobreviviremos mientras sigamos teniendo fe en ello.

En el cielo
Sobrevolamos una zona civil. Al comandante le gustan estas pequeñas licencias.

—Acabamos con su moral. Derruimos sus esperanzas desde dentro. No tienen derecho a la vida. Dios está de nuestra parte —nos intenta convencer.

Al rato, luz verde. Decido no tirar de la palanca esta vez. Se acabó. Por el interfono me gritan que qué demonios ha pasado. Le respondo que tenemos problemas técnicos, que ya están solucionados. Mi compañero me observa atónito. Al rato dispongo otra vez de luz verde. La palanca sigue sin moverse. Ya no se moverá esta noche. El comandante abandona enrabietado la cabina y me chilla algo sobre la incompetencia. No respondo. Intenta él mismo soltar la palanca. Le apunto con mi arma al pecho y le digo que se lo piense mejor. Durante dos siglos nos estudiamos en silencio. Los carbones encendidos de su rostro terminan con mi vida y mi fe me la devuelve al instante. A mi compañero se le están saliendo los ojos. Seguro que ya no piensa tanto en las alegres muchachas de Ellen Road. Por los altavoces confirman que hemos perdido la posición y que volvemos a casa. El comandante Antorec aprieta fuerte los dientes y me amenaza. No le escucho. 

Quizá para ellos tan sólo sea un negro más. Patty seguramente me abandonará entre lágrimas de cocodrilo y el ejército me expulsará en el mejor de los casos. Me tacharán de cobarde. Me da igual. He hecho lo único correcto. Hoy mis manos no están manchadas de sangre. Esta noche no me he vendido a la guerra. No soy un cobarde quizás sea el más valiente de todos los que van en el bombardero. Esta noche por fin soy libre.

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No te pierdas las partes anteriores de Almas perdidas en la ceniza, pulsando los enlaces a continuación:
¿Has descubierto las partes escondidas del puzzle? Aquí te la resumo:

Esta historia tiene lugar en el año 1944.
  • Ya conocíamos, el destino de Andrea y Konrad desde el Relato 2 - La expedición. Mueren sepultados en un refugio. Se trata de la hermana y sobrino del protagonista del relato 2.
  • El misterioso hombre es La Muerte del Relato 3 - La cita. Su presencia ya nos indica que algunos de los refugiados no sobrevivirán.
  • Conocemos al comandante del bombardero Antorec del relato "Infierno sobre Berlín", y por lo tanto el destino de Ben queda a libre elección del lector.

Booktrailer "Almas perdidas en la ceniza" parte 9 de 10 - La Rosa



Comentarios

  1. Excelente relato. Muchos guiños a historias anteriores. Esperando con ganas la publicación del libro recopilatorio.

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  2. Ya me encargaré yo de que ese proyecto llegue a buen puerto si me acepta como editor.

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    1. Acepto de buen grado :) aunque antes quiero incluir una idea al terminar los relatos que (quizá) pueda servir para enganchar más lectores.

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